Capítulo 28

MAKONNEN le estaba esperando en Florian, como habían convenido. El sacerdote parecía incómodo en medio de aquellos espejos dorados y asientos de terciopelo del lujoso interior del café. Estaba en un rincón, tomándose un espresso ristretto en una diminuta taza blanca. Entre sorbo y sorbo miraba, como un desventurado a través de una ventana decorada con sirenas, la gente que pasaba bajo los soportales de la plaza de San Marcos.

Patrick tomó asiento a su lado y pidió un Fernet Branca.

—¿Ha almorzado? —preguntó a Makonnen. El sacerdote movió la cabeza—. ¿Quiere tomar algo?

—Pues no. No tengo mucho apetito.

—Ni yo, pero imagino que mejor será que comamos algo.

Cuando acudió el camarero con la bebida que había pedido, Patrick encargó para ambos un plato de prosciutto crudo y bresáola con una botella de agua mineral Recoara.

El camarero tomó nota con una reverencia, lanzó una mirada casi imperceptible recriminatoria por Makonnen y los dejó. Enfrente de ellos, en un rincón, una grande dame anciana ocupaba sola una mesa, mirándose sus pintadas y apergaminadas facciones en la rugosa superficie de un espejo rococó, al tiempo que se llevaba a sus ajados labios la taza de chocolate.

Aparte de ellos y la anciana, el café estaba casi vacío. En Venecia a nadie le preocupa el agua alta de la marea cuando invade la ciudad e inunda la plaza, pero los días fríos de fines de invierno, en que cae la lluvia del Adriático y no hay donde guarecerse en las calles, los que pueden se quedan en casa a calentarse frente a la estufa.

—¿Ha visto a su amigo? —inquirió Patrick.

Makonnen asintió con la cabeza. Parecía un tanto distante.

—Sí —contestó—. Tiene el mismo domicilio. Su madre murió el año pasado y ahora vive con el padre; el hombre tiene ya ochenta y cinco años y Claudio está totalmente dedicado a cuidarle. No puede pagar una asistenta o una enfermera y tiene que hacerlo todo él. Le lava, le viste, le ayuda a ir al cuarto de baño y le da de comer. —Assefa hizo una pausa y miró la tacita vacía—. Es curioso —prosiguió—, pero es como si fuese una vocación, como si guardase el celibato; nunca piensa en sí mismo y está siempre en casa para ayudar al anciano, como un santo. Nos dio tanta vergüenza a causa suya cuando dejó el seminario…, pensábamos que el sacerdocio era lo único importante en la vida. Pensábamos que se condenaría, que se buscaría la perdición al dar la espalda a la Iglesia, y, en cambio, ahora ahí le tiene, dedicado a limpiar a un viejo y sin pensar en nada más. No como penitencia ni nada parecido, sino por cariño.

—Debe de ser buena persona su amigo.

—No, ahí está la cosa, que no es buena persona. Él no soportaría oírselo decir; de verdad. Bebe mucho y dice palabrotas; tiene muy mal carácter. Y detesta la Iglesia. Pero ya lo verá usted mismo. Me ha dicho que pase a verle esta misma tarde.

Patrick dio un sorbo al Fernet Branca, haciendo una mueca cuando el amargor le llegó al paladar. La grande dame se llevó la mano enjoyada a su descarnada mejilla y los miró con frialdad. De su chocolate ascendía una tenue espiral de humo.

—¿Qué le ha contado usted?

—No más de lo que usted me indicó, que mi vida corría peligro y que necesitamos ayuda.

—¿Y piensa ayudarnos? ¿Le ha dicho lo que necesitamos saber?

Makonnen asintió con la cabeza.

—Sí. Él tiene buenas relaciones, viejos amigos de cuando era monaguillo. Y también amistades de ahora; actualmente es comunista, o eso dice. Antes de morir su madre y verse obligado a cuidar él solo a su padre, pertenecía a un grupo de extrema izquierda de Cannaregio.

Entró una familia inglesa, tiritando, y entregaron sus gabardinas Burberry y los puntiagudos paraguas a un paciente camarero. Eran cuatro personas: el matrimonio con niño y niña rubios de unos siete años. Parecían retraídos, casi tímidos, como les ocurre a los ingleses en el extranjero. La anciana los miró con sus impertinentes de oro, como irritada por aquella irrupción de turistas fuera de temporada.

—¿Y usted? —inquirió Makonnen—. ¿Ha averiguado algo en el cementerio?

Patrick le contó sus infructuosas indagaciones en la isla y la conversación con el fraile. Se escuchaba su propia voz, pero era como si estuviese ajeno a la charla, distanciado, observando. Como si no se hallase allí, miraba a la familia inglesa que tomaba asiento, a la condesa sorbiendo el chocolate, a los camareros yendo y viniendo como acólitos de un templo resplandeciente y dorado.

Había estado allí muchas veces anteriormente con Francesca, huyendo de la multitud veraniega, para escuchar a la orquesta que afuera interpreta música de baile y mirar el mundo reflejado en los espejos, todo al revés, y, sin embargo, en cierto modo, más real que la vida misma, más intenso.

Se preguntó si Ruth habría estado alguna vez allí y se dijo que no habría desentonado; habría sido como un personaje de Henry James o de Fitzgerald. Las norteamericanas como ella eran casi una especie extinta. Hollywood, Disneylandia y los Burger King las habían barrido de la faz de la tierra. Y ahora Ruth había ido a reunirse con ellas por culpa de una codicia muy distinta. Parecía una tontería, pero pensaba que la quería más ahora que estaba muerta. Con Francesca había pasado lo mismo. Se pregunto si Assefa lo consideraría pecado.

—¿Se encuentra bien, Patrick? —dijo el sacerdote, inclinándose sobre la mesa con gesto de preocupación.

Patrick salió de su ensoñación.

—Lo siento. Estaba abstraído. Pensaba en Ruth.

—Lo comprendo; no tiene por qué excusarse.

El camarero les trajo el almuerzo y comieron en silencio, acompañándolo con el agua mineral. Casi habían acabado, cuando Patrick advirtió que la grande dame pagaba su cuenta, recogía su abrigo y paraguas del camarero y, en lugar de dirigirse directamente a la puerta, venía hacia la mesa de ellos.

—¿Es usted norteamericano? —preguntó a Patrick, quien, sorprendido, reconoció en aquella voz un deje de Boston o quizá de Cambridge. La contessa resultaba ser un personaje de Aspern Papers.

Él asintió con la cabeza.

—Pues un consejo —dijo sibilante, inclinándose sobre él y apretándole el hombro con una mano que parecía una garra. De cerca, su cutis era tirante y moteado por la edad y su hálito olía a chocolate—. La próxima vez que venga, déjese el negro fuera. Éste no es sitio para él.

Antes de que Patrick hubiera podido responder, ya se había dado la vuelta, dirigiéndose con paso majestuoso hacia la salida. La familia inglesa seguía en su mesa charlando de una casa con tejado de paja que acababan de comprar en Surrey; al cerrarse la puerta, sus voces chillonas llenaron el local.

Tomaron un vapor público hasta Santa Marcuola y siguieron a pie hasta Cannaregio. La lluvia se había convertido en llovizna; de vez en cuando se veían grupos de gatos rebuscando en los desperdicios. Conforme se aproximaban al Ghetto, las calles se hacían más estrechas y las casas eran más altas, cercándolos. Pasó una anciana con un abrigo harapiento y la compra en una bolsa de plástico. En un portal, un ciego sentado trazaba rayas en el suelo con su bastón blanco. Cruzaron estrechos puentes en canales secundarios en los que flotaban verduras podridas y mierda de perro. Por todas partes reinaba el olor a pobreza y abandono. Y un olor más profundo e insidioso: vejez mezclada con desesperanza.

Claudio Sudan y su padre vivían en el último piso de una casa de seis plantas. Afuera, en la calle, unos niños sucios jugaban con una pelota estropeada. Por un canalón roto caía el agua sobre la fachada, dejando una mancha oscura y mohosa sobre los viejos ladrillos. No es que la casa hubiera sido bonita, pero en otro tiempo habría debido de tener cierta dignidad ya perdida. Assefa abrió la enorme puerta de madera y entró en el patio.

Una escalera de piedra daba subida a los pisos. Assefa y Patrick ascendieron despacio, con cuidado de no resbalar por los desgastados escalones mojados por la lluvia. Un vago olor a orines les llegaba en cada descansillo. En la casa de enfrente se abrió una contraventana y una mujer asomó la cabeza y se los quedó mirando con recelo y gesto hostil mientras subían.

Habían rociado con desinfectante el último descansillo. Assefa llamó en la pesada puerta, de cuya pintura sólo quedaban parches rojizos, y al cabo de un minuto largo se oyó ruido de llave en la cerradura. La puerta se abrió unos centímetros mientras quitaban la cadena para dejarlos pasar.

La primera impresión que tuvo Patrick de Claudio Surjan fue que era un suicida frustrado. Había en su cara un gesto de resignación, particularmente acentuado en los ojos; era el rostro de un hombre que sabe que su desesperación es racional y, por consiguiente, inevitable, de alguien que considera la esperanza un paliativo más y la desecha por inútil. Parecía enfermo y sus mejillas demacradas acentuaban lo que sus ojos daban a entender. Pero iba limpio y recién afeitado.

—Éntrate, vi prego —les dijo.

Para sorpresa de Patrick, su voz era agradable, casi simpática, sin resto alguno de amargura o mal genio, como había esperado de él. Le dio la mano y cruzó la puerta detrás de Assefa.

Era una habitación sin mucha luz, salvo en una zona que parecía ser banco de trabajo. Las paredes estaban llenas de máscaras, unas blancas, otras pintadas y otras mitad y mitad. Las había en forma de lunas y soles, de sombrero de copa, máscaras a cuadros y con estrellas a guisa de ojos. Vio varios ejemplares de la clásica bautta blanca y algunas con tricornio y velo negro. Las mejores eran las de estilo Commedia dell'arte, máscaras de medio rostro de Arlequín y Polichinela, narigudas y con sombrero puntiagudo. En el suelo había un caldero humeante con papier maché, y sobre el banco de trabajo, botes de pintura, frascos de disolvente y pinceles.

—Lo siento, pero hay poco espacio —dijo Surian, sacando sillas para ellos—, y tengo que usar el cuarto como taller. Mi padre está en el dormitorio. Si les parece, hablaremos aquí.

La única fuente de calor era una pequeña estufa de petróleo en un rincón, pero no hacía frío en aquel cuarto, sino más bien la atmósfera estaba cargada. Una neblina de humo de tabaco campeaba sobre todos los objetos como niebla azulada de la laguna.

—Cuántas máscaras —comentó Patrick.

Surian lanzó un bufido.

—Industria en expansión, ¿no lo sabía? No hay turista que se vaya de Venecia sin comprar una por lo menos. Hace unos quince años sólo existía una docena de tiendas de máscaras en toda la ciudad, mientras que ahora son casi trescientas —dijo tomando asiento en una sencilla banqueta de madera—. Estos días acumulo género para la temporada de verano. Las vendo casi todas en los comercios de Strada Nuova y otros cercanos al Rialto.

—Pero éstas son mejores que las que suelen comprar los turistas.

—Gracias —replicó Surian sonriendo entristecido—. No es la profesión a que había pensado dedicarme…, pero seguro que Assefa se lo habrá contado. —Hizo una pausa y acercó la banqueta a sus visitantes—. Tengo entendido que desea información sobre nuestro querido cardenal Migliau.

Patrick asintió con la cabeza.

—Estoy dispuesto a pagarle el tiempo que le ocupe. —Surian se echó a reír.

—¿Y qué le hace pensar que puede aceptar mis honorarios? No quiero ningún patrocinio, signore. Si le ayudo es por hacerle un favor a Assefa. Me ha dicho que está en peligro. ¿Es cierto?

—Efectivamente.

—¿Por algo que ha hecho?

Patrick negó con la cabeza.

—Por algo que sabe. Por algo que sabemos los dos. Es muy complicado y no se lo explicaré porque creo que también correría peligro. Le ruego que nos crea.

Surian se quedó mirando a Patrick fijamente.

—Vaffanculo! —exclamó, cambiando bruscamente de modales—. Yo no confío en nadie, y menos en un norteamericano. Tienen todo este país lleno de sus puñeteras bases aéreas; toda Europa. Tiran de los hilos y los demás a bailar, y si hay guerra, nosotros seremos la carne de cañón, mientras ustedes lo ven desde casita. Así que haga el favor de no pedirme que le crea.

—Por favor…, Claudio…, él lo que intenta es ayudarme —imploró Makonnen, tratando de apaciguar a su amigo.

—Claro. Y, por lo que me has dicho, él también necesita una mano. Pero antes de ponerme a ayudar a extranjeros, y en eso te incluyo a ti, Assefa, quiero saber de qué se trata. —Hizo una pausa, sacó del bolsillo de la camisa una latita de tabaco y papeles de liar Rizla y se puso a hacer un pitillo, disponiendo cuidadosamente las hebras de tabaco en el fino papel.

—¿Usted qué es —inquirió—, de la CÍA?

—Esto es un asunto privado —contestó Patrick.

—Para la CÍA no hay nada privado. Vaya a pedir mi ficha, si es que no lo ha hecho ya. Y verá lo privada que es aquí la vida.

—Esto no es un asunto de la CÍA —repitió Patrick—. Salvo que…

En el cuarto contiguo se oyó un grito quejumbroso:

—Claudio! Claudio! Corrí qui, sbrigati!

Surian pidió excusas y desapareció por una puerta que había a mano izquierda. Patrick oyó una voz aguda a través del fino tabique.

—Con chi stai parlando, Claudio? Che é questa gente? Ti ho detto che non voglio amici tuoi a casa mia!

Y luego la voz de Surian, radicalmente amable de nuevo, marcando pacientemente las sílabas, calmando al viejo.

—Nessuno, papa. Solo vecchi amici… se ne vanno súbito (No es nadie, padre; sólo viejos amigos, que en seguida se van).

Un minuto después se abría la puerta y reaparecía Surian. Volvió a sentarse en la banqueta sin decir palabra y acabó de liar el pitillo. A continuación se guardó la latita en el bolsillo y cogió una caja de fósforos.

—¿Quiere usted hacerle algo a Migliau? —inquirió encendiendo el cigarrillo.

Patrick no sabía qué contestar.

—A mí me tiene sin cuidado —añadió Surian, lanzando una cinta de humo acre—. A lo mejor hace un favor a algunos…, quitándole de en medio.

—No se trata de matarle. Lo único que quiero es que conteste a algunas preguntas.

—¿Y cree que se las contestará? Patrick se encogió de hombros.

—Tal vez tenga que actuar algo violentamente con él —dijo.

Surian sonrió sardónico.

—Seguro. Bien… —añadió, quitándose el cigarrillo de la boca—. Le deseo suerte. —¿No va a ayudarnos?

—No he dicho eso. Sí que le ayudaré, si puedo. Migliau no cae bien y a mucha gente le gustaría verle neutralizado. Pero hay un problema.

—¿Cuál?

Surian aplastó lo que quedaba del pitillo en el borde de la banqueta.

—Cuando se marchó Assefa esta mañana, hice algunas averiguaciones. Tengo un amigo que trabaja en la redacción del periódico del partido, L'Unitá, y le sorprendió un tanto que le dijera que quería información sobre el cardenal Migliau. ¿Qué cree qué me dijo? —Patrick permaneció callado—. Pues que a primera hora de esta mañana había hablado con su mejor contacto en los carabinieri y le contó que, aunque no es oficial, hace tres días que no se sabe nada del cardenal. La última vez que le vieron fue en sus habitaciones del palacio patriarcal, el lunes. El martes por la mañana, su mayordomo encontró vacío el dormitorio. Las autoridades eclesiásticas optaron por esperar veinticuatro horas a ver si les llegaba alguna nota pidiendo rescate, y ayer llamaron a los carabinieri. Ayer mismo llegó un comando GIS de Lavarno. Y ahora, signore, ¿por qué no me explica de qué se trata?