AFUERA seguía lloviendo a mares. En el cementerio no quedaba nadie, y, mientras rehacía su camino entre ángeles dolientes y bustos y fotos idealizados de los muertos, advirtió que el cortejo fúnebre ya había embarcado e iba camino de Venecia, allá a lo lejos, tras una cortina gris, separada de sus muertos por un brazo de agua azotado por el chaparrón invernal.
En el claustro encontró a un joven monje franciscano que se ofreció a traerle al sacristán. El antiguo monasterio de San Cristofero llevaba mucho tiempo cerrado y sólo una reducida plantilla de monjes atendía la iglesia de la isla, una construcción de aspecto clásico severo diseñada por Coducci en el siglo XV. La principal tarea de los religiosos era allanar el tránsito de los venecianos al camposanto; ellos se ocupaban del cementerio y de los sepelios, recibiendo a los cortejos en el embarcadero, hieráticos y afligidos.
El sagrestano tenía un pequeño despacho en el claustro; era un cuarto casi desnudo, sin lujo ni gracia, una especie de antesala de la tumba. Sus lóbregas ventanas daban directamente a la necrópolis. El monje joven invitó a Patrick a sentarse y desapareció. Diez minutos después aparecía el sagrestano, quien se presentó como el hermano Antonio.
El hombre se bajó la cogulla empapada y acercó una silla al escritorio metálico verde, que era la única superficie disponible en el cuarto. Era muy anciano y sólo le quedaban unos grotescos mechones de pelo gris adheridos al cráneo, calvo y rugoso, a guisa de disforme tonsura. Mostraba una extraña actitud grave que casi parecía severidad. Quizá toda una vida entre muertos había profundamente impreso en él los evidentes horrores de la existencia terrena, o quizá fuese que se había hecho poco a poco viejo y hosco como cualquier mortal. Sus ojillos hundidos escrutaron a Patrick medio minuto antes de hablar.
—Buon giorno. Posso parlare italiano? —dijo con voz rasposa y asmática.
—Ma certo.
—No es corriente —añadió—. Aquí en San Michele recibimos pocas visitas de extranjeros, sobre todo en esta época del año. Nuestra isla no figura en los itinerarios turísticos y únicamente vienen todos los años algunos admiradores de los ballets rusos a presentar sus respetos a un tal Diaghilev, que está enterrado en la zona de ortodoxos, y unos cuantos más que llevan flores a la tumba de un inglés llamado barón Corvo. Imagino que habrán leído sus libros, aunque no puedo asegurarlo; yo, desde luego, no los he leído, porque me han dicho que son disolventes y que él era un depravado. Y ni siquiera barón.
Hizo una pausa y notó la impaciencia de Patrick.
—Perdone, signore, pero usted comprenderá que esto es San Michele, no el Pére Lachaise de Montmartre, y aquí no tenemos ningún Chopin, Proust, Delacroix, ni Osear Wilde. Para eso hay que ir a París. Pero nuestra iglesia es muy bonita; es el ejemplo más antiguo de arquitectura renacentista de Venecia, y cuenta con tres altares de Carona y un busto de Bernini. Me refiero al hijo, no al padre. Un monje joven se la enseñará encantado.
Patrick sacudió la cabeza.
—No he venido a ver tumbas de famosos —dijo—, sino a buscar la tumba de… una vieja amiga. Pero necesito ayuda.
El anciano se relajó un poco y pareció que respiraba con menos dificultad. Buscar una tumba era algo natural.
—Entiendo —dijo—. Le ruego me perdone, signor…
—Canavan.
—Signor Canavan, a la isla vienen turistas de vez en cuando y esperan que los entretengamos y enseñemos el recinto. Y a mí me cansan. Pero tratándose de un viejo amigo… es distinto. Eso es muy distinto. Le ayudaré de mil amores —dijo cruzando sus manos rugosas—. Vamos a ver…, ¿cómo se llamaba su amiga?
—La enterraron aquí hace veintiún años. Acabo de estar en el panteón familiar, pero no hay indicio de que haya estado sepultada allí.
El hermano Antonio asintió con la cabeza.
—¿Cuál es el apellido de la familia?
—Contarini. Su padre es el conde Alessandro Contarini.
Una imperceptible sombra cruzó el rostro del monje, que asintió gravemente con la cabeza.
—Contarini, sí. La grande lomba románica. Está en el sector sudoeste. ¿Dice que ha estado en ella?
—Sí.
—¿Y no hay rastro de su amiga? —Eso es.
—Quizá se haya equivocado, y no la enterrarían en el panteón familiar. Sucede a veces. Patrick meneó la cabeza.
—La sepultaron allí. Lo sé porque estuve en el entierro.
El hermano Antonio se rebulló incómodo en la silla. En su amplio hábito parecía un fruto seco, una manzana arrugada al sol.
—Me imagino, signor Canavan, que sabe cómo funciona este cementerio… No es como los recintos habituales para muertos. Aquí hay poco espacio. Claro que procuramos en lo posible conseguir más terreno al este de la isla, pero hay poco y la gente sigue empeñándose, lógicamente, en morir y nacer. Enterramos diariamente a viejos y jóvenes, ricos y pobres, y no paran de llegar. A Dios gracias, signore, no somos paganos y no los quemamos ni los dejamos pudrirse. Tiemblo al pensar en los cangrejos y langostas de la laguna.
«Normalmente, a menos que la familia pueda pagar una suma importante, los muertos comunes se exhuman al cabo de doce años; tiramos sus modestas lápidas y recogemos los huesos. Antiguamente venía todos los meses una gabarra para llevárselos a una islita de la laguna, Sant'Ariano, cerca de Torcello. Sant'Ariano era el osario de Venecia hasta hace unos años. Ahora ya hay sitio para los enterramientos en la fosa común al este de esta misma necrópolis. —El monje clavó sus ojos en Patrick—. ¿Le parece extraño, signor Canavan? ¿Primitivo, quizá? Ya sé que no es lo que hacen ustedes los norteamericanos, que guardan a los muertos para siempre en féretros de plomo. Pero nosotros tenemos una costumbre distinta; para nosotros los huesos no representan nada. No hace muchos años que los utilizábamos para refinar azúcar. Los venecianos somos golosos y algo enamorados de la muerte…
—No me cabe duda de lo que me dice —le interrumpió Patrick—, pero eso sólo es aplicable a quienes usted denomina «muertos comunes», pero los Contarini son ricos y su panteón uno de los más importantes del cementerio. Si hay quien descansa en paz, los Contarini no les van a la zaga.
El hermano Antonio apartó la vista, molesto. Patrick miró en la misma dirección y, a través del vidrio barato de la ventana, vio una hilera de tumbas que tapaban el mar. Sobre la ventana colgaba un crucifijo de madera sobre el yeso agrietado.
—Nadie descansa en paz en San Michele, signor Canavan, y menos los Contarini. Tenemos mar por todas partes. La condenación. Pero llegará la resurrección.
La vehemencia del anciano sorprendía y molestaba a Patrick, ya que, más que nada, lo que él trataba de encontrar eran pruebas de que Francesca descansaba en paz.
—No hablo de sus almas, padre, sino de sus huesos. Estoy seguro de que, una vez enterrados, nadie va a trastocar los huesos de los Contarini.
No se refería a la posibilidad de que uno de los enterrados volviese a deambular.
El monje hizo una pausa y le devolvió la mirada.
—No —dijo—. Tiene razón. Los Contarini se pudren en un apacible esplendor —añadió con cierta sorna y un suspiro—. ¿Cuál es el nombre completo de su amiga?
—Francesca. Francesca Contarini. Murió en mil novecientos setenta y uno; el cinco de enero. La enterraron el día seis.
—¿Tiene usted algún documento?
—No, claro que no. Pero pensé que quizá usted guardase un registro.
Durante una fracción de segundo, Patrick advirtió la indecisión del monje.
—Hay registros familiares, signore. Las solicitudes para examinarlos suelen hacerse a través de las familias interesadas. Si los Contarini…
—Padre, por favor. No tengo tiempo. Francesca era… una amiga muy querida. Hace más de veinte años que estuve en su tumba, y ahora dispongo de muy pocos días en Venecia.
El sagrestano no parecía dispuesto a ceder; sin embargo lo que hizo fue suspirar y ponerse lentamente en pie.
—Muy bien —dijo—. Aunque a lo mejor no encontramos nada. O resulta que los restos han ido a reunirse con todo ese montón de millones de huesos. Bien sabe Dios que habrá un lío enorme el día de la resurrección. Yo ya estaré aquí con los demás y espero que no me perjudique; Dios quiera que no me los mezclen con los de un amputado y en el barullo me quede sin una pierna o un brazo.
Mientras decía aquello, que seguramente era su bromita preferida, hacía crujir una estantería corrida que ocupaba toda una pared y en la que habría un centenar de volúmenes encuadernados en piel, ordenados por años.
—¿Qué año ha dicho?
—Mil novecientos setenta y uno. El seis de enero.
El fraile cogió uno de los últimos volúmenes y lo llevó al escritorio. Nada más abrirlo hizo una pausa.
—Esa amiga suya —dijo— no sería, y perdone…, un suicidio…
Patrick movió enérgicamente la cabeza.
—Fue un accidente. Se ahogó. Yo estuve en el entierro, aquí —replicó, esforzándose por no perder los estribos.
El hermano Antonio abrió el registro y comenzó a pasar hojas musitando fechas.
—Maggio…, aprile…, marzo…, febbraio… Ah, gennaio! Bene. L'undici…, l'otto…, il sette… Ah, ecco! 11 sei gennaio!
Recorría la página despacio con el dedo y Patrick advirtió que tenía la uña negra y amarillenta en algunos puntos.
—Taglioni…, Trissino…, Rusconi…, Lazzarini… —recitaba los nombres como quien pasa lista—. Bastiani… Giambono… ¡Ah, qué lástima! Éste era un niño. Recuerdo lo entristecida que estaba la familia… Malfiero…
Patrick contenía la respiración. El dedo del anciano llegó al final de la página y permaneció inmóvil, temblando un poco como una hoja que barrunta la tormenta a lo lejos.
—No hay nada —dijo—. Ninguna entrada con ese apellido.
—Tiene que haber un error.
—No hay error posible. ¿No será que me ha dado una fecha equivocada?
—Mire otra vez el día cinco y el siete.
El hermano Antonio se encogió de hombros y siguió rePasando apellidos. De nuevo su dedo nudoso fue discurriendo sobre nombres de muertos y detalles de la sepultura, y de nuevo se detuvo. El fraile sacudió taxativamente la cabeza.
—Usted tiene que acordarse —insistió Patrick—. Fue un gran entierro, de una familia importante; de su hija única. Recuerdo que vino en los periódicos.
—Lo siento —replicó el hermano Antonio, cerrando el registro con ademán molesto—. No recuerdo ese entierro; pero hay tantos a diario que se me olvidan los detalles.
—Sin embargo se acordaba de ese del niño, el de la familia tan afligida…
—Sí, por la pena que me produjo. Pero un Contarini…, no sería una tragedia tan grande.
Patrick cambió de enfoque.
—¿Y de la madre? ¿Recuerda el entierro?
—Tal vez. ¿Cuál es el nombre de pila?
—Caterina. El apellido de soltera era Querini. Murió el dieciocho de marzo de mil novecientos setenta y siete. Creo que la enterraron en un nicho del panteón, que en principio estaba destinado a la hija.
El fraile dejó el registro en la estantería y trajo otro.
—No es corriente —replicó—, aunque puede darse —añadió consultando las anotaciones.
—Contarini… Contarini… Ecco, ci siammo! «Condesa Caterina Contarini, del palazzo Contarini, Campo San Polo 2583. Nacida el 25 de febrero de 1920, fallecida el 18 de marzo de 1977. Enterrada en el panteón de los Contarini, parcela número 7465, 11 de enero de 1977.» —Levantó la vista del libro—. Eso es todo, signor Canavan. No cita para nada a la hija. Todo es correcto, como puede ver.
Se dirigió al anaquel y colocó el libro en su sitio. Por un instante, permaneció frente a las hileras de volúmenes, como dudando en si coger otro. Luego, de pronto, se volvió hacia Patrick con rostro serio y duro, en el que se leía un gran esfuerzo por dominarse.
—Signor Canavan, le ruego me perdone. Yo soy viejo, veo mal y tampoco oigo bien. Pronto, muy pronto mi nombre figurará en uno de esos registros. La tinta se secará y no tardarán en añadir un nuevo volumen. Luego, varias veces al día, mi sucesor sacará el registro del sitio y añadirá nuevos nombres. Habrá días en que brillará el sol, otros, como hoy, en que lloverá o habrá una espesa niebla entre los cipreses; las góndolas atracarán y volverán a marcharse como durante todos estos años. Nada cambiará. San Michele rebosará de muertos y sus huesos estarán más apretados en la tierra. Quién sabe si con el tiempo Venecia se hundirá en el mar y ya nadie más vendrá por aquí. Pero en el fondo, las cosas serán como siempre han sido.
El anciano hizo una pausa y dio un par de pasos hacia Patrick con la espalda encorvada y las manos fuertemente enlazadas sobre el pecho.
—Deje usted que los muertos descansen en paz, signor Canavan. De donde vienen y a donde van no es de su incumbencia. El mausoleo de los Contarini ya se está desmoronando y entre sus piedras crecen las yerbas y el moho, poco importa quién descansa allí y quién no. Todos ellos son intangibles para usted. Márchese, signore. Rece por nosotros y nosotros rezaremos por usted.
Hizo una pausa algo más larga y a continuación se cubrió con la cogulla su cabeza marchita y se dirigió a la puerta.
—No vuelva, signore. Aquí no hay nada; sólo dolor. Patrick vio como el anciano abría la puerta y echaba a andar bajo la lluvia reluciente.