Capítulo 26

EL taxi acuático saltaba y se balanceaba sobre las olas, lanzando una estela de espuma. Afuera, hacia la laguna, el mar comenzaba a picarse; se estaba formando una llovizna que reducía la visibilidad y cubría las ventanillas de la cabina con un vaho semejante a un velo. El motoscafo había tomado el camino más directo hacia San Michele, por Cannaregio, siguiendo el Canale della Misericordia, que desemboca en la laguna.

Al margen de donde estuviera la verdad, la búsqueda de Patrick se iniciaba en la isla del cementerio de Venecia. Tenía que empezar por donde lo había dejado dieciocho años atrás. Cuando le llegó la noticia de la muerte de Francesca, él estaba en Dublín. Ella había ido a Venecia a visitar a una vieja tía suya, mientras él se aplicaba en estudiar después de las vacaciones de Navidad. El telegrama lo recibió una semana después: «Horrible accidente. Francesca muerta. Entierro mañana. ALESSANDRO CONTARINI».

Había llegado a Venecia antes de que la realidad de su muerte hubiese calado en su alma. Había sido como un fuerte golpe que le privara de respiración, sumiéndole en un dolor vago e incomprensible. Le dijeron que se había ahogado mientras remaba sola por la laguna, que su cuerpo lo habían recogido unos pescadores testigos del accidente. Al día siguiente, cansado y entumecido, había seguido a la gabarra funeraria en una góndola de respeto. El Gran Canal estaba envuelto en niebla y hacía mucho frío en la laguna.

Los padres y hermanos de Francesca habían sido corteses, pero distantes. Ellos nunca habían aprobado aquella relación y no se mostraban predispuestos a permitirle más el acceso a su cerrado círculo familiar. Ellos eran Contarini, descendientes de los dogos, ricos, fatuos y poderosos. Le habían demostrado por las claras que no deseaban que se quedase una vez concluido el entierro; y al día siguiente regresaba a Dublín con la pena en el alma, sin desahogarse con nadie y sin asumirla. Una pena que con los años se había enconado, dejándole heridas que nunca cicatrizarían.

Al aproximarse el pequeño motoscafo al embarcadero del extremo noroeste de la isla, Patrick vio que los precedía un cortejo fúnebre, una procesión de góndolas adornadas de negro, que se esforzaban por seguir la marcha de la carroza funeraria a motor que encabezaba la comitiva. Los familiares permanecían de pie bajo la lluvia, todos vestidos de negro. Entre filas de paraguas negros destacaba uno rojo rabioso, como gesto desvergonzado. La carroza funeraria tenía sus adornos de plumas mojados por la lluvia y la espuma.

Aguardaron a que la comitiva desembarcara. Patrick cerraba un círculo, y no le habría sorprendido reconocer los rostros de los deudos o que uno de ellos le hiciera señas de que se pusiera a un lado de la fosa.

Los familiares del muerto se encaminaron por un lúgubre paseo bordeado de altos cipreses y severos monumentos de mármol y granito. El féretro iba envuelto en un paño negro y oro, sobre el que lucía un ramo de flores invernales. En cabeza del cortejo marchaba un sacerdote alto con la cabeza gacha, leyendo oraciones de un breviario mojado por la lluvia.

Patrick dijo al taxista de aguardar y puso pie en el embarcadero para dirigirse sin tardanza al claustro que rodeaba la iglesia que había en la entrada. Allí comenzaba la muerte en forma de enormes lápidas con afectuosas inscripciones y grafiti menos afectuosos.

Era un cementerio muy bien trazado, que databa de fines del siglo xvín, cuando por un decreto de Napoleón comenzaron a efectuarse allí las inhumaciones de Venecia. Era una ciudad en miniatura, una intrincada maraña de calles y paseos. Esbeltas cúpulas mojadas por la lluvia, tejadillos y pináculos de sombríos mausoleos, formaban una línea desigual contra aquel cielo gris pizarra. Impresionantes tumbas de mármol de Carrara dominaban las más modestas de la clase media y las conmovedoras lápidas de los pobres. Verjas de hierro forjado cerraban el paso de pesadas puertas tachonadas, de edificaciones en las que nadie entraba ni salía y en las que no había ventanas.

En los paseos no se veía gente jugando, riendo o cantando. Aquí y allá los visitantes se detenían a leer la inscripción de un monumento o se inclinaban a depositar unas flores. Patrick no recordaba exactamente la situación del panteón de los Contarini. Deambuló por los encharcados paseos cada vez más confundido. La lluvia era ya diluvio. Por doquier que caminaba descubría una nueva panorámica de tumbas silenciosas; ángeles inmóviles, vírgenes de mármol blanco y Cristos de piedra parecían mirarle. Sentía frío, mucho frío.

Tardó nada menos que una hora, yendo de mausoleo en mausoleo, en encontrar el que buscaba. Al dar la vuelta a una esquina, lo descubrió bajo la lluvia, siniestro, al final de una larga avenida: un panteón de piedra gris de estilo romano clásico, flanqueado por obeliscos y adustas esfinges con cara de mujer.

Cuando se aproximaba, advirtió que se hallaba muy descuidado. La verja que lo rodeaba estaba oxidada y caída en parte; crecían yerbajos en los parterres y los escalones que conducían a la entrada estaban agrietados y sucios. Quizá se había equivocado, pero comprobó que, sobre el dintel, en grandes letras esculpidas, se leía el apellido de la familia: «CONTARINI».

Se sentía solo y atemorizado. Involuntariamente miró por encima del hombro hacia el camino bordeado de cipreses que conducía al panteón. No había nadie. Una horda de espectros le rodeaba, agobiándolo, robándole la respiración, besándole los labios, lamiendo su carne para calentarse. Y desde la húmeda y destrozada escalinata, le miraba con ojos glaucos el fantasma de Francesca.

Sacudió la cabeza y volvió a estar solo. Nervioso, se acercó a la verja tratando inútilmente de abrirla: un grueso candado herrumbroso la cerraba. Se dio por vencido y la circundó hasta un punto en que había unas barras rotas; se escurrió entre ellas y se encontró en un terreno blando con matorral hasta la rodilla. Conforme se aproximaba a la escalinata, se le encogió el corazón y su respiración se hizo más agitada.

Dio ha chiamato a se la riostra sorella Francesca…

Recordaba al cura del entierro de Francesca, perorando sobre la vida eterna. Estaban todos apiñados en torno a la tumba, sin orden preciso, mientras el sacerdote, de pie en la escalinata, frente al ataúd, proclamaba la resurrección de la carne en aquel osario.

Ma Cristo, primogénito di coloro che risorgono, transformerá…

Allí, solo y desconsolado, aguardando a que sus hermanos le diesen sepultura, Patrick había notado que su fe se desvanecía como una neblina sobre la laguna. Después había entrado en el panteón con la familia y las amistades que desfilaban ante el nicho que le habían destinado. Él había querido verla por última vez, pero ya habían cerrado el féretro y colocado la lápida con su nombre y la fecha de nacimiento y muerte. Se había limitado a acariciar la piedra, arrodillándose para besarla, cuando alguien le empujó por detrás, obligándole a seguir con un traspié y a dejarla para siempre.

Aquella noche, el padre de ella le había hecho pasar a su despacho para ofrecerle dinero. Él lo había interpretado como una simple compensación, un caramelo que se da a un pretendiente extraño e indeseado para hacerle salir de la vida de su hija. Pero la hija de Alessandro Contarini había muerto, y no había habido nada brusco o grosero en la oferta: sólo los arribistas muestran torpeza en semejantes circunstancias, mientras que la riqueza de los Contarini venía de siglos y su nobleza aún más.

«Patrick, per favore, non fare l'orgoglioso. Acéptelo. Necesita unas vacaciones, tiempo libre, tiempo para recuperarse de la pérdida».

Las palabras del conde habían sido comedidas, casi amables, pero Patrick había notado en ellas la inflexibilidad del ultimátum. No aceptó el dinero y se marchó al día siguiente. Sólo tras su regreso a Irlanda dio en pensar por primera vez en que no había visto a nadie de la familia derramar una sola lágrima durante su breve estancia en Venecia. Él no se había vuelto a poner en contacto con ellos; ni ellos con él.

Pensó que la pesada puerta estaría cerrada igual que la verja, pero, empujándola con todas sus fuerzas, logró abrirla un poco. Era una puerta de madera de ciprés con cuarterones de bronce adornados con escenas clásicas y de la Biblia. Graves figuras en procesión con palmas y ofrendando sacrificios en altares floridos; hombres y mujeres con túnicas romanas hasta los pies y la cabeza cubierta. En lo alto, Adán y Eva acurrucados y culpables bajo el árbol de la vida; Moisés sacando de Egipto a los hijos de Israel; Abraham colocando a su único hijo en el ara, disponiéndose al sacrificio.

En uno de los paneles, Jesús resucitaba a Lázaro de entre los muertos y, en el centro, un grupo de discípulos afligidos enterraba el cuerpo del Señor crucificado. A Patrick no le llamó la atención de momento algo muy raro que había en aquella escena.

Había comprado una linterna en una tienda de la Mercería antes de tomar el motoscafo; la encendió y cruzó la puerta entreabierta.

Se vio en una vasta habitación oscura con el techo lleno de telarañas. El haz de la linterna recorrió silencioso las paredes. Tras aquellas lápidas de mármol dormían varias generaciones de Contarinis. En un rincón quedaban nichos libres a la espera de muertos.

Fue despacio de una lápida a otra, leyendo las inscripciones. Vio el nicho de Lucrezia Contarini, la tía a quien Francesca iba a visitar cuando murió. Junto a ella descansaba Caterina, la madre de Francesca: «La Contessa Cateriña Contarini. 25 febraio 1920 18 marzo 1977. Hic jacet pulvis cinis et nihil» (Aquí yacen polvo, cenizas, nada). Había fallecido seis años después de Francesca. Quedaban unas flores blanquecinas en un jarrón sin agua bajo su fotografía descolorida.

Pero por más que buscó no encontró el nicho de Francesca. Comenzó a repasarlos desde el principio, siguiendo un orden sistemático, mirándolos uno por uno con minuciosidad de arqueólogo. Nada. Sintió un escalofrío. No podía ser. Él había estado allí y había tocado con sus dedos el nombre. Con mano temblorosa, sacó la fotografía del bolsillo. En ella se veía la lápida tal como él la recordaba, y junto a ella aparecía parte de otra de la que sólo se leían unas cuantas letras, pero suficientes para comprobar que se trataba de la de la abuela de Francesca y que, por consiguiente, la madre ocupaba ahora el nicho en que habían puesto el féretro de Francesca. Hic jacet pulvis cinis et nihil.