—¿SE encuentra usted bien?
Patrick se incorporó temblando en la cama. Alguien había encendido la luz: Makonnen. Volvió a oír su voz.
—¿Se encuentra bien, señor Canavan?
Estaba sudando. Si cerraba los ojos, veía aún el canal en la noche y las caras con máscara blanca observándole desde el puente.
—Sí —musitó—, estoy bien; no se preocupe. No es nada.
Compartían habitación en una pensión del Rio della Verona. La víspera habían llegado en avión de Glasgow a Roma, tomando luego el primer tren para Venecia.
—¿Qué hora es? —preguntó Patrick.
—Son más de las cuatro. Estaba usted gritando en sueños. En italiano; gritaba en italiano.
—¿Y qué decía?
Makonnen se mostraba indeciso.
—No… no sé exactamente. No lo entendí bien. Una de las veces exclamó: Chi é lei? Dove mi sta portando? ¿Quién es usted? ¿Adónde me lleva?
Era lo que él había intentado decir al gondolero. No lo había olvidado. No había olvidado nada: la góndola, las sombrías fachadas, el puente iluminado por los fuegos artificiales; conservaba de todo un vivido recuerdo, tan claro como el de la alucinación que había experimentado en Dublín. Pero esto únicamente había sido un sueño.
—¿De qué está asustado, señor Canavan? ¿Qué le sucede?
Patrick notaba el sudor enfriársele en la piel. Hacía frío aquella noche. Notaba la penetrante humedad de Venecia, que llegaba desde el pequeño canal.
—Lo que me asusta, ya lo sabe usted —contestó.
—No —replicó el sacerdote—. No me refiero a eso. Eso también me da miedo a mí; es natural que asuste. Pero hay algo más; a usted le asusta otra cosa.
Patrick no contestó de inmediato. No le había hablado a Makonnen de la foto de Francesca ni de su descubrimiento de que el objeto ante el cual se la habían hecho era su propia tumba. No había tenido tiempo de reflexionar al respecto. Y tampoco le había contado lo de la alucinación de Dublín.
—Padre, dígame una cosa —comenzó diciendo—. ¿Cree usted en fantasmas?
Makonnen le dirigió una mirada de perplejidad.
—¿Fantasmas? Nunca se me había ocurrido pensar… Sabrá usted que la Iglesia no fomenta el entrometerse en lo sobrenatural. —Hizo una pausa—. ¿Cree haber visto un fantasma? ¿Es eso lo que le asusta? ¿Un fantasma?
No había son de burla o reproche en la voz del sacerdote. Al hombre le asustan los muertos, y es natural. En Etiopía y en muchos países africanos no hay tanta separación entre muertos y vivos.
Patrick se estremeció.
—Escuche, padre: no sé si creo en Dios y menos en espíritus, pero…
Poco a poco fue explicando a Makonnen lo que había descubierto. Sacó del bolsillo la foto de Francesca y se la enseñó. La inscripción en la lápida estaba clara; no cabía error. La única duda era la identidad de Francesca, para Makonnen, no para Patrick. Cuando concluyó, el sacerdote estuvo un rato callado. Permanecían los dos en silencio en sus frías camas, oyendo el agua lamer los bordes del canal.
—¿Por eso hemos venido a Venecia? —inquirió finalmente Makonnen—. ¿Para encontrar a esa mujer? ¿Cree que sigue viva y que usted ha sido víctima de una crueldad? ¿Es eso?
—He venido aquí a encontrar a Migliau para averiguar lo que sabe de la Pascua.
—Pero usted quiere descubrir la verdad; quiere encontrar a esa mujer, si es que sigue viva. Y si no lo está, en definitiva, lo que busca es un fantasma, ¿no?
Patrick asintió con la cabeza. Hasta aquel momento no se lo había confesado a sí mismo. Por eso había elegido Venecia en vez de Roma para comenzar las indagaciones. Pero no le contó lo de la alucinación ni le refirió la claridad del sueño. ¿Habría alguna relación? Tendría que ir a un médico. Quizá el agobio de las últimas semanas, junto con las presiones que le habían obligado a dejar la Agencia…
—Apague la luz, padre. Vamos a dormir, que tenemos que levantarnos temprano.
Se despertó a las siete sin haber descansado. Makonnen estaba ya levantado, rezando en voz baja en un rincón a los pies de un pequeño crucifijo de bronce. Vestía las ropas que Patrick le había comprado en Belfast el día de su huida de Glendalough: un grueso jersey marrón oscuro, pantalones marrones de tweed y zapatos también marrones. Aún se le notaba incómodo en su nueva indumentaria, como si su condición sacerdotal formase un caparazón entre su piel y los nuevos hábitos seglares que se veía obligado a llevar. Efectivamente, al principio se había resistido a vestir así, pero Patrick le había convencido de que era primordial para su seguridad, porque habría en algún sitio alguien al acecho de un cura negro, y, aunque de piel no podía cambiar, al menos así evitaría atraer las miradas por su condición de eclesiástico.
De Glendalough se habían dirigido directamente a Dublín, donde nadie los había perseguido; era evidente que el horrendo final de Van Doren había causado una avería en el helicóptero, dejando desconcertados a los agentes que hubieran quedado. Patrick había conducido como un poseso por sinuosas carreteras, con el cura al lado muy quieto y ensimismado, mirando los faros de los coches como obsesionado por algo satánico que fuese a surgir de la oscuridad.
En Dublín se habían detenido el tiempo preciso para sacar dinero de un cajero automático y alquilar otro coche de Boland's en Pearse Street. El Mercedes lo dejaron junto al Trinity College; con suerte, pasarían unos días antes de que alguien advirtiera que estaba abandonado. A las siete reemprendían viaje hacia el norte por la carretera de Swords, y una hora después estaban cerca de la frontera.
El instinto le inducía a Patrick a tomar precauciones. La frontera irlandesa era muy fácil de cruzar y muy fácil de vigilar. Sabía que existía una carretera poco recomendable en dirección este, después de Dundalk, que discurría sobre los acantilados que dominan la bahía del mismo nombre, para después cruzar en dirección norte hacia Newry, bordeando Carlingford Lough; pero sabía que era imposible conducir por ella de noche porque era una sucesión inacabable de curvas y en algunos puntos pasaba rozando el precipicio, y, sin luces habría sido un suicidio, con ellas habrían llamado la atención de las patrullas fronterizas inglesas que perseguían el contrabando.
Pasaron la noche en una pensión de Dundalk, de donde salieron temprano a la mañana siguiente. Patrick aguardó a que por la general no pasase ningún vehículo en el momento de doblar a la derecha, por una pequeña carretera asfaltada apenas mejor que una vecinal, que trazaba una serie de curvas antes de salir hacia el mar. A sus espaldas quedaban unas montañas, y el río que allí desembocaba parecía una cinta de seda. El mar era rojo, verde, azul, en llamas, y las montañas altas y cubiertas de niebla.
Poco después cruzaban la frontera, pese a que no había indicadores. Nadie los detuvo y al poco se hallaron de nuevo en la carretera general, camino de Newry.
Viajaron en silencio por un mundo distinto. Makonnen estaba deprimido, un estado de ánimo en consonancia con aquel paisaje en el que había iglesias por doquier, como si una fuerza religiosa ciega y pertinaz habitara como un cáncer latente en el seno de la región. En los arcenes, a guisa de indicadores de tráfico, había clavadas en los árboles placas metálicas con admoniciones para los impíos: «¡Preparaos para el día del Juicio!», «Jesucristo murió por tus pecados», «Llegará el día de la Resurrección».
Tras un breve alto en Belfast para sacar dinero y cambiar de coche, se dirigieron a Lame. Llegaron al puerto a media tarde y tomaron el ferry hacia Escocia. Nadie los molestó. No había controles de seguridad ni en Larne ni en Stranraer, y, por primera vez desde que habían salido de Glendalough, Patrick respiró más tranquilo.
Desde Glasgow había vuelos diarios a Roma. Pernoctaron allí para tomar el de las 7.40, de British Caledonian/Alitalia, vía Amsterdam, en lugar de hacerlo a través de Heathrow. Makonnen conservaba su pasaporte y su llegada a Fiumicino sería registrada, pero era inevitable. En Roma cogieron el primer rápido a Venecia, a donde habían llegado al anochecer. Sólo habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde su huida de Glendalough, pero parecían muchas más.
—¿Ha logrado dormir, por fin?
Makonnen había terminado sus oraciones y estaba de pie, ligeramente a la defensiva, como si una luz peculiar le hubiese revelado un Patrick distinto.
—Sí, muy bien. Gracias.
—¿No ha vuelto a soñar?
Patrick movió la cabeza. Curiosamente, aún recordaba el sueño. Nunca le había sucedido recordar con tal claridad y lujo de detalles ningún sueño.
—Vamos a desayunar —dijo—. Quiero exponerle el plan.
Era la primera vez que se hablaba de plan. Todas las fases de su huida se habían sucedido aceleradamente como impulsados por una fuerza de la naturaleza, y hasta el momento no se habían trazado ninguno.
Desayunaron en un comedorcito de la planta baja con vistas al canal. Patrick miraba por la ventana la desvaída luz invernal descender sobre el agua. La vista no tenía nada de particular: la gastada fachada del pequeño palazzo, granulada y jaspeada por los años y la humedad, pero le recordaba lo que debía saber; que estaba otra vez en Venecia y que no podía hallarse en ningún otro lugar. Era como si nunca se hubiera ido de allí.
El yeso amarillento se desprendía del ladrillo desnudo como una piel que descarna los huesos. En ciertos puntos, unas abrazaderas de hierro sujetaban los ladrillos. La mitad de las ventanas estaban protegidas con rejas, confiriendo al edificio aspecto de prisión o asilo. En lo alto se veía una ventana solitaria en la que habían colgado una alfombra, para ventilar. Un gato enorme se había encaramado al alféizar y miraba con malevolencia el agua sucia con sus ojos de color dispar: uno azul y el otro amarillo. Sólo Dios sabía cómo había llegado hasta allí y cómo iba a salir.
Patrick se sentía cansado. Allí, el peso del pasado era tan insufrible, que lo agobiaba todo. Incluso en el centro de El Cairo o en el sur de Damasco jamás había sentido con tanta fuerza la presencia del pasado. Allí era posible pensar que iba a abrirse una grieta entre pasado y presente, una fisura entre los gruesos muros que separaban los distintos años. Apartó la vista de aquello y sirvió café a Makonnen.
—Padre, lo que voy a pedirle comporta riesgos. Si no se ve con ánimo para correrlos, dígamelo. No quiero forzarle a nada.
El sacerdote levantó la vista de la taza y le dirigió una sonrisa entristecida.
—Mucho me temo hallarme obligado por las circunstancias. Yo no decidí venir aquí ni mezclarme en esto, pero aquí estoy y bien implicado —dio un sorbo al café y untó mantequilla en un bollo—. Por cierto —añadió—, creo que no conviene que siga llamándome «padre», ¿no le parece? Mi nombre de pila es Assefa, y tal vez yo podría llamarle Patrick.
Patrick asintió con la cabeza. Eran los únicos comensales en el pequeño comedor, pero hasta las paredes venecianas —sobre todo las venecianas— tienen oídos.
—Muy bien. Escuche. Lo primero que haremos es averiguar qué hace Migliau. Usted entérese de lo que pueda: qué hace a diario, sus movimientos estos últimos días, cualquier cosa extraña que la gente haya podido advertir.
—Pero yo no puedo presentarme en la basílica haciendo preguntas por las buenas. Usted quizá sí; podría hacerse pasar por periodista o escritor norteamericano. Los periodistas norteamericanos son una plaga… y nadie sospecha de ellos, mientras que ¿quién ha oído hablar de la prensa etiope?
Patrick engulló un trozo de focáccia y lo tragó con un sorbo de café.
—¿No conoce usted a nadie en Venecia? ¿Algún amigo o alguien del seminario de la Accademia?
Assefa se puso a reflexionar. Sus amigos de la Accademia Pontificia habían seguido todos la carrera diplomática y casi todos vivían en el extranjero, y del resto de seminaristas había perdido el rastro. Pero de pronto se acordó de Claudio. Claudio Surian: lo había tenido de compañero en cuarto curso, cuando de repente perdió la vocación. Habían sido muy amigos y ni el mismo Assefa había logrado enterarse de hasta qué punto los problemas de Claudio pudieran ser tan graves para impulsarle a tomar aquella decisión, porque nunca contestó a sus cartas y le había manifestado que no intentara verle.
—Sí —dijo—. Aquí vive un viejo amigo mío. No es sacerdote, pero podría enterarse de algunas cosas que usted quiere, y estoy seguro de que podrá encontrar respuesta a las demás.
—Estupendo, pero deberá asegurarse de que le jura guardar el secreto. Debe hacerle comprender que corre peligro su vida. Dígale lo suficiente para que lo entienda, pero nada más.
—Entendido: pierda cuidado… Será muy discreto. —Assefa apuró el café de la taza y alargó la mano para coger la cafetera—. ¿Y usted? —inquirió—. ¿Qué piensa hacer?
Patrick miró las paredes de la orilla opuesta. Estaban tan cerca que era como si se pudieran tocar con la mano. Así era el pasado: al alcance de la mano; pero alguien podía ahogarse en las aguas que había en medio.
—Yo también tengo viejos amigos que ver —dijo—. Si es que aún viven y quieren recibirme.
Assefa alargó la mano y la puso sobre la del norteamericano.
—Patrick, tenga cuidado —musitó. Alguien había entrado en el comedor, yendo a sentarse a otra mesa distante—. Me ha salvado varias veces la vida y le estoy muy agradecido, pero temo más por usted que por mí mismo. En mi caso, sólo corre peligro mi vida, pero, en el suyo, me temo que sea su alma la que esté en peligro.