Venecia
NINGÚN sonido. Un inmenso silencio cortante lo cubría todo. Negrura interrumpida por lucecitas amarillas como cirios fúnebres sobre una estrecha franja pantanosa vacía. Se hallaba en la oscuridad, en movimiento, y sobre él el silencio incesante y agorero. Conforme se movía, sus ojos comenzaron a desvelarse y pudo columbrar algo del entorno.
Iba sobre una especie de pequeña embarcación a remo, con la borda pegada al agua, deslizándose silenciosamente por una soledad configurada por luz y oscuridad. Sentía el balanceo de un lado a otro a medida que avanzaba en línea recta sobre el agua, la proa hendiendo suavemente la superficie. Con un sobresalto, reconoció la forma característica de la proa, el ferro acuchillado de una góndola veneciana.
Miró brevemente hacia atrás. Al timón, un gondolero alto, vestido de negro, inclinado sobre la larga pértiga, retorciéndola de esa curiosa manera veneciana sobre el tolete de madera. Recordó que el tolete se llamaba forcola, pero no recordaba cómo había aprendido aquella palabra. De la puntiaguda popa colgaba un farol que proyectaba en el agua una estela de oro desmenuzado. Pero el rostro del gondolero permanecía oculto en sombras, bajo un sombrero de fieltro de ala ancha. Volvió de nuevo la cabeza en dirección a la marcha.
Iba sentado en una poltrona alta, de delicado torneado, adornada con delfines dorados y caballitos de mar de latón. Su mano rozó el almohadón en que iba sentado: era un terciopelo grueso suave al tacto. Se reclinó sobre el respaldo, esperando oír el chapoteo del agua o el roce de la pértiga en la jorcóla, pero no le llegaba ningún sonido. Debía hallarse en Venecia, pero ¿dónde exactamente? ¿Y quién remaba? Intentó formular las preguntas, pero no podía abrir la boca.
En aquel momento surgió oportunamente la luna de entre unos nubarrones, arrojando una luz mórbida y lechosa sobre el agua rizada. Iba por el Gran Canal, deslizándose por el centro de la ancha vía de agua bordeada de altas casas y palazzi dorados. Veía por doquier ventanas ojivales, muchas de ellas cubiertas por cortinas e iluminadas por el fulgor de velas. Había antorchas en pilotes en los puntos en que los fondamente y rive confluían con el canal. De las fachadas de los palacios colgaban enormes faroles sobre los embarcaderos, proyectando una extraña luz temblona sobre las estacas de atraque y las pequeñas embarcaciones amarradas a ellas.
Sucedía algo rarísimo. Al principio no sabía el qué; sólo que algo era falso y se había producido un cambio de entidad, pero no acababa de saber si era una transformación del mundo físico o una simple modificación de su propia consciencia.
Junto a ellos pasaban otras embarcaciones bamboleándose…; esbeltos sandoli con remos en cruz y largas góndolas pintadas de negro, algunas con felze, esas cabinas negras redondas que ocultan la identidad de los pasajeros a los ojos de los curiosos. Tragheíti ligeros transportaban gente de una orilla a otra, abriéndose paso hábilmente entre el tráfico del canal.
Reconocía las fachadas de los palazzi en ambas orillas. Francesca se los había enseñado bien en sus frecuentes viajes por el canal. En arte y arquitectura, igual que en el amor, ella había sido su cicerone. Advirtió que navegaban en dirección nortesur, alejándose de la terraferma hacia San Marcos y la laguna. A su derecha vio el Fondaco dei Turchi, una masa de ruinas que otrora fuese la sede de los mercaderes turcos de Venecia. Casi enfrente, a su izquierda, estaba el palacio VendraminCalergi, donde había muerto Wagner, loco y solitario.
Los nombres de los palacios y las familias que los habían habitado discurrían por su mente como fantasmas borrosos: Bastaggiá, Errizo, Priuli, Barbarigo, Pesaro, Fontana, Mirisini…, letanía de los muertos en cuyas mansiones se erguían cual lápidas sobre el agua acariciada por la luna. Sabía que algo no concordaba, pero ¿el qué?
Alcanzaron la Ca' d'Oro, con sus relieves dorados y luminosos capiteles centelleantes a la luz de cien antorchas y sus ventanas iluminadas por la luz de mil velones. Entre los oros, fulgían a la luz de la luna los entrepaños rojos y azules, cinabrio y aguamarina.
La embarcación discurrió frente a Ca' da Mosto, que señala el inicio de la gran curva del canal antes del puente de Rialto. Despacio, trazando un amplio arco, avistaron el puente a guisa de enorme barco, con las ventanas iluminadas en las tiendas que constituyen la sección central. De pronto, a lo lejos, a la derecha del puente, el cielo se cuajó de luces resplandecientes. Los fuegos artificiales estallaban silenciosos sobre Campo San Polo; los cohetes enrojecían y doraban la noche y las bolas de fuego estallaban, esparciendo una lluvia de estrellas multicolores. El fuego caía en cascadas como lluvia, iluminando tejados, pináculos y campanarios.
A la luz de los fuegos artificiales vio claramente una fachada a la izquierda cada vez más próxima: era el Fondaco dei Tedeschi, una edificación del siglo XVI que había albergado la fonda, dependencias y almacenes de la antigua colonia de mercaderes germánicos. En la fachada y un lateral del edificio brillaba el colorido de los dos frescos que las cubrían, obra de notables artistas. Recordó sus nombres: Giorgione y Tiziano; un encargo realizado tras el incendio que en 1505 destruyó el edificio primitivo.
Y eso era —lo supo como si una parte de su cerebro hubiese estado anestesiada hasta aquel momento y le susurrase la horrenda verdad—: allí residía el verdadero horror, el auténtico delirio, pues los frescos no tenían que estar. El de Giorgione hacía tiempo que se había perdido y sólo se conservaba un fragmento en el museo de la Accademia. Y el de Tiziano no era más que una sombra policroma desvaída en la pared del Fondaco, un vestigio de pasadas glorias y nada más. El mismo Fondaco era actualmente una oficina de correos anodina, vulgar y sin atractivo.
Pensó en todos los parajes por los que había pasado: el Fondaco dei Turchi no podía estar en semejante estado de deterioro porque lo habían reconstruido en el siglo XIX y posteriormente había sido transformado en museo: en el tejado del palacio Vendramin habría debido de haber una maraña de antenas de televisión, mientras que en el palacio dorado de los Contarini, frescos y dorados hacía tiempo que se habían desprendido.
Y ahora, el delirio le atenazaba como una pitón entre sus espirales. No había visto en el canal ningún motoscafo, ni vaporetti, ni una sola embarcación a motor. Además, las góndolas no llevaban felze desde el siglo pasado y tampoco había visto embarcaderi atestados de gente a la espera de embarcar. Nada de motoras de la policía, ni vigili urbani, ni ambulancias, ni luces eléctricas.
Miró hacia arriba. Estaban a punto de pasar bajo el puente. En lo alto, acodadas al pretil, le miraban unas figuras oscuras con capas negras, tricornio y la cara tapada por máscaras blancas con pico, como pájaros de presa: la batuta, el disfraz de carnaval del siglo XVIII.
La góndola se deslizó silenciosa bajo el esbelto arco, las luces se hicieron borrosas y reinó la oscuridad.