TENÍA a su favor el factor sorpresa. La puerta se abrió hacia la derecha, lo cual le procuró un buen campo de tiro sobre la cocina. Había dos hombres con Makonnen, vestidos también con anoraks verde oscuro. Uno estaba de pie y el otro sentado en la mesa, frente al cura. Patrick cruzó la puerta, adoptando la posición de tirador: piernas abiertas y pistola a la altura de la cabeza.
—¡Quietos!
Todo se desarrolló a cámara lenta. El que estaba de pie se tiró de lado, arrastrando a Makonnen al suelo. Al perder el asiento, el sacerdote resbaló, derribando a su agresor. Se oyó un disparo que pasó a varios palmos de Patrick; éste, a su vez, disparó dos veces seguidas por encima de la mesa, y el hombre del suelo lanzó un gruñido y enmudeció.
El segundo hombre de la mesa permanecía inmóvil. Patrick le apuntó con la pistola.
—¡Ponga las manos en la mesa y no mueva un solo músculo! —gritó, entrando en la habitación—. ¿Se encuentra bien, padre Makonnen?
Hubo un breve silencio antes de que el sacerdote contestase.
—Sí, sí, estoy bien.
—¿Y ése? —inquirió Patrick, señalando al del suelo. Otro silencio. Finalmente se oyó la voz de Makonnen en tono censurable:
—Creo que está muerto.
—En ese caso, ayúdeme a atar al amigo. Quiero llevármelo prisionero para que nos cuente algo.
Por primera vez, el de la mesa habló. Era la voz fría que Patrick había oído desde afuera. Incluso ahora se mostraba impasible y flemático. Era alto y adusto, de unos sesenta años, con pelo blanco algo largo. Había pasado mucho tiempo desde que él y Patrick se habían visto la última vez.
—Pierde el tiempo, Patrick. No hay escapatoria. Ya no. ¿Por qué no abandona ahora que aún está con vida? No queremos hacerle daño. Sólo que de momento se calle algunas cosas. No es culpa suya, pero no tenía que haberse enterado.
Patrick no contestó. Sin dejar de apuntarle, ayudó a Makonnen a ponerse en pie. El sacerdote sangraba por la sien, pero no sufría ningún otro daño. Patrick estaba nervioso. ¿Serían cuatro hombres sólo o habría más, alertados ya por los disparos?
—¿Ha venido solo? —preguntó al del pelo blanco.
El desconocido sonrió sin decir nada. En la chimenea, el fuego se extinguía. Un leve olor a cordita flotaba en el aire. Tras los cristales sólo reinaba la más espesa oscuridad.
Patrick se aproximó al hombre de la mesa y le puso la pistola en la sien.
—Le he preguntado si está solo, y créame que dispararé si hace falta —amartilló el arma y el hombre le sonrió, frío, desafiante y despreocupado.
Makonnen se les acercó.
—Señor Canavan, no…
—Por favor, padre, déjeme a mí.
El sacerdote retrocedió sin saber qué hacer. Canavan le había parecido un hombre moral, o, si no exactamente, una persona dispuesta a evitar muertes innecesarias. Y sin embargo, que él supiera, ya había matado a tres hombres y allí estaba amenazando a un cuarto.
El de la mesa sostenía impertérrito la mirada de Patrick. No era simple despreocupación lo que denotaban sus ojos, sino otra cosa: ¿seguridad, convicción, conformidad? Sí, pensó Patrick, quizá fuese eso, una voluntaria aceptación, arraigada en una absoluta confianza en su propia rectitud. Pero ¿cuál era la rectitud que sentía Miles van Doren?
—¿Por qué ha ordenado que la matasen? —inquirió, dominando a duras penas la emoción de su voz—. Era su hija, su propia hija.
Van Doren le miró con desdén, como un gato mira a un niño travieso con estudiada indiferencia. Sus cejas eran más espesas y oscuras que el pelo y ensombrecían sus ojos confiriéndoles mayor relieve. Tenía una tez empobrecida, tirante como papel encerado, sobre unas facciones en las que resaltaban los huesos y bajo las que discurrían unas venillas cual tosca red escarlata por un terreno gris, a guisa de ríos incoherentes arracimados sobre el mapa de un desierto blanco y yermo.
—Cálmese, Patrick. Se ha entrometido en algo que no le incumbe. Esto no es asunto de la Agencia. Digamos que Ruth fue… una especie de pago. Una deuda, un sacrificio… difícil de comprender para usted. No quedaba otro remedio. De verdad. Ella sabía cosas que no debía, se había metido en un terreno peligroso. Igual que usted, Patrick. Debió usted dejar esto después del encuentro con Chekulayev. Nos jugamos demasiado para andarnos con pamplinas.
Patrick estaba cada vez más nervioso. Notaba que Van Doren pretendía ganar tiempo. A lo lejos se oía una especie de zumbido, y comprendió que se acercaba el helicóptero.
—¡En pie! —dijo tajante—. Ya hablaremos de eso después, cuando le saque de aquí.
—Patrick, ya le he dicho que pierde el tiempo. Deje esa pistola. Si actúa razonablemente, no tiene por qué preocuparse. Yo tengo influencia y puedo conseguir que salga de esto sin peligro. En caso contrario… —apostilló, encogiéndose de hombros.
Patrick iba a replicar, pero apagó su voz un estruendo que invadió el espacio y, segundos después, un resplandor hendió la oscuridad como si una mano gigante hubiese desgarrado una gruesa cortina negra de arriba abajo.
Patrick retrocedió de la ventana medio cegado por la luz y Van Doren aprovechó el momento tirando la silla hacia atrás y agarrándole del brazo para hacer que se le disparase la pistola: la bala pasó a corta distancia de su cabeza y la detonación quedó amortiguada por el estruendo del helicóptero que intentaba el aterrizaje en el césped.
Patrick perdió el equilibrio y cayó hacia su agresor. Van Doren le obligó a girar sobre sus talones, tirándole brutalmente del brazo hacia atrás y obligándole a soltar la pistola. Afuera volvió a reinar la oscuridad nada más tocar tierra el helicóptero, que dispersó hojas muertas y yerbas por el aire.
Sujetándole con violencia el brazo a la espalda, casi a punto de descoyuntarle la clavícula, Van Doren sacó una pistola con la mano libre y se la puso a Patrick en la nuca, sin decir palabra ni recurrir a un gesto excesivamente brusco, a la vez que se inclinaba y le besaba con suavidad en el pelo, como haría un amante con su pareja dormida.
Afuera, el piloto paró el motor y se hizo un profundo silencio en la noche. Patrick sentía los latidos de su corazón, los últimos antes de morir. Notaba la presión de Van Doren y sabía que su dedo acariciaba el gatillo, que todo había acabado, que el beso había sido un gesto de traición, o quizá de contrición.
—Tire la pistola, haga el favor —era Makonnen quien lo decía, nervioso pero decidido—. No me haga disparar; no lo deseo, pero lo haré si me obliga. Créame.
Van Doren no soltó a Patrick ni tiró la pistola, y miró en derredor como si aquello no fuera con él.
Makonnen había cogido el arma del hombre que Patrick había abatido. Su mano no era firme del todo, pero no podía fallar el blanco tan cerca como estaba.
—¿Qué sucede, padre? —inquirió Van Doren—. ¿Ha perdido los escrúpulos?
El sacerdote movió la cabeza. Él no era persona dada a revelaciones sobre repentinos cambios deontológicos.
—Se equivoca —replicó—. No habría consentido que el señor Canavan le disparase a sangre fría, pero esto no es lo mismo; y para salvarle la vida estoy dispuesto a arrebatársela a usted. ¿Lo comprende?
Patrick notaba la indecisión de Van Doren. Makonnen avanzó un paso más y afuera se oyeron pisadas sobre la grava y una voz.
Van Doren, vuelto a medias, contestó también gritando:
—¡Estoy aquí! Tengo a Canavan, pero el cura está armado. ¡Cuidado!
La puerta se abrió de un golpazo de par en par. Dos hombres en anorak verde irrumpieron en la cocina empuñando fusiles automáticos. Makonnen no se arredró ni apartó la vista; ahora sujetaba la pistola con ambas manos y cada vez con más firmeza.
Los recién llegados no sabían qué hacer, apuntando con sus armas al sacerdote, conscientes del riesgo si le disparaban.
—Tire la pistola, padre —dijo Van Doren, sin aflojar la tenaz llave en el brazo de Patrick.
—Haré fuego —replicó Makonnen—. Diga a sus amigos que dejen de apuntar.
—Padre, sea razonable. Si me mata, mis hombres acabarán con ustedes dos. ¿Qué conseguiría? Lo único que lograría sería morir con las manos manchadas de sangre.
Makonnen vacilaba. Van Doren le miró a los ojos, como desafiándole a que disparara. El etiope, finalmente, tiró la pistola.
Uno de los que acababan de entrar se acercó a él y le cogió del brazo sin miramientos.
—Al helicóptero con él —ordenó Van Doren—. Yo llevo a Canavan. Los entregaremos a Migliau, que quiere interrogarlos. Tú quédate aquí con Mark hasta que envíe a alguien a buscaros —añadió, volviéndose hacia el segundo pistolero— porque en el helicóptero no hay sitio para seis. Di a John que ponga en marcha el motor, que ahora mismo vamos.
El hombre giró sobre sus talones y salió de la cocina. Un instante después se oía el silbido del motor. Patrick fue obligado a salir a empellones, seguido del otro pistolero con Makonnen.
Conforme avanzaban hacia el helicóptero, Van Doren se guardó la pistola en el bolsillo. Patrick tropezó en la grava, pero él no le soltó. Se agacharon para pasar bajo las aspas y, en la puerta, Van Doren le soltó para que subiera.
Era el momento que Patrick esperaba. Nada más tener el brazo suelto, giró súbitamente, cogiendo a Van Doren por la cintura y, antes de que pudiera reaccionar, le alzó en el aire con todas sus fuerzas. Se oyó un crujido siniestro al seccionar las aspas la cabeza de Van Doren, seguido de un fuerte silbido del mecanismo del rotor desequilibrado. Salpicaba sangre por todas partes, mientras el cuerpo de Van Doren, tras dos violentas convulsiones, caía desmadejado. Patrick le soltó y echó a correr fuera del campo de giro de las aspas averiadas, derecho hacia Makonnen y el que le sujetaba.
El pistolero se había quedado pasmado de horror, y, antes de que pudiera reaccionar, Patrick le tenía derribado en el suelo con el cura. Se oyó el disparo del otro agente sobre sus cabezas. Patrick giró rápidamente apoderándose del fusil automático que había en el suelo, lo alzó y apretó el gatillo. El pistolero se tambaleó y cayó de espaldas.
—¡Larguémonos de aquí, de prisa! —exclamó agachándose y ayudando a Makonnen a ponerse en pie.
El Mercedes de Ruth seguía donde lo había aparcado, delante del chalet, y debía de tener puesta la llave de contacto porque ella siempre la dejaba. Patrick echó a correr hacia él, casi arrastrando a Makonnen y apremiándole a montar en el asiento delantero. A sus espaldas sonó un disparo de fusil automático; se volvió y respondió al fuego sin apuntar, mientras a toda prisa daba la vuelta al coche para ponerse al volante.
—¡Tenga! —gritó entregando el arma a Makonnen—. Utilícela si es necesario para mantenerlos a raya.
El sacerdote temblaba y sus labios se movían como rezando. Estaba asqueado y paralizado. Patrick le puso el fusil en el regazo y giró la llave de contacto. El motor arrancó sin fallos, mientras otro disparo estuvo a punto de alcanzarlos en el momento en que salía disparado en primera. Sólo se acordó de encender las luces cuando ya corrían por la estrecha carretera camino de Laragh.