Capítulo 22

AL oeste, el sol ya había iniciado su trayecto final hacia el Atlántico. Se escuchaba un piar de pájaros preparándose para la noche, el viento volvía a alzarse, curvando las copas desnudas de los árboles, y quedaba la luz justa para ver.

Prosiguió el descenso hacia el lago. Lo primero era encontrar a Ruth. No había contestado a sus voces y empezaba a estar preocupado.

Justo delante de él vio el lago. Era el más pequeño de los dos que había en Glendalough; rodeado de oscuras colinas, sus riberas estaban bordeadas de altos y esbeltos carrizos que se balanceaban al viento como ondas de seda. Sobre el agua planeaba un pájaro blanco, solitario, sus alas teñidas por el rojo del crepúsculo. En su estela se fundían luz y agua, y en las sombras de la orilla un avetoro lanzó un estentóreo chillido saludando a la noche.

Patrick escrutó toda aquella extensión de agua enrojecida. El fulgor del ocaso dificultaba la visión y sabía que el anorak verde de Ruth actuaba de camuflaje. Haciendo bocina con las manos voceó con fuerza, pero sólo obtuvo un débil eco, a guisa de burla a su preocupación. Quizá hubiese emprendido el regreso al chalet por un camino distinto al habitual.

Tomó por el sendero de la izquierda y avanzó a paso rápido por la orilla. Al girar en un recodo la vio unos metros más adelante. Estaba sentada sobre unos guijarros, al borde del agua, recostada en una peña. Unos minutos más y no la habría visto, transformada ya en una masa verde oscura en la penumbra. La llamó a gritos y corrió hacia ella.

La sangre fue lo primero que advirtió: un charquito al pie de la peña. E inmediatamente reparó en su cabeza desmayada.

Tenía las manos fuertemente atadas a la espalda y una mordaza que le impedía gritar. Seguramente lo habían hecho con una pistola con silenciador. La sangre estaba reseca en torno al reducido orificio del balazo en la frente; prácticamente se había desangrado por el otro orificio mayor de salida en la nuca. Tenía los ojos abiertos, mirando al lago, como si contemplase al pájaro planeando. Se los cerró y se la quedó mirando, sin saber qué decir. Se sentía enajenado y aturdido. Ella sí habría sabido, se dijo, habría sabido las palabras adecuadas. Pero el único sonido era el del frío viento norte azotando el lago.

Se puso en pie y miró hacia el agua gris que temblaba furtiva, pero sin decirle nada. Cerró los puños hasta hundirse las uñas en la carne haciéndose sangre.

De repente, un ruido le hizo volver en sí: sobre su cabeza volaba un helicóptero en leve descenso, como buscando sitio para aterrizar.

«¡Dios!», pensó. Makonnen seguía solo en el chalet.

Se alejó rápidamente del lago, corriendo hacia la derecha. Había por allí un atajo que discurría entre cercas de piedra en dirección a la carretera. Corría a saltos, esquivando piedras y montículos casi invisibles en la oscuridad cada vez más cerrada; el aire frío le laceraba los pulmones, notaba bajo sus pies el terreno húmedo y resbaladizo y gateó entre helechos un promontorio, mientras el helicóptero daba otra pasada, con sus luces rojas y blancas de cola parpadeando.

Al final de la pendiente saltó la última cerca y se encontró en el camino. Tenía el chalet a su derecha, después de tres curvas. Se encaminó hacia él paseando por la carretera, con el corazón saltándole en el pecho y esforzándose por calmarse.

Cuando se aproximaba a la cancela, atisbo la silueta de un hombre de pie junto al límite del césped.

—Michael, ¿eres tú? —dijo cuando se encontraba suficientemente cerca para que le oyese.

El hombre no contestó.

—¡Vaya, creí que era mi amigo Michael! —insistió, acercándose más.

Si el desconocido contaba con que apareciese un norteamericano, esperaba poder engañarle con aquel extraño acento con que se le había dirigido en la oscuridad.

Metió la mano en el bolsillo y vio el notorio bulto cuando el extraño se llevó también la mano al interior de la chaqueta, pero, al verle sacar un paquete de cigarrillos, el otro se tranquilizó.

—¿Lleva usted fuego, señor? —inquirió al tiempo que cogía un cigarrillo—. ¡Las ganas que tenía de fumar!…

El desconocido rebuscó brevemente en su bolsillo y extrajo una caja de fósforos. Patrick dio un paso hacia él con el cigarrillo en la boca y, cuando la llama iluminó su rostro, ya era demasiado tarde para que el otro saliera de su error. Patrick le golpeó con todas sus ganas en el estómago y, mientras se doblaba hacia adelante medio ahogado, le asestó un rodillazo en la barbilla. Se oyó un sonido seco y el hombre cayó de espaldas en la carretera, golpeándose brutalmente en el asfalto.

Patrick le quitó la pistola y se la puso en la cintura. Se incorporó y miró a un lado y a otro del camino. No se veía a nadie, pero el helicóptero podía haber aterrizado cerca, descargando más hombres. Tenía que actuar sin pérdida de tiempo; de prisa y sin ruido.

De la cancela a la casa habría unos doscientos metros de jardín, en su mayor parte sin cuidar. Había luz en la cocina, a la derecha de la puerta, y vio que también estaba encendido uno de los dormitorios de arriba.

Se quitó la gabardina Burberry para no ser visible en la oscuridad: llevaba debajo un grueso jersey. Se agachó y, llenándose las manos de barro, se embadurnó la cara.

A continuación se dirigió al chalet por fuera del camino de entrada: una sombra avanzando en la oscuridad. Sus ojos estaban acostumbrados y conocía el terreno. De momento, lo tenía todo a su favor.

Dio la vuelta a la casa por la izquierda y vio que en la parte de atrás no había nadie. El chalet no tenía puerta trasera; sólo un par de ventanas. Podía entrar por una de ellas, pero, si lo hacía, quedaría el de la puerta y cualquier otro que hubiese cerca susceptible de acudir en su ayuda. Decidió ocuparse primero del vigilante.

El mes anterior, Ruth y él habían estado colocando lazos para conejos por allí. Sería difícil encontrar uno a oscuras, pero consideró conocer el terreno lo bastante bien para probar. Localizó el gran fresno, que el año anterior había sufrido las quemaduras de los gitanos, y a unos pasos, a la izquierda, tenía que haber un lazo.

Allí seguía. Hurgó entre la yerba, lo desató de la estaca y se hizo con un buen trozo de alambre fuerte. Dejaba mucho que desear, pero serviría. En el bolsillo encontró un pañuelo y lo partió por la mitad. Arrollados a los extremos del alambre, los trozos de tela harían de agarraderas.

Dobló de puntillas la esquina del chalet por el lado opuesto a la cocina y miró en derredor. El hombre seguía junto a la puerta, empuñando un fusil automático. Lo difícil era llegarse hasta detrás de él sin que le viera.

Oía rumor de voces; una voz colérica de hombre, fuerte y amenazadora, a la que contestaba la de Makonnen: aún estaba vivo.

El de guardia ante la puerta estaba cometiendo un error elemental al fijar mayor atención a la zona de su derecha, iluminada por la luz que salía de la cocina. Patrick se tumbó en el suelo y fue arrastrándose hacia él pegado a la pared.

De pronto, el hombre se dio la vuelta y miró hacia la izquierda. Patrick se quedó inmóvil conteniendo la respiración. Todavía tenía ventaja, porque el guardián, al volver la vista desde la zona iluminada hacia la densa oscuridad, estaría deslumbrado. Aguardó a que volviese de nuevo la cabeza y siguió arrastrándose.

Ahora venía lo peor: el momento en que tendría que decidirse a matar. Cualquier vacilación podía ser fatal. Pensó en Ruth, en su sangre coagulada en las piedras grisáceas junto al lago sombrío, y sus manos se aferraron al alambre y comenzó a incorporarse.

El hombre se dio la vuelta con los ojos dilatados por el espanto, pero, antes de que hubiera tenido tiempo de reaccionar, Patrick se le había echado encima, pasándole el alambre por la cabeza, apretándoselo con fuerza al cuello. El alambre le cortaba las manos, apenas mitigado por la fina tela del pañuelo.

Se oyó un impacto al chocar el arma con el suelo. El hombre se revolvía hacia atrás y hacia adelante, llevándose las manos a la garganta, debatiéndose desesperadamente. Patrick sintió el alambre hundirse en la carne y tiró con más fuerza, ajeno al dolor de sus propias manos, sin piedad para su víctima. Se oyó un prolongado estertor y el guardián se debatió frenético, retorciéndose y consumiendo sus últimas energías inútilmente. Pero Patrick no soltaba presa y estrechaba el lazo metálico, hundiéndolo cada vez más en la carne, como quien corta queso.

Sujetó aquel cuerpo desmadejado para que no cayese y lo bajó despacio hasta el suelo. Le escocían las manos, pero era lo único que sentía. Ningún remordimiento, rabia o asco. Eso —si acaso— vendría después.

Permaneció durante un minuto agazapado en la oscuridad, junto a la pared, con el arma preparada, observando la puerta. No salía nadie. Volvían a oírse voces: aquella voz ronca y la implorante de Makonnen; y una tercera, firme y fría. Quería coger vivo a uno por lo menos.

Abrió despacio la puerta, tratando desesperadamente de recordar si chirriaba. No. Segundos después avanzaba por el pasillo. A su izquierda estaba la puerta de la cocina. Respiró hondo y alargó la mano hacia la aldaba, rezando por que siguiera sonriéndole la suerte.