Capítulo 20

A pesar del fuego, comenzaba a notarse frío. Ruth echó otro bloque de turba y reavivó las brasas, haciendo ascender brillantes chispas por la chimenea.

—Voy a salir —dijo— a dar un paseo a ver si todo está tranquilo. A lo mejor me llego hasta el lago.

Cogió un anorak verde de un colgador de detrás de la puerta y se lo puso.

—Ten cuidado y no te alejes mucho. Nosotros cuidaremos de la casa.

Patrick sabía lo que quería decir Ruth. En su profesión, la vigilancia constante era el precio a pagar: menos libertad a cambio de conservar la propia vida.

La puerta se cerró a sus espaldas y Patrick señaló los sillones junto a la chimenea.

—Vamos a sentarnos ahí, padre.

Estuvieron un rato callados, tomando café y contemplando las llamas lamiendo la turba. El cura necesitaba tiempo para asimilar lo que acababan de decirle, comprender que su calvario, lejos de concluir, acababa de empezar. Cuando acabaron el café, Patrick encontró jerez en una alacena; una vieja botella de manzanilla muy seca y muy clara. Mejor habría estado fría, de todos modos, la sirvió. Comenzaron a hablar y al poco ya estaban charlando del misterio que los había llevado a aquella situación.

—A Chekulayev le mataron los mismos que asesinaron a Eamonn De Faoite —dijo Patrick—. Eamonn sabía lo de la Pascua judía, y los papeles que envió a Balzarin debían de dar detalles concretos: nombres, lugares, fechas…, todo lo que él hubiera podido averiguar.

—¿Por qué se los enviaría a Balzarin?

Patrick se encogió de hombros.

—Imagino que él sabía algo de Fazzini, o quizá la vinculación vaticana a grandes rasgos, y debió de creer que podía confiar en el nuncio. Eamonn era listo, pero un tanto ingenuo en ciertos aspectos. Quizá considerase que el arzobispo era la persona adecuada para tratar el asunto que afectaba al Vaticano.

—Pero no era el procedimiento adecuado, sino a través de su obispo…

—Puede; pero Eamonn nunca seguía el procedimiento establecido. Y si pensó que no había tiempo que perder… En cualquier caso, nunca lo sabremos.

—¿Y esos papeles que encontré en la nunciatura? —dijo Makonnen con un ademán hacia el montón que había en la mesa—. ¿Qué han descubierto en ellos? Aparte de…

Patrick dio un sorbo al jerez y dejó la copa en el suelo; se acercó a la mesa y volvió a su asiento con parte de los papeles.

—Hay varias cartas —dijo—. Algunas con fecha de hace años y relacionadas con diversas etapas de la carrera eclesiástica de Balzarin; son de distintos cardenales y de distintos países, no simplemente del Vaticano o de Italia. Hay algunas de personalidades estatales de la misma Italia o de gente influyente de países en los que había estado destinado Balzarin; otras de banqueros, industriales y magnates de las finanzas y dos de militares. Las más recientes son de irlandeses: un senador, un juez y un consejero del Banco de Irlanda.

Al coger la carpeta de cartas que le entregaba Patrick, Makonnen comentó en italiano:

—Era piduista, de la logia P2.

Patrick meneó la cabeza.

—No, no creo. Puede haber una relación, pero no veo pruebas concretas.

Makonnen se refería a la P2 (pidue), una logia masónica italiana secreta y muy poderosa, cuyo descubrimiento a la opinión pública en 1981 había provocado la caída del gobierno de coalición de Aldo Forlani. La influencia de la P2 llegaba hasta el palacio Chigi y muchos temían que su poder no hubiera sido totalmente contrarrestado.

Mientras el sacerdote ojeaba las cartas, Patrick continuó.

—Todas esas cartas se refieren de un modo u otro a una organización denominada la Cofradía o, más escuetamente, los Hermanos. Hay varias referencias a un sepulcro, al parecer objeto de veneración de la secta, y en más de una se menciona a los Pilares.

«Hemos encontrado también un diario en italiano, creemos que del propio puño y letra de Balzarin. Habrá que traducirlo detalladamente; pero de un primer examen se desprende que no va ser fácil porque los nombres propios figuran con simples iniciales, y los lugares, con abreviaturas. Hay párrafos tachados, como si el autor se lo hubiera pensado mejor, lo cual nos hace pensar que lo que queda no será muy esclarecedor.

Entregó a Makonnen un librito encuadernado en fina piel color borgoña. En la contracubierta, una pequeña etiqueta indicaba que procedía de Olbi, de Venecia, como único signo distintivo.

—Padre —prosiguió Patrick—, voy a serle sincero. Corremos grave peligro. Hace días, a Ruth y al equipo que trabaja con ella en la embajada les dieron estrictas instrucciones de abandonar el caso. Les dijeron que se encargaban de él en las altas esferas, pero no creemos que sea verdad. Con suerte, aquí estaremos seguros un día o dos a lo sumo.

«Como le he dicho, consideramos que usted se halla en inminente peligro y no quisiera ofenderle, pero comprenda que aquí en Irlanda, aunque vista de paisano, resulta usted muy llamativo porque casi no hay gente de color, por lo que no debe hacerse ver por ahí.

«Afortunadamente, Ruth tiene dinero y amistades, y vamos a intentar sacarle de aquí esta noche para encontrarle un sitio seguro en el que pueda quedarse hasta que esto termine.

—¿Y cuándo terminará, señor Canavan? ¿Dentro de una semana, de un mes, de un año? Dice usted «hasta que termine», pero ¿cuánto tiempo lleva en marcha? En esa carpeta hay grabados que datan del siglo dieciocho.

Patrick hizo una pausa antes de contestar. Sentía frío a pesar de hallarse en aquel cuarto caldeado por la chimenea. La alucinación de dos días atrás —si es que se trataba de una alucinación— aún le obsesionaba. No sabía si acudir a un médico. O a un sacerdote.

—Padre, no quería decírselo, pero quizá sea mejor. Cabe la posibilidad de que ninguno de nosotros vuelva a vivir seguro. Yo podré protegerle cierto tiempo, pero no se lo garantizo indefinidamente. Tal vez ni siquiera una semana. Nuestra única esperanza es encontrar personas en quienes confiar, gente poderosa capaz de enfrentarse a esta secta. Y no tengo que decirle lo difícil que eso puede ser.

«Pero podemos empezar por algo, identificando a aquellos cuyo nombre figura en las cartas y a los que usted reconozca en las fotos.

Entregó la primera carpeta a Makonnen, la que contenía grabados y fotografías de eclesiásticos.

Makonnen la examinó meticulosamente. Los principales personajes, incluso los históricos, resultaban fáciles de reconocer. A algunos los conocía por los periódicos; a otros, por los libros de texto de historia de la Iglesia. Se fijó en uno en concreto.

—Éste —dijo, señalando a un rostro grave en primer plano con la inconfundible marca de toda una vida consagrada a cargos de autoridad y de generaciones sujetas a la obediencia— es el cardenal Giancarlo Migliau. Sus antepasados llegaron a Italia desde España, cuando Isabel y Fernando expulsaron a los judíos. Debieron de venir por Provenza y el Piamonte y creo que se establecieron cerca de Turín; sólo uno de sus antepasados llegó a Venecia, donde se convirtió al cristianismo e hizo fortuna comerciando con Egipto y Levante. Se casó con una muchacha de la rama venida a menos de una familia noble, pero siempre estuvo considerado un advenedizo.

«Sus hijos y nietos continuaron el comercio con el sultán, fundamentalmente el de la pimienta; compraron tierras en Montebelluno y una villa de Palladio próxima a Maser. En el siglo diecisiete, cuando el Gran Consejo puso a la venta títulos nobiliarios, ya tenían dinero de sobra y bastante influencia, por lo que consiguieron que su apellido fuese incluido en el Libro de Oro. Son una de las últimas familias nobles que quedan en Venecia.

Makonnen hizo una pausa, con los ojos fijos en la fotografía.

—Hace tres años Migliau fue nombrado patriarca de Venecia —prosiguió—. No fue un nombramiento bien acogido, pero el papa no cedió. Puede que en San Marcos no cuente con muchas simpatías, pero sí con una importante influencia en el resto de Italia. En muchos círculos se habla ya de él como papable, como seguro candidato al solio pontificio. Si el actual papa muriese (Dios no lo quiera), no cabe duda de que Migliau sería el candidato de los conservadores.

—Ya entiendo —terció Patrick—. Y de los que están en esta página, ¿conoce a alguno?

Makonnen los miró detenidamente, pero no reconocía a ninguno. Cuando llegaron al final de la colección, Patrick estaba convencido de que serían necesarios los servicios de una buena fototeca.

La segunda carpeta contenía grabados y fotografías de monjas en distintos hábitos, pertenecientes a diversas órdenes religiosas. Makonnen manifestó en seguida que no las conocía.

Lo último era un álbum más que una carpeta. Patrick lo había dejado en la mesa para examinarlo más cómodamente. Se levantó y puso dos sillas contiguas junto a la mesa.

Era un antiguo volumen, artesanalmente encuadernado según una técnica muy difundida en Francia en el siglo XVII. Habían eliminado cuidadosamente las páginas originales para adaptarle otras más adecuadas para grabados y fotografías. En la primera página habían inscrito con bellos caracteres el título de Morti (Los muertos).

Debajo seguía una leyenda en latín con los mismos caracteres manuscritos:

«An ignoratis quia quicunque baptizad sumus in Christo Jesu, in morte ipsius baptizan sumus? Consepulti enim sumus cum illo per baptismus in morten…»

Patrick reconoció un párrafo de A los romanos: «¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo».

Volvió la página. Una fila de rostros le miraban; los muertos mirando a los vivos, a través de siglos. El papel era viejo y ligeramente enmohecido, como si hubiese estado enterrado en una tumba años seguidos. Lo notaba en sus dedos, rancio y casi podrido.

La disposición de las páginas que seguían era distinta a la de las carpetas. En la parte superior de la primera figuraba un nombre: Benedetta di Rovereto. Patrick reconoció el apellido de una antigua familia veneciana del siglo XIII o XIV. Debajo y en la página siguiente había grabados y luego fotografías de mujeres jóvenes; aquéllos, quizá de la segunda mitad del siglo XVII. Había siete en total.

Conforme fue mirando aquellos rostros advirtió el parecido familiar que había entre todos. Vestidos y peinados cambiaban, pero ojos, nariz y boca delataban el linaje común. Podrían haber sido hermanas o primas, de no ser por las décadas que las separaban. ¿Serían del mismo apellido? ¿Cuál? ¿Conservarían las familias el mismo apellido a lo largo de generaciones?

El siguiente conjunto de retratos era de hombres. Encabezaba la sección el nombre de Giovanni Carmagnola. Patrick volvió a notar el parecido fisonómico, a modo de una hila que cruzase una tela de múltiples dibujos; si en unos desaparecía un rasgo, reaparecía posteriormente en otros, menos acentuado pero inequívoco, se desvanecía un instante para repetirse en otro, o aparecía un tercero persistente en una generación entera, cual fósiles de insectos mantenidos intactos en estratos de minerales antiguos.

Página a página, los muertos se sucedían como en formación, cobrando esporádicamente vida. Quiénes eran y lo que representaban, qué significaba su muerte, era un misterio. ¿Habían muerto todos ellos jóvenes, poco después de haberles hecho los grabados o las fotografías?

Patrick pasaba las páginas como hipnotizado, atraído por aquellas fotos, como si un niño le hubiese cogido de la mano para llevarle a una vasta cámara en la que colgaban los retratos de sus antepasados. La media por apellido era de aproximadamente siete u ocho fotografías, pero en algunos había menos por comenzar en fecha más tardía, mientras que en un par de ellos constaban de mayor número y sus orígenes se remontaban al siglo XVI e incluso al XV.

Los individuos aparecían en los grabados en postura seria, generalmente sentados y junto a una imagen de la Virgen o un crucifijo. Incluso a lo largo de varias generaciones se observaba poca variación. Las fotografías seguían casi todas el mismo formalismo que los grabados, aunque de vez en cuando había algún detalle innovador. Algunos estaban de pie ante un retrato de su predecesor y otros ante un panteón familiar.

Acababa de pasar la mitad de la serie cuando sintió que el miedo le secaba la garganta. Por un instante ni siquiera estuvo seguro de lo que le había aterrado. Su mano quedó paralizada sobre la página como si se hubiese vuelto de piedra.

—Señor Canavan, ¿qué sucede? ¿Le pasa algo?

Oía la voz de Makonnen, pero le sonaba queda y distante, como si le llegase desde detrás de altos muros. No contestó. Parecía haberse quedado mudo de repente.

No necesitaba mirar el apellido que encabezaba aquella página. Los rostros se fundían en uno solo, los ojos se transformaban en un solo par, la boca en una sola boca. Al principio pensó que volvía a sufrir otra alucinación, pero transcurrido un momento comprendió que lo que veía era totalmente real.

Su foto estaba al pie de la página de la derecha, la última de la serie, la más reciente. Era actual y dolorosamente familiar. Él tenía en casa, bajo trastos polvorientos y en una caja, un álbum lleno de fotos parecidas: Francesca sola, Francesca con un grupo de amigos, Francesca con él al borde del canal, hecha por Paolo una tarde de otoño diecisiete años atrás. Habían estado juntos de vacaciones en Venecia, en casa de la familia de ella, y un año después Patrick volvía para asistir a su entierro entre niebla y cipreses en un panteón de piedra desmoronada en el cementerio de la isla de San Michele.