Capítulo 19

FUE Patrick quien primero tomó la palabra. Hablaba despacio, como consciente de que debía forjar un vínculo, una especie de confianza entre él y el sacerdote. El hecho de que le hubiese salvado la vida, eliminando a los dos hombres que le habían raptado carecía de sentido. Por lo que Makonnen veía, había caído en manos de ladrones, más sutiles y bienintencionados que los primeros, pero ladrones y asesinos al fin y al cabo, pues los buenos samaritanos no llevan pistola.

—Padre Makonnen —comenzó Patrick—, ceo que debemos asumir en principio que el cardenal Fazzini se habrá enterado de su desaparición, y, al no saber cómo ha podido escapar, imagino que transcurrirá cierto tiempo hasta que sepa lo que sucedió a los hombres que envió para que le mataran. Entretanto, tendrá que solucionar ciertos detalles embarazosos y el peor de todos el de la presencia del cadáver de Diotavelli. Ruth averiguará lo que pueda a través de la embajada norteamericana, pero no creo que sea gran cosa.

—Lo que está claro es que si regresa a la nunciatura o al Vaticano puede darse por muerto. Que usted, en el fondo, ignore las maquinaciones del cardenal, a él le tiene sin cuidado, puesto que ya sabe demasiado y necesitan silenciarlo. Por si le sirve de consuelo, le diré que ambos nos encontramos en la misma situación.

Makonnen recordó la petición por parte de Fazzini de la dirección de Canavan.

—Me preguntaron si sabía dónde vivía usted. Perdone que no se me ocurriera pensar… ¿Han… han intentado…?

—¿Por qué cree usted que estamos aquí?

—¿Y si voy al Vaticano y hablo con otra persona digna de confianza? —inquirió el sacerdote inclinándose hacia adelante.

Patrick movió la cabeza.

—No, hasta que sepamos qué sucede y quién está implicado. Es usted un hombre marcado se mire por donde se mire. Pero en principio, sí; necesitaríamos tener acceso al Vaticano, y para ello nos hace falta su ayuda.

—Dígame qué es este asunto, por favor —imploró el sacerdote.

Patrick mostraba vacilación por primera vez.

—La respuesta a su pregunta es que no lo sabemos.

—Cuando ayer fue usted a ver al nuncio, dijo que unos servicios nacionales de inteligencia estaban implicados. Y supongo que se referiría a ustedes mismos, a la CÍA.

Patrick sonrió.

—En aquel momento no. Me refería a nuestros primos lejanos, el KGB —hablaba de ellos como un cura posconciliar se habría referido a los «hermanos descarriados», aludiendo a las Iglesias protestantes. Era la primera insinuación por parte de Canavan de lo próximos que se encontraban el espía y el sacerdote, casi dando la mano, rozándose los dedos, entre las balas y los lilaos, iniciados en el más antiguo de los misterios—. Pero ahora creo que también debe de estar implicada la CÍA —añadió mirando a Ruth—. Para dejar las cosas bien claras, le diré que el papel que juego en esto, por lo que me consta, es estrictamente personal. Si bien es cierto que antes fui agente de la CÍA, y no se puede descartar totalmente cierta relación.

Hizo una pausa. Makonnen le miraba con curiosidad, como si estuviera escuchándole en confesión. Patrick se sentía incómodo; pensaba en la celosía del confesonario, cuando, de pequeño, la voz inquisitiva del cura escarbaba en sus pecados como un escalpelo que rebana un tumor.

—La señorita Ehlers es una especie de coordinadora —prosiguió— a las órdenes directas del jefe local de la Agencia en nuestra embajada. Su cometido es controlar el tráfico de inteligencia entre las diversas embajadas de Dublín. La mayor parte de este tráfico lo intercepta la estación de escucha de la Agencia Nacional de Seguridad en Menwith Hill, Yorkshire, y lo transmite a su vez a los ingleses por medio de su oficina de enlace en Benhall Park, Cheltenham.

—Patrick —terció Ruth—, no creo que el padre Makonnen deba…

—Ruth, por favor, sé lo que me hago —replicó él, alzando las manos para contenerla—. El padre es diplomático, y, si te imaginas que lo que le estoy diciendo no lo saben perfectamente sus superiores del Vaticano, eres demasiado ingenua respecto a la Iglesia católica. Benhall Park —continuó, volviéndose hacia Makonnen— reúne todo ese material con el que les entrega el GCHQ de sus propias estaciones de control en Hacklaw y Cheadle, así como las interceptaciones de telecomunicación de Caroone House en Londres. En realidad, es aún más complejo, pero lo que trato de explicarle es que el material de Ruth es extremadamente exhaustivo y enormemente fiable.

—Su principal cometido es analizar los datos por su relevancia en relación con la situación irlandesa. Revisa, por ejemplo, todo el material árabe traducido para ver si detecta posibles vinculaciones entre, pongamos por caso, los libios o la OLP y el IRA. Y seguramente sabrá usted que nuestras propias transmisiones son comprobadas por igual motivo.

Patrick no necesitaba ampliar sus explicaciones. A fines de los años setenta, el nuncio de Dublín, monseñor Gaetano Alibrandi, había adquirido notoriedad por sus repetidos contactos con miembros del IRA. Alibrandi había actuado con un noble fin muy comprensible, y quizá decidido a interceder en pro del cese de la violencia, pero la sospechosa atención suscitada por aquel nuncio no había disminuido con sus sucesores.

—Entonces, usted sabía que Balzarin se traía algo entre manos y quería disuadirle…

Patrick sacudió la cabeza.

—No. Hasta ayer por la tarde no tenía motivos para sospechar nada de él. Sabía que tenía unos papeles que yo quería ver y nada más. Pero al hablar con él vi que se comportaba como quien oculta algo, y después de salir de la nunciatura telefoneé a Ruth para pedirle que comprobase datos de sus actuaciones: llamadas, telegramas diplomáticos, radiomensajes… todo. Creo que es preferible que ella misma le diga lo que averiguó.

Ruth no acababa de decidirse. No sabía por qué, pero el sacerdote la intimidaba. Por las amistades de sus padres, ella había tenido poco contacto con católicos y prácticamente ninguno con curas. Como tantas otras mujeres, la opción sacerdotal del celibato la veía como una negación de algo que ella juzgaba esencial, e imaginaba que a los hombres debía sucederles lo propio respecto a las monjas. Por primera vez en muchos años le fallaba su soltura social; se sentía incómoda y era consciente de que se le notaba. El hecho de que Makonnen fuese negro la inquietaba aún más. No es que ella hubiese jamás tenido veleidades racistas, pero precisamente eso la inducía a pensar que su turbación pudiese interpretarse equivocadamente.

—Padre Makonnen —comenzó diciendo—, es probable que sepa que ustedes, quiero decir el estado vaticano, y la CÍA intercambian normalmente información secreta. Como ha señalado Patrick…, el señor Canavan…, es lógico, entenderá que también nosotros deseemos estar independientemente informados de los datos interesantes que, por el motivo que sea, hayan sido omitidos en esas reuniones periódicas. Estoy segura de que igualmente sus agentes saben obtener información de algunos de nuestros secretos más vulnerables.

Seguía indecisa. No sabía cómo reaccionaría Makonnen a lo que iba a decirle. Respiró hondo y continuó.

—Ayer, después de que Patrick me telefoneara, fui a la embajada y consulté unos viejos archivos informáticos. Ya le ha dicho Patrick que buscábamos algo con la expresión «Pascua judía», pero lo que no le ha dicho es que en cierta ocasión probamos también con la palabra «Easter», que en italiano quiere decir «Pascua». Bien, lo único que descubrimos fueron unos cuantos mensajes de entrada y salida en la nunciatura. Nadie se había preocupado de leerlos, ya que nada más normal que el Vaticano hable de una importante festividad cristiana. —Hizo una pausa y miró por la ventana. Un pájaro grande volaba en círculo sobre la torre y el sol del atardecer hacía brillar a ratos sus alas—. Pero alguien había actuado con negligencia. «Pascua judía» no es una expresión que suela tener que traducirse. Bien, en cualquier caso, resulta que Pascua no es únicamente la traducción italiana de «Easter», sino la palabra que los judíos italianos utilizan para referirse a su Pascua si hablan con los cristianos, es decir: Pascua hebrea.

»Así que repasé los mensajes de la nunciatura y comprobé que los dos primeros podían referirse tanto a la Pascua judía como a la cristiana, aunque no estaba claro, pero el tercero era aún más extraño. Estaba fechado el tres de febrero, en código cifrado, y lo firmaban no con un nombre propio, sino con una especie de seudónimo: Il Pescatore, el pescador —volvió a hacer una pausa—. ¿Le dice eso algo?

El sacerdote reflexionó un momento. Ruth notó la leve sombra que nublaba sus ojos y su vacilación.

—No —contestó—, no me dice nada.

Pero ella sabía que lo que pensaba es que Pedro había sido el primer pescador de la Iglesia y su primer papa.

—El mensaje iba dirigido a Balzarin en persona —siguió diciendo—. Le decía que tuviese valor, que todo iba bien, que los planes estaban ultimados y que la Pascua se celebraría exactamente dentro de un mes, el tres de marzo —hizo otra pausa—. Alguien habría debido advertir que este año la Pascua es el diecinueve de abril.

Makonnen escuchaba cada vez más perplejo. ¿Adonde los llevaba todo aquello? Pasaba nervioso las cuentas de su rosario, como en muda plegaria. Se sentía comprometido y desamparado, como un niño que sale de la adolescencia.

—¿Y la Pascua judía empieza el tres de marzo? —inquirió.

Ruth movió la cabeza.

—No, eso es lo extraño. Esa fiesta comienza unos días antes que la Pascua cristiana. Pero en el mensaje, Pascua significa claramente Pascua judía, porque el que lo envía habla del «día en que los hijos de Israel dejan el cautiverio de Egipto», y tanto De Faoite como Chekulayev dijeron claramente Pascua judía.

Makonnen se levantó de la silla. Se sentía atrapado, como si el Pescador del Vaticano le tuviera sujeto por un largo sedal con anzuelo. Fue a la ventana y miró la torre grisácea y los árboles sin hojas, las aguas oscuras y las nubes en formación. Hasta en invierno estaba verde el campo en aquel país, verde y húmedo como él no recordaba cosa parecida en su niñez. Y pensó por qué el mundo sería tan desolado y vacío por pleno que fuese.

—¿Por qué estamos hablando aquí de una cosa así? —inquirió—. ¿Por qué me lo cuentan? Ustedes disponen de una poderosa organización: hombres, ordenadores, archivos, y yo sólo soy un sacerdote que no puede ayudarlos.

Ruth miró a Patrick con gesto de cansancio, casi de desesperación.

—No me diga eso, padre —dijo Patrick pausadamente.

—¿Por qué no? —replicó Makonnen mirándole.

A guisa de respuesta, Patrick cogió la carpeta que el cura había encontrado en la caja fuerte de Balzarin, la abrió y sacó un papel que depositó suavemente en la mesa para que el sacerdote lo leyera. Era una hoja pequeña de un cuaderno de notas con membrete. En la parte superior había un escudo y bajo él se leía una cita bíblica:

«Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres».

Makonnen se acercó a la mesa y cogió la hoja.

«Hermano: He recibido tu carta y la de Pilares. Que Dios os bendiga y procuréis todos seguir su camino. La hora de la Pascua se acerca. Contad con mis oraciones y ayuda. Si algo hay que tú o los hermanos necesitéis y yo pueda hacer, no dudéis en pedírmelo. Ya sabéis que todo lo mío es vuestro. He dado las instrucciones que me pedíais. No encontraréis trabas. Saludad de mi parte al cardenal Fazzini. En SU nombre, MILES VAN DOREN».

—No comprendo —dijo Makonnen, devolviendo la carta a Patrick—. ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué es ese escudo?

—El escudo —respondió pausadamente Patrick— es el sello oficial de la CÍA —Ruth había apartado la vista y miraba al vacío—. La frase es de la Biblia, y puede verla cuando quiera entrando en el vestíbulo de la Agencia en Langley.

—¿Y quién es ese Miles van Doren?

Ruth observó una nube que discurría como un velo por detrás de la torre. Había elegido aquel lugar por la calma, pero el mundo la había seguido y llenaba los espacios grises con sus propios sonidos.

—Miles van Doren —dijo en voz tan baja que Makonnen tuvo que hacer esfuerzos por oírla—, Miles van Doren es mi padre. Es consejero presidencial en asuntos de espionaje y director de la CÍA. Fueron sus hombres quienes le capturaron a usted en la nunciatura. Y no eran agentes corrientes, sino hombres de Operaciones Especiales recién llegados de Honduras; los envió a Irlanda hace tres semanas, y esos dos que fueron a buscarle a usted no son los únicos: hay más. —Alzó la vista con una expresión de insufrible dolor—. Y siguen buscándole —añadió—. Sólo que esta vez los acompaña mi padre.