UNA luz blanca lechosa se filtraba a través de las largas cortinas, insípida, sin forma ni sustancia. Antes, pensaba que el Espíritu Santo sería así: etéreo, blanco como una paloma, luz devanada; el Verbo era luz. Por costumbre, sus ojos se elevaron hacia la pared de la cabecera. Pero no había nada; ni lucecita roja ni crucifijo.
El padre Makonnen no recordaba cómo había llegado allí. Todo era extraño: la cama en que se encontraba, la habitación, la sencilla alfombra marrón. Se volvió de espaldas a la luz, se tapó la cabeza con las sábanas y volvió a dormirse.
Soñó que estaba en un sepulcro y que su cuerpo yacía yerto sobre una losa de mármol. En la pared veía pintada en rojo la efigie de un pez. En torno a él, unas figuras encapuchadas cantaban letanías en un idioma desconocido. En la oscuridad brillaban unos cirios con fulgor diamantino. Los ecos recorrían los muros como bancos de peces, revolviéndose y girando en medio de la corriente.
De pronto cesaron las voces, se apagaron los cirios y se oyó el rechinar de una piedra cerrando algo, una pesada piedra. Oía el martilleo, el sonido del metal contra la piedra, casi como una orquesta. Luego cesaron los golpes y quedó desesperadamente solo. Y en aquel momento, en la oscuridad, en el silencio, notó que alguien se movía.
Abrió los ojos y volvió a encontrarse en una habitación extraña. Se dio la vuelta y entornó los ojos, molesto por la luz que entraba por la ventana. Aún resonaba en su cabeza el martilleo.
Súbitamente, los recuerdos de la noche anterior fueron como un alud de abrumadora intensidad en su cabeza: el rostro exánime de Balzarin, lívido e incoherente; Diotavelli desplomándose arrogante de un balazo, con el camisón repentinamente tinto en sangre escarlata. Revivió la persecución por la nunciatura y el jardín, el viento que azotaba su carne, la captura y el viaje hasta el canal. Pero después de aquello no recordaba nada; era como si le hubiesen pasado una esponja por el cerebro.
Apartó las sábanas y se levantó. Había dormido en ropa interior, cosa que él no hacía nunca. Sus prendas de vestir estaban dobladas en una silla de madera.
Se acercó a la ventana y descorrió la cortina. Entornando los ojos para evitar la hiriente claridad, contempló unos campos verdes y un lago azul. Unas colinas circundaban las orillas y por encima de una densa filigrana de árboles pelados se alzaba un campanario de triste piedra gris. En el agua se movía lento el reflejo impreciso de las nubes que el viento impulsaba como humo.
¿Dónde se encontraba? ¿Quién le había llevado allí? Se vistió apresuradamente y se llegó a la puerta. Un reducido descansillo conducía a un tramo de escalera de madera sin alfombrar. Por una puerta abierta a su derecha vio un lavabo y parte de una bañera. La puerta contigua estaba cerrada. La abrió y se encontró con otro dormitorio muy parecido al que él había ocupado.
Volvió al descansillo y oyó voces flojas en el piso de abajo. Con cautela, comenzó a bajar la escalera. Un pasillo de baldosas desembocaba en una puerta, a través de la cual llegaba olor a café recién preparado.
Se detuvo ante la puerta. Había un hombre y una mujer sentados uno frente al otro en una mesa rústica de pino en la que tenían un montón de papeles. Reconoció a Canavan, el norteamericano, pero a la mujer no la conocía. Canavan alzó la cabeza y, al verle, sonrió y se puso en pie.
—Padre Makonnen, espero que haya dormido bien. ¿Cómo se encuentra?
—Pues… algo confuso. Anoche… no recuerdo muy bien qué pasó. ¿Dónde estoy? ¿Qué hacen ustedes aquí conmigo?
—No se preocupe; no pasa nada. Me imagino que le apetecerá una taza de café, y tal vez algo de comer. ¡Oh, perdone que no le haya presentado! Mi… amiga Ruth Ehlers, de la embajada norteamericana. Ella ya sabe quién es usted. Estamos en su casa, o más bien su chalet de vacaciones.
El sacerdote permaneció de pie. Los acontecimientos de la víspera se le arremolinaban confusos en la cabeza.
—No recuerdo haber venido aquí —dijo—. Fui… recuerdo haber estado en el canal. Me llevaron… dos hombres. Luego…
—Siéntese. Se sentirá mejor después de tomar un café. ¿Cómo le gusta?
Canavan le cogió del brazo y le ofreció asiento.
—Pues… solo, por favor, y con azúcar —contestó, sentándose. Privado de las convenciones del seminario o la nunciatura, el mundo se le venía abajo. Ni siquiera había hecho sus oraciones matinales.
—Ahora mismo. ¿Qué le parece algo para desayunar? Tenemos setas, que ha cogido Ruth esta mañana, y pan integral de Bowley, mantequilla irlandesa auténtica y mermelada de cerezas.
—Únicamente café, por favor. Ha dicho usted «desayuno»… ¿Qué hora es?
—Bueno, tal vez «desayuno» no sea lo más adecuado. Almuerzo, habría que decir. Son más de las doce y media.
—¿Cuánto tiempo he dormido?
—Llegamos poco después de las cinco y usted se encontraba aún bastante afectado, por lo que Ruth le dio un somnífero.
—¡Ah, ya! —Makonnen hizo una pausa y miró la habitación. Estaba limpia y reluciente y tenía unos amplios ventanales que daban al lago—. Dígame una cosa: ¿dónde estamos?
Patrick miró por la ventana.
—¿No reconoce el lugar?
—No. No creo haber estado nunca.
Era la primera vez que hablaba la mujer. Era muy guapa, pensó, pero se la veía preocupada. A él le habían enseñado a resistir a la belleza, pero no al sufrimiento y, sin querer, eso era lo que le atraía de ella. Llevaba un vestido suelto de confección europea, sin esos adornos dorados que estaba acostumbrado a ver en las norteamericanas. Incluso su ojo africano, más avezado a los matices de la pobreza que a los de la elegancia, advertía que tenía costumbre de vestir bien.
—Esto es Glandalough —dijo ella, y conforme lo decía, al llevarse nerviosamente la mano a la mejilla, Makonnen reparó en que tenía las uñas comidas. ¿Qué es lo que le causaba semejante nerviosismo?—. En el valle hay un antiguo monasterio fundado por san Kevin en el siglo sexto.
Esa torre redonda que ve por encima de los árboles era el campanario. El monasterio servía de refugio cuando las incursiones vikingas, que asolaban la comarca dejándolo todo incendiado. Todo está en ruinas. Ya lo verá más tarde.
El sacerdote asintió con la cabeza. Había oído hablar de aquel lugar y muchas veces se había propuesto visitarlo. Existían estrechos vínculos entre aquellos antiguos monjes irlandeses y los de su Iglesia.
Se volvió hacia Patrick, que acababa de servirle una taza de café.
—Señor Canavan, ¿qué es lo que sucede? ¿Por qué me han traído aquí?
No estaba enfadado, sólo asustado, arrancado de su ambiente habitual.
—Esperamos que usted mismo nos dé una respuesta a su primera pregunta, padre. En cuanto a por qué le hemos traído aquí, me consta que no ignorará que su vida corre peligro.
—Peligro, sí. Comprendo. —Aún oía aquellos pasos persiguiéndole en la oscuridad, y tuvo que dominarse para no volver la cabeza—. Recuerdo… lo que sucedió en la nunciatura, y que luego me llevaron al canal. Pero después tengo el cerebro en blanco. Usted debe saber lo que ocurrió.
—Sí.
—Me gustaría que me lo contase. —Patrick aguardó un instante.
—De acuerdo —dijo finalmente.
Mientras comía, Patrick le fue contando todo lo que sabía y a su vez le rogó que le relatase los acontecimientos que habían dado lugar a su captura en la puerta de la nunciatura…, la muerte de Balzarin, la llamada a Fazzini y la llegada de los pistoleros.
Cuando el sacerdote concluyó su relato, Patrick sirvió más café a todos y, después de sentarse, señaló los papeles que había en la mesa.
—Entonces ahí no están los papeles que De Faoite envió a Balzarin…
—No, ésos se los llevé yo en mano a Fazzini. Esto es lo que había en la caja fuerte del nuncio, salvo la carpeta morada, que estaba en el escritorio.
—¿La que examinaba cuando murió?
—Eso es.
Se produjo un silencio.
—¿Ha examinado usted todos los papeles, padre? —inquirió la mujer.
—Sólo una de las carpetas de fotografías.
—¡Aja! Nosotros aún no los hemos mirado, considerando que usted nos ayudaría a identificar a esas personas.
Makonnen lanzó un suspiro. Conforme el café despejaba su mente, comenzaba a darse cuenta de lo peligrosas que eran las aguas en que se había internado.
—¿Pueden decirme, por favor, qué es todo este asunto? Quiero saberlo. Estoy dispuesto a ayudarlos, pero quiero saber qué es lo que ocurre.
Ruth miró a Patrick y a Makonnen sucesivamente.
—Padre —comenzó diciendo—, permita que se lo repita. Todo lo que el señor Canavan o yo le contemos, debe permanecer en el más absoluto secreto. Júrenos que no se lo revelará a nadie sin permiso nuestro, ¿comprende?
El sacerdote movió la cabeza.
—Me perdonarán —dijo—, pero comprendan que es imposible. Yo soy sacerdote y he hecho votos sagrados de obediencia; así que estoy obligado a revelar lo que sepa a mis superiores.
Patrick se inclinó sobre la mesa. Makonnen advertía por su actitud algo que le decía que él y la mujer eran amantes, pero notaba entre ellos un no sé qué raro, como una carga eléctrica capaz de saltar en cualquier momento.
—Pierde cuidado, Ruth —dijo—, podemos confiar en él —añadió volviéndose hacia el etíope—. Lo único que le rogamos, padre, es que sea discreto. Sus votos no le obligan a revelar voluntariamente información, ¿no es cierto?
Makonnen sonrió por primera vez.
—No, claro que no —respondió.
—Pues entonces creo que podemos empezar —replicó Patrick, reclinándose en la silla.