APAGÓ el cigarrillo en la corteza del árbol. Por encima de su cabeza, en la oscuridad, las ramas invisibles se agitaban bajo el viento. Se estremeció y se alzó el cuello del abrigo. Desde aquel punto propicio detrás del árbol veía la puerta de entrada a la nunciatura. Con el cuerpo en tensión, se inclinó hacia adelante para observar mejor sin ser visto.
Desde que había dejado al nuncio aquella tarde, Patrick había estado dándole vueltas a la presunción —más bien la certidumbre— de que tenía algo que ocultar. Por su larga experiencia, sabía que el que se pone nervioso se ve impulsado a cometer algún error.
Se había apostado frente a la nunciatura para observar quién entraba y salía. Ya faltaba poco para amanecer y estaba convencido de que su espera no iba a dar fruto; iba ya casi a darse por vencido, marchándose a casa, porque tenía frío y hambre, y consideraba provisionalmente más halagüeña la perspectiva de intervenir el teléfono.
Pero le sacó de su letargo la llegada de un coche, un Ford Sierra con matrícula militar. El conductor se detuvo y dijo algo a los gardai que vigilaban la puerta antes de continuar hasta el edificio de la nunciatura. Aún estaba pensando si arriesgarse a entrar, cuando vio llegar a Makonnen, que inició lo que parecía una conversación seria con los dos policías.
Las cosas comenzaban a tomar un cariz interesante. El sacerdote no parecía muy complacido por la llegada de aquellos dos hombres de negro. Olían a militar, y Patrick habría jurado que, al menos uno de ellos, llevaba pistola.
Salió de su escondite tras el árbol para ver mejor la escena. De todos modos, nadie miraba hacia donde él se encontraba; ahora oía la voz del cura entre ráfagas de viento. Uno de los vigilantes le había agarrado del brazo y parecía retenerle contra su voluntad.
El segundo militar —si es que lo era— dijo unas palabras al primero y se alejó por el camino de entrada. Se oyó el ruido del encendido del motor y poco después aparecía el coche y el primer hombre metía a empellones al etíope en la parte de atrás. Ahora no cabía la menor duda: el sacerdote se debatía desesperadamente; llevaba una especie de maletín que el hombre le arrebató, arrojándolo en el asiento delantero. Era inútil que Makonnen se resistiera porque su adversario de un fuerte empellón le tiró sobre el asiento de atrás como un pelele.
Aprovechando la confusión, Patrick se dirigió sin perder tiempo a su coche, aparcado a unos metros de allí, y apenas se había sentado al volante, cuando el Sierra salió de la nunciatura y desembocó en la calle. Casi no le dio tiempo a agacharse antes de que los faros bañasen con su haz la ventanilla.
Al incorporarse, el Sierra ya se encontraba en Nephin Road. Lo vio doblar a la izquierda, hacia el norte en dirección a Fingías y Tolka Valley. Introdujo la llave en el encendido y la hizo girar. Casi de milagro, el frío motor arrancó. Sin encender los faros, se puso a seguir al otro coche.
Seguir a alguien sin equipo de apoyo es difícil, pero a las tres y media de la madrugada resulta prácticamente imposible. Si se acerca uno demasiado, se corre el riesgo de tener que darle las buenas noches y, si te quedas demasiado rezagado, puedes perderlo en la maraña de calles.
Cuando Patrick doblaba en Nephin Road, el Sierra acababa de rebasar la verja de los Bogies, denominados, en realidad, parque Juan Pablo II. Mantuvo los ojos fijos en las luces de posición del Ford como un marinero que se guía por dos estrellas rojas. De pronto las perdió. El coche había girado a la izquierda en una rotonda de Ratoath Road, para atajar por la parte trasera del parque. ¿Dónde diablos se dirigiría? Los cuarteles McKee, Clancy y Collins estaban a poca distancia en dirección sur, y el Ministerio de Defensa en Drumcondra, hacia el nordeste.
Giró en la rotonda y volvió a localizarlo. Conteniendo la velocidad, se hacía cábalas sobre adonde se encaminarían. De saberlo, habría podido tomar por un camino distinto para evitar que le descubriesen; pero por aquellos parajes no había más que el Royal Canal y el río Tolka. Era como si se dispusieran a salir de la ciudad. A la luz de los faros veía árboles y setos con la misma frecuencia que casas.
En aquel momento, el coche se detuvo. Automáticamente, él paró el motor. Llenaba la calle vacía el rumor del viento, brusco y desolado. Vio que bajaban tres hombres. Makonnen, el más pequeño, iba en el centro sujeto por los brazos.
Patrick abrió la guantera y sintió en su mano la pistola fría y extraña, como un viejo amigo del que uno ha estado alejado varios años. La asió con fuerza, como a un animalillo al que acabase de acorralar. Era una Heckler and Koch P7M8, su antigua pistola de Beirut; la prefería a las Browning y Beretta que había utilizado años antes, porque era más ligera, compacta y de gran precisión. Y además siempre la llevaba con un iluminador de blanco 310.
Se apeó del coche y casi le derribó una fuerte ráfaga. Pero el viento jugaba a su favor, amortiguando los pasos y permitiéndole acercarse a su presa sin que le oyesen. A juzgar por el modo en que actuaban, estaba seguro de que no se habían dado cuenta de que los seguía.
Los vio cruzar el paso a nivel y desaparecer en la oscuridad. Cubrió rápidamente el trecho y, por un instante, creyó haberlos perdido, pero luego vio el puente que, inmediatamente después del paso a nivel, salvaba el canal.
El canal de Long John Binns: un vergonzante rival del siglo xvín del Gran Canal del sector sur de la ciudad. En sus aguas crecían yerbas y juncos y sus riberas servían de paseo para enamorados y de terreno de correrías para los chiquillos. Aquella noche, la oscuridad lo cubría como una suave alfombra lisa. En sus aguas rizadas por el viento no se reflejaba ninguna luz ni había rapaces nocturnos al acecho de presas.
Los vio justo en el momento en que salían del puente y tomaban por la vereda del margen de piedra. Ahora ya iba sobre sus pasos; oía a Makonnen discutiendo con sus captores con voz desesperada y temblorosa. Patrick sabía perfectamente por qué le habían arrastrado hasta allí.
No caminaron mucho. Vio cómo el que sujetaba a Makonnen por la derecha le obligaba a ponerse de rodillas, en postura implorante. Sigilosamente fue acercándose, al abrigo de las matas. Ahora oía la voz del sacerdote con súbita claridad, transportada por una ráfaga de viento que cruzó el canal. A unos metros, una vieja farola arrojaba una luz amarillenta sobre el camino, insuficiente para leer, pero sí para que Patrick viese lo que estaba sucediendo. Palpó bajo el cañón de su H K y conectó el iluminador.
Makonnen acabó sus rezos y se persignó. El hombre a su derecha le acercó la pistola con silenciador a la sien. Patrick apuntaba ya y el potente rayo láser del iluminador proyectaba un intenso círculo rojo en la mejilla del asesino. Pulsó el desbloqueador del seguro y apretó levemente el gatillo con un movimiento bien aprendido. El disparo repercutió en el aire, tragado por el silencio. Un segundo después se oía el sonido sordo de la zambullida del muerto al caer al canal seis metros más abajo.
El segundo hombre giró velozmente sobre sus talones, sacando la pistola del bolsillo y escrutando en la oscuridad el lugar del que había partido el disparo.
—¡Tira la pistola! —gritó Patrick sin salir de su escondrijo.
El hombre se quedó rígido, como dispuesto a echar a correr.
—Te tenemos bien apuntado —añadió Patrick, probando a engañarle—. Tira la pistola y pon las manos en la cabeza.
Sin previo aviso, el hombre se lanzó bruscamente de lado, saliendo de la línea de tiro de Patrick, arrastrando al cura. Cuando se incorporó, se cubría con el tembloroso Makonnen, a quien apuntaba con el cañón en la cabeza.
—¡So mierdas, mirad! —gritó—. Voy a dar otro mártir a la Iglesia.
Patrick le enfocó con el láser, pero no se atrevía a disparar, pues, si le alcanzaba, el simple gesto reflejo al herirle habría bastado para que le volara la cabeza a Makonnen.
—¡Salid de ahí! —gritó el pistolero—. ¡Vamos! ¡Todos! ¡Que os vea yo!
Patrick se puso en pie sin dejar de apuntarle.
—Estoy solo —dijo, advirtiendo la sorpresa del pistolero.
—¡Déjate de memeces! —gritó.
Se le notaba asustado y tenso, y Patrick sabía que la presión sobre aquel gatillo era ya media libra de más. No sería la primera vez que veía apretar sin querer un gatillo por efecto de la tensión.
—No digo memeces —replicó a grandes voces para que le oyera bien a pesar del viento—. Estoy solo. No hay nadie conmigo.
—¡Tira el arma! —le gritó el hombre apretando con más fuerza el cuello del cura y cubriéndose mejor—. ¡Te he dicho que tires el arma!
—Sabes que es inútil. Si tiro la pistola te quedas con el cura y puedes matarle. Y el cura lo quiero yo; tú no me interesas. Suéltale y lárgate. Mátalo y eres hombre muerto. Elige: te largas o acabarás flotando ahí como tu compañero.
—¡Aquí el que da las órdenes soy yo! Y yo quien dice quién se larga y quién no. Seas quien seas, guárdate la pistola y lárgate ya. No te metas en esto, que no es de tu incumbencia. ¿Me entiendes? Estás en terreno peligroso.
Durante aquel diálogo, Makonnen no había dejado de rezar con voz atemorizada: avemarías en una mezcla de latín, italiano y etiope. Una babel de plegarias para conjurar las inexorables tinieblas. De pronto, su voz se quebró a media plegaria y comenzó a volver lentamente la cabeza, presa por el brazo de su raptor, hasta que su rostro quedó frente a la pistola, sintiendo el rígido y frío cañón del arma contra su frente, en medio de los ojos.
—¡Mátame! —musitó—. Hazlo ya, rápido, que estoy dispuesto. ¡Hazlo ya, por amor de Dios!
Patrick advirtió que el otro dudaba.
—¡No! —gritó.
El hombre golpeó con fuerza al cura con el extremo del silenciador y luego giró el arma en dirección a Patrick, efectuando dos sordos disparos que no acertaron.
El disparo de Patrick le alcanzó en la boca: un tiro imperfecto pero mortal. Su cabeza cayó violentamente hacia atrás, mientras con el dedo aferrado al gatillo disparaba al buen tuntún. Makonnen dio un salto de costado y el pistolero cayó de cabeza al canal. Del punto en que se había hundido surgieron unas ondas que el viento borró en seguida. El silencio que se hizo fue absoluto.