Capítulo 16

MAKONNEN sintió un escalofrío. Aunque no acababa de captar el sentido de todo aquello, su instinto le decía que estaba en grave peligro. Por lo que sabía, las carpetas y sus fotografías nada tenían de malo, pero algo suscitaba sus dudas. Aquel secretismo de Balzarin, la insistencia por parte de Fazzini de silenciar la muerte del nuncio, igual que había sucedido con De Faoite, la petición del cardenal de que le llevase la carpeta y, ahora, aquel descubrimiento de las fotos… Balzarin y Fazzini estaban implicados en algo bastante serio como para que uno de ellos se hubiese visto impulsado al suicidio.

Afuera dejó de sonar el motor del coche y se oyó ruido de abrir y cerrar portezuelas.

Corrió a la ventana y echó una mirada. Las luces de seguridad iluminaban la zona de acceso y a su fulgor vio dos hombres que se dirigían a la puerta. No eran sacerdotes, o al menos no vestían sotana. Había algo decidido en sus movimientos, algo que le recordaba…, ¿el qué? ¿Empleados de pompas fúnebres?

Sin pararse a pensárselo, cogió el montón de papeles de la caja fuerte y en ese momento sonó el timbre de la puerta.

Miró en derredor desesperadamente buscando algo en que llevar la documentación. ¡Su cartera! Estaba en su despacho del pasillo. Sujetando los papeles contra el pecho, salió corriendo del cuarto. El pasillo estaba a oscuras con excepción de la raya de luz que surgía por la puerta que acababa de cerrar a sus espaldas. Su despacho estaba dos puertas más allá. Dejó los papeles en el suelo y abrió la puerta estrangulado por la emoción y un pánico cerval. Abajo volvió a sonar el timbre. ¿Y si se despertaba Diotavelli?

Apresuradamente vació la cartera. Tenía que haber otra cosa, pero, pese al peligro, no la recordaba; sentía el latido de la sangre en sus sienes. De pronto se acordó. Se abalanzó hacia el escritorio y abrió el cajón de arriba: su pasaporte diplomático. Lo cogió sin perder un minuto, se lo guardó en la sotana y salió a toda prisa del despacho.

Metió desordenadamente los papeles en la cartera y la cerró. Oyó el ruido de la llave girando en la cerradura y, de inmediato, el familiar crujido de la puerta al abrirse.

¡La carpeta! Se había quedado en el dormitorio. Corrió pasillo adelante con el corazón encogido, como un peso muerto. Los sombríos retratos le miraban al pasar como reprochándole lo que hacía. Oyó abajo puertas que se abrían y pasos en la escalera.

Ya en su habitación, abrió la cremallera de la bolsa y metió la carpeta en la cartera. Cogió apresuradamente el abrigo del colgador de la puerta y salió del dormitorio. Le temblaban las manos de miedo, y, sin embargo, conservaba la mente extraordinariamente lúcida: tenía que huir y acudir con lo que sabía a alguien en quien pudiese confiar, alguien con autoridad para plantear las preguntas que él no podía hacer. Al volverse para salir, sus ojos se tropezaron con el crucifijo de madera en la pared.

Dudó un instante, lo descolgó con gesto apresurado y se lo guardó en el bolsillo del abrigo.

Apagó la luz y abrió la puerta. Afuera, el pasillo seguía envuelto en sombras. Giró a la derecha, alejándose de las escaleras hacia un recodo que conducía a la salida de incendios. En aquel momento se encendieron bruscamente las luces. Como un tejón sorprendido a la entrada de la madriguera por un hombre con una antorcha, a Makonnen se le heló la sangre en las venas. Atenazado de pavor, se volvió a ver a su perseguidor.

Diotavelli estaba en la puerta de su habitación en camisón.

—Che succede, padre? —inquirió con voz adormilada.

—Niente, niente! Haga el favor de acostarse.

Pero Diotavelli no se quedaba muy convencido. Eran las tres de la madrugada, había oído el timbre de la puerta, y estaba seguro de haber oído ruido abajo. Y tenía ante sus ojos a un miembro de la nunciatura, totalmente vestido y con una cartera, andando por el pasillo a oscuras. El jesuita dio unos pasos hacia Makonnen.

—Che cosa sta succedendo? Che cosa state facendo qui?

—Es un asunto urgente, padre. Tengo que salir. No haga ruido, que despertará al arzobispo.

En aquel instante surgió un hombre del fondo del pasillo. Iba vestido con ropas negras ajustadas, como un montañero, y se cubría la cabeza con un pasamontañas. En la mano derecha esgrimía una pistola con silenciador.

Lo que a Diotavelli le faltaba de valor físico, le sobraba de confianza en sí mismo. Había pasado veinte años al servicio de la Santa Sede, luchando contra la herejía en todos los rincones del planeta y estaba acostumbrado a que le respetasen y obedecieran. Los hombres armados carecían de importancia para quien se había enfrentado a los sicarios de Satanás.

—Nel nome di Dio! Chi…

El intruso se limitó a levantar el arma y disparar. No se lo pensó dos veces y efectuó el disparo sin siquiera apuntar. Makonnen vio horrorizado cómo Diotavelli caía hacia atrás como si hubiese recibido un fuerte golpe en el pecho y sus pies perdían contacto con el suelo; inmediatamente brotó sangre de su pecho. Apenas se había oído ruido alguno: un susurro del arma, un grito quebrado, el chasquido de la bala rasgando la carne y absoluto silencio mientras el cuerpo se desplomaba en tierra.

El etiope vio los movimientos del asesino como a cámara lenta. Vio la pistola descender y girar, un reflejo en el cañón, los ojos del hombre fijados en su persona, acorralándole, y el arma trazando un arco, dirigida hacia su persona. Retorció con esfuerzo el cuerpo, como si se moviera en melaza, y se tiró de lado. Oyó su propio grito, vio el fogonazo amortiguado en el cañón por el silenciador, y sintió el fuerte impacto de su hombro contra el suelo.

Se llevó la mano inconscientemente al bolsillo. Vio al pistolero volverse… despacio, tranquilamente, sin precipitarse. Sus dedos se aferraron al crucifijo como a un talismán con el que enfrentarse a la muerte. Apresuradamente, sus labios musitaron: «¡Jesús…!» No había tiempo para rezar.

El asesino alzó la mano apuntándole a la cabeza. Makonnen esquivó la bala con un respingo que le hizo chocar con la pared y, luego, se puso en pie sin aliento y esgrimiendo el crucifijo, como exorcizando al demonio. En el momento en que el arma apuntaba de nuevo a su cabeza, arrojó con todas sus fuerzas la cruz sobre el agresor. La cortante arista le golpeó en la frente, haciéndole caer al suelo, al tiempo que lanzaba un grito y soltaba la pistola.

Makonnen ya estaba de pie. Tenía el interruptor al alcance de la mano. Lo apagó y echó a correr, invisible en la oscuridad por su piel oscura y el ropaje negro. Alguien gritó a sus espaldas y oyó unos silbidos sucesivos mientras seguía corriendo.

La puerta del final de aquel pasillo daba a la escalera de incendios. El aire frío de la noche le cortó la respiración y una ráfaga de viento casi le tumba. Tropezó y cayó por el primer tramo de escalones sin resuello. En el pasillo acababan de encender la luz y oyó a sus espaldas pasos precipitados y una voz que le ordenaba detenerse.

Se le había caído la cartera y la buscó a tientas sobre los duros escalones. Oía las pisadas en las metálicas superficies mientras sus dedos palpaban la cartera. Volvió a cogerla y descendió el siguiente tramo casi a trompicones. Un chasquido metálico le dio la noción de otro disparo.

Al pie de la escalera cobró aliento. Tenía el garaje a la derecha, anexo al edificio. Kennealy se había llevado el Volvo, y Stephens y Corcoran, el Volkswagen. Quedaba el Mercedes del nuncio y la bicicleta suya. Tenía una llave del Mercedes en el llavero que guardaba en el bolsillo, pero comprendió que era una locura coger un coche tan identificable. La bicicleta sería más lenta, pero silenciosa y casi invisible.

Pegado al césped, por el lateral del edificio, corrió con todas sus fuerzas, casi arrastrando la pesada cartera. A sus espaldas oyó que las pisadas de su perseguidor salían del metal y mordían la grava, y luego el ruido de otros pasos que se aproximaban desde la parte delantera del edificio. El aire frío le cortaba los pulmones. Tropezó, cayó y volvió a incorporarse sin dejar de correr. Sólo faltaban unos pasos. A sus espaldas oyó una voz, seguida del silbido de otro disparo. Una ventana del garaje se hizo añicos con ruido quebradizo.

La bicicleta estaba en su sitio, apoyada en la pared del garaje. En la nunciatura lo dejaban siempre abierto. Echó la cartera en el cestillo, agarró el manillar, empujó la bicicleta por la irregular grava y montó a la carrera. Delante de él apareció un hombre corriendo, al que logró esquivar por escasos centímetros. La bicicleta iba tomando velocidad. Sin resuello, siguió pedaleando, consciente de que en ello le iba la vida.

Ya estaba en la parte delantera del edificio. Los pasos precipitados a sus espaldas se desvanecían conforme avanzaba. Embocaba ya el camino de entrada y bajo sus pies discurría el terreno como promesa de libertad. Miró hacia arriba y vio estrellas entre las nubes dispersadas por el viento.

Con un suspiro de alivio columbró las figuras de los dos guardias de la verja de entrada. Frenó y se bajó de la bicicleta. Los policías se volvieron y le miraron mientras se les acercaba. Uno de ellos le enfocó con una potente linterna que le deslumhró.

—¿Es usted, padre Makonnen?

Asintió con la cabeza y el vigilante apartó el haz.

—Pero ¿qué diablos hace usted aquí, padre, a esta hora?

Makonnen reconoció la voz del sargento Dunn. Se le había olvidado que aquella semana el sargento tenía turno de noche.

—Sargento Dunn, tengo… que… hablarle…

—Cálmese, padre, está sin aliento. ¿Qué sucede?

Dunn hablaba con ese acento rural que a Makonnen le habían dicho que era de Mayo o de Limerick, no recordaba exactamente.

Respirando fatigosamente, entre frases, procuró explicarle lo mejor posible lo que sucedía sin caer en histerismos. Los dos policías le escuchaban callados, y, cuando acabó de contárselo, vio que estaba temblando. El viento soplaba implacable, sacudiendo los árboles de Navan Road.

De pronto oyó ruido de pasos que se acercaban por el camino de acceso.

—¡Sargento… —comenzó a decir Makonnen—, que vienen esos hombres!

—No se preocupe, padre. El sargento O'Driscoll y yo también vamos bien armados. ¿Verdad, Sean?

—Ya lo creo que sí, Pádraig. Ahora tranquilícese, padre. Hablaremos con esos tipos.

En aquel momento apareció el primero. Era el que había matado a Diotavelli. Ya se acercaba. Makonnen vio que llegaba con la pistola en la mano.

Fue Dunn quien habló:

—Buenos días, señor. Hace un viento terrible, ¿verdad? ¿Es éste el hombre a quien busca, señor?

Makonnen miró en derredor y se sintió desfallecer: O'Driscoll le apuntaba con su Uzi y Dunn le había cogido con su manaza por el brazo.