Capítulo 15

UTILIZÓ la línea directa. En Roma serían casi las dos de la madrugada. El teléfono sonó al otro extremo sin indicar la impaciencia del que llamaba. Tardaron varios minutos en contestar.

—Pronto. Parlo col Vaticano?

—Si. Che cosa desidera?

—Sonó padre Makonnen, l'addetto della nunziatura di Dublino. Vorrei parlare con il cardinale Fazzini, per favore, interno 69.

—Ma guardi che a quest'ora? II cardinale dorme.

—E moho urgente. Per favore, provi.

—Ma, se proprio vuole. Atienda un momento.

El 69 era la línea privada de Fazzini, sólo utilizada en casos de extrema urgencia. En el momento en que justamente pensaba que el de la centralita iba a cortarle para decirle que telefonease por la mañana, se oyó un clic y una voz tersa dijo:

—Pronto. Qui parla Fazzini.

Makonnen titubeó un solo instante. El asunto era importante. Lo bastante importante para levantar a un cardenal de la cama.

—Eminencia, soy el padre Makonnen, addetto de la nunciatura de Dublín. Siento… siento molestar a vuestra eminencia a estas horas, pero… se ha producido una gran tragedia.

Muy a su pesar, notaba que la voz le fallaba. Miró en derredor al cuerpo exánime de Balzarin, rígido en su poltrona. De momento, prescindía de sus preocupaciones personales y volvía a ser un diplomático cuyo único deseo es evitar un escándalo que perjudicase a la Iglesia. Después pensaría en el sarcasmo de aquella situación.

—Padre, son las dos de la mañana —decía la voz firme de Fazzini, con cierto deje de sueño—. Sea cual sea la tragedia, estoy seguro de que el arzobispo Balzarin sabrá hacerle frente hasta una hora más razonable.

Makonnen respiró hondo.

—Lamento… decirle a vuestra eminencia que… el arzobispo ha muerto. Creo que… se quitó la vida. Si é suicidato, yo…

—¿Está usted a solas, padre?

—Sí, yo…; los demás están fuera. El ama de llaves que tenemos ahora no duerme en la nunciatura y no viene hasta las diez. El único que está aquí es el padre Diotavelli de la Santa Sede, que está durmiendo. Si…

—Escúcheme bien, padre Makonnen. Si es cierto lo que dice y el arzobispo realmente se ha suicidado, no dudo que comprenderá usted la necesidad de… discreción. Me imagino que no habrá usted comunicado a nadie más este… lamentable descubrimiento.

—Así es, eminencia.

—Va bene. Encárguese de que el padre Diotavelli no lo sepa. Lo que menos deseamos es que esos malnacidos de la Congregación para la Doctrina se huelan el asunto. Siempre meten la nariz en todo y hallan pretexto para molestas indagaciones. Mantenga usted a Diotavelli al margen de esto a toda costa.

»Una cosa muy importante, padre. No quisiera agobiarle más, pero dígame cómo el arzobispo lo… ha llevado a cabo.

—Pues creo que se ha envenenado, eminencia. Tenía un frasquito.

—¿Veneno? Bene. ¿No hay sangre ni el cadáver tiene señales de ningún tipo? Nessun segno sul corpo? —No.

—Muy bien. ¿Ha encontrado al arzobispo en la cama? —No, eminencia; está en su despacho. Le telefoneo desde el mismo.

Se hizo una pausa. Makonnen alzó la vista y vio en la pared sobre el escritorio el crucifijo colgado de un clavo. La imagen de Cristo era pequeña, blanca, y su cuerpo herido, desmadejado, con la resignación de la muerte. Debajo, en la poltrona, el cadáver de Balzarin, congestionado y enigmático, parecía una burla de la lívida imagen.

—Padre Makonnen, haga lo que sea y lleve el cadáver del arzobispo a la cama. Es mejor. Elimine cualquier resto de veneno, y cuando lo tenga todo arreglado, llame a un médico particular, a alguien que nos haya ayudado en otra ocasión a evitar algún… escándalo. Yo habré hablado previamente con él y lo entenderá. Que no se haga autopsia y que en el certificado de defunción conste que el arzobispo Balzarin murió de causas naturales mientras dormía. Morte naturale. Capisce?

—Comprendo.

Era el procedimiento normal. Los obispos no se suicidan. Los nuncios, igual que los papas, mueren apaciblemente en su cama.

—Otra cosa, padre. ¿Ha dejado el arzobispo alguna nota? ¿Una carta, algo?

Makonnen dudó un instante.

—No —respondió—. En su despacho, no. Tal vez en el dormitorio. Lo miraré. Pero… Hizo una pausa. ¿Sí…?

—Eminencia, había una carpeta. Estaba abierta cuando la encontré en el escritorio.

—Ya, una carpeta. ¿Qué clase de carpeta?

—Pues… —recordaba los papeles que había llevado a Fazzini el mes anterior. El cardenal debía saberlo. Aquello lo explicaría todo—. Tenía un símbolo en la tapa, eminencia. Un candelabro judío, un… —reflexionó un instante— un menorá, pero con una cruz en el centro. Eminencia, el arzobispo tuvo hoy una visita; un norteamericano que le preguntó por ese símbolo y por los papeles del padre De Faoite. Y me pareció que al arzobispo eso le causó preocupación.

Se hizo un prolongado silencio al otro extremo del hilo. Cuando Fazzini volvió a hablar, su voz había cambiado.

—Padre Makonnen, mire, esto no es asunto para hablarlo por teléfono. Le agradezco mucho que me lo haya dicho, pero hasta que no nos veamos personalmente no puedo darle más explicaciones. Lo único que puedo anticiparle es que el arzobispo se hallaba implicado en… ciertos asuntos ajenos al cargo. Ponga usted la carpeta a buen recaudo, porque la Iglesia podría resultar gravemente perjudicada si el asunto trascendiera.

«Quédese usted en la nunciatura y yo le enviaré ayuda. No telefonee al médico hasta que lleguen ahí. Quizá haya otros documentos y debemos actuar con sumo cuidado. No toque nada hasta que lleguen mis enviados. ¿Me ha entendido?

—Sí, eminencia.

—Quiero verle en mi despacho de Roma. Tome el primer vuelo por la mañana y llame antes de salir al resto del personal para que regrese a la nunciatura, pero no se ponga aún en contacto con ellos. —Hubo una breve pausa—. Padre, ¿ese norteamericano dijo cómo se llamaba?

—¿Cómo se llamaba? Sí, eminencia. Se apellida Canavan. Patrick Canavan.

—Muy bien. También habrá que avisarle, porque su vida puede correr peligro. ¿Dejó la dirección?

—No lo sé. Un momento, que lo compruebe, eminencia.

¿Qué querría decir el cardenal con eso de que «su vida puede correr peligro»?

Las direcciones se guardaban en el pequeño archivador del rincón. Makonnen lo abrió y buscó en la «C». Allí estaba: «Patrick Canavan, 104 Pembroke Road, Ballsbridge». Volvió al teléfono y leyó las señas al cardenal.

—Estupendo, padre. Sonó moho contento di voi. Por favor, tenga paciencia y procure no preocuparse, que nos ocuparemos de todo. Espere usted que lleguen a ayudarle. Y rece por el alma del arzobispo sin tratar de juzgarle. Todos somos humanos y proclives a la tentación. Satán es poderoso.

—Comprendo, eminencia. Haré todo lo que pueda. Gracias por sus consejos.

—Adiós, padre Makonnen. Gracias por llamarme.

La comunicación se interrumpió y Makonnen colgó con mano temblorosa. Se veía arrastrado a aguas peligrosas en contra de su voluntad.

Trasladar el cadáver del arzobispo no fue tarea fácil. Estremecido, pensó en que era la primera vez que manipulaba un cadáver. Tuvo que emplearse a fondo para llevar a Balzarin por el pasillo hasta sus aposentos privados. Avanzaban mejilla contra mejilla, como amantes en un baile sin música. Notaba contra su piel la carne fría y fláccida del nuncio, en repulsivo contacto.

Subió el cadáver a la cama y lo tapó con las sábanas, pero por más que se esforzara, no podía desechar el pensar por aquella muerte antinatural. Los labios de Balzarin estaban crispados sobre los dientes en torturada mueca, y no podía disipar el temor de que en cualquier momento el muerto abriese los ojos espantado y airado.

Makonnen buscó una nota en todos los sitios posibles, pero no encontró nada, ni el menor indicio de que el nuncio hubiese iniciado la redacción de algún escrito. Para evitar pensar en el silencioso dormitorio, se dedicó a comprobar que todo estaba en perfecto orden en el despacho. Se guardó en el bolsillo la redoma del veneno, metió la carpeta en un sobre marrón para llevársela a Roma y examinó minuciosamente los papeles del escritorio para que nada quedase revuelto. A él le parecía que todo estaba ordenado.

Se encontró paseando inquieto de arriba abajo por el despacho. Se puso a rezar varias veces como le había dicho el cardenal, pero las preces llegaban estériles a sus labios, como si la muerte de Balzarin hubiese matado también algo dentro de él. De rodillas, en la soledad del despacho, se encontraba vacío, sin reservas, impotente frente a una oscuridad más profunda que las que hasta entonces había conocido. Sentía como si algo brutal le hubiese arrebatado la inocencia.

Al no calmarse su inquietud, decidió ocupar el tiempo en hacer el equipaje para el viaje a Roma. El mejor vuelo sería el de las diez menos cinco, directo a Fiumicino, de AerLingus, que llegaba a la una y treinta y cinco. Cogió el sobre con la carpeta y se lo llevó arriba a su habitación.

Su equipaje era poca cosa. Lo había hecho tantas veces, que lo realizaba con maestría casi artística. No sabía cuánto tendría que estar en el Vaticano, pero, por muy larga que fuese su estancia, le darían cualquier cosa que necesitase. Metió la carpeta en la bolsa y cerró la cremallera.

De nuevo en el despacho de Balzarin, se puso a revisar los archivadores uno por uno, por mor de asegurarse de que no faltaba nada que llamase la atención. Satisfecho viendo que todo parecía estar en orden, se sentó a esperar la ayuda prometida por el cardenal Fazzini. Y en ese momento se acordó de la caja fuerte privada del nuncio. Fazzini querría saber qué guardaba en ella. Pero ¿dónde estaba la llave?

Miró en los cajones del escritorio, pero ninguna de las llaves que encontró era la de la caja. Halló el llavero de Balzarin en un bolsillo de los pantalones, pero no estaba en él la llave que buscaba. Probó con el manojo del ama, que estaba en la cocina, pero tampoco servía ninguna. Cuando estaba a punto de darse por vencido, recordó que había notado algo colgado al cuello del nuncio cuando lo trasladaba a su habitación. Regresó al dormitorio y, efectivamente, la llave colgaba de una cadenita con un crucifijo de oro.

La caja fuerte estaba llena de papeles. Algunos con aspecto muy antiguo y otros muy nuevos. Los llevó al escritorio, con mala conciencia por fisgar en las cosas privadas de un muerto, pensando, además, en que, apenas hacía una hora, se había llegado a aquel despacho con el decidido propósito de fisgar.

Llamaron inmediatamente su atención dos grandes sobres en cuya cubierta azul oscuro estaba impreso en oro un círculo con un candelabro, igualmente en oro, y sobre él otro emblema: dos llaves cruzadas, el blasón papal. Cogió uno y vio que contenía unos doce folios en los que había pegadas diversas fotografías. Las de los primeros eran antiguas, muchas del siglo pasado, pero en los últimos folios se iban aproximando a la época contemporánea.

Fue ojeando despacio aquellas fotos: mariposas blanquinegras inmortalizando una escena. Desde su casillas rectangulares le miraban caras pálidas, ojos soñadores, labios abiertos y a punto de abrirse. No podía apartar la vista de ellas. Era como si le exigieran que las mirase, que las juzgase, que las recordase.

Aquellos hombres que aparecían en ellas eran en su mayoría eclesiásticos de jerarquía superior: obispos, arzobispos, cardenales, directores de seminarios y prelados de la curia. Todos italianos, todos de mediana edad o ancianos, y todos contemplando la cámara con desdén, como burlándose de aquella frivolidad con glacial orgullo. Absorto, siguió ojeando páginas sin lograr descifrar su significado.

Se oyó el ruido de un motor de coche avanzando por la grava del camino. A Dios gracias, alguien llegaba por fin. Se puso en pie, dispuesto a ir a la puerta para abrir, y dejó caer la carpeta, que se abrió por una de las últimas páginas. La miró y se quedó parado, con la atención fija en la fotografía de la esquina superior izquierda. Era Balzarin, imponente, sonriente y vestido de púrpura. A su lado, con sotana roja y roquete inmaculado, reconoció los rasgos demacrados y graves del cardenal Fazzini.