MEDIANOCHE. El mundo suspendido, a oscuras, ciego. Faltaban horas para el alba, apenas concebible tan lejana. Assefa Makonnen acababa de despertarse de un sueño inquietante. ¿Había oído un ruido? Sobre su cama parpadeaba una luz roja bajo un cuadro del Sagrado Corazón. Permaneció echado escuchando el viento que daba vueltas al edificio, haciendo crujir los árboles. Hacía mucho frío.
El sacerdote encendió la lámpara de la mesilla y de la oscuridad surgió un gran cuarto blanco. Se restregó los ojos y se sentó. ¿Qué le había despertado? ¿El frío? ¿La inquietud mental que no le había dejado desde la visita del norteamericano? ¿O habría sido un simple ruido? Prestó atento oído, pero sólo sonaba el viento.
Apagó la luz y volvió a tratar de dormirse, pero no lo conseguía. Su mente estaba soliviantada. Sobre su cabeza, la luz roja parpadeaba incesantemente. Abría los ojos y la veía cual si fuese un ojo rojo que le observara; de niño en Asmara le reconfortaba en las horas frías que precedían al alba, por él había velado durante seis años en el seminario etiope del Vaticano y posteriormente en la Academia Pontificia en que había estudiado para diplomático de la Santa Sede. Pero aquella noche se le antojaba adverso, casi acusador. Volvió a encender la lamparita.
Algo sucedía. ¿Por qué había mentido Balzarin al norteamericano? Makonnen sabía que tenía que hablarlo con su superior, pero al mismo tiempo le constaba que le faltaba valor. El arzobispo era un hombre poderoso y no tardaría mucho el santo padre en elevarle a la dignidad de cardenal. Y en Roma, Balzarin se hallaría en disposición de doblegar o aplastar a sus subordinados. Para colmo, el padre del nuncio había muerto asesinado en 1940, siendo gobernador provincial en el África Oriental italiana: en el norte de Etiopía concretamente. Desde su primer día en Dublín, Makonnen se había dado cuenta de que su presencia no era muy grata.
Pero había muerto un sacerdote en circunstancias espantosas y alguien intentaba ocultarlo. Makonnen sabía que ni siquiera a la policía se le había comunicado el crimen.
A las autoridades irlandesas les constaba que la muerte de De Faoite había sido perfectamente natural. El obispo había ido a ver personalmente a Balzarin y el nuncio se había hecho cargo del caso.
Claro que había habido papeles. Él mismo los había visto y, tras la muerte de De Faoite, le habían ordenado llevarlos a Roma en la valija diplomática. Había volado al aeropuerto de Fiumicino el 25 de enero para dirigirse directamente a la Santa Sede y entregarlos en mano al cardenal Fazzini de la Secretaría de Estado. Fazzini le había despedido con un gesto de la mano, diciéndole que regresase a Dublín en el próximo vuelo.
Y él había vuelto inquieto; pero hasta aquel día, acostumbrado como estaba, había podido dominar sus emociones. Le habían enseñado a obedecer en el colegio, en el seminario y en la Academia Pontificia. Antes de aquello, la obediencia nunca le había molestado ni avergonzado, pero aquella noche sentía como una mordaza que le ahogaba.
El norteamericano había hablado del interés por parte de «unos servicios nacionales de inteligencia», refiriéndose con toda probabilidad a la CÍA. Se suponía que el funcionario de la embajada norteamericana que había gestionado la entrevista de Canavan era el jefe de los servicios de inteligencia, y la propia Agencia había colaborado con la Santa Sede no pocas veces anteriormente. ¿Por qué, entonces, Balzarin había reaccionado de aquel modo? ¿Qué es lo que sabía el arzobispo? Makonnen pensó que la respuesta podía hallarla en el despacho del prelado.
Cogió sus gafas de la mesilla y se las caló. La cama estaba caliente y no le apetecía levantarse. Respecto al clima de aquel país era en lo único en que estaba totalmente de acuerdo con el nuncio. Hizo un esfuerzo y sacó los pies de las sábanas para pisar el frío suelo. Dormía con calcetines, camiseta de felpa y un grueso jersey que le había regalado en noviembre una monja del Sagrado Corazón de María en Tallaght. A veces pensaba que lo único que mantenía su vocación era el jersey de la hermana Nuela. Eso y los calcetines.
Tenía la sotana colgada detrás de la puerta. Se la puso tiritando, mientras pensaba en que lo que hacía era la mayor tontería de su vida.
Al abrir la puerta miró a un lado y a otro. En la pared de enfrente de la cama había un sencillo crucifijo que se había traído de Etiopía; el negro Cristo le miraba con ojos candentes. Makonnen le sostuvo la mirada.
—¿Tú qué harías? —musitó en voz baja, cerrando la puerta tras él.
En la nunciatura todo estaba a oscuras y casi no había nadie en el edificio, pues casi todo el personal había marchado la víspera a Armagh para celebrar consultas con el cardenal O'Fiaich a propósito de la última derrota anglo irlandesa. El chargé d'affaires, padre Kennealy, se hallaba en un congreso en Cork, y aquella noche sólo dormían en la casa el nuncio, él y un sacerdote jesuita del Vaticano, huésped que ocupaba una habitación próxima a la suya.
La legación vaticana en Dublín era un edificio de dos plantas construido a finales de la década de los sesenta, fecha en que el nuncio había abandonado la antigua sede de Phoenix Park. Era una residencia de estilo convencional pero dotada de todas las comodidades.
El despacho de Balzarin quedaba al otro lado del largo edificio, anexo a los aposentos privados del nuncio. Makonnen, una vez en el pasillo, se sintió indeciso y prestó atentamente oído. Volvía a preguntarse si no le habría despertado un ruido. Era muy raro que hubiese entrado alguien, porque la nunciatura, situada justo en Navan Road, al norte de la ciudad, estaba perfectamente vigilada por la Gardai desde la llegada de Balzarin. Quizá fuese el viento que había tumbado algo.
El pasillo alfombrado amortiguaba sus pasos. En la pared de la izquierda colgaban los retratos de los anteriores nuncios, como jueces en fila, con sus pesados marcos dorados apenas visibles en la oscuridad. Makonnen pensó en su casita de las afueras de Asmara, en las antiguas iglesias de Lalibela excavadas en la roca, en los miserables ropajes de los curas, en la pobreza de Dios, en la pobreza de Cristo, en la pobreza del mundo, mientras que todo lo que allí le rodeaba eran riquezas sin par que atiborraban el espacio. Por primera vez en muchos años se sentía ajeno al mundo y a sí mismo. ¿Caminaría Dios por pasillos silenciosos? Se estremeció y siguió adelante.
Por debajo de la puerta del despacho del nuncio se filtraba luz. Balzarin debía de estar levantado trabajando; era una cosa que no solía hacer y Makonnen no acababa de decidirse, pero ahora, que ya estaba allí, no le apetecía volverse atrás.
Lo que había venido pensando por el pasillo le había reconfortado. Recordó su llegada a Roma, recién venido de África, extranjero de piel oscura, pugnando por hallar su lugar en una Iglesia universal dirigida por hombres blancos. Al principio, el esplendor de la ciudad, los símbolos de poderío imperial y eclesiástico, sus cúpulas doradas y los hieráticos prelados, habrían quebrado y comprometido su fe, pero con el tiempo se había acorchado, pese a que notaba de un modo latente, en contacto con la piel, que eran cosas que le irritaban.
Se enfrentaría a Balzarin y punto. ¿Qué era lo peor que podía sucederle? ¿Que le enviase a un lugar remoto sin esperanzas de ascenso? Cosas peores había en la vida. Se aproximó a la puerta y llamó con firmeza.
Nadie contestaba. Aguardó medio minuto y volvió a llamar. Seguían sin contestar. Vacilante, cogió el picaporte y empujó hacia abajo. No estaba echada la llave y la puerta cedió silenciosamente.
El nuncio estaba sentado en el escritorio, con el rostro parcialmente oculto en la sombra y los ojos fijos en la puerta. Makonnen titubeó.
—Ilustrísima…, yo…
Balzarin no se movía.
—Creí… haber oído…
Makonnen dio unos pasos y en seguida comprendió que sucedía algo. Una mueca surcaba el rostro del nuncio; no sabía si de dolor o de terror, pero tenía los ojos muy abiertos, vidriados, sin vida.
El addetto se acercó al escritorio. No cabía duda de que Balzarin estaba muerto; en su mano derecha crispada sostenía un frasquito. La lámpara de sobremesa se había estrellado en el suelo. Eso debía de ser el ruido que le había despertado. Se inclinó y tocó la mejilla del prelado: la carne aún estaba tibia.
Cerró los ojos inmóviles de Balzarin y alargó la mano para quitarle la redoma. La mano descansaba en el escritorio sobre un montón de papeles. Makonnen bajó la vista y advirtió una carpeta color morado abierta con el contenido esparcido. Sin pensar en lo que hacía, recogió los papeles y los guardó cuidadosamente en la carpeta. Al cerrarla, vio el título en la tapa: «La Fratellanza» (La Cofradía). Junto al nombre, alguien había trazado un círculo y en su interior un candelabro de siete brazos, un candelabro cuyo soporte central era la base de una cruz.