Capítulo 13

EL arzobispo Pasquale Balzarin estaba de pie junto a la ventana de su despacho en el segundo piso, mirando cómo las sombras comenzaban a alargarse sobre el césped. La luz del sol formaba trenzas entre las briznas de hierba no hollada. Un pájaro voló hacia lo alto, perdiéndose en los círculos de su propia ascensión. Por el césped cruzó un pavo real, melindroso y rutilante, con las plumas iluminadas por la luz crepuscular y —mero artificio de hermosura— deambulando por un mundo propio ajeno a las preocupaciones del hombre que le contemplaba.

«¿Por qué en este momento? —pensó el prelado—. ¿Por qué precisamente ahora?»

Sus dedos artríticos apretaban nerviosos las cuentas blancas del rosario, confiriendo aquel interrogante cierta calidad de plegaria. Afuera, el pavo real lanzó un grito y movió el abanico de su cola hacia las sombras invasoras.

Balzarin llevaba tres años de nuncio papal en la República de Irlanda. Durante su último viaje a Roma había oído ciertos rumores según los cuales era seguro que Fazzini tendría que dejar su despacho de la curia, al cumplir los setenta y cinco años. Si él se mantenía unos meses más, se haría con el cargo de Fazzini y con el capelo cardenalicio, por supuesto. Era algo que deseaba más que nada en el mundo.

Un momento: lo que deseaba más que nada en el mundo era marcharse de Dublín; dejar atrás aquella lluvia y aquella niebla, aquella lobreguez perpetua. Tenía ya sesenta años y quería pasarse sus últimos días al sol, preferentemente en su Italia natal, y mejor que mejor en Roma. Al fin y al cabo, le quedaban quince años por delante para jubilarse oficialmente.

Había momentos de duermevela en los que maldecía a san Patricio por haber llevado la fe a aquel país. Era un error fatal porque el cristianismo era una religión mediterránea y el Hijo de Dios jamás habría elegido venir al mundo entre los montones de piedras y cromlechs de aquel erial velado por la bruma.

Volvió a su escritorio, en el que tenía la última edición del Annuario pontificio, el almanaque vaticano, abierto por la primera página del elenco que constituía la Secretaría de Estado. No venía mal estar al día de quién ocupaba determinado cargo concreto y de los ascensos. Ojeó unas páginas al azar y, consultando el índice, buscó la sección dedicada a los archivos. Examinó un instante el apartado, hizo una anotación a lápiz en un cuaderno y cerró el volumen.

Se oyó llamar a la puerta.

—Avanti!

Fray Asefa Makonnen entró en el despacho. Era el addetto del nuncio, cargo equivalente al de subsecretario aproximadamente; un etiope que había sido destinado a Dublín hacía unos años para fomentar los vínculos entre la Iglesia irlandesa y el Tercer Mundo, pero en menos de seis meses se había dado cuenta de que algunos prelados de la propia Iglesia irlandesa opinaban que su país era precisamente tercermundista.

—Perdone que le moleste, ilustrísima. Ha llegado la visita que esperaba.

—Que pase —respondió el arzobispo.

Cuando Makonnen se daba la vuelta para salir, Balzarin le llamó.

—Padre, dígame el nombre. ¿Cómo se llama?

—Canavan, ilustrísima. Patrick Canavan. Es norteamericano de origen irlandés.

—¡Ah, sí! —musitó Balzarin—. El norteamericano.

El reloj hizo un runrún intempestivo y marcó el cuarto.

Ruth había tardado dos horas aquella mañana en conseguir la entrevista con el nuncio, moviendo hilos y prometiendo favores, pues, aunque no le complacía que Patrick prosiguiera las investigaciones, había acabado por comprender que era inútil disuadirle.

Makonnen presentó a Patrick al arzobispo y le ofreció una silla antes de sentarse él mismo en otra próxima, provisto de papel y lápiz, dispuesto a tomar notas.

Patrick dudaba. Ya no quedaba gente como Balzarin. El nuncio era el arquetipo del patriarca desde el solideo púrpura hasta los relucientes zapatos; un personaje en el que confluían los rasgos faciales de distintos pintores renacentistas, pero el efecto de conjunto era uniforme: mirada de aristocrático desdén, revestida de la sacralidad del cargo y una impaciencia mal disimulada.

—Ilustrísima, le agradezco mucho que me haya recibido —comenzó diciendo Patrick.

Balzarin hizo un conciso ademán. Patrick no sabía si aquello significaba «No hay de qué» o «Adelante con lo que tenga que decir», pero imaginó que debía ser lo último.

—No sé… Si el padre Makonnen le ha puesto al corriente del motivo de mi visita…

El nuncio corrigió la posición de una foto que tenía en el escritorio y en su dedo un rubí reflejó la luz del fuego.

—Usted es investigador de lenguas semíticas en el Trinity College, y era amigo del pobre padre Eamonn De Faoite, párroco de San Malaquías en Dublín. Ha llegado… —añadió mirando el reloj sobre la chimenea— quince minutos tarde. ¿En qué puedo servirle?

Patrick se rebulló incómodo en el asiento. Con el rabillo del ojo captó una sonrisa del secretario.

—Iré directamente al grano, ilustrísima. Antes de morir, Eamonn De Faoite me dijo que le había entregado unos papeles, y creo que dichos papeles guardan relación con su muerte. Quisiera examinarlos, si me lo permite.

Balzarin no se movió, pero Patrick advirtió el esfuerzo que realizaba para contener el menor gesto. Las sombras que arrojaban las llamas del fuego de la chimenea bañaban su piel pálida. El nuncio clavó los ojos en Patrick, como si poseyese una facultad secreta para leer el pensamiento de su visitante. Estaba nervioso, pero, al contestar, su voz no traslucía emoción alguna.

—Creo que está en un error, signor… Canavan. Yo no conocía al padre De Faoite y a mí no me entregó ningún papel. Si eran documentos importantes, lo lógico es que se los entregase a su obispo. Nada tendrían que ver conmigo. Yo soy el nuncio papal y los asuntos de las parroquias no son de mi incumbencia.

Patrick tosió. A pesar del potente fuego, tenía frío. Afuera comenzaba a oscurecer. Dirigió una mirada a Makonnen y vio que la sonrisa del etíope había sido sustituida por una mirada inquisitiva dirigida a Balzarin. Patrick probó una vez más.

—No me cabe la menor duda de que la muerte de Eamonn De Faoite no fue un asunto parroquial. Por lo que me consta, implica de entrada, como mínimo, a unos servicios nacionales de inteligencia. Y a muy alto nivel.

Patrick no sabía hasta qué esferas llegaba el asunto, pero Chekulayev no era un personaje al que le encomendasen asuntos parroquiales.

—¿Unos servicios de inteligencia? —inquirió Balzarin como inquieto y bastante interesado, pese a su disimulo—. ¿Podría ser algo más concreto, signor Canavan? ¿Se refiere a la CÍA?

Patrick negó con un movimiento de cabeza.

—De momento, creo que es preferible no contestar a eso.

—Es usted deliberadamente misterioso, signore; le repito que su amigo no me dejó ningún papel ni tengo en mi poder nada relacionado con su muerte. El padre Makonnen me dice que murió hace más de dos semanas y, según la oficina episcopal, nada hubo de relevante en su fallecimiento. Era un anciano que Dios tenga en su gloria. Verdaderamente no veo qué interés puede encerrar su vida o su muerte para quienes usted denomina unos «servicios nacionales de inteligencia». Yo soy una persona ocupada, signore. Perdone si pido al padre Makonnen que le acompañe. Gracias por su visita. Siento no haberle podido ayudar.

El italiano se puso en pie para poner fin a la entrevista.

—Ilustrísima, por favor, siéntese. Todavía no he acabado.

Patrick vio cómo el rostro de Balzarin se tornaba púrpura cardenalicia. El nuncio permaneció de pie, privado momentáneamente de palabra.

—Eamonn De Faoite fue asesinado ante el altar de su parroquia —musitó Patrick—. Le habían arrancado los ojos, dejándole morir entre horribles dolores. Sus asesinos pintarrajearon en las paredes versículos de la Biblia, y usted me dice que «no hubo nada de raro en su muerte».

Despacio, como impulsado desde lo alto por un mecanismo, Balzarin volvió a sentarse.

—¿Cómo…? ¿Cómo… ha sabido eso? Los detalles de la muerte de De Faoite han sido ocultados al público. Las circunstancias eran demasiado… turbadoras. Estamos en un país católico, signore, y hay cosas que es preferible que no se sepan. ¿Me comprende? No es un asunto político, de escándalo o de reputaciones, sino una cuestión religiosa. Como representante de la Santa Sede en Irlanda, mi deber es garantizar que su imagen no resulte innecesariamente perjudicada. La Iglesia tiene muchos enemigos en este país, tanto aquí como en el norte, y no estoy dispuesto a que usted ni nadie se entrometa.

Balzarin fue recobrando el tono de control en sus palabras. Se inclinó sobre el escritorio. La luz moría ya rápidamente, pero nadie se movió para encender una lámpara.

—Permita que se lo pregunte otra vez —dijo con voz de la que estaba ausente todo vestigio de turbación—. ¿Cómo ha obtenido la información relativa a la modalidad de fallecimiento del padre De Faoite?

—Fui yo quien lo encontró moribundo. Expiró en mis brazos tratando de decirme algo sobre la «Pascua judía», y me señaló que los papeles que tiene usted dan una explicación. Me importa un bledo que nadie sepa nada a propósito de su muerte; eso no tiene importancia, pero esos papeles sí.

—Y yo le repito que no sé nada de papeles. Francamente, creo que usted hace un misterio de donde no lo hay.

Dice usted que el padre De Faoite habló de Pascua cuando agonizaba. Igual que usted, él era especialista en lenguas semíticas y sin duda tendría algunos papeles relativos a esa festividad hebrea, o quizá sobre el libro del Éxodo. Su muerte ha sido obra de algún perturbado. Si usted lo ha visto, no necesita que yo se lo diga. Comprendo que esté usted bajo la impresión, pero no puedo consentir que su angustia personal perjudique a la Iglesia. ¿Se lo he expresado claramente?

Patrick sabía que el arzobispo mentía. Lo leía en sus ojos y en su actitud. Su entereza se había vuelto jactancia. Él sabía algo que el prelado y otras personas querían guardar en secreto.

Sacó del bolsillo un trocito de papel en el que había dibujado un círculo con un menorá y una cruz inscritos en su interior. Pausadamente lo puso sobre el escritorio.

—Por favor, ¿quiere decirme si eso le dice algo?

Balzarin encendió una lámpara de sobremesa con pantalla verde y cogió de encima del secante unas gafas de montura metálica. Patrick advirtió que le temblaban las manos mientras se ponía las gafas y no quitó ojo en el momento en que se inclinó a mirar el dibujo. De soslayo, observaba también a Makonnen, que miraba.

El nuncio se puso lívido y sus labios balbucieron algo inaudible. Alzó la vista y Patrick pudo ver en sus ojos como un temblor angustioso.

—Por favor, signor Canavan, márchese. Está usted inmiscuyéndose en asuntos que no conoce. Le ruego que no vuelva a visitarme ni intente ponerse en contacto conmigo. Olvide este asunto. Es fundamental que lo olvide. De lo contrario… —El prelado se puso bruscamente en pie—. El padre Makonnen le acompañará. Adiós, signore.

Haciendo una simple pausa para quitarse las gafas, el nuncio le dio la espalda y abandonó el despacho por una puerta lateral. Sus pasos resonaron brevemente en el cuarto contiguo.

En el jardín, un pavo real lanzó un chillido y se hizo un profundo silencio. Y en aquel silencio, la oscuridad encrespaba los árboles desnudos.