Capítulo 12

EN su piso de Pembroke Road, se sentaron en un largo sofá algo arrimado a la chimenea. Bajo los altos techos, las sombras danzaban sobre los Mondrian, los Van Doesburg y los Fontana, como si obedecieran a un ritmo, sombra sobre sombra. En un rincón, una escultura policroma de Dhruva Mistry, mitad hombre mitad bestia, los miraba atentamente. En el aparato de alta fidelidad, Kalus Nomi cantaba una aria de Sansón y Dalila de Saint Saéns.

Sólo el fuego parecía real. Un suave aroma a turba caliente llenaba el cuarto. Las llamas, rojas, amarillas y doradas, arrojaban reflejos sobre el cobre y el latón. Ruth había calentado vino con especias olorosas: clavo, canela y anises con piel de limón y naranja. Bebían a sorbos lentos, escuchando la música. Patrick pensaba en el cariz tan irreal que había tomado todo. Cuan ajeno le era aquel mundo en que había cadáveres de niños pudriéndose en chalets de veraneo y a los sacerdotes les arrancaban los ojos ante el altar, como Edipos.

—Me trastorna que Dios consienta esas cosas —dijo.

—No sabía que creyeras en Dios.

Contempló el humo que ascendía en espirales y se lo imaginó gris y nebuloso en el aire oscuro de afuera.

—Y no creo —replicó—, pero precisamente por eso, ¿no lo entiendes? No puedo creer en un Dios que permite que sucedan semejantes cosas. ¡Oh, y peores! Mucho, mucho peores. Podría creer en cualquier otro dios, pero no en ése. Un Dios omnipotente que se inhibe y no interviene; sólo observa, observa y juzga. Recuerdo…

Ella se volvió levemente hacia él, mirándole fijamente el perfil.

—Recuerdo una cosa que leí —prosiguió Patrick—. Era un libro de teología islámica: «Éstos al cielo, y no me preocupa. Éstos al infierno, y no me preocupa». ¿Qué clase de Dios es ése? Y el Dios de los cristianos no es mucho mejor; permite que mueran los niños en las calles de Calcuta para que la gente pueda decir lo estupenda que es la madre Teresa. Al menos Moloch mantenía sus depredaciones a nivel razonable.

—Patrick, ¿quién era Moloch? ¿Qué significa ese versículo que hallaron en el escritorio de Clemente?

—¿Moloch? Un dios de Canaán. Fenicio, si prefieres. Le gustaban los niños, y los padres se los llevaban a su altar en un lugar llamado Topheth, donde se le ofrendaban sacrificios al fuego para que no se arruinaran las cosechas y el ganado fuese fértil… Por cualquier cosa que consideraban importante.

Ruth se estremeció y apartó la vista.

—¿Los quemaban?

—Sí, eso dice el Antiguo Testamento. Quizá sea una exageración, una propaganda contra las atrocidades de los cananeos, ¿quién sabe? Pero no recuerdo nada de corazones arrancados…

Saltaba y se retorcía el fuego en la chimenea, lanzando una nube de chispas hacia el tiro. Ruth se reclinó en Patrick, tocándole por primera vez desde que habían llegado a casa. Él respondió rodeándola con el brazo y atrayéndola hacia sí.

—Mis padres eran cultos —dijo ella—. O pensaban que lo eran. Liberales ricos con amigos negros, judíos, intelectuales. Homosexuales no, por supuesto; tan liberales no eran. Poseían una fortuna de solera y podían permitirse ciertas excentricidades; votaban demócrata, hacían donativos al ACCL y firmaban escritos en los que se pedía el fin de la guerra en Vietnam. A mí me enseñaron a ser amable con las criadas, los jardineros, y todas las Navidades daba juguetes míos al orfanato local. Me enviaron a una serie de colegios particulares y a Europa dos veces al año; y a Vassar cuando tuve edad, porque habían adoptado la enseñanza mixta. Aparte de un año a Suiza para «refinarme», como decían ellos.

—El problema está en qué hacer luego. Cuando me hice mayor ya no había pasotas; cierto que yo era liberal, pero teniendo cuenta corriente y rentas propias, uno puede ser liberal sin ningún problema, aunque esté Ronald Reagan en la Casa Blanca. Con mayor motivo si el presidente es Ronald Reagan. —Le puso la mano en el hombro—. Me casé, pero eso no solucionó nada. Supongo que nunca soluciona nada. El señor Ehlers era un buen chico, como lo son los buenos chicos; pero después de haber fornicado setecientas veces seguidas, estar quince veces de vacaciones en tres años y dar los últimos toques del año encima de los últimos toques del año anterior en los bidés de los cuartos de baño de invitados, hasta los buenos chicos empalagan un poco.

«Así que lo dejé todo y, como ya no podía hacerme hippy, entré en la Compañía. Mis padres se enfurecieron, pero yo quería demostrarles algo. —Hizo una pausa, mordiéndose el labio—. ¡Qué gracia…, se me ha olvidado el qué! —Le atrajo hacia sí, asustada y molesta por aquel temor—. ¡Patrick, dímelo tú! ¡Dime qué demonios era! Si no era esto…, ¿qué, entonces?

Lloraba desconsolada, rabiosa por la ambigüedad de sus dudas. Él la besó en los ojos, saboreando aquellas lágrimas relucientes, metálicas. Conocía bien aquel sabor porque corría por sus propias venas, acre, mortificante, frío como el hielo. Recorrió con sus labios temblorosos y enfebrecidos aquellas mejillas y sus manos acariciaron torpemente sus senos, como lo habría hecho un niño. Ella se apartó un instante y volvió a sus brazos, besándole en la boca, mezclando a la de él su agitada respiración, una calentura con fuerte olor a vino y especias.

No habían hecho el amor desde su regreso de la casa de los rusos. Él había estado distante, más frío de lo normal, inapetente. Ahora, con una brusquedad que lamentaba, los temores acumulados durante su encierro cristalizaban en una necesidad física apremiante. Penetrarla le liberaría de todo. Gritó como un profeta sorprendido en su soledad por un dios arrollador.

Cerró los ojos y vio a Natalia Pavlovna, su cuerpo delgado, sus penetrantes ojos. La imaginó desnuda debajo de él, con su pechitos de pezones marchitos y la respiración agitada. Se le había presentado como una amante para sonsacarle los pecados y nunca se habían tocado.

Se revolvió y alargó una mano hacia Ruth para tirar de ella hasta el suelo. Ruth mantenía los ojos cerrados; no podía soportar mirarle ni que la mirara, su corazón latía fuerte y de prisa, incomodándola. Notó los dedos de él, ora con suavidad, ora con ansia, y se le aceleró la respiración; quería gritar, expulsar aquella cosa horrible que la embargaba: un niño desventrado y tirado como un pez despreciado contra un espigón.

Él la desnudó apasionadamente, pero como en sueños: el corpiño, la falda, la ropa interior. Sentía su piel caliente y enfebrecida, pero no su presencia en el cuarto, acompañándole. Imperceptiblemente, habían comenzado a moverse a ritmo distinto. Ella hacía el amor para exorcizar el fantasma de un niño desconocido, cuyo corazón silencioso y arrancado había entrado en sus sueños, causando aquel estrago; él, para hallar un sueño que le hiciera más soportable el despertar.

El cuerpo desnudo de Ruth le aterraba, igual que sus ansias porque la tocase, su vehemencia haciendo el amor. El exorcismo de ella exigía furor; el de él, olvido. Conforme ella le desvestía, Patrick sintió ahondarse aquella sensación de irrealidad, como si el despojarle de la ropa conllevara una especie de pérdida de identidad. Sentía la cabeza flotando, casi desgajada del cuerpo. Y, sin embargo, sus pensamientos eran lúcidos, casi a un extremo insoportable. Notaba las manos de ella, calientes y nerviosas, recorrerle la espalda y el pecho.

Lo que sucedió a continuación fue imprevisible y extraño. Era como si hubiese estado mirando a una de esas estampas raras que los psicólogos emplean para verificar la percepción y en las que un pato resulta ser un conejo o una hermosa mujer una vieja.

Un cambio casi imperceptible se produjo entre un suspiro y el siguiente. Miró a su alrededor para ver si el fuego había disminuido y vio el cuarto bañado en luz de velas. Ni siquiera estaba seguro de que fuese la misma habitación, porque advirtió unos gruesos cortinajes en una pared desnuda. De afuera ya no llegaba el ruido del tráfico. Hacía más frío que momentos antes.

Seguía desvestido, en erección, tumbado sobre un cuerpo desnudo de mujer en el suelo. Pero la mujer no era Ruth: su pelo negro como el azabache y despeinado le caía en gruesas mechas por la cara, tenía pechos menudos, caderas más estrechas y vello púbico más abundante. Mientras la contemplaba, ella se apartó el pelo del rostro.

—In ainm Dé, a Phádraig, lean orí! ¡Por Dios, Patrick, no te pares ahora! —le dijo.

No sabía cómo, pero le había hablado en irlandés; un irlandés de Leinster del siglo XVI. Era imposible: ella no sabía irlandés. Y él sabía quién era; la conocía tan bien como a sí mismo. Aquella mujer era Francesca. Pero también era imposible porque Francesca había muerto: llevaba veinte años muerta.

Se apartó vacilante, resbalando y apoyándose en una mano.

—Cad tá ort, a Phádraig? Cad tá ort, a stór? Patrick, ¿qué sucede? ¿Qué pasa, cariño?

De pie, notó que la cabeza le daba vueltas. Las velas danzaban y el cuarto se tambaleaba. Iba a caerse, notó que giraba en el espacio y que luego se estrellaba contra el suelo y se quedaba sin respiración.

Cuando volvió en sí, Ruth estaba inclinada sobre él con una esponja húmeda en la mano, mirándole muy preocupada.

—Patrick, ¿qué te sucede? ¿Qué te ha pasado, cariño? ¿Te sientes bien ya?

Él se llevó la mano a la cabeza. Sin saber por qué, sentía un intenso dolor. Notaba el estómago raro. Aquello era como las jaquecas que sufría de jovencillo.

—Estoy… bien —musitó—. Es que he… perdido el conocimiento. Me duele horriblemente la cabeza. Creo que es jaqueca.

Ella le alzó para ayudarle a sentarse apoyado en el sofá.

—¿Llamo a un médico? ¿Te ha sucedido antes alguna vez?

—No hace falta; se me pasará. Antes me sucedía de joven. Me sentiré mejor cuando duerma un rato.

Pero no le había sucedido una cosa así nunca; no semejante alucinación con pérdida del conocimiento. Estaba sudoroso y comenzaba a tiritar.

—No te muevas —dijo ella—. Voy a traerte una manta.

Adoptó una postura más cómoda y, al hacerlo, advirtió algo en su estómago: una raya larga y fina. Lo cogió con la punta de los dedos y lo despegó de la piel: era un pelo. Un pelo negro de unos cincuenta centímetros.