Capítulo 11

CAMINABAN por el parque de St. Stephen, un poco como enamorados y un tanto como extraños. Rostros esculpidos los miraban por doquier: Mangan y Markievicz, Emmet, Tone y Kettle; poetas y paladines de la libertad convertidos en adornos urbanos. El sol era exiguo, insuficiente para despejar las nubes, pero lo bastante para infundir una pizca de ánimo en el espíritu. Buskers les había interpretado en lo alto de Graffon Street Raibh Tú ag an gCarraig, con las tenues gaitas de fino silbido edulcorado y henchido de dolida melancolía. Luego habían almorzado en el Shelbourne, para a continuación cruzar la calle y entrar en el parque.

Allí todo parecía normal: los niños jugando o dando de comer a los patos en el pequeño lago, los enamorados besándose en los bancos y los ancianos de abrigos gastados apelotonándose junto al quiosco de la música como a la espera de que volviera a sonar la orquesta. Aún no era primavera, pero ya flotaba en el aire una promesa de cambio. En Graffon Street, el viejo lord Mustard bailaba ritmos de jazz con un sombrero absurdo.

Ella le cogía a veces de la mano y otras cruzaba los brazos y caminaba delante de él, como impaciente por hallarse en otro lugar. Vestía un abrigo largo de pieles de Zwirn con zapatos Pancaldi, y por primera vez a él le pareció fuera de lugar. Lucía aquellas prendas como medio para distanciarse de la miseria de su trabajo, de los actos degradantes que realizaba a diario en nombre de la razón. Él interpretaba aquellas ropas más bien como símbolos o garantías de lealtad: a Ruth Ehlers no se la sobornaba. Al menos, no con dinero.

—Patrick, quiero que te vayas —dijo ella. Junto a ellos, una fuente de juncos verdes y dorados lanzaba un alto surtidor hacia el cielo de febrero—. Te lo digo en serio; no te dejes implicar más en esto.

Era la primera vez que hablaba del tema aquel día. Y era curioso, pero con ello parecía estar más unida a él, como si se encontrase más a gusto ante un asunto ajeno.

—Estoy implicado; lo he estado desde el principio.

—Pero hasta este momento… Ahora deja que lo resuelva otro. No olvides que tú ya no trabajas en eso.

—Me lo han vuelto a encargar, Ruth. Uno no se aparta así como así del cadáver de un amigo.

Estaban de pie junto al bajorrelieve en mármol de Roisin Dubh, a los pies del plácido busto de Mangan. Ruth acarició el blanco rostro con su mano enguantada.

—Sí, Patrick, sí; tienes que dejarlo si quieres conservar la vida. Mira, he estado juntando las piezas del rompecabezas.

—¿Y…?

—Hace unas semanas que interceptamos una señal de un buque AGÍ soviético anclado en Malin Head. Y cuando digo «interceptamos» me refiero a la estación de interceptación de Hacklaw, en Escocia, bajo mando inglés. Lo enviaron junto con un montón de papeles rutinarios a la oficina de enlace de la NASA en Benhall Park, y de allí nos lo pasaron a nosotros.

Él había oído hablar de aquellos buques AGÍ —Auxiliares de Inteligencia General—, barcos de tipo Okean, que los rusos mantenían amarrados en las costas del Donegal y cuyo principal cometido era seguir el rastro de los submarinos nucleares norteamericanos con base en Holy Loch.

—Generalmente —prosiguió Ruth— son señales de baja frecuencia que envían a su agentes de Irlanda, un trabajo rutinario que suele tener relación con el IRA, pero ésta había tardado tres días en llegar a Benhall. Yo la vi el mismo día que llegó; si hubiese sabido… —Hizo una pausa. Una ráfaga de viento agitó su pañuelo, haciéndolo revolotear sobre la efigie de mármol como velo multicolor, hasta que ella lo recogió y volvió a enrollárselo al cuello—. Patrick, ese mensaje procedía de las altas esferas, de la sede en Moscú; era del general Kurakin, jefe del primer Directorio, e iba dirigido a la rezidentura de Dublín. Comenzaba con excusas por transmitirlo por ese medio tan poco seguro, alegando que no habían tenido tiempo de organizado mejor, y ordenaba al equipo de Dublín que dejase todo lo que tuviese entre manos y se preparase para la llegada de alguien muy importante. El nombre cifrado nos era desconocido: le llamaban «Obelisco».

Patrick había estado observando a un pajarillo que se acicalaba con el pico en un matorral cercano: un petirrojo como salido de una tarjeta de Navidad. Se volvió y cogió con fuerza a Ruth por el brazo, alejándola de la estatua de mármol para reanudar el paseo.

—Hace frío —dijo—. Regresemos.

Se dirigieron al puente, sobre los estanques.

—Sabes a quién me refiero, ¿verdad, Patrick? Tú sí sabes quién era «Obelisco».

—Naturalmente: Chekulayev. Es su antiguo seudónimo, siempre se llamó así.

—Nosotros no lo sabíamos. En aquel momento, no. A nadie se le ocurrió mirar la lista de los agentes de Oriente Medio. En aquel momento no nos pareció evidente.

Salieron a la calle para dirigirse a Baggot Street en pleno tráfico de media tarde.

—Después no hubo más mensajes de la Central; no a través del AGÍ en todo caso. Lo notificamos a los servicios de inteligencia irlandeses y nos mantuvimos alerta, pero se nos escurrió. Creemos que debió de desembarcarlo un submarino en la costa una noche oscura. O quizá llegase por el aeropuerto de Dublín, vete a saber. Patrick, no se nos ocurrió pensar en Oriente Medio. Quizá yo habría debido imaginármelo… sabiendo que tú estabas aquí.

—No eres tú la única que sabía que yo estaba en Dublín.

—No, pero… tenía más motivos para pensar en ti.

Ahora caminaban agarrados del brazo. Fuera de los espacios abiertos del parque ella parecía más pequeña. Su hálito blanco quedó por un instante suspenso en el aire glacial y Patrick sintió la calidez contra su mejilla cuando ella se volvió para hablar.

—Que había llegado, lo sabíamos —prosiguió—, porque días después captamos una señal de la rezidentura con el mismo nombre cifrado que el del mensaje previo. Un descuido por su parte. Firmaba la transmisión «Obelisco» y se refería a algo denominado «Pascua judía»; decía que había comenzado a trabajar, y dos días después desaparecías tú.

Ella le cogió más fuerte, como temiendo que fuera a desaparecer de nuevo, como el humo, como la respiración cálida en la fría atmósfera, como una idea iniciada que no se ha completado. Una monja vieja les sonrió con complicidad al pasar aprisa a su lado. Sólo los solteros entienden verdaderamente la pasión.

—Pero incluso entonces no se me ocurrió establecer la relación. «Obelisco» con «Pascua judía»… ¡Dios mío, Patrick, tenía que haberme resultado obvio!

—Nada es obvio en nuestra profesión. Mira, ¿a qué preocuparse tanto? El equipo de Dublín sabía que Chekulayev estaba aquí, no me lo avisaron y me enteré por las bravas. ¿A qué ese pánico?

—No es pánico, Patrick: simples precauciones lógicas. —Hizo una pausa—. Espera que termine. Pedimos a la NASA un escrutinio del nombre cifrado en el ordenador de Fort Meade en el que guardan los datos de todo el tráfico diplomático y del SIGINT que entra y sale de Irlanda, y que incluye todas sus interceptaciones de Menwith Hill y Morwenstow en Inglaterra y cubre todas las comunicaciones por vía Intelsat a través de Elfordstown y todos los GCHQ conectados a la red. Ellos disponen de un programa de reconocimiento de palabras capaz de verificar cuatro millones de caracteres por segundo. Solicitamos que localizasen la expresión «Pascua judía» en una docena de idiomas durante el último mes. ¿Y…?

—Nada. Nada de nada. Probamos con «Obelisco» y «Chekulayev» y lo mismo. Alguien sugirió marcar «Semana Santa», pero lo único que obtuvimos fue un par de mensajes rutinarios del Vaticano a la nunciatura, y ya está. Luego marqué tu nombre.

Como por mutuo acuerdo, se detuvieron a la vez. En aquel momento cruzaban el puente del gran canal entre Lower y Upper Baggot Street. Los árboles helados, como alambres de hormigonado sin acabar, bordeaban el agua perdiéndose a lo lejos en todas direcciones. Patrick dejó que continuase.

—Tenías tres registros. El primero de alguien en Tel Aviv que hablaba con uno de la embajada israelí preguntando qué demonios hacías en Dublín. El segundo era curioso: un radiomensaje transmitido por una longitud de onda diplomática y código cifrado corriente, pero quien lo transmitía lo hacía desde algún punto de la costa cerca de Galway. Iba dirigido hacia el sur de Europa…, norte de Italia o Yugoslavia, quizá. Te habían visto visitando a Eamonn De Faoite y habían verificado que aún seguías en la Compañía. Eso pensaban.

Ruth se volvió y miró al canal en dirección a Mount Street. Árboles como cirios apagados, exánimes, sin llama. Agua como metal líquido, discurriendo apacible entre hierba y hormigón.

—¿Dices que eran tres mensajes?

—Sí —contestó ella dubitativa, y él advirtió que se mordía el labio inferior: dientecitos blancos sobre carne bermeja—. Creemos que era la respuesta al segundo: una llamada telefónica. Lo único que la NASA supo decirnos es que la llamada tenía origen en Venecia, desde un número ilocalizable, y llamaban a un número de Oughterard, una pequeña localidad próxima al lago Corrib, a un chalet de veraneo. La recibieron por contestador automático —añadió haciendo una pausa.

—¿Y…?

—Ese chalet lleva vacío todo el invierno, Patrick. Cerrado. O es lo que dice el dueño. Hicimos que lo comprobasen y no había contestador automático y el teléfono estaba desconectado.

—¿Qué decían en la llamada?

—Era en italiano. El que hablaba daba instrucciones para que te eliminasen junto con Eamonn De Faoite. Tenían que registrar tu casa para encontrar unos papeles, unos papeles que De Faoite debía haberte entregado.

—¿Cuándo cursaron las instrucciones?

—Hace tres semanas. Unas veinticuatro horas antes de que encontrases asesinado a De Faoite —respondió ella, volviéndose hacia él, crispada, ofuscada, casi llorando—. ¡Por Dios bendito, Patrick! El chalet no estaba vacío cuando los nuestros fueron a registrar. Había un niño de diez años. Bueno, lo que quedaba de él. Le habían arrancado el corazón…, posteriormente encontraron parte de él en el cubo de la basura. Lo habían quemado. Había… El médico dictaminó que llevaba una semana muerto. Ayer recibimos la ficha de identificación.

A su alrededor el mundo parecía de lo más normal. El tráfico discurría en constante fluir; a pocos metros se acababa de formar una cola en el cajero automático del Banco de Irlanda en la esquina de Haddington Road. Y ellos, hablando en el puente de niños con el corazón arrancado…

—Se llamaba Alessandro Clemente, hijo de Paolo Clemente, ministro italiano de Asuntos Exteriores. Le habían raptado al salir del colegio particular al que iba en la vía Galvani de Roma. Rapto que tuvo lugar dos semanas antes del descubrimiento del cadáver. Los italianos habían mantenido el asunto en secreto y fue pura casualidad que lo descubriésemos.

—¿Y ese Clemente, el padre? ¿Ha hecho declaraciones? ¿Sabe de qué se trata?

—No, Patrick, no ha hablado con nadie porque ha muerto. Su mujer lo encontró en el despacho de su casa con el cañón de una escopeta en la boca y el cerebro esparcido por las paredes. Sucedía diez horas después de llegarle la noticia de la muerte del niño. Pero descubrimos algo: en su escritorio había una nota, aunque su mujer dice que no era su letra. Una nota de una sola línea que, según me han dicho, es del Levítico: «Dio de sus hijos a Moloch, deshonrando mi santuario y profanando mi santo nombre».

«¿Qué demonios está pasando aquí, Patrick? —Lloraba a lágrima viva, no por el niño, ni por Patrick, sino por ella misma. Había levantado una baldosa de mármol, poniendo al descubierto los horrores que rebullían debajo—. ¿Qué porquería es ésta?