Capítulo 9

LA casa tenía todo el aspecto de los pisos francos en que él había estado o vivido: un poco destartalada, algo húmeda y triste. Le condujeron con los ojos vendados una vez que el coche estuvo a buen recaudo en el garaje. Una puerta verde claro daba entrada a la vivienda. Chekulayev tomó la delantera sin decir palabra. Alfombras baratas con dibujo lila, paredes de empapelado agobiante, molduras con manchas de humedad: un refugio barato para los amorales. Los pisos franco son como andenes de ferrocarril; no lugares, sino momentos en el tiempo.

Aún no había habido tiempo de que sintiera miedo. Sabía que eso vendría más adelante. Normalmente, Chekulayev no se habría atrevido a capturarle y llevarle allí, porque existían reglas sobrentendidas, y capturar a un agente adversario en terreno neutral era una de las más estrictas. Al ruso debía de preocuparle algo. Algo gordo.

Subieron por una sombría escalera de madera hasta el último piso, el tercero. Chekulayev abrió una puerta y pasó delante de Patrick a un cuartito escasamente amueblado. Un par de sillones tapizados en dralón de un verde triste, una mesita de centro con las manchas circulares de horas de aburrimiento sin paliativos, una estampa con un paisaje que podía representar una vista tanto de los Urales como de las montañas de Wicklow.

En la pared contraria a la puerta, una pequeña lámpara en un aplique de cobre. Chekulayev tiró de él y se abrió otra puerta en la pared. El ruso se apartó para dejarle paso.

—Pasa, pasa —dijo.

Patrick cruzó el umbral. Era un cuarto aún más pequeño con paredes insonorizadas, como un estudio radiofónico. Había una mesa metálica atornillada al suelo y dos incómodas sillas de madera. Del centro justo del techo colgaba una potente bombilla protegida por una fuerte rejilla de alambre. Alfombra no había. En un rincón vio un sanitario con burda tapa de madera. Un enorme espejo cubría toda una pared. Nada de utensilios para lavarse o afeitarse. Apenas tuvo tiempo al volverse de ver cómo cerraban de golpe la puerta.

Chekulayev alternaba los interrogatorios con una mujer. Su nombre completo era Natalia Pavlovna Nikitina, y Patrick advirtió que Chekulayev, cuando se dirigía a ella, nunca omitía el patronímico. Calculó que debía de tener unos cuarenta años y el rango de mayor, como mínimo, dentro del KGB. Ella y Chekulayev se turnaron durante los días y noches que siguieron, sin concederle apenas respiro.

Patrick imaginaba que Natalia Pavlovna tendría coartada como primera secretaria o subagregada en la embajada de Orwell Road. Era una mujer delgada, paciente y proclive a largos silencios. Llevaba siempre su pelo negro y largo recogido en un moño que sujetaba con horquillas; vestía con sencillez y siempre de negro, como si llevase luto perpetuo. Su largo cuello blanco fulgía cual alabastro.

Al principio la creyó anoréxica, pero luego salió de su error: Natalia Pavlovna era una asceta. Sus miembros pálidos, sus escasos senos, el cuello alabastrino, recordaban el físico de una bailarina. Pero aquella mujer se dedicaba a otro tipo de danza al ritmo de una música distinta. Mientras que a Chekulayev le repugnaba el látigo que abre la piel y desolla el cuerpo, ella disfrutaba con las laceraciones; así como él era sensual y utilizaba la privación como amenaza, ella prefería la parquedad y trataba los rigores del interrogatorio como una disciplina de la que finalmente surgiría la verdad pura y simple.

Patrick no sabía cuánto tiempo había transcurrido. El cuarto no tenía entrada de luz natural y nunca apagaban aquella potente bombilla cenital. Despertaba de un sueño intranquilo y desesperado y se encontraba con Natalia Pavlovna o con Chekulayev de pie a su lado, dispuestos a reanudar la sesión.

Las peores eran las que dirigía la mujer. Natalia Pavlovna había hecho su aprendizaje en la galería de mujeres de la cárcel Kresty de Leningrado, antes de que la transformaran en sección psiquiátrica; allí le habían enseñado las pautas del dolor y las cadencias de la desesperación. Era diestra en la técnica de dejar la piel intacta y la mente deshecha; hablaba el idioma de la delación en cualquier dialecto, pero su lenguaje preferido era el sufrimiento: lo conocía por propia experiencia y se lo enseñaba a los demás con toda naturalidad.

De Kresty la habían trasladado a la cárcel Lefortovo de Moscú, donde había trabajado con disidentes como Solzhenitsin y Bukovski. Le había hablado largo y tendido sobre sus experiencias en aquel centro, del que, primordialmente, recordaba las enormes redes con que las autoridades habían cubierto los huecos de escalera para impedir el suicidio de reclusos.

—Piensa en mí como si fuera una red —le decía—, dispuesta para tu bien, para impedir que caigas. No hay de qué tener miedo.

Aquel cuarto se convirtió en una pesadilla. Suelo, paredes y techo se fundían en un espacio amorfo sin dimensión. La luz jamás disminuía ni fluctuaba, y, nada más encerrarle, un ordenanza se había llevado su ropa, entregándole un largo blusón blanco. No llegaban ruidos del exterior y sabía que, aunque gritase, nadie le oiría.

Desde el principio sabía con certeza que el espejo era un vidrio por el que le vigilaban constantemente desde el otro lado. Permanecía sentado horas seguidas frente a él, como un animal enjaulado, mirando a sus carceleros. Otras veces les daba la espalda y contemplaba la pared contraria.

Le dejaban la comida en un cuenco mientras dormía. Lo justo para mitigar los zarpazos del hambre, pero no lo bastante para satisfacer su apetito. Nunca variaba: arroz blanco, unas judías y café solo. Retiraban el cuenco vacío mientras dormía, lo que no era frecuente porque el café le mantenía mucho rato en vela. Su sueño era un puro sobresalto y se despertaba por nada. No tardó en caer en estado de desorientación; sufrió estreñimiento y después fuertes diarreas que le clavaban horas seguidas en la taza. Se despertaba en medio de pesadillas, temblando y con vértigo.

A veces le dejaban dormir diez o quince minutos para despertarle inmediatamente aporreando la puerta. Y así durante horas: en cuanto pegaba ojo, volvían a golpear la puerta hasta que se crispaba y enfurecía. A la novena o décima vez, estaba tan rendido y trastornado, que comenzaba a llorar de desesperación. Luego sentía vergüenza de sus lágrimas y se prometía no dar muestras de debilidad ante sus torturadores. Pero las lágrimas brotaban sin querer.

Soñaba constantemente con De Faoite, con aquel altar ensangrentado en que el sacerdote yacía exánime como un animal torturado: se erguía y abría sus labios agrietados, musitando interminablemente una palabra: «Pascua, Pascua». Mientras duraba la pesadilla no dejaban de caer copos de yeso de la alta bóveda, blancos y relucientes como la nieve, esparciéndose por la iglesia ensangrentada, blanqueando suelo y paredes, blanqueando todo lo corrupto.

—Hábleme, Patrick —decía Natalia Pavlovna en un susurro, como las monjas que había conocido cuando de niño oraba a Dios a solas—. Hábleme de usted. Hábleme de su pasado. Tenemos tiempo de sobra, todo el tiempo que queramos.

Pero él notaba en su voz algo conminatorio, un no sé qué acuciante encubierto por el aire de paciencia con que acometía su tarea. Nunca hablaba de las cosas directamente, nunca le preguntaba cosas importantes. Era siempre una inquisición indirecta, pero Patrick sabía que iba aviesamente dirigida a un objetivo concreto.

Al principio él no respondía a tales insinuaciones; mantenía un tenaz silencio, como ligado por un juramento. Eso fue el noviciado. Pero conforme pasó el tiempo y perdió la noción de noche y día, presente y pasado, sueño y realidad, comenzó a desear cada vez más las visitas de Natalia Pavlovna. Al final, sólo sentía gratitud por su presencia y un irrefrenable deseo de complacerla.

Había veces en que despertaba de un sueño enrevesado o de una pesadilla y se hallaba en un estado sobrenatural de agudeza mental, y en tales momentos se daba cuenta de que su agradecimiento no era más que la consecuencia de la coacción que ejercía Natalia Pavlovna. Pero no podía desembarazarse totalmente de aquella sumisión. La falta de sueño y las repetidas dosis de cafeína le desequilibraban. Sus reservas estaban mermadas y su resistencia respondía cada vez menos a su voluntad. Había momentos en los que creía amarla por su voz suave, tranquilizante, por sus ojos negros inquisitivos.

No era amor, por supuesto, sino miedo mezclado a gratitud. Y, sin embargo, en ocasiones sentía una corriente de sensualidad entre los dos. Hasta las monjas en sus duros catres despiertan estremecidas de deseo. Muchas veces, cuando ella entraba, le producía un amago de erección. Su sutileza era como un dedo que le acariciase la piel, acumulando cada vez más intimidad entre los dos. Sus preguntas eran como las manos de una amante que le fueran desnudando. Se despertaba sudoroso, soñando en traicionar. Pero ¿a quién le quedaba por traicionar?

En varias ocasiones ella le preguntó por sus pecados, grandes y pequeños, antiguos y recientes. Era el método para ahondar en su alma, de su alma al corazón y luego a su mente, donde conservaba todos los recuerdos de nombres, fechas y lugares. A Natalia Pavlovna le importaba un bledo la teología: para ella los pecados eran nada; a lo sumo, llaves con las que abrir la puerta de la mente de Patrick.

—Considéreme un sacerdote —musitaba—, un padre confesor. ¿Cuánto hace que no se confiesa?

Y Patrick —que, efectivamente, no se había acercado a un confesonario en muchos años y que sentía remordimientos de conciencia y las terroríficas pisadas de inquietos fantasmas— se desahogaba alegremente sin sentir culpabilidad.

Natalia Pavlovna nunca se apresuraba, jamás ejercía excesiva presión, aunque cada vez era más evidente que trabajaba contra reloj. De los pecados religiosos pasaron a los pecados civiles; de la moral al pragmatismo y al absolutismo del Estado.

Las sesiones con Chekulayev eran más realistas. A diferencia de ella, a Alex no le interesaba el estado del alma de Patrick. Después de una sesión con Natalia, a Patrick le resultaba casi un alivio enfrentarse a la crudeza de Chekulayev.

Él sabía los nombres de los principales agentes de Patrick en Egipto y el Líbano, de la mayor parte de sus contactos en la OLP y el Hezbollah, y de varios de los agentes influyentes en Siria. Conocía datos sobre los pisos francos de la CÍA en El Cairo y en Port Said; era capaz de recitar de memoria detalles de varios casos importantes en los que había intervenido Patrick, incluidos algunos que habían salido mal por la innecesaria pérdida de vidas. Sabía lo de Hasan Abi Shaqra.

Lo que él buscaba, naturalmente, eran lagunas. Las cosas que sabía no eran nada en comparación con las que ignoraba. Pero Patrick sabía cuándo debía hablar y cuándo guardar silencio.

—Háblame de Shifrin —Chekulayev volvía una y otra vez al antiguo protector de Patrick, su jefe en El Cairo—. ¿Cuándo te habló de la Pascua judía? ¿Qué sabe él de la cofradía?

Patrick no contestaba por la sencilla razón de que no sabía nada.

Sin embargo, Natalia Pavlovna tenía la habilidad de enturbiar la diferencia entre lo que sabía y lo que no sabía.

Siempre que hablaban, Patrick notaba que su resistencia cedía. Había hablado y quería hablar más. Ansiaba confiarse a ella. Las paredes blancas le oprimían como planchas de una prensa hidráulica: se imaginaba que iban cerrándose. Pero era incapaz de medir la distancia.

—Hábleme de la Pascua judía —dijo Natalia Pavlovna, volviendo con mayor frecuencia al tema. Incluso parecía nerviosa, con sus manos delgadas sobre el regazo, cual cangrejos blancos sin caparazón—. ¿Qué sabe de Migliau? ¿Está aquí en Irlanda? ¿Qué ha oído usted? ¿Han fijado una fecha?

No le quedaba otro remedio que fingir absoluta ignorancia a todas aquellas preguntas. Le dolía la cabeza y ansiaba hallarse a oscuras. Hasta cuando cerraba los ojos, la fuerte luz penetraba en su cerebro como una cuchilla.

—Se lo he dicho: lo único que sé de la «Pascua» es que De Faoite la mencionó antes de expirar.

—Y usted lo murmura en sueños. Le he oído muchas veces.

Confesar que le escuchaba subrepticiamente en sus ratos de descanso no parecía turbar a Natalia Pavlovna. Sabía que él lo asumía y lo esperaba. El sueño no era sacrosanto; ahora eran como marido y mujer y entre ellos no cabían secretos.

Se despertó tres o cuatro veces y encontró que no había nadie. La quinta vez dio por seguro que algo sucedía. Se moría de hambre. ¿Por qué no venía nadie? Gritó y aporreó las paredes sin resultado. Agotado, volvió a dormirse. Cuando despertó, todo seguía igual.

Volvió a gritar: «¡Me oís, hijos de puta; seguro que me oís!»

—¿Dónde estás, Chekulayev? ¡Natalia!, ¿dónde está? ¿Por qué no contestan?

Nadie respondía a sus lamentos. El terror le hizo un nudo en el estómago.

Se acurrucó junto a la pared, desorientado. Así que habían cambiado de táctica; le dejaban aislado, privado de todo contacto humano para que muriese de hambre. Se sentía desamparado y asustado. ¿Cuánto podría aguantar? Había confesado todo, al menos lo que Natalia Pavlovna deseaba oír. ¿Bastarían las mentiras?

Ideó maneras de pasar el tiempo, juegos mentales que contuvieran su creciente desesperación. Pensó primero en recitar el padrenuestro al revés, en inglés, luego en latín, como lo había aprendido de niño. Después compuso en árabe enrevesados poemas sin sentido en los que cada palabra empezaba por la misma letra y cada línea acababa con igual rima. Y, también, mentalmente, escribió cartas a todos sus conocidos. Pero no venía nadie.

Durante largo rato estuvo de pie, desvalido, ante el espejo. Se estuvo observando con curiosidad, como si contemplara a un mono enjaulado: aquel rostro sin afeitar con ojos enrojecidos. Quizá fuese lo único que quedaba: él y su imagen reflejada. Se preguntó si, en caso de desaparecer, permanecería aquel reflejo como una herida al retirar el cuchillo. Asestó un golpazo al espejo y se lastimó los nudillos.

—¡Chekulayev, cabrón! ¡Déjate de juegos! ¡Ven aquí, que quiero hablar contigo!

Su voz sonaba quebrada y hueca, rebotaba contra las gruesas paredes y caía al suelo. Por primera vez le atenazaba una horrible claustrofobia. Le estrangulaba y le obligaba a arrodillarse; le agobiaba hacia dentro. Comenzó a sollozar. Las lágrimas resbalaban por sus mugrientas mejillas, empapándole la barba.

Pasó el tiempo, recobró la calma y volvió a llamar. Pero no acudía nadie. No se oía ruido. Era como si le hubiesen enterrado vivo. Desechó aquella idea. «Sigues en la celda de interrogatorio. Están ahí fuera mirándote: resiste».

Utilizó el retrete y se limpió con un trozo del blusón porque ya no quedaba papel.

Su miedo crecía aún más: había perdido la noción del tiempo y del espacio. Si no salía pronto, aquella estrecha habitación sería su tumba. Se echó de espaldas en el suelo, temblando. Seguro que ahora Chekulayev juzgaría que ya era bastante. No había necesidad de proseguir aquella farsa, pues estaba destrozado. Confesaría. Natalia Pavlovna lo comprendería; no se refocilaría ni le regañaría: sería un alivio acabar con aquella tortura. Pero no vino nadie.

No estaba muy seguro la primera vez que dio en pensar que sucedía algo raro. Él mismo había realizado interrogatorios y sabía hasta dónde se podía llegar. El aislamiento era un medio eficaz, capaz de quebrar los espíritus más enteros, pero tenía sus límites. Se corría el riesgo de que alguien estallase durante días e incluso semanas, pero sus carceleros no tenían tiempo para eso; estaba seguro. Ellos querían respuestas inmediatas. Algo pasaba.

Cogió una silla y se quedó con ella en la mano un largo rato ante el espejo. Su intención estaba clara, pero no acudía nadie. Apartando la vista, levantó la silla agarrada por el respaldo y con un amplio impulso la estrelló contra el vidrio, que se deshizo en fragmentos. Una esquirla le saltó a la mejilla. Dejó caer la silla y vio que el cuarto contiguo estaba vacío.