LAS pisadas eran tenues, pero el silencio las amplificaba. Patrick se volvió rápidamente. Una oscuridad engañosa. ¿Sería un ruido del techo? ¿Ratones? ¿Murciélagos?
—Alsalam alaykum, Patrick. Tú, tan lejos de casa…
Aquella voz pausada sonaba exageradamente fuerte en aquel vacío silencioso; procedía de un grupo de sombras de la nave central. Patrick retrocedió un paso, casi tropezando con el rodapié del altar.
—¿Qué sucede? ¿Estás nervioso? Tú nunca lo estuviste, amigo.
La voz le resultaba tan familiar… Familiar y extraña, como si la hubiesen tomado prestada. Le había saludado en árabe, pero no era un árabe.
—¿Eres tú, Alex?
—¿Y a quién esperabas? ¿A Jesucristo? ¿El famoso judío que abandonó a la clase trabajadora por… —una figura se destacó de las sombras y apareció en un claro de luz mortecina. Gesticulaba levemente con la mano enguantada— esto?
¿A qué se referiría, pensó Patrick, a la madera, a la escayola, a los cirios baratos, al silencio?
—¿Qué haces aquí, Alex? —la voz de Patrick era seca y desapacible.
El recién llegado alargó una mano, pero Patrick permaneció inmóvil. Alexandr Chekulayev había sido jefe de destacamento del KGB en Beirut durante la última fase del servicio que Patrick había prestado allí. Anteriormente se conocían de varias ocasiones: dos en El Cairo, con frecuencia en Bagdad y una en Najm alSharq, un sucio café de Damasco en el que Patrick había contraído una intoxicación alimentaria. Su estómago recordaba a aquel ruso bajito y rechoncho con el mismo hálito que si fuese estiércol. De acuerdo con los vientos políticos, habían sido adversarios, enemigos, amigos, cómplices y a veces todo a la vez. Alex, en cierta ocasión, había intentado eliminarle. No hay neutralidad que valga.
—¿Qué sucede, Alex? ¿Qué quieres?
No estaba preparado para encontrárselo allí; sus pensamientos seguían en aquel altar, con Eamonn.
—A punto estaba de preguntarte lo mismo.
Chekulayev dio un paso cauteloso al frente. Ahora Patrick le veía mejor. Le pareció más encanecido de lo que le recordaba. Bajo su palidez natural, el ruso tenía la piel como cubierta de polvillo gris y los ojos con profundas arrugas oscuras, como las finas grietas de un cuenco de raku. Patrick se preguntó si aquellas canas eran el precio o la recompensa a una vida de cavilaciones, mentiras e insinuaciones.
La glasnost había llegado hasta los confines de Chekulayev para retroceder, tal vez más apenada que asustada. Él era demasiado viejo para cambiar y demasiado joven para saber hacerlo. El sistema podía ablandarse, pero él no tenía prisa. En definitiva, él también —se dijo Patrick— acabaría tan canoso como el ruso. En cierto modo, era el sistema.
Chekulayev señaló con la cabeza en dirección al altar.
—¿Me dejas verlo?
Patrick no contestó. Cuando menos no había motivo para pensar que Chekulayev fuese el culpable de aquello.
—Pierde cuidado, Patrick; vengo solo —dijo aproximándose despacio, como alguien que se acerca doliente a un féretro a ver al difunto.
Patrick se hizo a un lado para dejarle paso. El ruso subió al altar y se quedó inmóvil cuestión de un minuto, asintiendo con la cabeza como si rezara. Cuando se volvió, tenía el ceño fruncido.
—No es nada agradable de ver. ¿Le conocías?
—Sí, era el párroco de aquí y amigo mío. —Patrick seguía aún medio paralizado, incapaz de asumir el horror de la muerte de Eamonn.
—¡Ah, claro, el cura! —repitió Chekulayev, dándose la vuelta cual si de pronto hubiese advertido que se hallaba en una iglesia—. Esas letras de la pared son hebreo y griego; lo entiendes, naturalmente.
—Sí, palabra por palabra. Pero no sé por qué las han escrito ni quién lo ha hecho.
En lo alto, los ratones correteaban en la oscuridad. ¿No serían murciélagos?
—Oko za oko, zub za zub.
Patrick no salía de su estupor.
—«Ojo por ojo, diente por diente». Alguna venganza. Una venganza espiritual… por medios muy terrenales. ¿Qué mandamiento había transgredido tu amigo el cura, Patrick?
—Yo diría que casi todos. O ninguno. ¿Qué más da?
—A mí me da igual. Pero quizá había alguien a quien sí le importaba. ¿Qué asunto es éste, Patrick?
Se quedó mirando al ruso como en actitud desafiante.
—Vamos, Alex…, ¿no irás a decirme que no sabías lo que ibas a encontrarte aquí, que no sabías que yo estaba en Irlanda?… Supongo que estarás en Dublín simplemente de vacaciones y te dejaste caer cuando dabas un paseo matinal por las iglesias menos visitadas.
Chekulayev no respondió. Sólo le faltaba una cámara fotográfica colgada de su grueso cuello para pasar por el arquetipo de cierta clase de turistas. Su abrigo color cervato y su bufanda borgoña estaban bien planchados y en sus zapatos brillaban las luces de los cirios. Podía habérsele tomado por un hombre de negocios de vacaciones que entra en un recinto sagrado para salud de su alma. Pero Alex Chekulayev no tenía alma.
—Vamos a sentarnos, Patrick. Aquí arriba me siento desamparado, como un actor en escena. Todos esos bancos vacíos, esas sombras densas tras las columnas…, me ponen nervioso. Vamos a sentarnos.
Patrick se estremeció y apartó la vista. Se acordaba…, ¿cuántos años haría?, de una obra de Eliot, Asesinato en la catedral. ¿Dónde había sido? ¿En San Patricio? ¿En Christchurch? No lo recordaba, pero no se le habían borrado las imágenes finales: Becket junto al altar lleno de heridas y los caballeros templarios con las espadas ensangrentadas y el coro femenino de Canterbury cantando en las sombras.
«Sucia está la tierra, el agua contaminada, manchados de sangre nuestros animales y nosotros. Una lluvia sangrienta me ha cegado».
Una lluvia sangrienta. Ojo por ojo. Y ahora Alex Chekulayev aparecía de pronto como un fantasma para turbar su presente. O como un caballero con espada ensangrentada que da un paso al frente para obsequiar al público con explicaciones racionales sobre un acto sanguinario.
Caminaron juntos hacia la puerta y se sentaron en el último banco, como penitentes que esperan su turno para confesarse, envueltos en sombras.
—Si tuviera fe me haría musulmán —dijo Chekulayev—. Las iglesias son lugares muy siniestros, ¿no crees? A mí me dan miedo. Mientras que las mezquitas están bien: no hay imágenes, tumbas, ni muertos clavados en cruces. Vuestra religión es morbosa, ¿no te parece?
Patrick pensaba en Eamonn. Él nunca había sido morboso. Ahora se daba cuenta de que siempre había querido a aquel anciano, a pesar de haberle visto tan poco todos aquellos años.
—Ibas a decirme cómo habías venido a parar aquí.
Chekulayev metió la mano en el bolsillo y sacó un paquete de cigarrillos, que ofreció a Patrick.
—No, gracias.
El ruso se encogió de hombros y cogió un pitillo antes de volver a guardárselo. Lo introdujo en una boquilla de ébano ribeteado de marfil y lo encendió con un mechero, protegiendo la llama con sus gruesas manos. Por un instante se vio su rostro iluminado, cual un icono en la oscuridad, gastado, gris y ralo. Su cara había madurado, pensó Patrick. O, quizá, simplemente envejecido.
—Es ruso —dijo Chekulayev refiriéndose al cigarrillo—. A mi edad te aferras a las costumbres, y los míos son suspicaces con los agentes a quienes les gustan las comodidades occidentales. Igual que los vuestros desconfían de alguien con inclinaciones izquierdistas. Nunca preguntamos lo que un hombre piensa…, eso es demasiado abstracto. Lo que constituye un peligro es lo que desea —añadió, expulsando una leve columna de humo.
Patrick se preguntaba si existiría aún una palabra en ruso que significara «sacrilegio».
—Hace unas semanas —comenzó a decir Chekulayev— llegué a Dublín desde Egipto. Seguía unos rumores, una pista que había detectado en Alejandría. Quizá tú también hayas oído esos rumores. Voluntariamente, dime sí o no; tú verás.
»Bien, esta tarde seguí a un hombre hasta el borde del mar. Iba en un pequeño Citroën y conducía con mucho cuidado, algo lento y difícil de seguir. Aparcó el coche en un paseo junto al mar y, al cabo de un rato, se apeó y anduvo un rato de arriba abajo; luego se dispuso a esperar. Yo hice lo propio. Tú lo sabes, Patrick, en nuestra profesión esperar es muy importante.
»Pero nuestro amigo no era muy listo y se dejó ver. Y alguien le atacó —concluyó el ruso llevándose el cigarrillo a los labios e inhalando despacio sin mirar a Patrick—. Creo que tú sabes lo que sucedió después —prosiguió—. Cuando saliste la segunda vez yo te seguí. Ésta es la historia, Patrick. Tú me has traído hasta aquí.
Patrick notaba bajo su muslos el banco frío y duro. Le recordaba las largas misas sentado de su infancia, el olor húmedo del confesonario, el pecado, la contrición y las lágrimas. Y el terrible aburrimiento de la vida.
—¿Por qué apareces, Alex? ¿No decías que no ibas a seguirme más? ¿Querías ver a dónde te conducía?
—Pensé que ya era hora de que hablásemos. Hora de intercambiar ideas. Podemos ayudarnos mutuamente, ¿no crees?
Patrick no contestó. Tras las filas borrosas de los bancos vacíos columbraba aún la figura exánime de Eamonn De Faoite, inexplicablemente asesinado. En la quietud de la primera hora de la mañana, la pequeña iglesia se poblaba de fantasmas: hombres a los que había matado o contribuido a que muriesen; hombres a quienes había traicionado, sobornado, vendido. Todos muertos o como si lo estuvieran, todos muertos sin confesión, impenitentes. Hasan Abi Shaqra retornaba pidiendo clemencia, con su sangre esparcida por el polvo cual brillantes fragmentos de vidrio rojo y con ojos despavoridos.
—Yo ya no estoy en la Agencia, Alex. Es cierto, me creas o no. No sé nada de esos rumores ni he visto nunca al hombre a quien seguiste anoche. No te miento.
En lo alto, unas patitas rascaban la madera. Hacía años que una persona había tenido allí una visión: una estatua moviéndose entre sangre, o quizá fuese la propia Virgen, blanca con velo azul… Patrick no lo recordaba bien. De todos modos, ¿qué más daba? Nada había cambiado. Y lo que sí había era un sacerdote muerto en el altar con el corazón cargado de pecados.
—¡Por favor, Patrick, dime lo que sepas! No somos niños y no creo en la casualidad.
—Te lo he dicho. Estoy retirado. Si no me crees, haz que lo comprueben. Una simple llamada telefónica…
Chekulayev se quitó el cigarrillo de la boca sin afectación ni particular cuidado.
—Siempre fuiste demasiado ingenuo, Patrick. Y eso es un grave defecto en un agente. Quizá creyeras que yo era tu amigo. Algunos de nosotros tenemos la presunción de que en el fondo somos hermanos, aliados por encima de las ideologías. En Beirut era fácil pensar eso porque nos odiaban por igual; nos tomaban rehenes, nos mataban; éramos todos infieles, condenados. Y nos engañábamos por esa camaradería, pensando que el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Una tontería, porque la gente como nosotros no tiene amigos, Patrick. No podemos permitírnoslo. Para mí sería un lujo inconcebible, más pernicioso que los cigarrillos americanos o el perfume francés. La amistad huele a decadencia y se pega a la piel más que la fragancia de rosas. Me lo olerían y me arrancarían la piel, me desollarían para exorcizarme. Así que, por favor, no me pidas que te crea. Al contrario: dime la verdad. Háblame de la Pascua judía.
Patrick dio un respingo. Así que era eso lo que quería decir De Faoite… ¿Qué significaría? No contestó. ¡Vaya juego! Estaban metidos en una adivinanza. «Dime lo que sepas. Dime la verdad». Igual que niños jugando a acertijos, imitándose y burlándose uno de otro con gestos grotescos. Pero, a diferencia de niños, lo que ellos perseguían era la confusión, el engaño, la perversión recíproca. En aquel mundo suyo, las verdades devenían falsedades y las falsedades verdad, hasta que llegaba una única mentira aplastante.
Como un creyente arrobado por la visión de la sangre de Cristo en forma de vino en un cáliz, miró hacia el altar sin decir palabra. Chekulayev hizo un leve gesto con el cigarrillo, un ademán de rojo trazo que destelló en la oscuridad. Se oyó un paso en las sombras a sus espaldas y un objeto duro y frío presionó a Patrick en la nuca, al tiempo que escuchaba el inconfundible clic del seguro de una pistola.
—Creo que será mejor que vengas con nosotros —susurró Chekulayev, como en tardío reconocimiento de que se hallaba en un lugar sagrado.