PERDIÓ la noción del tiempo, allí empapado y sin aliento, tumbado al pie del muro del paseo marítimo, como vomitado por las nauseabundas olas. Poco a poco fue cesando la lluvia y el sonido del trueno se fue alejando, retumbado con la tormenta hacia Wicklow Hills. Con los huesos doloridos, se puso en pie y trepó trabajosamente el muro para salir al paseo.
El coche seguía en el mismo sitio, contra el muro. Tenía el motor parado. Supuso que alguien, al oír el estruendo, habría salido a ver qué pasaba o habría telefoneado a los gardai, pero no se veía a nadie. Si alguien se había despertado por el estrépito, quizá hubiese pensado que era un trueno y se habría vuelto a dormir. Abrió la portezuela y se sentó en el puesto del conductor.
Sabía que debía apresurarse a volver a casa para darse una ducha caliente y cambiarse de ropa, pero primero tenía que registrar el coche. Su mente era un torbellino: dos veces había visto ya aquel emblema de la muñeca del espía. La primera en el colgante al cuello de Francesca, aquella medalla que ella había arrojado al mar, casi como premonición de los acontecimientos que acababa de vivir él.
La segunda había sido varios años antes durante una misión en Egipto. El hecho de volver a verlo allí, en Irlanda, le causaba turbadores presentimientos. Él había considerado aquel episodio definitivamente concluso, pero debía haber pensado que las arenas se mueven y el pasado revive.
Encendió la luz interior y examinó el vehículo. Era un Citroën pequeño con portón trasero, limpio y bastante nuevo; probablemente alquilado. Nada en el asiento de atrás ni en la bandeja; se inclinó y abrió la guantera.
Dentro había un mapa y un librito con tapas de cuero negro: una Biblia en griego, con traducción interlineada en inglés, según la versión revisada. Tenía las páginas muy usadas y de vez en cuando, al margen, había anotaciones a lápiz. Dejó el libro y examinó el mapa. Era un plano Geographia corriente de Dublín, desde Ballymun y Santry, en el norte, hasta Tallaght y Glenageary, en el sur.
Su calle, situada en el ángulo inferior derecho, estaba marcada con varios círculos de tinta roja. Había otra serie de círculos en un lugar de Liberties centrado en Francis Street, junto a la parroquia de San Malaquías.
El corazón le dio un vuelco. La relación entre ambos círculos era evidente.
Cogió el plano y la Biblia y salió del coche. Ahora ya sólo lloviznaba y había pasado lo peor de la tormenta. Se detuvo únicamente a mirar en el maletero, vio que estaba vacío, como había supuesto, y luego se encaminó a casa.
Ruth le esperaba levantada; estaba encogida en la mesa de la cocina, con una taza de té entre las manos, más para calentarse que por tomárselo. Se sentó frente a ella en silencio, tiritando y temiendo más que nada su afecto.
—Me ha despertado la tormenta —dijo ella— y vi que habías vuelto a levantarte; creí que estabas en el estudio y te he buscado por toda la casa.
No le preguntaba dónde había estado, se limitaba a explicarle lo que ella había hecho, sin más. A media luz, su rostro en penumbra resultaba quizá más encantador que el de ninguna otra mujer. En aquel momento y en aquel lugar, deseaba quedarse allí sentado con ella, abrazarla, hablarle, y pensó que, después de todo, la amaba; al menos era lo que él quería: amarla, estar allí con ella. Pero aquella noche no había tiempo. Los círculos en torno a San Malaquías, igual que el círculo de la muñeca del desconocido, sólo podían significar una cosa: un hombre corría grave peligro. A Patrick no le quedaba otra opción.
—Tengo que volver a salir —dijo.
—Patrick, ¿qué sucede? —inquirió ella, mirándole fijamente y comenzando a darse cuenta de la situación—. Sea lo que sea, tú nada tienes que ver. Tú ya no estás en eso.
—Acompáñame arriba —dijo él—. Tengo que cambiarme.
Ella le siguió, arropándose con la bata, como protegiéndose de los inopinados terrores nocturnos. El mundo pesado y frío la agobiaba, anegaba su respiración con su hálito acuoso.
Él fue directamente al dormitorio y cogió el teléfono de la mesilla. Ruth permaneció en el umbral, mirándole. Hacía mucho frío.
En la parroquia de San Malaquías comenzó a sonar el teléfono. De Faoite no oía muy bien y estaría dormido, a no ser que le hubiera despertado la tormenta. Patrick sentía su corazón latir al ritmo de los timbrazos del teléfono. Esperó dos minutos y colgó.
—Bien, Patrick…, ¿y si haces una pausa y me cuentas qué es lo que pasa?
Él no se dio por aludido y comenzó a quitarse la ropa mojada, pero ella le agarró del brazo y le obligó a mirarla a la cara.
—¡No me trates como a una tonta, Patrick! Tengo derecho a saber qué es lo que pasa. ¡Por Dios bendito, ya ni siquiera eres de la profesión!
—No tiene nada que ver con eso.
—¿Ah, no? Entonces, ¿a qué tanto misterio? Sales a pasear en plena noche, haces extrañas llamadas telefónicas… Vamos, Patrick…, yo sé lo que es eso. Si corres peligro, yo también lo corro. Así que déjate de adivinanzas.
La abrazó torpemente, incapaz de contestar o quizá temiendo hacerlo. Afuera, el mar seguía asaltando la orilla con furia. Agua y más agua, ola sobre ola; un mar embravecido cercando al mundo, aprisionándolo, trayéndole el pasado. Beirut, Alejandría, Bandar Abbas…, el mar por todas partes; por doquier, olas batiendo enfurecidas la tierra.
—No tiene nada que ver contigo, Ruth. De verdad. Es algo de mi pasado. Una cosa que soy yo el que la tiene que resolver.
—¿A quién llamabas?
—A Eamonn De Faoite, párroco de San Malaquías. Suele dar clases de lenguas semíticas en la universidad y en el Trinity. Fue profesor mío en los años sesenta cuando yo estudiaba allí. Creo que está en peligro y quería avisarle.
—¿Avisarle de qué?
Patrick meneó la cabeza.
—No lo sé. Creo… —Hizo una pausa—. Mira —prosiguió—, hace unos ocho años estuve en Egipto; la Agencia quería ganarse el apoyo de la población cristiana copta para contrarrestar de algún modo la influencia de los Hermanos Musulmanes. A primeros de los ochenta se habían producido manifestaciones contra los coptos; Sadat había enviado al exilio en Wadi Natrum al pope Shenuda y el fundamentalismo islámico comenzaba a difundirse.
»Yo estaba en un pueblecito del delta. Yo y un agente local. Vivíamos con una familia copta, y una mañana muy temprano nos despertaron porque tenían miedo de algo. Me preguntaron si podía ir a un pueblo de al lado llamado Sidi Ya'qub, y no cesaban de repetir que había sucedido una gran desgracia y querían que fuese a comprobar si era cierto. Cuando les repliqué que me dijesen qué había sucedido, no hacían más que alzar las manos al cielo, meneando la cabeza. Finalmente me decidí, cogí el jeep y fui a Sidi Ya'qub.
Hizo una pausa. Afuera, el embravecido mar respondía en eco a la tormenta.
—Fue una de las mayores estupideces de mi vida, pues por poco me linchan. Lo que había sucedido era lo siguiente: en Sidi Ya'qub había una escuela en las afueras del pueblo, en un altozano, y la tarde anterior se había presentado un grupo que reunió a los niños, los montó en un autobús y se los llevó… Serían unos treinta niños.
»A1 llegar allá, encontré a la gente del pueblo enloquecida. Llevaban toda la noche buscando a los niños y habían llamado a la policía; en el pueblo dominaban los Hermanos Musulmanes y todos andaban soliviantados. Bien, me quedé a ayudarlos y comprendí por qué los coptos del pueblo cercano tenían miedo: si a los niños les había sucedido algo, sería a ellos a quienes les echasen la culpa con toda probabilidad. Y si lo que había sucedido era algo malo, la cosa podía ser grave.
Llegado a este punto del relato, se detuvo indeciso.
—¿Y…? —inquirió ella.
—Pues resultó ser algo malo. Muy malo, a decir verdad. Después de mediodía encontraron a los niños en un antiguo templo a unos dos kilómetros del pueblo. Bueno, no era realmente un templo como esos que enseñan en los viajes turísticos. Me dirigí hacia allí con los demás cuando nos enteramos que los habían encontrado.
En el centro de la construcción había un estanque de piedra, de basalto, creo. Muy grande. Estaba muy deteriorado, pero aún tendría capacidad para unos cuatrocientos litros.
Cerró los ojos. El recuerdo de aquel templo y lo que había visto le vino nítidamente a la memoria.
—Los… niños estaban en círculo rodeando aquel estanque. Los habían degollado y la sangre llenaba el estanque; no del todo, pero con profundidad. Estaba también el maestro…, ahogado en la sangre. Los niños estaban desnudos y atados con correas, y les habían marcado la frente con un círculo, un círculo que encerraba un candelabro con una cruz. —Hizo una pausa—. Luego me enteré de que en el pueblo en que yo me había alojado estuvo a punto de producirse una matanza, pero, antes de que llegasen sus vecinos, los habitantes tuvieron tiempo de escapar para no regresar nunca más…
Ruth le interrumpió:
—No comprendo qué tiene eso que ver contigo y con Eamonn De Faoite.
—Es que creo que han llegado hasta aquí los que mataron a esos niños —replicó él—. Tengo que ir a ver a Eamonn esta misma noche.
—¿Y cómo sabes que están aquí? ¿Qué ha sucedido?
—He visto a uno de ellos y le he hecho huir.
—¿Egipcio?
Patrick meneó la cabeza.
—No. Eso es lo extraño; no creo que fuese egipcio. Creo…, estoy seguro de que era irlandés. —¿Qué ha sido de él? Patrick se lo explicó.
—¿Y crees que estarán vigilando a De Faoite? Patrick se encogió de hombros. Estaba ya vestido y listo para salir.
—Es posible. Mira, Ruth, tengo que ir allá. —Te acompaño.
—No, prefiero que te quedes vigilando la casa. Puede haber otro al acecho.
Ella se apartó. La cama se había quedado fría.
—Ésa no es la razón, ¿verdad?
Él ya se había vuelto hacia la puerta.
—Ruth, no quiero mezclarte en esto. Lo considero un asunto mío que nada tiene que ver con la Agencia.
—¿Eso te parece? —le replicó, enfurecida de nuevo.
—Pues sí, es lo que creo.
Pero mentía desesperadamente para rehuir la idea a que le abocaba su pasado: que nadie escapa jamás a las consecuencias de un mundo tan estrechamente relacionado.
—No te metas en esto, Ruth. No impliques a la Agencia. Volveré en cuanto vea a De Faoite.
—Como quieras, pero no esperes encontrarme aquí cuando vuelvas.
Cuando salió aún llovía.