PATRICK dejó que la cortina recuperase su posición. Durante medio minuto permaneció allí en la ventana, haciendo todo lo posible por tranquilizarse. Ruth seguía durmiendo: su respiración sonora le llegaba claramente desde el otro lado del cuarto. Con cuidado, sin encender la luz, cogió los pantalones y el grueso jersey del día anterior; los zapatos estaban junto a la cama.
Al bajar, pasó por la cocina, y de una batería de cuchillos Sabatier relucientes de mango de madera, que había en un soporte magnético, cogió uno con hoja de quince centímetros y se lo puso en la cintura. Estaba afiladísimo; lo sabía porque él mismo había repasado todo el juego días antes.
La puerta trasera daba al jardín, pero no iba a utilizar esa salida porque podía haber más de uno al acecho, y era probable que, de haber otro, estuviera en la parte de atrás.
Una ventana daba al camino de ronda. Descorrió el pestillo y la abrió sigilosamente: la bocanada de aire frío le cogió desprevenido. Comenzaba a soplar el viento. Se oyó un trueno muy lejano, oculto por nubes invisibles. Llegaba la tormenta.
Saltó por la ventana y se quedó quieto en previsión de un posible ataque. Allí, en el lateral de la casa, la oscuridad era absoluta. Las nubes discurrían rápidas, celando las estrellas. Se agachó y prestó oído: por debajo de los latidos de su corazón, oía las olas muriendo en la playa; sobre su cabeza, rumor de ramas. Notaba su piel tensa y nerviosa, y, a pesar del frío, sudaba.
Cruzar la grava del camino le llevó una eternidad. Después el césped y la cerca que separaba la casa de la contigua. El césped, lleno de escarcha, le condujo hasta una valla baja colindante con la calle. Desde allí veía la farola, pero no al espía. Con gesto automático se llevó la mano al cuchillo; el otro tendría una pistola. Estaba seguro.
Aunque sabía que avanzaba amparado en la oscuridad, se sintió totalmente vulnerable al cruzar la calle a la carrera con los zapatos puestos. En la acera opuesta saltó el muro de piedra y tomó por el sendero que bordeaba la playa. Ya había pleamar y el viento comenzaba a azotar. Volvió a oírse un trueno, esta vez más próximo, un gruñido animal sordo, premonitor de violencia.
Siguió por la arena, bien agachado. Las olas acallaban los ruidos. El hombre seguía donde le había localizado, en sombras detrás de la farola, de espaldas al mar. Se movía inquieto para calentarse. Habría un coche cerca, quizá con otro hombre dentro.
Patrick se quitó los zapatos. Hacía mucho frío, pero tenía que asegurarse de no hacer ruido. Continuó por detrás del muro, aproximándose sin quitar la vista del objetivo. La escarcha le mordía la piel como alfileres. Sacó con la mano derecha el cuchillo de la cintura. Los truenos arreciaban y la oscuridad se hizo más intensa. El mar embravecido invadía la tierra desde la negrura de la noche.
Ya estaba detrás de él. Sin hacer ruido, se puso los zapatos. Con suma cautela, conteniendo la respiración y temblando, tomó impulso y alargó las dos manos a la vez: con la izquierda agarró un mechón de pelo y brutalmente tiró hacia atrás de la cabeza del hombre, mientras con la derecha le pegaba el cuchillo a la garganta. Notaba el filo rozando carne, la nuez rozando acero.
—¡De rodillas!
Su vieja voz en la noche; su propia voz, y al mismo tiempo, ajena.
El hombre lanzó un gruñido, casi un quejido, con la garganta tensa contra el filo. Luego, lentamente, flexionó las piernas y se arrodilló. Patrick, con rápido gesto, le puso una rodilla en la espalda, manteniendo el cuchillo bien pegado a su garganta. Notaba el miedo del desconocido, acre en el aire marino, en la atmósfera eléctrica de la tormenta.
—Saca la pistola y tírala al suelo. No quiero hacerte daño.
—No… llevo pistola… Lo juro —dijo el hombre con gran esfuerzo.
—¿Quién eres?
Silencio. Soplaba un viento frío como la muerte.
—¿Quién te envía?
Otra vez el cuchillo; un hilillo de sangre helada sobre el filo. Silencio. La muerte flotaba inmóvil en el aire. Algo sustituía rápidamente al miedo del desconocido. ¿Osadía? ¿Indiferencia? ¿Superioridad?
—¿Por qué me espiabas?
Silencio. Luego un trueno resonó en el cielo.
Se lo preguntó en árabe:
—Min ayna ta'ti? (¿De dónde eres?).
Ningún indicio de haberlo entendido.
Probó en persa:
—Az koja amadi?
Nada.
De pronto estalló un relámpago que iluminó brevemente todo. Una imagen se fijó en la mente de Patrick: un hombre de pelo negro, con la cabeza hacia atrás y un cuchillo en la garganta con un fino corte sanguinolento en el cuello.
Patrick parpadeó y ése fue el momento que el otro eligió. Alzó la mano y le agarró de la muñeca obligándole a soltar el cuchillo; se revolvió hacia un lado, retorciéndose dolorosamente el pelo sin que su captor le soltara y, doblando el brazo izquierdo, le asestó un fuerte golpe. Patrick perdió el equilibrio y soltó la presa, lo que hizo que el desconocido también se desequilibrara hacia adelante, aprovechándolo para embestirle de un cabezazo y tirarle al suelo. En aquel preciso momento se desencadenó la tormenta y la lluvia, como un río que rompe un embalse, cayó a raudales fría y tempestuosa.
Patrick oyó las pisadas del desconocido sobre el asfalto y, de rodillas, comenzó a buscar los zapatos. La lluvia le ahogaba y cegaba y estaba ya totalmente empapado. Buscó alucinadamente a tientas los zapatos y encontró uno y después el otro; se los calzó a toda velocidad sin atarse los cordones.
El desconocido había echado a correr hacia la derecha y él le siguió tambaleándose a oscuras bajo el aguacero. Estalló un relámpago seguido diez segundos después de otro trueno. Como en un cromo, vio en la oscuridad un coche y un hombre que abría la portezuela, mientras él daba un traspié al borde de la desesperación.
Oyó el estertor del motor: no arrancaba. Tenía una posibilidad. Sin aliento, corrió en la noche. El motor volvió a toser impotente. Patrick se pisó un cordón, perdió el equilibrio y cayó de bruces, desollándose las manos en el asfalto. Volvió a oír el gargarismo del motor, que esta vez arrancó. Reprimiendo su dolor, se puso en pie y, tambaleándose, cubrió los últimos metros, abalanzándose sobre el coche en el momento en que se separaba del bordillo y logrando asir la manivela, abrir la portezuela y saltar al interior cuando ya aceleraba. El conductor no había encendido las luces y la lluvia y la oscuridad cubrían el parabrisas.
Patrick dio un golpe de volante hacia su lado, pero el conductor pisó el freno y el vehículo derrapó, rebasó el encintado y se estrelló de lado contra el muro del paseo marítimo.
El desconocido, aterrado, abrió la portezuela y se lanzó a tierra, resbalando y, recobrado el equilibrio, echó a correr.
Patrick abrió sin perder un momento la portezuela, pero tropezaba con el muro y el estrecho hueco no le permitía salir; se deslizó entre la palanca del cambio y se apeó por el lado del conductor. Luchaba contra el viento y la lluvia y, farfullando, recobró el aliento y echó a correr.
Otro relámpago que duró unos segundos anunció el próximo retumbar de otro trueno. En el mar, las olas enfurecidas quedaron como congeladas, como si el fulgor del rayo las hubiera esculpido en hielo. Vio un barco dirigiéndose al puerto, solo y desamparado en aquellas olas de cristal, y al hombre saltando el muro hacia la playa.
La arena estaba ya encharcada por la lluvia y los pies se le hundían. Era como una melaza que le impedía avanzar, tirando de él. Se movía como en sueños, sin saber si era real. Había desaparecido el mundo y lo sustituía una pesadilla. Oía las olas romper contra las rocas y el viento desgarrar los cielos. Una sucesión de relámpagos surgió repentinamente como ramas de un árbol gigante y el estallido del trueno llenó el espacio. El desconocido iba unos pasos por delante de él, gateando desesperadamente entre espuma blanca en el límite de las rocas.
Patrick lanzó un grito, pero el viento le arrebató el sonido de los labios y le dejó sin resuello. Aquel hombre estaba loco; las rocas por las que avanzaba pronto quedarían cubiertas por la marea. Por allí no había escapatoria.
Las olas le llegaban ya a los tobillos. Siguió avanzando a ciegas por el agua helada, deslumbrado por el último relámpago. El agua le llegaba a las rodillas.
La primera roca le pilló desprevenido: un golpe en la espinilla que le hizo caer al agua; volvió a subirse a ella a rastras, pasando a tientas a la siguiente. Ya ni sabía de qué lado estaban la tierra y el mar. Podía perder pie en cualquier momento y verse engullido por las aguas, a merced de las heladas corrientes y zarandeado contra aquellas rocas, totalmente a oscuras.
Resbaló en una alga y cayó hacia adelante en un charco helado. En medio del temporal, le llegó una voz lejana débil y angustiosa. El viento desdibujaba la precisión de los sonidos y no sabía si era un grito amenazador o pidiendo auxilio. Viento y mar lo envolvían por todas partes.
Otra piedra con la arista plagada de percebes, una sábana líquida de lluvia y espuma, un viento que le azotaba como alambre de espino. Vio una sombra más oscura, algo acurrucada al final del espigón, al límite con las aguas. Manteniendo a duras penas el equilibrio, se abalanzó sobre aquella masa.
Cayeron los dos de espaldas sobre un bloque cubierto de algas. Oyó la respiración angustiada de su adversario.
—¿Quién eres? —gritó enfurecido, haciendo que su voz se oyese por encima de la tormenta.
El hombre no contestó y trató de soltarse.
Un relámpago rasgó cual velo la oscuridad y sobre sus cabezas el trueno retumbó en los cielos. Patrick vio un rostro lívido, con ojos de terror y la mano cubriéndoselos, como rechazándole.
De pronto, su adversario le empujó y se soltó, resbalando en la roca y cayendo por una grieta; se retorcía, pugnando por ponerse en pie, y, al sacar una pierna, una gran ola se abatió sobre él haciéndole perder el equilibrio. Se oyó un fuerte grito, infrahumano, bestial, inarticulado, y Patrick alargó la mano, pero no había nada. Otro relámpago rasgó el cielo y vio que la roca contigua estaba vacía.
Seguía subiendo la marea. Nada podía hacer por el desconocido, y menos con un mar en aquel estado. Se dio la vuelta y comenzó a regresar a gatas por las rocas. En la orilla no había luces que le orientasen. Tal vez en aquella persecución enloquecida se hubiese alejado de la tierra, internándose en el mar hacia una muerte segura. Resbaló infinidad de veces, golpeándose con las rocas. No era difícil romperse una pierna y quedar allí atrapado hasta que el mar lo cubriera todo y lo arrastrase a las profundidades.
Otro relámpago: las fuerzas de la naturaleza desatadas. Acababa de orientarse cuando cayó al agua, buscando desesperadamente el equilibrio, pero el reflujo era fuerte, como cuerdas que tirasen de sus piernas. Ahora el agua le llegaba al cuello. De pronto se sintió desfallecer, como si el mar hubiese minado sus energías.
Dolorido, se dejó llevar, medio a nado, medio ahogado. Tragaba agua salada que le revolvía* el estómago y le hacía hundirse; movía torpemente brazos y piernas, como si nadase en otra sustancia, en arenas movedizas o en mercurio una sustancia espesa y mortífera que tiraba de él hacia abajo.
De pronto notó que hacía pie. Tosiendo y a trompicones se abalanzó hacia adelante, sumergiéndose y volviendo a salir a flote; hizo esfuerzos por recobrar el equilibrio y sus pies tocaron fondo firme en el declive de la playa. Vomitando agua, avanzó tambaleante los últimos metros de furiosas olas y alcanzó por fin la arena encharcada por la lluvia. Unos metros más adelante se desplomaba en el suelo.
A su alrededor, los elementos seguían desencadenados, pero apenas lo advertía. En lo único que pensaba, lo único que veía con perfecta claridad en la oscura noche era el oval lívido del rostro del desconocido y su mano alzada rechazándole. Y en la cara interna de la muñeca, un pequeño círculo negro tatuado y en su interior un candelabro de siete brazos rematado por una cruz.
Era imposible, pensó. Se trataba de una pesadilla del pasado, una pesadilla que no podía haberle perseguido hasta allí, en aquel lugar, en aquel momento.
A sus espaldas, en la oscuridad, el mar se agitaba impresionante e inmenso, removiendo en su espantoso vientre a los ahogados y los grandes peces. En las profundidades todo se devora mutuamente: hombres, peces y toda forma viviente.