Dalkey, Co. Dublín
Enero de 1992
LAS tres de la mañana. La oscuridad se cargó inopinadamente de un silencio pesado y estupefaciente. Iba a estallar otra tormenta. Lo sentía en los huesos como una tenue corriente eléctrica. Afuera, el frío organizaba una activa cháchara, diciendo cosas que él no quería oír.
Luces sobrepuestas: sobre el escritorio, un reducido claro amarillento y luminoso sobre papel antiguo; a través de la ventana, luz de una farola que proyecta sombras en el cuarto en penumbra. Oía el mar en la lejanía, la marea creciendo, pequeñas olas invadiendo la tierra. O un solo frente de ola, repitiéndose incesantemente hasta que no quedara más tierra, sólo agua.
Había elegido aquella casa por la vista, porque daba directamente a la bahía de Dublín y durante todo el verano había contemplado el mar en su pausado ballet interminable, cual si danzase exclusivamente para él solo. Ahora, a mediados del invierno, ya no estaba tan seguro de haber elegido adecuadamente. El ruido de las olas le inquietaba, le producía una terrible soledad y una sensación de presentimiento. En momentos como aquél se planteaba si había sido acertado volver a Irlanda.
Se restregó los ojos. El apretado y descolorido texto era de penosa lectura, a pesar de la lupa. Luz amarillenta y papel ocre borroso. Las letras incompletas se movían por la página como hormigas asustadas.
«Vamos, Patrick, si tú no lo hubieses matado, tendría que haberlo hecho otro».
Las voces le atenazaban como ramas erizadas de espinas. El pasado seguía siendo tormentoso y obsesivo.
«Él regresaba. Estaba cansado. Se produjo una señal que interceptó la estación de Damasco. ¿Por qué no me lo dijeron?»
«Fue un descuido. Son cosas que pasan. Tú lo sabes. ¿Qué importa? Él no parecía darse cuenta de lo que se le venía encima. Alguien lo habría hecho tarde o temprano. Si no tú, otro cualquiera».
A lo lejos, las olas invadían la playa.
Se puso en pie y se acercó a la ventana. A sus cuarenta y dos años, Patrick Canavan apenas tenía nada. Pagaba el alquiler de una casa con vistas al mar de Irlanda con su escasa pensión de la CÍA, no tenía mujer, hijos, ni recuerdos que compartir con sus amigos; ni amigos con quienes compartirlos.
Abrió la ventana de par en par empujando con fuerza la falleba hacia arriba. De la noche y de la oscuridad amortiguada y helada ascendían en oleadas los ruidos del mundo: el incesante lamer del agua en la piedra, un tren a lo lejos, resonando en los raíles helados, la sirena de un barco, la campana de una boya balanceándose.
En la lejanía, sobre las aguas desiertas de la bahía, vio luces: barcos que arribaban de alta mar, de Francia, España e Italia, rumbo al Dun Laoghaire o al puerto de Dublín, una armada de lucecitas flotando en la marea oscurecida por el viento. La niebla que los había mantenido en alta mar se había despejado y en su lugar quedaba ahora una vasta oscuridad vacía cuajada de estrellas. En los límites de la noche discutió de pronto una barquita como una luciérnaga, para inmediatamente desaparecer.
Su mirada divagó por la negrura y pensó en lo intensa que era y cómo lo envolvía todo. «¿Cómo es posible que todo cambie tanto en veinte años?», se dijo. El tiempo cambia, la gente cambia, la gente muere; pero no era sólo eso.
Volvió a ver Beirut, como si la oscuridad se hubiese transformado en una pantalla del recuerdo. A su izquierda, la garita siria recubierta de carteles de Asad; a la derecha, el abandonado hotel alSaqi, ahora ocupado por un grupo del Hezbollah de Bi'r alAbd. Vio el jeep dar la vuelta a la esquina, el muchacho de Amal disparando desde la altura de la cadera. Y, a cámara lenta, a Hasan Abi Shaq-ra corriendo hacia él desde el pasillo, levantando el arma para apuntar, disparando. Hasan cayendo a sus pies, mezclándose su sangre con el polvo de la tierra seca. «Él regresaba. Estaba cansado».
—Patrick, vuelve a acostarte.
Era Ruth, en el umbral, desnuda, con ojos soñolientos. Él volvió la espalda a la ventana, deslumbrado por el sol y la sangre; repentinamente frío.
—Estaba trabajando —dijo, preguntándose por qué necesitaba darle explicaciones.
—Son más de las tres. Me he despertado y he notado que no estabas. Vuelve a la cama.
Su presencia le irritaba por lo exigente que era con él. Hacía mucho tiempo que no compartía nada con una mujer. Cerró la ventana para aislarse del mundo.
Ella le condujo a la cama, su desnudez inútil ante su indiferencia. Estuvieron un buen rato tumbados, tiritando entre las sábanas frías. La luz de la farola se filtraba por las finas cortinas del dormitorio, tiñendo la cama con una luz antinatural. Veía su brazo rozándole, casi traslúcido como el alabastro.
—¿Me quieres? —le preguntó, pero ella había vuelto a dormirse y, en realidad, no pretendía que le contestase.
Sí, claro, imaginaba que había entre ellos una especie de amor y una pasión física que aún le hacía gritar, como de dolor. Trató de convencerse de que el abismo entre los dos era simple cuestión de edad —ella era más de diez años más joven que él—, pero sabía que en el fondo era algo que había crecido dentro de él como consecuencia de la insípida vaciedad.
Liarse con Ruth había sido un gran error. Pensaba que la quería, pero no era ése el problema. Ruth pertenecía a la Agencia, igual que todos al principio, igual que él cuando empezó. Ése era el problema. O al menos parte de él.
Se habían conocido en una fiesta, tres meses antes —quizá cuatro—, poco después de su llegada a Dublín. Jim Allegro, antiguo amigo de Langley, se hallaba destinado allí como enlace especial con el Irish Ranger Squad, de asesor en tácticas antiterroristas. Jim se había enterado de la llegada de Patrick por informaciones confidenciales y se había puesto en contacto con él. «Esta noche doy una fiesta; vente y te presentaré a gente».
La fiesta había resultado aburrida: trocitos de queso y pina de lata, pan francés rancio, vino tinto australiano barato en envases de cartón y Diré Straits en abundancia. Los invitados eran los de siempre: terceras secretarias anémicas de la embajada, un puñado de espectros como los que se ven en una colonia de nudistas y extraños irlandeses despachando la Guinness a velocidades alucinantes. Como de costumbre, los perros de la Inteligencia se olían el trasero unos a otros en manada. Ella estaba sentada en un rincón, ojeando la librería de Allegro como un censor que busca pornografía.
—Ahí no encontrará nada —dijo él, abordándola—. Jim está más limpio que una mesa de quirófano.
—Al contrario —replicó ella—, aquí es precisamente donde van a parar todas las cosas sucias.
¿Cómo se había figurado que era del oficio? No tenía tipo de serlo. No es que existiera un tipo determinado, pero de haberlo habido, ella no pertenecía a él. Para empezar, estaba demasiado bien vestida; con esa clase de prendas que, de tener etiqueta, la llevan por dentro. Una joya discreta, una pizca de perfume caro. En cuanto al acento, habría dicho que era francesa. Una mujer menuda, de pelo rubio corto, boca caída y orejas pequeñas como conchas.
Lo siguiente que dijo fue:
—¿Nos marchamos?
Había llevado la iniciativa desde el principio, si no él nunca habría pasado del abordaje. Habían ido en su pequeño Mercedes por la costa. El otoño lo invadía todo: el aire, el mar, el ánimo. Conducía demasiado de prisa para aquellas estrechas carreteras irlandesas, pero no importaba porque lo hacía con gran destreza. Amanecía cuando llegaron a casa de él.
«Tiene un gusto apabullante», fue lo último que dijo antes de tomar la delantera hacia la cama.
Después de salirse de la CÍA, Patrick había vuelto a Irlanda para acabar el doctorado, que había dejado colgado dieciocho años antes. Regresar a Dublín había sido como un golpe físico: los viejos lugares, todos los recuerdos en alud, percutiéndole en la boca del estómago, y él desvalido ante aquella embestida. Rathmines, Ranelagh, Donnybrook, Bailsbridge…, los nombres saltaban desde los mapas y los rótulos delanteros de los autobuses, cada uno con regusto dulce o amargo, su particular entidad en remembranzas y asociaciones.
Había vuelto con tantas esperanzas y expectativas… Dublín le devolvería la juventud o algo parecido. Dublín haría que reviviesen en él los ideales de veinticuatro años atrás. Pero ahora sabía que todo aquello había sido una fantasía, porque, aunque la ciudad hubiese estado conservada en formol todos aquellos años, nada del pasado volvería; a lo sumo un tenue reflejo, una reverberación engañosa en un espejo mohoso.
Los años pasados en el Trinity habían configurado su vida. Había vivido y trabajado en un palacio de piedra gris, rodeado de sueños y poesía. No sólo un pasado, sino un presente que no parecía del todo real. Había sido más el embrujo de la juventud que lo mágico del lugar; eso lo había comprendido a tiempo. Pero luego advirtió la caída de la nieve sobre aquellas piedras oscuras, el sol luciendo en aquellas ventanas góticas y la campana de la torre repicando en las sombras del crepúsculo conforme cruzaba los patios en penumbra para las clases de comunes. Y Francesca, siempre Francesca…
Pues ya había regresado, pero la magia y la poesía se habían desvanecido. Había intentado reencontrarla a ella en Ruth, pero lo único que había obtenido era un regusto de aturdimiento y vergüenza. Si le hubieran exigido mencionar un motivo, habría podido alegar docenas. Pero en el fondo de su corazón sabía que el único motivo de su incapacidad para amar y ser amado sólo podía ser uno: la muerte de Francesca. Pero eso formaba parte del pasado y tenía que acomodarse a ello. Permaneció tumbado, a oscuras, escuchando el sonido de su propia respiración, incapaz de rendirse al sueño.
Volvió a levantarse convencido de que no podría dormirse. Las noches como aquélla abundaban; había que aguantarlas. Se acercó a la ventana como atraído por la luz mortecina de la farola. Uno puede dejar la Agencia, pero mente y cuerpo nunca descansan.
Oyó las pisadas justo en el momento en que su mano tocaba la cortina. Unos pasos y luego nada. Se puso en tensión y bajó la mano. Silencio. Con cautela apartó un poco la cortina y acercó el ojo a la abertura.
Sus ojos acostumbrados a la oscuridad localizaron casi inmediatamente al individuo en la acera de enfrente, lejos de la farola. Tenía frío y estaba inquieto, y parecía llevar allí mucho rato. Esperaba algo o a alguien.