Trinity College, Dublín
Octubre de 1968
SE llamaba Francesca. Se lo había dicho su amigo Liam una tarde durante la clase de comunes. Francesca Contarini, italiana. Su familia era de Venecia y vivía en un palacio dorado, según Liam. Con criados y salones decorados con frescos, y una góndola particular para ir a misa. La habían enviado a Dublín a mejorar su inglés, que ya dominaba bastante bien, y a estudiar literatura inglesa e italiana. Hacía ya más de dos semanas que estaba locamente enamorado de ella.
Patrick Canavan había llegado a Dublín cinco meses antes. Tenía dieciocho años, era norteamericano y volvía por sus orígenes. Veinte años antes, casi día por día, en el verano de 1948, sus padres habían dicho adiós a Irlanda, embarcándose hacia Estados Unidos para emprender una nueva vida. Ahora le habían enviado solo a guisa de embajador del pasado.
Por todas partes descubría sus fronteras y sus raíces: en los nombres de las calles y los teatros, de noche, en el río que discurría y se alargaba como una mancha por el corazón de la ciudad dormida; en las voces de los mendigos del puente O'Connell, mujeres jóvenes de cara lívida con niños de pecho aún más pálidos, envueltos en chales, vendiendo su pobreza por el precio de un bollo.
El verano había transcurrido como un sueño. Se había emborrachado de Guinness y vino tinto barato, y una noche de agosto, ya tarde, se vio en la playa de Dalkey, besando por primera vez a una chica y soñando que había encontrado sus raíces. A los dieciocho años, la aurora celta parecía pletórica de promesas.
Dos semanas más tarde, la chica le dejaba, comentándole que había estado muy bien para la época del año aquello de besarse y cogerse de las manos en la playa mientras la luna acariciaba el nivel mar, pero que lo otro que él insinuaba —¡qué caramba!— sólo los llevaría con toda seguridad al fuego del infierno. Le faltaba por aprender que las vírgenes era el grupo corporativo más antiguo, más numeroso y mejor organizado de Irlanda.
Pese a su decepción —y quizá precisamente por ello— decidió quedarse. La ciudad le hablaba en susurros de cosas que apenas entendía. Se le desvelaba poco a poco, nerviosa, en gestos lentos y distraídos, en momentos de intimidad. De pronto, Brooklyn se le antojó un mundo distinto, un lugar ruidoso lleno de gente bullanguera.
En cierta ocasión, una larga tarde de finales de verano, se hallaba en el campo de criquet, detrás del Trinity, y vio a un estudiante jugando con una cometa roja bajo aquel cielo azul pálido. Aquello fue como una revelación: a los dieciocho años, una cometa volando puede ser tan importante como un beso. A principios de setiembre se matriculaba en el centro para estudiar lenguas semíticas.
Ya el otoño se tornaba invierno y en los vastos y verdes patios interiores del Trinity College reinaba una artificiosa calma. En la sala de lectura 1937, una luz mortecina y académica bañaba los interminables anaqueles de libros. Se sentó a dos mesas de distancia de ella, mirándola de vez en cuando para sorprender alguna mirada a hurtadillas por su parte. Pero hasta cuando apartaba los ojos de ella, fingiendo leer, la imagen de la joven danzaba sobre el libro: pelo negro largo que caía en cascada sobre sus hombros, ojos grises en aquella luminosidad atemperada por los libros, pequeños dientes blancos apretados contra el labio inferior, el bulto de sus pechitos bajo la tenue tela.
A decir verdad, él no debía haberse encontrado allí, sino en la biblioteca principal. Aquella sala de lectura estaba reservada a los estudiantes de literatura y en ella no había libros de sus asignaturas; pero gran parte de la atracción que él sentía por Irlanda radicaba en su literatura, que comenzaba a descubrir. Ya se había convertido en asiduo asistente a los teatros, y acudía al Abbey, al Peacock y al Gate. En cierta ocasión se había llegado a Belfast para ver en el teatro Lírico una trilogía de obras de Yeats dirigida por Mary O'Malley.
Ahora se dedicaba a leer la obra poética de Yeats, en parte porque se amoldaba a su romántico estado de ánimo, pero sobre todo porque le facilitaba un pretexto para sentarse en la sala de lectura 1937 y lanzar miradas furtivas a la muchacha a quien quizá nunca llegaría a conocer. Centró la mirada en la página.
¡Oh párpados tenues cual nube, ojos entrevistos en sueños!
Los poetas que se afanan día tras día
En pos de la rima perfecta
fenecen ante unos ojos de mujer.
Aquella noche representaban en el Abbey una obra de Yeats: Deirdre, y había sacado dos entradas con intención de invitarla, pero cuanto más permanecía allí sentado, mirándola, concentrándose en la lectura bajo aquella tenue luz verde, más le traicionaba el ánimo.
Ella cerró de pronto el libro y se puso en pie. No había estado en la biblioteca más de media hora; imposible que fuera a marcharse. La observó con cautela, sabiendo que jamás sería capaz de armarse de valor para pedirle que saliera con él. La muchacha subió a la galería y se puso a buscar en los anaqueles. Cinco minutos después descendía los escalones para dirigirse de nuevo a su mesa.
Al pasar por detrás de Patrick lanzó una mirada al libro que él leía.
—Scusi. Perdone.
La tenía a sus espaldas, hablándole en un susurro. Él levantó la vista. El corazón le latía a velocidad vertiginosa y la lengua se le había vuelto de plomo. ¡Párpados tenues cual nube, ojos entrevistos en sueños!…
—Lee a Yeats, ¿verdad?
—Yo…, sí…, sí, Yeats. W. B. Yeats.
—Perdone, es que buscaba un ejemplar. Yo tengo uno, pero en casa. ¿Podría dejármelo cuando acabe?
—¿Cómo? ¡Oh, sí, claro! Téngalo. De verdad. Yo sólo lo leía por pasar el rato. En realidad debería estar leyendo otra cosa.
Ella no acababa de decidirse, pero él cerró el libro y se lo puso en la mano. Ella le sonrió, le dio las gracias y volvió a su asiento. Él permaneció inmóvil durante lo que le pareció una eternidad. ¡Le había hablado! Le había pedido prestado un libro. Cierto que no era suyo, pero era un volumen de poesía que le encantaba.
Durante la hora que siguió trató de concentrarse en Deirdre, como si su lectura fuera a procurarle la posibilidad de salir con ella aquella noche. Pero las tristes estrofas sólo sirvieron para desanimarle y deprimirle.
¿Qué mérito hay en el juego del amor,
en la vorágine carnal,
que cesa al llegar el alba,
corazón a corazón, boca con boca,
esa respiración jadeante,
si el anhelo del amor no es más que sequía
y lo que hay en ultratumba?
—Gracias.
Estaba otra vez a su lado, devolviéndole el libro, sonriente. Respiró hondo, con la mente poblada de palacios, góndolas y un miedo cerval.
—Yo iba…, iba a ir a la cantina a tomar un café. ¿Le apetece acompañarme?
Ella dejó el libro en la mesa.
—Lo siento —dijo—, pero tengo que acabar una redacción. Y me cuesta.
Vio que le daba la espalda para macharse y pensó que todo había acabado, pero ella se volvió, indecisa.
—Tal vez mañana —añadió—, si acabo pronto la redacción.
La acabó y fueron a tomar café a Bewley's, que, además, era más apetecible. Aquella tarde tenía otras dos entradas para Deirdre; se citaron a la puerta del Trinity y fueron caminando juntos hasta Lower Abbey. Ella vestía un abrigo suelto sobre un vestido negro de cachemira y lucía pendientes con piedrecitas que él pensó serían diamantes. En su vida había visto nada tan encantador y perfecto.
Estuvo durante toda la representación como extasiado. Sólo recordaba las palabras de Deirdre a Naiose, cuando están esperando que los aprese el rey Conchubar:
Inclínate y bésame ahora,
pues tal vez sea lo último antes de morir.
Y cuando todo acabe seremos distintos;
cosas imperecederas, una nube, un fuego.
Y sólo conozco este cuerpo, tan solo
ese beso antiguo, vehemente y turbador.
Aquella noche la acompañó a casa por las rendidas calles otoñales, pensando en besos vehementes, respiraciones jadeantes, y, sin embargo, sin atreverse a coger su mano. Hablaron de la obra teatral, que a ella le había costado trabajo seguir, de Yeats y de sus respectivos estudios. Ella vivía en Rathmines con una familia italiana, que la creía en aquel momento en el Trinity con una amiga.
—¿Volveré a verte? —le preguntó al llegar.
—Claro. No pensarás que te pedí el libro por leer viejos poemas…
—¡Ah!, ¿es que…?
Ella le sonrió y se puso de puntillas para besarle. No con vehemencia, pero lo suficiente para trastornarle completamente.
—Te quiero —le dijo.
—Lo sé —contestó ella sonriendo.
—¿Tanto se me notaba?
Ella se encogió de hombros.
—Dame otro beso, Patrick. Y esta vez cierra los ojos.
El otoño dio paso al invierno; el cielo sobre el Trinity fue cargándose silenciosamente de nieve. Ya eran amantes, ambos liberados y esclavizados por las inesperadas emociones que comenzaban a regir sus vidas. Llegó la nieve, la lluvia, y días de sol brillante y nítido en los que caminaban kilómetros por la playa de Sandymount o por los espacios vacíos y helados del parque Phoenix.
No vivía en un palacio dorado, aunque confesó que sus antepasados habían edificado la famosa Ca' d'Oro, la Casa de Oro, cuya exquisita fachada dorada hiciera de ella otrora el palazzo más famoso del Gran Canal. Él encontró un libro sobre Venecia en la biblioteca y descubrió que los Contarini habían sido los nobles de mayor raigambre de la ciudad, en la familia había habido ocho dogos y poseían palacios por doquier.
Ahora su familia vivía, ciertamente, en un palazzo, pero no tan grande como el de Ca' d'Oro. Ella le prometió llevarle a Venecia aquel verano para presentarle a sus padres y a los demás Contarini, y él se preguntó qué pensaría ella de Brooklyn y de su tío Samus.
Le escribió poemas, versos atroces que posteriormente le llenaban de turbación y profunda tristeza. Uno de ellos conmemoraba un paseo que habían dado a primera hora de la mañana un día de invierno por la playa de Sandymount: el escenario de su primera riña, un acontecimiento que durante mucho tiempo le tuvo dolido y confuso.
Luz desparramada sobre el mar como rombos de plata. A lo lejos, más allá de Dun Laoghaire, las montañas de Wicklow veladas y elegantes en la bruma matinal. Él la llevaba de la mano y sobre sus cabezas planeaba una gaviota entre el púrpura y el oro.
Estaban sentados juntos en la arena mirando el mar.
—Este verano —dijo ella— pasaremos todos los días en el Lido, mirando el Adriático. Y por las noches encontraremos algún sitio para hacer el amor.
—Me parece perfecto —replicó él—. Pero todos los días no; quiero ver San Marcos, Santa Maria della Salute y…
Ella le puso un dedo en la boca y se inclinó para besarle cariñosamente. Él la atrajo hacia sí, acariciándole un seno, y, mientras ella se reclinaba en él, le desabrochó la blusa y se inclinó a besar su piel. Al hacerlo, advirtió un pequeño colgante de una cadenita que llevaba al cuello. Lo cogió en su mano y lo examinó más de cerca.
Era una medalla redonda de oro; en una de las caras llevaba grabado su nombre: «Francesca Contarini», y en la otra, un curioso emblema: un candelabro de siete brazos con una cruz en el central.
—Nunca te lo había visto —le dijo—. ¿Qué es?
Ella, sin más, le arrebató el colgante, se lo quitó del cuello y airadamente lo encerró en el puño; luego, echando hacia atrás la mano, lo arrojó con fuerza al mar.
—¡Francesca! ¿Qué te sucede? ¿Qué era eso?
Ella se puso en pie temblando y abrochándose la blusa con mano vacilante. Él se levantó también, tratando de retenerla, pero ella se zafó de su abrazo y comenzó a caminar a paso rápido por la playa. Él, desconcertado, echó a correr tras ella, pero Francesca le rechazó. La oía llorar.
Estuvo caminando detrás de ella hasta que se cansó. Ya sus sollozos eran más quedos. Tras ellos, las huellas en la arena comenzaban a ser engullidas por la marea invasora. Finalmente, ella se detuvo y le dejó que le pasase el brazo por los hombros.
—¿Qué sucede, cariño? No quería que te enfadaras.
Ella volvió hacia él su rostro bañado en lágrimas.
—Patrick, no vuelvas a preguntármelo. Prométemelo. Júrame que nunca volverás a mencionarlo.
—Yo sólo…
—¡Júramelo!
Él hizo lo que le pedía y Francesca pareció tranquilizarse inmediatamente. Le rodeó el cuello con sus brazos y le dio un beso en la frente.
—Perdóname —le dijo—. No quería enfadarme contigo. No me pidas explicaciones. No tiene nada que ver con nosotros. ¡Nada!
Durante mucho tiempo después de aquello, él pensó que la medalla debía de ser regalo de otro, un amante que ella había dejado en Italia, a pesar de que le había jurado que no había habido ningún novio formal antes que él, y Patrick la había creído. Aquella medalla le atormentaría de vez en cuando en años sucesivos, pero nunca más volvió a preguntarle nada.