Capítulo 2

AHARONI fue el primero en entrar. Se movía con cuidado, sosteniendo nervioso el farol, temeroso de tropezar o romper lo que pudiera haber en el suelo. Era un sepulcro pequeño, más reducido que los otros, pero parecía mejor acabado y más limpio. Las paredes estaban parcialmente enyesadas y el suelo perfectamente barrido; no había nichos: sólo tres grandes sarcófagos de piedra en el centro del recinto abovedado. Eran más largos y pesados que las urnas encontradas en los otros enterramientos.

A Migliau le costó más introducirse por la estrecha abertura; su corpachón cabía muy justo, pero al final logró pasar, lleno de polvo, raspaduras y sin aliento. De inmediato se dio cuenta de que no habían descubierto una tumba ordinaria. «Había descubierto», se dijo, corrigiendo el razonamiento.

Se quedó inmóvil y tenso en la entrada, observando cómo el israelí se movía entre los sarcófagos y se inclinaba a leer una inscripción; luego volvía a incorporarse, mientras la luz amarillenta y tenue del farolillo confería aspecto de mantequilla a la textura de la dura caliza. El obispo quería hablar, pero notaba su boca seca y la lengua pesada y como paralizada.

Finalmente, Aharoni se incorporó del todo, volviéndose hacia él.

—Creo que debe usted ver esto —dijo con voz temblorosa.

Migliau advirtió que también a él le temblaba la mano que sostenía el farolillo. El obispo sintió que el corazón le daba un vuelco y se le estrujaba como una esponja mojada. Aquello no era una tumba ordinaria, no eran sarcófagos corrientes ni guardaban restos anodinos. Estaba seguro. Y esa certidumbre le producía un escalofrío en la médula. Algo le decía que había encontrado lo que buscaba.

La distancia entre el muro y los sarcófagos se le antojó la más larga jamás recorrida, no unos cuantos pies y algunos centímetros; no se trataba de siglos, sino de algo más sobrenatural y profundo.

—¿Qué es? —inquirió—. ¿Sucede algo?

Pese a la luz azufrosa veía el rostro demudado de Aharoni. Le entraron ganas de reír, de gritar, de liarse a golpes con algo. Era asombroso cómo cambiaba de ánimo. Se sentía enterrado en aquel recinto.

El israelí se humedeció los labios. Sonaba el zumbido sordo del farolillo y oía su propia respiración acompasada. El silencio lo envolvía todo. Él no había querido hacerlo.

—¿Lee usted el arameo? —preguntó.

—Un poco… Lo bastante para enterarme. No soy un erudito; yo…

—No importa. Únicamente quisiera que me ayude a examinar estas inscripciones.

—Ya las ha examinado usted. ¿Qué dicen?

Aharoni, sin contestar, se limitó a mirar enigmáticamente al italiano.

—Creo que debe echarles un vistazo —musitó.

El primer sarcófago era un paralelepípedo con tapa en caballete, adornado con rosetas y rayas incisas. Tendría unos seis pies de largo y más de dos pies de ancho. Un sarcófago hebreo típico de la época. Sobre uno de los laterales había una inscripción en caracteres hebraicos.

—¿Quiere leerlo? —inquirió Aharoni.

Migliau asintió con la cabeza. No era más que un féretro lleno de huesos, se dijo. Habían dejado pudrir la carne y luego habían cogido la osamenta para guardarla. ¿Por qué le causaba tal turbación?

—Yo se lo leeré. Corríjame si cometo algún error. —Aharoni se acercó a la inscripción y arrimó el farolillo—: N331 «ÍOT "13 3p»›T Nmi3p KTÍ1 (hd' qbwrt' dy y' qb br ywsp rbn' wr'). Sigue un par de palabras que no logro leer, y continúa con: toro fPian oso ya b'üp OÍ›BP3 I\ «mían «aman ooono nin "iriN3 'T K»OI'3 K3i (hbwrt' dy byrslm qtyl mn t m hnnyh khn' rb' bywmy' dy b'tr mwt phsts hgmwn').

—Yo traduciría: «Ésta es la tumba de Santiago, hijo de José, maestro y pastor /…/ la comunidad que habita en Jerusalén /…/ muerto por orden de Ananías, sumo sacerdote de la época tras la muerte de Festus, el gobernador».

Migliau no dijo nada. Se había quedado sin respiración. Él no era un erudito, pero sus conocimientos le bastaban para darse cuenta de lo que decía la inscripción, a qué restos se refería. Santiago, hermano de Jesús, cabeza visible de la comunidad cristiana de Jerusalén, había sido lapidado con otros correligionarios en el año 62 por decreto del Sanedrín y orden de Ananías.

El obispo no reaccionaba. Deseaba llorar, gritar o dar con otro medio de desahogar aquella emoción que sentía, pero sólo fue capaz de quedarse mirando la piedra cual si su sola visión le hubiera privado de la palabra. Finalmente respiró y alargó la mano para agarrar con fuerza a Aharoni del brazo.

—¿Está seguro? —inquirió.

El israelí apartó con desdén aquella mano e hizo una pausa.

—No, no estoy seguro. Los caracteres están mal conservados y esta luz es fatal, pero creo que estoy en lo cierto. Cuando vea las otras dos lo comprenderá.

—¿Comprender el qué?

—Ya verá.

El israelí se irguió y se acercó al segundo sarcófago. Era más sencillo que el primero, pero de igual diseño y calidad. La tapa llevaba esculpida la silueta de un árbol, pero no había ningún dibujo en los laterales, tan sólo una breve inscripción. Migliau sabía lo que decía. Lo sabía hacía años.

—n›t›s› m'pti 3ps» ONI SIB' OH qei› nn* CID 'OÍA (grmy mrym 'tt ywsp w'm ysw' w'm y' qb slm lyh» —leyó Aharoni titubeante, cual si las palabras se resistieran al significado—. (Los huesos de Miriam, esposa de José, madre de Jesús y Santiago. Descansen en paz).

La luz arrojaba sombras fantasmagóricas contra las paredes y el techo. A Migliau le pareció oírlas moverse cual enormes alas negras batiendo en aquel espacio cerrado, alas de aves ciegas, indignadas. Alzó una mano como para espantarlas, pero sólo consiguió agrandarlas, lo que le indujo a guardar silencio.

—Hay otra —dijo Aharoni, y a Migliau aquella voz le pareció llegar de otro mundo.

Cubrieron al unísono los pasos que los separaban del último sarcófago. Era una pieza descolorida, blanca y primorosamente labrada, aunque muy sólida, como si hubiera sido un bloque compacto cortado en piedra viva y no algo hueco. Migliau observó a Aharoni pasar una mano por la tapa.

En el lateral, entre las rosetas y la ornamentación labrada, destacaba el acentuado relieve de un círculo en cuyo interior habían cincelado el menorá o candelabro de siete brazos del Templo expoliado por los romanos cuando la destrucción de Jerusalén en el año 70. Pero no era un menorá normal: los seis brazos laterales conservaban su forma habitual, pero el central tenía forma de cruz. Bajo el círculo, una línea de caracteres en relieve destacaba a la luz.

La leyó en voz queda, pronunciando meticulosamente cada palabra, no con torpeza o incertidumbre, sino con la precisión de quien sabe exactamente lo que lee y lo que significa:

—Nmaininí? S:IIK ruca mi,T›3 Kainiri Nnn«"pnn nap Kim KÍJDTI T\ K33Tip NÍNS' nnr nim(tmy ysw' br ywsp dy 'stlb mn t m pntyws pyltws hgmwrí byhwdh bsnt 'b' Ihgwmnwth whw' dbh' dy yml' qwrbn' dy hykl'whw' qbwr hhdn 'tr' Imlywt kwl' bywmyn'slm' Iwhy).

Guardó silencio. Migliau había entendido. No todas las palabras con sus sílabas íntegras, pero lo bastante. Aharoni no se atrevía a levantar la vista para ver cómo le miraba. Nada podía hacer, nada. Había leído la inscripción y sólo faltaba traducirla.

«El cuerpo de Jesús, hijo de José y Miriam, que fue crucificado por orden de Poncio Pilato, gobernador de Judea, en el cuarto año de su mandato. Y él fue el sacrificio que completa las ofrendas del Templo, y está enterrado aquí para que todo se cumpla. Descanse en paz».

Durante un buen rato ninguno de los dos dijo nada. Las palabras parecían fuera de lugar, peligrosas. No se atrevían a mirarse cara a cara: judío y gentil, creyente e infiel. Dos mil años de incomprensión los separaban.

En un momento dado a Migliau casi se le escapó una risita. Se hallaba bajo los efectos de una fuerte tensión y se sentía a la vez eufórico y horrorizado, como un niño obligado de pronto a comparecer por un asunto de personas mayores. En un instante habían quedado resueltas las dudas de toda una vida, convirtiéndose en certeza. Había concluido su búsqueda y estaba a punto de comenzar su misión.

El tiempo discurría como si ya careciese de sentido. Finalmente fue Aharoni quien rompió el silencio.

—Señor obispo —dijo—, creo que debemos irnos. En el museo debe quedar alguien trabajando y tendremos que comunicar el hallazgo. Comprenda usted que esto es… colosal, y habrá que hacer lo necesario para que la noticia del descubrimiento no trascienda prematuramente. ¿Me entiende? Si se sabe algo antes de que haya habido tiempo de realizar una investigación como es debido…, creo que se nos plantearían problemas. Periódicos, televisión… ¡todos los periódicos y cadenas de televisión del mundo! Nosotros solos no podríamos hacer frente a eso.

»Y podrían producirse repercusiones políticas, ¿comprende? Su Iglesia querrá sin duda decir su palabra. Indudablemente es una afortunada circunstancia que esté usted aquí, pero también las Iglesias ortodoxas querrán tener voz y voto. Y también los anglicanos y otras confesiones protestantes. Todos querrán su parte del pastel —añadió con una mueca, como arrepentido de haber utilizado una expresión desafortunada—. Mire las inscripciones y los sarcófagos: se trata de una tumba judía, ¿no le parece? Lo comprende, ¿verdad?

Aharoni se daba cuenta de que el hecho de que fuese un obispo católico representaba una gran complicación, como habría podido temerse cualquiera en su situación. De haber sido otro tipo de arqueólogo, Migliau habría comprendido la necesidad de cautela, de tacto. Pero el prelado querría sacar el mayor partido posible del hallazgo. Aharoni había oído que el obispo era ambicioso, que tenía perspectivas de ser nombrado cardenal, y, sin lugar a dudas, su vinculación al descubrimiento redundaría, y mucho, en favor de sus aspiraciones. Y, naturalmente, querría asegurarse de que su Iglesia quedara como depositaría de aquel sepulcro. No querrían verse con un nuevo caso del santo sepulcro, objeto de las asechanzas de facciones en guerra, como hueso en medio de una jauría hambrienta.

—No, doctor Aharoni —respondió el italiano alzando la vista. Disipado todo su retraimiento, rápidamente se iba adaptando al hallazgo—, no le comprendo. No sé a dónde quiere ir a parar.

El hombretón dio un paso hacia el israelí; en aquel reducido espacio su figura era dominante y su tensión se transformaba en cólera. Aharoni no salía de su asombro.

—Yo tan sólo pretendía decir…

—Es que me ha parecido que insinuaba usted algún tipo de propiedad por parte de su país. Ha dicho «una tumba judía». ¿Es que pretende tomar posesión de esto igual que han hecho con la colina del Templo, apoderándose del tercer lugar sagrado del islam? No me diga que se cree con derecho a ello…

—No, claro que no. Simplemente debemos andarnos con cuidado. No estamos en un país cristiano. Si usted considera…

—Le veo venir. Quiere arrogarse su fetichismo judaico, ¿no es cierto? Quiere esgrimirlo ante mí como una bandera hasta que yo asienta y le diga: «Sí, suyo es. Esto y esto. Cójalo. Mea culpa. Bastante han sufrido; en desagravio, coja lo que desee».

La voz de Migliau iba cobrando un tono gutural y amenazante, se sentía encerrado entre aquellas paredes y a la vez pesaroso y exaltado por lo que acababan de descubrir. Pero sobre todo notaba que le invadía un turbio resentimiento hacia Aharoni. Era algo irracional porque apenas le conocía y no había motivo que le impulsara a temerle u odiarle; sin embargo le afligía que estuviera allí.

—Por favor, ilustrísima…, no me entiende —replicó Aharoni, consciente de la ira del obispo. En aquel reducido espacio, con tan poca luz, le daba miedo.

—Opino que debe marcharse.

—¿Cómo…?

—Debe salir de aquí. Éste es un lugar sagrado. Usted no creo que lo entienda, pero yo sí. Y no tiene derecho a estar aquí, ningún derecho.

Pero no bastaba. Si el judío se marchaba, volvería con otros de los suyos. Ellos habían conquistado la ciudad; irrumpirían en el santuario del Señor y se apoderarían de él. Los detestaba por su santurronería, por su mojigata posesión de aquella tierra que el Salvador había hollado con sus plantas. Eran gente estirada; así los había motejado el Señor. Y allí estaban ahora: dispuestos a poner sus impías manos en los restos mortales del Hijo de Dios.

—Creo que debemos marcharnos los dos —replicó Aharoni.

El italiano estaba trastornado por el hallazgo. Quizá fuese comprensible. A él, que ni siquiera era judío practicante, y mucho menos cristiano, le había emocionado profundamente el descubrimiento y comprendía la carga emocional. Por eso deseaba que el asunto se llevara con cautela, antes de que saqueadores, bocazas y oportunistas tuvieran posibilidad de intervenir. Con un escalofrío, recordó que una empresa norteamericana se había ofrecido a comercializar trozos del pecio del Titanio a guisa de pisapapeles. ¿Qué valor adquirirían en bolsa los restos de Jesús?

—El Mesías vino a Israel y lo crucificaron, y ahora queréis convertir sus restos en una especie de juguete político, en algo que vuestros gobernantes puedan utilizar para negociar. Es…

—Por favor, no quiero entrar en ningún tipo de discusión religiosa con usted. No es asunto mío.

Toda su vida, el obispo Migliau había esperado aquel momento. Nunca había dudado de que sería él quien lo descubriera. Pero en su imaginación siempre se había visto a solas en el momento del hallazgo. Hasta aquel preciso instante, Aharoni nunca había figurado en sus cálculos.

«¡Dios mío —pensó—, os ruego que me digáis qué hacer! Vos me habéis guiado hasta aquí, concediéndome este privilegio. Imploro vuestra ayuda. Yo solo no puedo hacerlo».

Miró en derredor, a Aharoni y al sarcófago. Su vida entera acababa de dar un vuelco en aquel lugar, ante un sarcófago de piedra de una cripta oscura, en virtud de una inscripción imperfecta trazada por una mano anónima. En aquel momento supo lo que tenía que hacer. Lo que Dios quería que hiciese. Era la voluntad de Dios. El judío quería divulgar el hallazgo a los infieles. No se lo permitiría. ¡Dios no lo quería!

Volvió a mirarle a los ojos.

—Perdonadme —musitó. Pero sabía que Dios ya le había perdonado.

Dio un fuerte empellón al israelí, que cayó de espaldas, perdiendo el equilibrio y desplomándose tras un fuerte golpe en la cabeza contra el sarcófago del centro. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar. Todo fue fulminante: el empujón y el impacto, la caída y la agonía. La muerte había sido instantánea y la piedra blanca se tiñó de sangre roja y brillante.

Migliau contempló cómo se extendía la mancha roja y escuchó en silencio los latidos de su corazón. Se sentía ahogado por todo el peso de la cripta y notaba aquella atmósfera opresiva moverse silenciosa a su alrededor. Oyó de nuevo el batir de alas espectrales por encima de los latidos de su corazón. Aharoni seguía desmadejado en el sitio en que se había desplomado y bajo él se formaba un charco rojo sobre las sombras del suelo.

Cogió el farol y alumbró los sarcófagos. El judío estaba inmóvil a los pies del Señor. Ya no sangraba. Se dio la vuelta y miró la estrecha abertura por la que habían entrado. Había tiempo de sobra; no sería muy difícil volver a colocar el bloque que cerraba el sepulcro. Si había permanecido oculto todos aquellos años, seguiría estándolo.

Tres días más tarde volverían a guardar los restos de los inhumados y lo cerrarían de nuevo. Las máquinas proseguirían la construcción de la carretera; harían casas, tiendas y aparcamientos. Al año siguiente, él compraría todo aquello a través de uno de los trusts de su familia. Por fin lograba hacerse con su verdadera herencia.