Giv'at haMivtar, Jerusalén Norte
Octubre de 1968
LAS tumbas siempre habían estado allí. Primero en zona restringida, después ocultas y luego desaparecidas: un lugar secreto en el que reinaba la muerte sin intromisiones. Durante siglos la ciudad había sido un lugar perdido, casi irrelevante. Los vivos se habían convertido en muertos y los que les habían llorado fueron a su vez llorados; aquel fúnebre ámbito siempre había sido de su exclusiva pertenencia. Nadie había construido allí ni casa, ni arado la tierra, ni llevado a las ovejas a pastar.
La ciudad había conocido el fuego y el hambre. Los ejércitos habían dejado huella de su paso. Altas torres habían caído, el sol se había vuelto sangre y el viento había dispersado las cenizas como nieve negra al final del verano. Luego, nuevos dioses se habían albergado en las ruinas del Templo.
Pero hacía un año que el antiguo Dios había vuelto en pie de guerra. Los ejércitos israelíes se habían apoderado de Jerusalén Este, expulsando a sus adversarios árabes al otro lado del Jordán. Una vez más había sonado el sofar (Cuerno de carnero que los hebreos de la antigüedad hacían sonar en las batallas) junto al montículo del Templo. Ahora, unas excavadoras rebañaban las viejas colinas, abriendo carreteras y allanando el terreno para construir casas, escuelas y hospitales. Los descendientes de los muertos habían vuelto por su herencia.
Hacía un mes que una pala mecánica mordisqueaba una colina denominada Giv'at haMivtar, justo a la izquierda de la carretera de Nablus, cuando un obrero vio la primera tumba. Había tres en un solo conjunto a distintos niveles. Una de ellas sólo tenía acceso por arriba, pues su entrada había quedado cubierta ya por la nueva carretera en construcción.
Un equipo de arqueólogos del departamento de Museos y Antigüedades había obtenido un mes de plazo para examinar las tumbas y su contenido, y al final de dicho plazo —es decir, en cuestión de días— había que volver a guardar los restos en los sarcófagos y cerrar de nuevo el enterramiento. Después, las máquinas proseguirían su labor arrojando cemento y alquitrán, y los muertos volverían de nuevo a su sueño.
Gershon Aharoni masculló un juramento y se volvió hacia el hombre que tenía a su espalda.
—Tenga cuidado, que hay un escalón —dijo forzando una sonrisa y alargando la mano hacia el italiano para ayudarle.
No tenía más remedio que reprimir su disgusto, su irritación por encontrarse allí. En el museo había trabajo urgente y el tiempo apuraba. Habría aporreado a Kaplan por encomendarle aquello.
«Esmérese, Gershon. Enséñele el lugar. Que se interese. Déjele que fisgue un poco, que se ensucie las manos, que encuentre algún objeto. Coloque algo para que se lo tropiece a propósito y hágale sentirse implicado. Pero ¡por Dios bendito!, ablándele. Dígale, si es preciso, que esperamos encontrar en cualquier momento los restos de Jesús, la Virgen María y los doce apóstoles. Y la cabeza de san Juan Bautista y los pechos de Salomé, si se muestra lo bastante crédulo.
«Pero infúndale ánimo para que gaste dinero. Una buena suma que permita crear una fundación de investigaciones, un nuevo museo. Que su imaginación (si la tiene) vuele sin freno: Fundación del obispo Migliau para arqueología bíblica. Dele importancia. Que se lo imagine escrito con letras de tres metros. Tráigamelo por la mañana a mi despacho dispuesto a firmar cheques toda su vida».
—Gracias. Está más oscuro de lo que pensaba —respondió el obispo, apoyándose un instante en la mano de Aharoni, como quien sale a regañadientes a bailar a la pista.
Aharoni levantó la lámpara, que arrojó una luz amarillenta sobre aquellos nichos largos y estrechos excavados en los muros del sepulcro, unos para cadáveres completos y otros para urnas de piedra que, en ocasiones, guardaban los restos de toda una familia.
—Si quiere lo dejamos para mañana, en que volverá a funcionar el grupo electrógeno. (Y así puedo dedicarme toda la tarde a mis cacharros).
Afuera comenzaba a oscurecer. Los obreros de la carretera se habían marchado a casa y en el tajo no quedaba nadie desde las cuatro, hora en la que habían parado el generador que alimentaba las lámparas. Como en el instituto había mucho trabajo para registrar y medir los hallazgos, fotografiar los objetos y reconstruir las vasijas, todos habían abandonado la excavación y al día siguiente por la mañana llegaría un técnico para arreglar la instalación eléctrica. Por eso Aharoni se servía de un farolillo a prueba de viento para mostrar al visitante el sepulcro vacío.
«No, no, me alegro de haber venido. Quizá así sea más apasionante, más… auténtico».
El obispo Giancarlo Migliau era un hombre de buena estatura que llenaba con su presencia el sepulcro. Pasaba de los cuarenta y era un individuo delgado y ascético, huesudo y puro nervio, pero de leve prestancia, cual si su cuerpo fuese en cierto modo inmaterial. Ocupaba aquella cripta por el simple hecho de hallarse en ella más que por su fisiología, por así decirlo. A Aharoni le recordaba un espantapájaros en un campo de labranza después de una tormenta, proyectando con su brazo negro una sombra disforme sobre los surcos de maíz mojado.
Era un hombre rico, descendiente de una familia aristocrática de Venecia, una de las pocas no desvanecidas en el anonimato o extinguidas en el siglo XVIII, y con rancios antepasados de origen judío que, desde su primer título de nobleza, habían dado hijos a la Iglesia. Los hermanos de Giancarlo eran continuadores de la otra tradición familiar en la banca y habían dejado los tenderetes del puente Rialto por los esplendorosos edificios de mármol de Mestre, Roma y Milán.
Hacía años que Giancarlo era un apasionado aficionado a la arqueología bíblica. Asistía a conferencias siempre que podía, colaboraba de vez en cuando con artículos en los principales periódicos católicos, consagraba liberales donativos de su fortuna personal para becar a investigadores y pasaba todos los años un mes, como mínimo, en Israel visitando centros de excavación, museos y reuniéndose con eruditos en el Instituto Franciscano de Arqueología de Jerusalén.
Participaba a veces en excavaciones empuñando la pala y el cepillo de cerdas blandas, descubriendo fragmentos de vasijas y lámparas que posteriormente limpiarían y evaluarían los especialistas. Eran piezas que habían estado en aquellos lugares desde la época del Nuevo Testamento, lugares en los que él podía tocarlos con sus propias manos cuando los descubrían, diciéndose: «Esta vasija ya estaba aquí en vida de Jesucristo», o bien hollar con sus pies un bloque de piedra, musitando: «Quizá Jesucristo anduviera sobre estas mismas losas».
El descubrimiento de las tumbas en Giv'at haMivtar había encendido su imaginación. A juzgar por lo verificado, allí se habían efectuado enterramientos entre el primer siglo antes de Cristo y la destrucción del segundo Templo en el año 70. Las tareas de limpieza habían sido demasiado especializadas y apremiantes para posibilitar la participación de arqueólogos aficionados, pero le habían dado permiso para visitar el lugar y examinar los hallazgos cuya clasificación se llevaba a cabo en el Museo de Israel.
—¿Es aquí donde hallaron los huesos que he visto en el museo, de ese individuo que creen fue crucificado?
Estaban dentro del enterramiento número 1, el mayor de los cuatro, en la cripta inferior, un espacio rectangular en torno al cual se disponían ocho nichos.
—Ahí —contestó Aharoni, dirigiendo la luz hacia una oquedad de la derecha—. Estaban en una urna junto con los huesos de un niño.
Migliau recordaba aquellos restos: dos calcañares atravesados por un clavo enorme; unas tibias destrozadas por un fuerte golpe. Le había acometido una especie de vértigo al pensar que podían ser de uno de los dos ladrones crucificados con Jesús, de un individuo que tal vez hubiese agonizado en el Gólgota a escasos centímetros del Hijo de Dios, redentor del mundo. Tenía la premonición de no andar descaminado.
—¿Cómo se llamaba? ¿Había alguna inscripción?
—Jehohannon. Figuraba escrito en arameo en un lateral de la urna.
El obispo había acariciado el hueso con un dedo. Quedaba un fragmento de madera entre él y el clavo: madera y hierro romanos, como si su atmósfera se hubiese conservado durante siglos.
Migliau suspiró. Aquel techo bajo era como una opresión. El farolillo parpadeó y las sombras serpentearon por aquellos muros de piedra toscamente labrada. Nunca había sido capaz de asumir la idea de la muerte, del concepto de deterioro.
—¿Y ahí qué hay? —inquirió acercándose al muro del fondo en el que quedaba un mayor espacio sin nichos.
—Sí, nos pareció un poco raro; pero tenga en cuenta que la tumba no estaba llena ni mucho menos. No harían falta más nichos y hay zonas en que la caliza es muy dura.
El obispo pasó la mano por el muro.
—A mí me parece que aquí también se ha trabajado —dijo.
Se veía el muro desbastado y estriado en algunos puntos, como por efecto de una azuela o un cincel. Migliau siguió palpando la piedra.
Aharoni se acercó y alzó el farolillo para iluminar el muro.
—Sí, creo que tiene razón —dijo.
Era curioso: no lo habían advertido a la luz más cruda del grupo electrógeno, pero sí, al fulgor más tibio del farolillo se veían bastante bien los trazos de desbastado en una parte del muro.
Fueron determinando entre los dos el espacio en que se había aplicado la herramienta.
—Creo que las marcas llegan hasta aquí —indicó el obispo, pasando el dedo por una estrecha fisura a la altura de la cadera.
—Yo diría que únicamente está desbastada esta zona central —añadió Aharoni, señalando una área de unos tres pies cuadrados y pasando el dedo por la derecha del contorno, por la izquierda y luego hasta el suelo, al tiempo que se desprendían unas partículas de caliza. Se agachó, trazó la base del cuadrado y se levantó, apartándose del muro.
Migliau se dio la vuelta y se le quedó mirando. Su rostro estaba en sombra y no destacaban los ojos.
—Aquí el muro es falso —dijo con voz hueca, imprecisa, amortiguada por las gruesas paredes.
—¿Qué quiere decir? —replicó el israelí, presa de un estremecimiento que le recorrió la espina dorsal.
—Aquí hay un bloque que ha sido cortado y reinsertado, y posteriormente manipulado para disimular las junturas. No entiendo cómo ustedes no lo han advertido.
Aharoni sí que lo entendía: habían trabajado muy aprisa, contra reloj, realizando las tareas más imprescindibles de la medición de tumbas, la extracción de las urnas de los nichos, la recolección de los fragmentos de lámparas y vasijas piriformes esparcidos por el suelo, y no habían tenido tiempo para sutilezas. Y aquellas junturas eran muy sutiles, pero que mucho… Incluso en circunstancias normales habrían podido pasar por alto durante un buen tiempo.
—Será mejor que volvamos al museo y se lo comuniquemos al director. Quizá tengamos el tiempo justo de ver lo que hay detrás de ese bloque, si es que hay algo, para solicitar una prórroga. Podríamos empezar a trabajar por la mañana.
—Ya que estamos aquí… ¿No dice usted que el tiempo apremia? Pues deberíamos poner manos a la obra y echar un vistazo ahora mismo.
Nunca se había encontrado Migliau tan cerca de un descubrimiento. Las excavaciones en las que había participado habían sido en general asuntos baladíes en los que el trabajo principal ya estaba hecho antes de que él llegase, pero ahora tenía la oportunidad de ser el protagonista principal de un hallazgo, incluso de ser su descubridor. ¿Quién podía imaginar lo que había detrás de aquel bloque de piedra? Podía hasta tratarse de lo que él buscaba. Agarró con las dos manos la arista del bloque y comenzó a empujar.
—No creo que debamos… —dijo Aharoni, sin concluir la frase al oír el chirriar de la piedra repetido por el eco de la cripta.
—Haga el favor de ayudarme —apremió Migliau—. Esta piedra pesa mucho.
«Déjele que fisgue un poco, que se ensucie las manos, que encuentre algún objeto». ¡Qué demonio!, pensó Aharoni. La excitación de un descubrimiento es irrefrenable, y al fin y al cabo él era arqueólogo; momentos como aquél se dan, si acaso, pocas veces en la vida. Depositó con cuidado el farolillo en el suelo y se unió a Migliau para ayudarle a desalojar la pesada piedra.
Empujaron los dos con todas sus fuerzas, sintiendo el peso en sus piernas; un peso resistente y tembloroso, propio de aquel recinto subterráneo. La piedra se movió levemente al principio, y luego, cuando ya la tenían dominada, varios centímetros de una vez. De pronto notaron que ya basculaba; no gran cosa, pero lo bastante para darles a entender que comenzaba a desencajarse. Siguieron empujando con las venas del cuello hinchadas y los músculos agarrotados por el esfuerzo.
De pronto, el bloque se les fue de las manos, cayendo en la oscuridad con gran estrépito, seguido del más glacial silencio. Los dos contenían la respiración, mientras un olor rancio a cerrado surgía del hueco abierto. Y muy por debajo de la insipidez de aquella vaharada de aire enrarecido, un aroma distinto a especias, sutil, intangible y fúnebre. Fue como un soplo que se disipó al instante.
Aharoni cogió el farol y lo introdujo en el negro agujero. Al instante fue como si surgieran miles de sombras. Se inclinó, asomándose por el hueco y columbrando a duras penas en su interior. Cuando habló, su voz era apagada y tensa:
—Creo que hemos encontrado otro sepulcro.