Ennis del Mar se despierta antes de las cinco, el viento mece el remolque, silba al entrar por los marcos de aluminio de la puerta y la ventana. Las camisas colgadas de un clavo se estremecen ligeramente en la corriente. Ennis se levanta rascándose la cuña gris del vello púbico y de la tripa, se acerca al hornillo de gas arrastrando los pies, vierte los restos de café en un desportillado cazo esmaltado; las llamas lo envuelven de azul. Abre el grifo y orina en la pila, se pone la camisa y los vaqueros, las desgastadas botas, taconea en el suelo para calzárselas bien. El viento brama sobre la curvada superficie de la casa remolque y bajo su atronador embate Ennis oye los arañazos de la gravilla y la arena. Ir por la autopista con el remolque de caballos quizá no será fácil. Tiene que recoger sus cosas y marcharse esa misma mañana. El rancho vuelve a estar en venta, ya han despachado los últimos caballos, las cuentas las saldaron la víspera y el dueño dijo: «Dáselas al buitre de la agencia inmobiliaria, yo me largo», y puso las llaves en la mano de Ennis. Tal vez tenga que quedarse una temporada con su hija casada hasta que encuentre otro trabajo, y, sin embargo, lo embriaga una sensación placentera porque ha soñado con Jack Twist.
El café rancio ha roto a hervir y Ennis lo retira del fuego antes de que se desborde, lo sirve en una taza sucia, sopla el negro líquido y deja que se deslice ante él una escena del sueño. Si no se esfuerza en recordar, quizá el sueño lo reconforte durante todo el día y reavive los viejos tiempos en la fría montaña, cuando eran los amos del mundo y todo parecía estar en su sitio. El viento golpea el remolque como un montón de basura descargada por un volquete, amaina, se encalma, deja un pasajero silencio.
Los dos se criaron en ranchitos pobres situados en extremos opuestos del estado, Jack Twist en Lightning Flat, junto a la frontera de Montana, Ennis del Mar en los alrededores de Sage, cerca de los límites de Utah, ambos chicos de pueblo que no acabaron la secundaria y sin perspectivas de futuro, de modales toscos, rudo hablar, educados en el trabajo duro y las privaciones, curtidos por una vida estoica. Ennis, criado por su hermano y su hermana mayores después de que sus padres se salieran de la única curva de la carretera del Caballo Muerto y les dejaran veinticuatro dólares en metálico y un rancho sobre el que pesaban dos hipotecas, solicitó a los catorce años un permiso de conducir especial que le permitiera hacer el trayecto de una hora del rancho al instituto. La camioneta era vieja, sin calefacción, con un solo limpiaparabrisas y los neumáticos en mal estado; cuando las transmisiones se estropearon no había dinero para repararlas. Él había querido ser bachiller, le parecía una palabra con cierta distinción, pero la camioneta lo dejó tirado antes, lanzándolo de cabeza a las faenas del rancho.
En 1963, cuando conoció a Jack Twist, Ennis estaba comprometido con Alma Beers. Tanto Jack como Ennis aseguraban estar ahorrando para comprar un terrenito; los ahorros de Ennis eran una lata de tabaco con un par de billetes de cinco dólares dentro. Aquella primavera, ávidos de cualquier trabajo, ambos se apuntaron a la Agencia de Empleo en Granjas y Ranchos; salieron juntos en la lista, el uno como pastor y el otro como guardián de campamento, para apacentar un rebaño al norte de Signal. Los pastizales de verano quedaban por encima de la zona arbolada en las tierras del Servicio Forestal de Brokeback Mountain. Sería el segundo verano en la montaña para Jack Twist, el primero para Ennis. Ninguno de los dos había cumplido los veinte.
Se estrecharon la mano en la pequeña y sofocante oficina instalada en un remolque, ante una mesa atestada de papeles garrapateados, con un cenicero de baquelita desbordante de colillas. La torcida persiana veneciana dejaba pasar un triángulo de luz blanca donde se movía la sombra de la mano del capataz. Joe Aguirre, de ondulado cabello de color ceniza peinado con raya en el medio, les expuso el asunto.
—El Servicio Forestal tiene establecidos los lugares donde hay que montar los campamentos. A veces los campamentos quedan a unos tres kilómetros del lugar donde apacentamos las ovejas. Los predadores hacen estragos, no hay nadie cerca para vigilar el rebaño de noche. Lo que quiero es que el guardián del campamento esté en el campamento base, donde dice el Servicio Forestal, pero el PASTOR —señaló a Jack con tajante ademán— plantará una canadiense donde esté el rebaño, a hurtadillas, donde no se vea, y DORMIRÁ ALLÍ. Que cene y desayune en el campamento, pero A DORMIR CON LAS OVEJAS sí o sí, Y NADA DE HOGUERAS, no hay que dejar HUELLAS. Por la mañana recogerá la tienda por si acaso el Servicio Forestal se pone a husmear. Te llevas los perros, tu 30-30, y duermes ahí. El puto verano pasado tuvimos casi un veinticinco por ciento de pérdidas. No quiero que se repita. Y TÚ —le dijo a Ennis, fijándose en su cabello revuelto, las manazas rasguñadas, los vaqueros desgarrados, la camisa con los ojales sueltos—, los viernes a las doce del mediodía bajas al puente con la lista para la semana siguiente y las mulas. Allí te esperarán con la furgoneta cargada de provisiones. —Sin preguntar si Ennis tenía reloj, cogió de una caja colocada sobre un alto estante un reloj de bolsillo barato atado a un cordel trenzado, le dio cuerda, lo puso en hora y se lo tiró como si no mereciera la pena alargar el brazo hacia él—. MAÑANA POR LA MAÑANA os llevaremos en la furgoneta hasta la cañada.
Eran un par de pobres diablos sin futuro.
Buscaron un bar y pasaron la tarde bebiendo cerveza, Jack le habló a Ennis de la tormenta eléctrica del año anterior que había matado cuarenta y dos ovejas en la montaña, del curioso hedor de los cadáveres y de cómo se hinchaban, de que allí hacía falta una buena provisión de whisky. Había cazado un águila, dijo, y volvió la cabeza para mostrar la pluma de la cola prendida en la cinta del sombrero. A primera vista Jack no era mal parecido, con el cabello rizado y la risa fácil, pero le sobraban algunos kilos en las caderas dada su escasa altura y su sonrisa revelaba unos dientes proyectados hacia delante, no tanto como para permitirle comer palomitas directamente del cuello de un cántaro, pero sí de una forma apreciable. Estaba encaprichado de la vida de los rodeos y se ajustaba el cinto con una hebilla de jinete de toros de segunda, pero sus botas estaban traslúcidas de puro desgastadas, llenas de agujeros ya imposibles de reparar, y el chico se moría de ganas de estar en algún lugar, cualquier lugar que no fuera Lightning Flat.
Ennis, de nariz con pronunciado caballete y semblante enjuto, desgarbado y con el pecho un poco hundido, balanceaba un torso menudo sobre sus largas piernas tipo compás, y en conjunto poseía un cuerpo musculoso y elástico hecho para la equitación y las peleas. Era muy rápido de reflejos y veía de lejos lo bastante bien para desdeñar leer todo lo que no fuera el catálogo de sillas de montar de Hamley.
Los camiones de las ovejas y los remolques de caballos descargaron donde arrancaba la cañada y un vasco de piernas arqueadas enseñó a Ennis a aparejar y cargar las mulas, dos fardos y una albarda por animal, todo amarrado con dos vueltas de cuerda y asegurado con medias vueltas; luego le dijo:
—No se te ocurra encargar sopa. Las cajas de sopa no hay quien las cargue en las mulas.
En un cesto iban tres cachorros de una de las perras pastoras, y el más pequeño de la camada bajo la chaqueta de Jack, a quien le encantaban los cachorritos. Ennis escogió como montura un zaíno llamado Cigar Butt, Jack una yegua baya que resultó espantadiza. Entre los caballos de refresco había un grullo ceniciento cuyo aspecto agradaba a Ennis. Jack y Ennis, los perros, los caballos y las mulas, y un millar de ovejas y sus corderos fluyeron cañada arriba como agua sucia a través del bosque y más allá del final del arbolado, adentrándose en los amplios prados floridos, azotados por un viento incesante.
Plantaron la tienda de campaña grande en la plataforma del Servicio Forestal y pusieron a resguardo la cocina y las cajas de provisiones. Ambos durmieron en el campamento aquella primera noche; Jack ya echaba pestes de la orden de dormir con las ovejas y nada de hogueras que le había dado Joe Aguirre, pero antes del amanecer ensilló la yegua baya sin apenas rechistar. Llegó el alba, de un tono naranja vítreo, con una franja gelatinosa de color verde pálido por debajo. La mole negra de la montaña palideció lentamente hasta volverse del mismo color que el humo de la hoguera en la que Ennis preparaba el desayuno. El aire frío se aplacó, los guijarros amontonados y los terrones de tierra proyectaron repentinas sombras largas como lápices y, ladera abajo, los enhiestos pinos contorcidos se arracimaron en lascas de sombría malaquita.
De día Ennis miraba más allá de una profunda sima y a veces divisaba a Jack, un puntito que se movía por los prados altos como un insecto sobre un mantel; Jack, en su oscuro campamento, veía a Ennis como una hoguera nocturna, una chispa colorada en la gigantesca masa negra de la montaña.
Una tarde Jack volvió lentamente al campamento a última hora, bebió su par de cervezas puestas a enfriar en un saco húmedo a la sombra de la tienda, se comió dos platos de estofado, cuatro de los pétreos panecillos horneados por Ennis, una lata de melocotones, lió un cigarrillo y contempló la puesta de sol.
—Tardo cuatro horas en ir y venir —dijo malhumorado—. Vengo a desayunar, vuelvo con las ovejas, al atardecer las recojo, vengo a cenar, otra vez de vuelta con las ovejas, me paso media noche levantándome para ver si hay coyotes. Me merezco pasar aquí la noche. Aguirre no tiene derecho a hacerme esto.
—¿Quieres que te releve? —preguntó Ennis—. A mí no me importaría ocuparme de las ovejas ni dormir ahí arriba.
—No se trata de eso. La cuestión es que deberíamos estar los dos en el campamento. Y, además, la puñetera canadiense apesta a meada de gato o a algo peor.
—A mí no me importaría estar ahí arriba.
—Los coyotes te tienen toda la noche en danza, que lo sepas. Por mí, estupendo que me releves, pero te advierto que mis guisos son un asco. Darle al abrelatas se me da bastante bien.
—No pueden ser peor que los míos. De verdad, no me importaría hacerlo.
Mantuvieron la oscuridad a raya durante una hora con la amarilla lámpara de queroseno y, sobre las diez, Ennis montó a Cigar Butt, un buen caballo para la noche, y regresó con las ovejas sobre la resplandeciente escarcha. Llevaba para el día siguiente los panecillos sobrantes, un tarro de mermelada y un jarro de café, dijo que así se ahorraría un viaje, que no regresaría hasta la hora de cenar.
—He matado un coyote al amanecer —le contó a Jack la tarde siguiente mientras se salpicaba la cara con agua caliente, hacía espuma con el jabón y confiaba en que a la navaja le quedase filo; entretanto, Jack pelaba patatas—. El muy hijo de puta. Con unos huevos grandes como manzanas. Apuesto a que se habría llevado a un puñado de corderos. Parecía capaz de tragarse un camello. ¿Quieres un poco de agua caliente? Hay de sobra.
—Toda tuya.
—Bueno, voy a lavarme hasta donde llegue —dijo quitándose las botas y los vaqueros (ni calzoncillos, ni calcetines, advirtió Jack), y se echó agua con la esponja verde hasta que el fuego crepitó.
Se dieron un banquete junto a la hoguera, una lata de judías por cabeza, patatas fritas y un cuartillo de whisky compartido, recostados contra un tronco, con las suelas de las botas y los remaches de cobre de los vaqueros calientes; se pasaban la botella mientras el cielo lavanda se vaciaba de color y el aire fresco se escurría hacia la tierra, bebían, fumaban cigarrillos, se levantaban de vez en cuando para orinar, un arqueado chorrito que la luz de la hoguera pintaba de destellos, echaban palos al fuego para continuar con su charla; hablaron de caballos y rodeos, de asuntos de ganadería, de fracasos y heridas sufridas, del submarino Thresher que se había ido a pique hacía dos meses con toda la tripulación a bordo y de cómo debían de haber sido los últimos minutos de la cuenta atrás, de los perros que ambos habían tenido y conocido, del reclutamiento forzoso, del rancho donde había nacido Jack y aún vivían sus padres, de las tierras de la familia de Ennis, liquidadas hacía años cuando murieron sus padres; ahora su hermano mayor vivía en Signal y su hermana casada en Casper. Jack dijo que su padre había sido un jinete de toros bravos de cierta fama, pero que siempre guardó para sí sus secretos, nunca le había ofrecido un consejo ni había ido una sola vez a ver cómo montaba, aunque cuando era un chiquillo lo subía a lomos de los corderos. Ennis dijo que la clase de monta que le interesaba duraba más de ocho segundos y tenía un objetivo. Sacar dinero era importante, apostilló Jack, y Ennis tuvo que darle la razón. Respetaban mutuamente sus opiniones, felices ambos de contar con un compañero inesperado. Ennis, cabalgando contra el viento para volver con el rebaño bajo la luz tornadiza y traicionera, pensó que en su vida lo había pasado mejor, tanto que se sentía capaz de quitarle la blancura a la luna de un zarpazo.
El verano siguió su curso y trasladaron el rebaño a nuevos pastos, cambiaron de campamento; la distancia entre el rebaño y el nuevo campamento era mayor y la cabalgada nocturna más larga. Ennis montaba relajado, dormitando con los ojos abiertos, pero las horas que pasaba alejado de las ovejas se alargaban cada vez más. Jack arrancaba un chirrido zumbón a la armónica, un poco aplastada por una caída de la espantadiza yegua baya, y Ennis tenía buena voz; más de una noche interpretaron a su manera algunas canciones. Ennis sabía la picante letra de «Strawberry Roan». Jack acometió una canción de Carl Perkins, vociferando «what I say-ayay», pero prefería el melancólico himno «Jesús caminando sobre las aguas» aprendido de su madre, que creía en Pentecostés, y lo cantó con la lentitud de una endecha, haciendo aullar a los coyotes en la lejanía.
—Es demasiado tarde para irse con el maldito rebaño —dijo Ennis, borracho como una cuba y a cuatro patas, una fría noche en que la luna marcaba las dos pasadas. Las rocas de la pradera despedían blanquecinos destellos verdes y el viento acerado que soplaba sobre la hierba recortaba las llamas y luego las alborotaba como cintas de seda amarilla—. Voy a coger la manta que te sobra y me tumbo aquí fuera, echo un sueñecito y me marcho en cuanto amanezca.
—Se te va a congelar el culo cuando se apague el fuego. Será mejor que duermas en la tienda.
—Ni me iba a enterar.
Pero se fue a la tienda haciendo eses, se quitó las botas y se puso a roncar sobre la lona del suelo, hasta que despertó a Jack con el castañeteo de sus dientes.
—Coño, para ya esa matraca y vente aquí. En el catre hay sitio de sobra para los dos —dijo Jack con voz irritada y estrangulada por el sueño.
En el catre había sitio de sobra, calor de sobra, y no tardaron en ahondar en su intimidad. Ennis iba a por todas allá donde fuera, ya se tratase de reparar cercas o de gastar dinero, y cuando Jack agarró su mano izquierda y se la puso en el pene erecto, no quiso saber nada de aquello. Retiró la mano como si hubiera tocado fuego, se puso de rodillas, se soltó el cinturón, se bajó los pantalones, tiró de Jack y lo puso a cuatro patas, y con ayuda del liquidillo y un poco de saliva lo penetró, sin necesidad de manual de instrucciones pese a que no lo había hecho nunca. Lo hicieron en un silencio roto solo por algún que otro resuello y por el sofocado «Voy a disparar» que pronunció Jack; luego fuera, abajo y a dormir.
Ennis despertó en el rojo amanecer con los pantalones por las rodillas, un dolor de cabeza de primera y Jack adosado a él; sin decir nada ambos sabían cómo iba a transcurrir el resto del verano, al infierno las ovejas.
Y así fue. Nunca hablaban de sus relaciones sexuales, dejaban que surgieran, al principio solo en la tienda de noche, luego a plena luz del día con el sol cayendo a plomo, y de noche en el resplandor de la hoguera, deprisa, a lo bruto, riendo y resoplando, no sin ruidos, pero sin pronunciar una maldita palabra a excepción de la vez que Ennis dijo: «Yo no soy maricón», y Jack se apresuró a dejar claro: «Yo tampoco. Una y no más. Esto queda entre nosotros». Estaban los dos solos en la montaña, volando en el aire frío y euforizante, contemplando desde las alturas el lomo de los halcones y los faros de los coches que reptaban por la llanura, por encima de los asuntos corrientes, lejos de los mansos perros de los ranchos que ladraban por la noche. Se creían invisibles, sin saber que un día Joe Aguirre los había estado observando a través de sus prismáticos de 10 × 42 durante diez minutos, en espera de que se abotonaran los vaqueros y Ennis volviera junto a las ovejas para ir a comunicarle a Jack que su familia había llamado diciendo que su tío Harold estaba hospitalizado con una neumonía de la que quizá no saliera. Pero salió de ella, y Aguirre subió de nuevo al monte a darle el recado, clavó en Jack una mirada descarada y no se molestó en desmontar.
En agosto Ennis pasaba toda la noche con Jack en el campamento base y, durante una ventosa granizada, las ovejas huyeron hacia el oeste y se mezclaron con las de un rebaño de otro terreno. Durante cinco días de pesadilla, Ennis y un pastor chileno que no hablaba inglés trataron de separarlas, tarea casi imposible dado que las marcas de pintura estaban desvaídas y borrosas ya al final de la temporada. Incluso cuando el número de ovejas coincidió, Ennis sabía que estaban revueltas. Tenía la inquietante sensación de que todo estaba revuelto.
Las primeras nieves llegaron pronto, el 13 de agosto, una capa de treinta centímetros que no tardó en fundirse. La semana siguiente Joe Aguirre mandó recado de que bajaran del monte, se aproximaba otra tormenta mayor desde el Pacífico, así que recogieron los bártulos y se pusieron en marcha con el rebaño, apremiados por los guijarros que rodaban a su paso, las nubes moradas que avanzaban desde el oeste y un olor metálico que presagiaba nieve. La montaña hervía con demoníaca energía, barnizada por una luz parpadeante de nubes desgarradas, el viento peinaba la hierba y arrancaba un zumbido bestial a los achaparrados arbolillos y a las rocas agrietadas. Mientras descendían la ladera, Ennis se sentía caer a cámara lenta, de cabeza, irreversiblemente.
Joe Aguirre les pagó y habló poco. Después de echar un vistazo a las arremolinadas ovejas con gesto agrio, dijo:
—Algunas de estas no subieron allí con vosotros.
Tampoco el recuento le salió como era de esperar. Los patanes de los ranchos nunca hacían el trabajo como es debido.
—¿Volverás a trabajar aquí el próximo verano? —le preguntó Jack a Ennis en la calle, ya con un pie en su camioneta verde. El viento soplaba en poderosas ráfagas frías.
—Tal vez no. —Un penacho de polvo se levantó del suelo cargando el aire de arena fina y Ennis entornó los párpados—. Como te he dicho, Alma y yo nos casaremos en diciembre. Voy a tratar de colocarme en un rancho. ¿Y tú?
Desvió la mirada de la mandíbula de Jack, amoratada por el potente puñetazo que él le había pegado la víspera.
—Si no me sale al paso nada mejor. He pensado en volver a casa de mi padre, a echarle una mano en invierno, y luego quizá vaya a Texas en primavera. Si no me reclutan.
—Bueno, nos veremos, supongo.
El viento arrastró por la calle una cebadera vacía que fue a engancharse bajo la camioneta.
—Claro —dijo Jack, y se estrecharon la mano, se dieron una palmada en los hombros y luego ya estaban a doce metros el uno del otro y no quedaba otra opción que seguir caminando en direcciones opuestas.
Ennis no había recorrido mucho más de media milla cuando sintió como si estuvieran sacándole las tripas, tres pies con cada tirón. Se detuvo en la cuneta y, entre los remolinos de nieve, trató de vomitar sin conseguirlo. Se sentía peor que en toda su vida y esa sensación no lo abandonó en mucho tiempo.
En diciembre Ennis se casó con Alma Beers, y a mediados de enero ya la había dejado embarazada. Trabajó a salto de mata en varios ranchos y luego se estableció de vaquero en el Hi-Top, del viejo Elwood, al norte de Lost Cabin, en el condado Washakie. Seguía trabajando allí en septiembre cuando nació Alma segunda, como llamaba a su hija, y el dormitorio conyugal se llenó de olor a sangre rancia, leche y caca infantil, y los sonidos eran berridos, succiones y somnolientos quejidos de Alma, todo ello testimonio de la fecundidad y la continuidad de la vida para alguien que trabajaba con ganado.
Cuando el Hi-Top quebró, se trasladaron a un pisito de Riverton, sobre una lavandería. Ennis se metió en la cuadrilla que trabajaba en la autopista y lo iba sobrellevando, pero los fines de semana trabajaba en el Rafter B a cambio de que le dejaran guardar allí sus caballos. Nació su segunda hija y Alma quiso quedarse en la ciudad cerca de la clínica porque la niña resollaba como si tuviera asma.
—Ennis, por favor, dejémonos de malditos ranchos aislados —le dijo, sentándose en su regazo y envolviéndolo con sus brazos delgados y pecosos—. ¿Por qué no buscamos casa aquí en la ciudad?
—¿Por qué no? —dijo Ennis, y deslizó la mano bajo la manga de la blusa de Alma, revolvió el sedoso vello de su axila, tumbó con cuidado a su mujer en el suelo y recorrió con los dedos sus costillas hasta los gelatinosos senos, siguió por las redondeces de vientre y rodilla y ascendió por el interior de la húmeda hendidura hasta llegar al polo norte o al ecuador, según el rumbo imaginario en que navegaras, se la trabajó hasta que ella se estremeció y corcoveó contra su mano; entonces le dio media vuelta e hizo a toda prisa lo que ella detestaba. Se quedaron a vivir en el pisito, Ennis lo prefirió así porque podían dejarlo en cualquier momento.
Llegó el cuarto verano desde la estancia en Brokeback Mountain y en junio Ennis recibió una carta de Jack Twist remitida desde su dirección anterior, las primeras señales de vida en todo aquel tiempo.
Amigo, hace mucho que debería aberte escrito. Espero que te llege la carta. Me he enterado de que estas en Riverton. Voy a pasar por ahi el 24, he pensado pararme a inbitarte a una caña. Mandame unas lineas si puedes, dime si estas ahi.
La dirección del remite era de Childress, Texas. Ennis respondió: «¡Claro que sí!», y le envió su dirección de Riverton.
La mañana del día señalado fue calurosa y despejada, pero hacia el mediodía ya se habían instalado unas nubes venidas del oeste, precedidas por una brisa bochornosa. Ennis, con su mejor camisa, blanca con anchas rayas negras, se había tomado el día libre porque no sabía a qué hora llegaría Jack y se paseaba arriba y abajo, mirando la calle empañada de polvo. Alma comentó que hacía tanto calor que en lugar de cocinar podían llevar a su amigo a cenar al Knife & Fork, si encontraban a alguien que les cuidara a las niñas, pero Ennis dijo que más bien se llevaría a Jack a emborracharse por ahí. Jack no era de los que iban a restaurantes, añadió pensando en las cucharas sucias sobresaliendo de las latas frías de judías en equilibrio sobre un tronco.
A última hora de la tarde, cuando rugían los truenos, la vieja camioneta verde aparcó y Ennis vio a Jack apeándose, con el baqueteado Resistol echado hacia atrás. Una sacudida caliente puso en ebullición a Ennis, que salió al descansillo y cerró la puerta tras de sí. Jack subía los escalones de dos en dos. Se agarraron por los hombros y se abrazaron con todas sus fuerzas, cortándose mutuamente la respiración mientras decían «hijo de puta, hijo de puta», y luego, con la misma facilidad con que la llave adecuada hace girar la guarda de una cerradura, sus bocas se juntaron, y cómo, los dentarrones de Jack hicieron brotar sangre, su sombrero cayó al suelo, se raspaban con sus incipientes barbas, la saliva se acumulaba. La puerta se abrió y Alma observó durante unos segundos los hombros en tensión de Ennis y luego cerró la puerta mientras los hombres seguían enlazados, apretando uno contra otro pecho, entrepierna, muslo y pierna, pisándose los dedos de los pies hasta que se separaron para tomar aliento y Ennis, no muy ducho en ternezas, dijo lo mismo que decía a sus caballos y a sus hijas, «cariñito».
La puerta volvió a entreabrirse y en la estrecha franja de luz apareció Alma. ¿Qué podía decirle?
—Alma, este es Jack Twist; Jack, Alma, mi mujer. —Su pecho subía y bajaba. Percibía el aroma de Jack, aquel olor intensamente familiar a cigarrillos, a sudor almizcleño y una tenue fragancia a hierba, y con ella los golpes de frío de la montaña—. Alma —dijo—, Jack y yo llevamos cuatro años sin vernos.
Como si eso lo explicara todo. Le consolaba que el descansillo apenas estuviera iluminado, pero no trató de esconderse.
—Claro —concedió Alma en voz baja. Había visto lo que había visto. A sus espaldas, un rayo iluminó la ventana de la sala como una sábana ondeando al viento, y la niña se puso a llorar.
—¿Tienes un crío? —preguntó Jack. Su mano temblorosa rozó la mano de Ennis y una descarga eléctrica crepitó entre ellos.
—Dos niñas pequeñas —contestó Ennis—. Alma segunda y Francine. Las quiero a rabiar.
Alma torció la boca.
—Yo tengo un niño —contó Jack—. De ocho meses. ¿Sabes qué?, me he casado con un bombón de Texas, en Childress… Lureen…
Por la vibración de la tabla del suelo sobre la que estaban ambos Ennis pudo percibir el fuerte temblor de Jack.
—Alma —dijo—, Jack y yo vamos a echar un trago. A lo mejor no vuelvo esta noche si nos liamos a beber y a charlar.
—Claro —contestó Alma, y sacó de su bolsillo un billete de un dólar. Ennis adivinó que le iba a pedir que le comprara un paquete de tabaco para obligarlo a volver antes.
—Me alegro de conocerla —dijo Jack, trémulo como un caballo deslomado.
—Ennis… —empezó Alma con voz afligida, pero eso no hizo aminorar el paso de Ennis escaleras abajo.
—Alma —le respondió—, si quieres fumar hay cigarrillos en el bolsillo de la camisa azul, que está en el dormitorio.
Se largaron en la camioneta de Jack, compraron una botella de whisky y en menos de veinte minutos estaban meneando una cama en el motel Siesta. Unos cuantos puñados de granizo repiquetearon contra la ventana seguidos de lluvia y de un escurridizo viento que sacudió entonces y durante toda la noche la puerta mal cerrada de la habitación contigua.
La habitación apestaba a semen, humo, sudor y whisky, a moqueta vieja y heno rancio, a cuero de silla de montar, excrementos y jabón barato. Ennis estaba tumbado con los brazos en cruz, mojado y extenuado, respirando profundamente, todavía medio empalmado; Jack, que exhalaba enérgicamente nubes de humo como surtidores de ballena, dijo:
—Dios, debes de hacerlo tan de puta madre de tanto montar a caballo. Tenemos que hablar de esto. Juro por Dios que no sabía que íbamos a meternos en esto otra vez…, bueno, sí. Por eso estoy aquí. Joder, claro que lo sabía. He venido escopetado, no veía el momento de llegar.
—No sabía dónde coño estabas —contestó Ennis—. Cuatro años. Estuve a punto de renunciar a ti. Suponía que no me habías perdonado lo del puñetazo.
—Amigo —dijo Jack—, estaba en Texas, dedicado a los rodeos. Allí conocí a Lureen. Mira lo que hay en la silla.
Ennis vio el resplandor de una hebilla sobre el respaldo de la mugrienta silla naranja.
—¿Montas toros?
—Sí. Aquel año gané tres mil dólares de mierda. Pasé un hambre de cojones. Mis compañeros tenían que prestármelo todo menos el cepillo de dientes. Recorrí Texas de arriba abajo. La mitad del tiempo metido bajo la puta camioneta para repararla. Pero nunca pensé en tirar la toalla. ¿Y Lureen? Ahí tengo un chollo. Su padre está forrado. Vende maquinaria agrícola. Claro que Lureen no ve ni un centavo, y el viejo hijo de puta me odia a muerte, así que de momento lo tenemos difícil, pero un día de estos…
—Si te lo propones lo lograrás. ¿No te reclutaron?
Los truenos retumbaban remotos por el este, alejándose de ellos entre rojas guirnaldas de luz.
—No les valdría para nada. Tengo unas vértebras aplastadas. Y una fractura por sobreesfuerzo, este hueso del brazo, ya sabes que durante los rodeos siempre hay que separarlo bien del muslo… la fractura se abre cada vez que lo haces. Aunque te lo vendes fuerte lo vas rompiendo poquito a poco. Y te aseguro que luego duele la hostia. Me casqué una pierna. Por tres sitios. Me caí de un toro, un monstruo de mucha alzada, le bastaron tres segundos para derribarme y luego me persiguió, y por supuesto era más rápido que yo. Tuve suerte. A un amigo mío le midieron el nivel de aceite con un cuerno y no lo contó. Lesiones no me faltan, putas costillas rotas, esguinces y contusiones, roturas de ligamentos. Ya ves, las cosas han dejado de ser como en tiempos de mi padre. Ahora son tipos con dinero que van a la universidad, atletas entrenados. Hoy día hay que tener pasta para dedicarse a los rodeos. El viejo de Lureen no aflojaría ni un centavo, menos para esto. Y ya me conozco bastante bien la historia para saber que nunca voy a ser de los grandes. Y hay más razones. Lo voy a dejar ahora que todavía puedo andar.
Ennis llevó la mano de Jack a su boca, dio una calada al cigarrillo, exhaló.
—Yo te veo bien entero, qué cojones. ¿Sabes una cosa?, he pasado mucho tiempo tratando de averiguar si era… Y sé que no lo soy. Y si no mira cómo estamos, los dos con mujer e hijos, ¿o no? Y me gusta hacerlo con las mujeres, pero, qué coño, no se puede ni comparar. Nunca se me ha pasado por la cabeza hacerlo con otro hombre, pero sí me la he cascado cien veces pensando en ti. ¿Tú lo haces con otros, Jack?
—No, joder —contestó Jack, que sí había montado algo más que toros en lugar de hacérselo solo—. Tú lo sabes. Brokeback nos dejó enganchados y está claro que esto no se ha acabado. Tenemos que pensar qué coño vamos a hacer ahora.
—Aquel verano —dijo Ennis—, cuando nos separamos después de que nos dieran la paga, me entraron unos retortijones tan fuertes que paré el coche y traté de echar la pota, creía que había comido algo en mal estado en el sitio ese de Dubois. Tardé un año en darme cuenta de que el problema era que no debería haberte perdido de vista. A buenas horas lo descubrí.
—Amigo —siguió Jack—, estamos metidos en un lío de cojones. Tenemos que pensar qué vamos a hacer.
—No creo que haya nada que hacer —respondió Ennis—. Lo que digo, Jack, es que en estos años me he construido una vida. Quiero mucho a mis niñas. ¿Y Alma? No es culpa suya. Tú tienes a tu niño y a tu mujer, la casa de Texas. Difícilmente podríamos llevar tú y yo una vida decente si lo que ha pasado ahí —movió la cabeza en dirección a su casa— nos da así de fuerte. Si lo hacemos donde no debemos, somos hombres muertos. En esto no hay riendas que valgan. Me da un miedo de la hostia.
—Tengo que contarte, amigo, que aquel verano puede que nos viera alguien. El año siguiente volví por allí en junio, pensando en hacer el mismo trabajo, pero en lugar de eso me largué a Texas; Joe Aguirre estaba en la oficina, y va y me dice: «Por lo visto encontrasteis una buena forma de pasar el tiempo ahí arriba, ¿verdad?», y yo me quedé mirándolo, luego al salir vi unos cacho prismáticos colgando del retrovisor. —No quiso añadir que el capataz se había recostado en su rechinante mecedora de madera y había dicho: «Twist, no os pagué para que dejarais a los perros de canguro con el rebaño mientras os lo montabais» y se había negado a contratarlo de nuevo. Continuó—: Sí, ese puñetazo que me pegaste me sorprendió. No imaginé que fueras de los que dan golpes bajos.
—Yo voy detrás de mi hermano K.E., que me saca tres años y me molía a palos todos los días. Mi padre se hartó de verme llegar berreando y cuando tenía unos seis años me dijo que me sentara y me soltó: «Ennis, tienes un problema, y si no lo arreglas va a seguir igual hasta que cumplas los noventa y K.E. los noventa y tres». «Ya, es que él es más grande», dije. Y mi padre dijo: «Tienes que pillarle por sorpresa, no le digas nada, hazle un poco de daño, retírate rápido y repítelo hasta que capte el mensaje. Hacer daño a alguien es la mejor manera de que te escuche». Y eso hice. Lo pescaba en el cobertizo, le saltaba encima en las escaleras, me acercaba a él de noche, cuando estaba dormido, y le daba lo suyo. Funcionó en cosa de dos días. K.E. nunca más me dio problemas. La lección fue: no digas nada y soluciónalo deprisa.
Un teléfono sonó en la habitación contigua, sonó y sonó y se detuvo de golpe a media llamada.
—A mí no volverás a pillarme —dijo Jack—. Oye, estoy pensando una cosa, tú y yo podríamos tener un ranchito juntos, un pequeño rebaño de vacas y terneros, tus caballos, sería bonito. Ya te he contado que voy a retirarme de los rodeos. No soy un jinete picha floja, pero me falta pasta para salir de la ruina en que estoy metido y me faltan huesos para seguir rompiéndomelos. He pensado en todo, tengo un plan, Ennis, sobre cómo podemos hacerlo, tú y yo. El viejo de Lureen, apuesto lo que sea a que me soltará la tela si desaparezco. Más o menos ya me lo ha dicho…
—Para el carro. Eso no puede ser. Es imposible. No puedo dejar lo que tengo, estoy atrapado en mi propio lazo. No puedo escaparme. Jack, no quiero ser como esos tipos a los que a veces se ve por ahí. No quiero que me maten. En mi pueblo había un par de viejos que llevaban un rancho entre los dos, Earl y Rich. Mi padre siempre soltaba alguna guasa cuando los veía. Aunque eran unos tiarrones, todo el mundo se cachondeaba de ellos. Yo tenía nueve años cuando encontraron el cadáver de Earl en una acequia. Lo habían machacado con una palanca para desmontar neumáticos, le clavaron un gancho y lo arrastraron por la polla hasta que se la arrancaron, hecha un amasijo de sangre. Y los golpes de la palanca parecían trozos de tomate quemados por todo su cuerpo, tenía la nariz machacada de haber barrido el suelo con ella.
—¿Y tú lo viste?
—Mi padre me obligó. Me llevó a verlo. A mí y a K.E. A mi padre le hizo gracia el espectáculo. La hostia, si hasta puede que fuera cosa suya. Si levantara la cabeza y la asomara por esta puerta ahora mismo, ten por seguro que iría a buscar su palanca de neumáticos. ¿Dos tíos viviendo juntos? No. Solo se me ocurre que nos veamos de vez en cuando en algún lugar perdido en el culo del mundo.
—¿Cuánto es de vez en cuando? —quiso saber Jack—. ¿Una puta vez cada cuatro años?
—No —contestó Ennis, absteniéndose de preguntar quién tenía la culpa de eso—. Me jode la hostia que mañana tengas que irte y yo volver al trabajo. Pero cuando algo no tiene remedio, hay que fastidiarse —dijo—. Mierda. Miro a la gente por la calle. ¿Les pasa esto a otros? ¿Qué coño hacen los demás?
—En Wyoming no pasa, y si pasa yo qué sé qué hacen, irse a Denver, quizá —respondió Jack a la vez que se incorporaba dándole la espalda a Ennis—, y me importa una mierda. Me cago en diez, Ennis, cógete un par de días libres. Ahora mismo. Vámonos de aquí. Echa tus trastos en la caja de mi camioneta y larguémonos a la montaña. Un par de días. Llama a Alma y dile que te vas. Venga, Ennis, acabas de tirar abajo todos mis planes…, dame algo a lo que agarrarme. Lo que nos pasa no es ninguna tontería.
En la habitación contigua retumbó de nuevo el timbre del teléfono y, como si fuera a contestar, Ennis levantó el auricular de la mesilla de noche y marcó el número de su casa.
Una corrosión lenta se abría camino entre Ennis y Alma, nada serio, pero cada vez se distanciaban más. Alma trabajaba de dependienta en una tienda de comestibles; sabía que, con lo que ganaba Ennis, siempre habría de trabajar para que les salieran las cuentas. Le pidió a Ennis que usara preservativos porque le horrorizaba quedarse de nuevo embarazada. Él se negó en rotundo, dijo que no le importaba dejarla en paz si ya no quería más hijos suyos. Ella replicó conteniendo la voz:
—Los tendría si tú los mantuvieras. —Y, a la vez, pensó: «Además, lo que a ti te gusta hacer no produce muchos hijos».
Su resentimiento se iba ahondando con el paso de los años: el abrazo que había entrevisto, las excursiones de Ennis para ir de pesca con Jack Twist una o dos veces al año cuando nunca las llevaba de vacaciones a las niñas y a ella, lo reacio que era a salir de casa para divertirse un poco, su empeño en realizar largas jornadas mal pagadas en los ranchos, su propensión a volverse hacia la pared y quedarse dormido en cuanto caía en la cama, su renuencia a buscar un trabajo decente en las instituciones del condado o en la compañía eléctrica, todo ello la fue hundiendo lenta y sostenidamente hasta que cuando Alma segunda tenía nueve años y Francine siete, se dijo: «¿Por qué sigo con él?», y se divorció de Ennis para casarse con el dueño del ultramarinos de Riverton.
Ennis retomó las faenas rancheras, a salto de mata, sin prosperar mucho, pero contento de volver a ocuparse del ganado, de tener libertad para dejarlo todo y marcharse a las montañas sin avisar en cuanto surgía la ocasión. No albergaba grandes rencores, solo la vaga sensación de que no estaban siendo justos con él, y quiso demostrar que no pasaba nada yendo a cenar el día de Acción de Gracias con Alma, su tendero y sus hijas; sentado entre las niñas, les hablaba de caballos, contaba chistes, trataba de no parecer un papá tristón. Después de la tarta, Alma se lo llevó a la cocina y, mientras fregaba los platos, le dijo que estaba preocupada por él y que debería volver a casarse. Él vio que estaba embarazada, de unos cuatro o cinco meses, calculó.
—Cuando has salido escaldado una vez… —dijo Ennis mientras se reclinaba en la encimera, sintiéndose demasiado grande para aquella habitación.
—¿Sigues yendo de pesca con Jack Twist?
—A veces.
Pensó que Alma iba a borrar el dibujo del plato de tanto frotarlo.
—¿Sabes una cosa? —dijo ella, y por su tono Ennis supo que algo se avecinaba—, me extrañaba que nunca trajeses truchas a casa. Siempre decías que pescabas muchas. Así que una vez abrí tu cesta de pescador la noche antes de que te fueras a una de tus excursioncitas, todavía tenía la etiqueta pegada después de cinco años, por cierto, y até una nota al extremo del hilo. Decía: «Hola, Ennis, trae algo de pesca a casa, besos, Alma». Y luego volviste diciendo que habías cogido un puñado de barbos y os los habíais zampado. ¿Te acuerdas? Cuando pude eché un vistazo dentro de la cesta y ahí estaba mi nota, todavía atada al hilo, que no había tocado el agua en su vida.
Y como si la palabra «agua» fuera una señal, Alma abrió el grifo y enjuagó los platos.
—Eso no significa nada.
—No mientas, no trates de engañarme, Ennis. Sé muy bien qué significa. ¿Jack Twist? Jack Marrano. Tú y él…
Se había metido en terreno vedado. Ennis la agarró por la muñeca; saltaron lágrimas, un plato se estrelló contra el suelo.
—Cállate —le dijo—. No te metas donde no te llaman. No tienes ni idea.
—Voy a llamar a gritos a Bill.
—Adelante, grita todo lo que quieras. Pega un grito, joder. Le haré tragarse el puto suelo y a ti también.
Le retorció otra vez la muñeca hasta dejarle una marca como una pulsera candente, se puso el sombrero del revés y salió pegando un portazo. Esa noche fue al bar Black and Blue Eagle, se emborrachó, se enzarzó en una pelea rápida y sucia y se marchó. Pasó mucho tiempo sin tratar de ver a las niñas, pensando que ya lo buscarían ellas cuando tuvieran el sentido común y los años necesarios para irse de casa de Alma.
Ya no eran jóvenes con toda la vida por delante. Jack estaba más metido en carnes por los hombros y las nalgas, Ennis seguía tan enjuto como un poste de tendedero y se paseaba con botas desgastadas, vaqueros y una camisa tanto en verano como en invierno, añadiendo un chaquetón de lona a su indumentaria en las épocas de frío. Le había salido un tumor benigno en un párpado que hacía que le colgara sobre el ojo, y una fractura le había dejado la nariz ganchuda.
Año tras año continuaron recorriendo altas praderas y cuencas fluviales, cargando los pertrechos a lomos de sus caballerías en la cordillera Big Horn, los montes Medicine Bow, las estribaciones meridionales de las Gallatin, las montañas Absaroka, las Granite, las Owl Creek, la sierra de Bridger-Teton, los montes Freezeout y los Shirley, los Ferris y los Rattlesnake, la cordillera de Salt River; se adentraron una y otra vez en los montes Wind River, en Sierra Madre, en Gros Ventre, en las Washakie y las Laramie, pero nunca regresaron a Brokeback Mountain.
El suegro de Jack falleció en Texas y Lureen, que heredó el negocio de equipamiento para granjas, demostró grandes dotes de gestora e implacable negociadora. Jack se encontró con un ambiguo cargo ejecutivo que lo llevaba a visitar ferias de ganado y de maquinaria agrícola. Ahora tenía algún dinero y siempre encontraba la manera de gastarlo durante sus viajes de negocios. Un leve acento tejano sazonaba sus frases. Se hizo limar y cubrir con coronas los dientes frontales, aseguró que no le dolió nada, y remató la faena dejándose un espeso bigote.
En mayo de 1983 Ennis y Jack pasaron unos cuantos días gélidos en una serie de pequeños lagos de alta montaña, sin nombre y rodeados de hielo, y luego continuaron ruta hacia la cuenca del río Hail Strew.
Hacía buen tiempo mientras ascendían la ladera, pero la senda estaba llena de nieve, que se derretía en los márgenes. Se desviaron por una pista zigzagueante, llevando por las riendas a los caballos entre quebradizos ramajes; Jack, con la misma pluma de águila en su viejo sombrero, alzaba la cabeza al calor del mediodía para aspirar el aire embalsamado por la resina de los pinos, la reseca alfombra de agujas de pino y las piedras calientes, el olor acre de las bayas de enebro aplastadas bajo los cascos de los caballos. Ennis, que tenía buen ojo para el tiempo, buscó por el oeste los cúmulos calientes que podían formarse un día como aquel, pero el intenso azul era tan profundo, dijo Jack, que uno podría ahogarse mirando hacia arriba.
Sobre las tres desembocaron por un estrecho desfiladero en la vertiente suroriental, donde el fuerte sol de primavera había tenido oportunidad de dejar su huella, y descendieron por la trocha que se extendía ante ellos sin gota de nieve. Alcanzaban a oír el murmullo del río, como el traqueteo de un tren en la lejanía. Veinte minutos después sorprendieron a un oso negro en lo alto de un terraplén junto al que pasaban; estaba volteando un tronco en busca de larvas y el caballo de Jack se espantó y reculó; Jack gritó: «¡Soo! ¡Soo!», mientras el bayo de Ennis caracoleaba y relinchaba sin llegar a encabritarse. Jack cogió el 30-06, pero no fue necesario; el oso, sobresaltado, se internó a toda prisa en el bosque con un trotecillo desgarbado, como si estuviera descoyuntándose.
El río, de color té, bajaba crecido con el agua del deshielo, las rocas que sobresalían a la corriente llevaban una bufanda de espuma, los remansos y pozas se desbordaban. Los sauces de ramas ocres oscilaban muy tiesos, las candelillas cargadas de polen eran como huellas dactilares amarillas. Abrevaron los caballos y Jack echó pie a tierra, sumergió la mano ahuecada en las aguas heladas; de sus dedos cayeron gotas cristalinas y su boca y su barbilla relucieron mojadas.
—Vas a pillar la fiebre del castor si haces eso —dijo Ennis, y prosiguió—: Este sitio está bien.
Hablaba mirando la llana margen donde dos o tres círculos requemados daban testimonio de antiguos campamentos de cazadores. Una pradera se elevaba desde la ribera al abrigo de un bosquecillo de pinos. Había madera seca en abundancia. Sin apenas hablar, montaron el campamento y amarraron los caballos a estacas clavadas en la hierba. Jack rasgó el precinto de una botella de whisky, pegó un trago largo y cálido, exhaló enérgicamente, dijo:
—Esta es una de las dos cosas que me hacen falta ahora mismo.
Enroscó el tapón y le lanzó la botella a Ennis.
La tercera mañana aparecieron las nubes que Ennis esperaba, un frente gris que avanzaba vertiginosamente desde el oeste, una oscura franja precedida por rachas de viento y pequeños copos. Al cabo de una hora, la nevada se redujo a esponjosa nieve primaveral que formó una pesada capa húmeda. El frío se recrudeció al anochecer. Junto a la hoguera encendida hasta altas horas, Jack y Ennis se pasaban un porro; Jack, inquieto y maldiciendo el frío, atizaba las llamas con un palo y giraba el botón del dial del transistor, hasta que las pilas se gastaron.
Ennis dijo que había estado tirándose a una mujer que trabajaba a media jornada en el bar Wolf Ears de Signal, donde él estaba ahora con la cuadrilla de vaqueros de Stoutamire, pero aquello era un caso perdido, la mujer tenía una serie de problemas de los que Ennis no quería saber nada. Jack dijo que se había metido en una historia con la mujer de un ranchero vecino de Childress, y que llevaba unos meses escabulléndose por las esquinas en espera de que Lureen o el marido le pegaran un tiro. Ennis soltó una risita y dijo que probablemente se lo merecía. Jack dijo que no le iban mal las cosas, pero que a veces echaba tanto de menos a Ennis que podría azotar a un niño de pecho.
Los caballos relinchaban en la oscuridad fuera del círculo luminoso de la hoguera. Ennis rodeó a Jack con el brazo, lo atrajo hacia sí, dijo que veía a las niñas una vez al mes. Alma segunda, de diecisiete años, era tímida y había heredado su tipo larguirucho, Francine era un pequeño manojo de nervios. Jack deslizó la fría mano entre las piernas de Ennis, dijo que estaba preocupado porque su hijo era disléxico o algo por el estilo, estaba clarísimo, no entendía nada a derechas, ya tenía quince años y casi ni sabía leer, él lo veía muy claro, pero Lureen, la muy puñetera, se empeñaba en no reconocerlo y hacía como si no pasara nada, se negaba a buscar una maldita solución. Él no tenía ni puta idea de cómo resolverlo. Lureen manejaba la pasta y estaba al mando.
—A mí me habría gustado tener un niño —dijo Ennis desabrochando botones—, pero solo he tenido hijas.
—Yo no quería ni unos ni otras —replicó Jack—. Pero ni una puta vez me han salido las cosas como quería. El viento nunca sopla a mi favor.
Sin levantarse, Jack arrojó leña seca al fuego, del que saltaron chispas llevándose sus verdades y mentiras; unas cuantas ascuas aterrizaron en sus manos y sus caras, una vez más, y ellos se revolcaron en el suelo. Había algo que nunca cambiaba: la luminosa intensidad de sus infrecuentes acoplamientos siempre quedaba oscurecida por la sensación de que el tiempo volaba, nunca había suficiente tiempo, nunca.
Un par de días después, en un aparcamiento de camiones, con los caballos ya en los remolques, Ennis estaba listo para regresar a Signal y Jack para ir a Lightning Flat a visitar a su padre. Ennis se apoyó en la ventanilla de Jack y dijo lo que llevaba toda la semana posponiendo decir, que probablemente no podría escaparse hasta noviembre, después de encajonar el ganado y antes de que tuvieran que empezar a echarle pienso en invierno.
—Noviembre. ¿Qué demonios ha pasado con agosto? Ya sabes que quedamos en agosto, nueve o diez días. ¡Dios, Ennis! ¿Por qué no me lo has dicho antes? Has tenido toda la puta semana para comentarlo. ¿Y por qué siempre salimos a helarnos? Hay que hacer algo. Tenemos que ir al sur. Tenemos que ir a México un día de estos.
—¿México? Jack, ya me conoces. No he hecho más viajes en mi vida que dar vueltas a la cafetera buscando el asa. Y todo agosto me toca manejar la empacadora, eso es lo que pasa con agosto. Anímate, Jack. En noviembre podremos ir de caza, matar un hermoso alce. Voy a ver si Don Wroe me deja otra vez su cabaña. Aquel año lo pasamos muy bien.
—Sabes, amigo, esta maldita situación es muy poco satisfactoria. Antes nunca tenías problemas para venir a verme. Ahora es como pedir audiencia al Papa.
—Jack, tengo que trabajar. En los viejos tiempos siempre dejaba colgados los trabajos. Tú tienes una mujer con dinero, un buen trabajo. Has olvidado qué es vivir siempre sin blanca. ¿Has oído hablar de la pensión alimenticia? Llevo años pagándola y aún me quedan muchos por delante. Te digo que esta vez no puedo dejarlo. Ni me dan tiempo libre. Ha sido muy difícil conseguir estos días…, algunas vacas siguen de parto. No es momento de marcharse. Eso no se hace. Stoutamire es de los que montan broncas y me montó una buena por tomarme una semana libre. No le faltaba razón. Seguramente no habrá podido dormir ni una noche desde que me marché. El trato fue que a cambio trabajaría en agosto. ¿Se te ocurre algo mejor?
—En su momento se me ocurrió. —Lo dijo con tono resentido y acusador.
Sin replicar, Ennis se enderezó despacio, se frotó la frente; un caballo pateó el suelo dentro del remolque. Ennis se dirigió a su camioneta, apoyó la mano en el remolque, dijo algo que solo los caballos oyeron, dio media vuelta y regresó pausadamente.
—¿Has estado en México, Jack?
Como México no había nada. Eso había oído decir. Con esto Ennis estaba cortando la alambrada y entrando en terreno peligroso.
—Pues sí, qué coño. ¿Algún problema, joder?
Tantos años preparado para ello y ahora llegaba así, tarde e inesperado.
—Tenía que decírtelo alguna vez, Jack, y va en serio. Lo que no sé —dijo Ennis—, todas esas cosas que no sé, podrían costarte la vida si llegara a enterarme de ellas.
—¿Qué te parece esta? —replicó Jack—, y soy yo el que solo te lo va a decir una vez. Para que te enteres, podríamos haber estado muy bien juntos, cojonudamente bien. Pero tú no quisiste, Ennis, así que ahora nos queda Brokeback Mountain. Todo se basa en eso. Es todo lo que tenemos, tío, esa es la puta verdad, y espero que te enteres de una vez por todas aunque nunca te enteres de lo demás. Cuenta las pocas veces que nos hemos visto en estos puñeteros veinte años. Mide la correa con la que me tienes atado corto, y después pregúntame sobre México, y luego dime que me vas a matar porque necesito algo que casi nunca recibo. No tienes ni puta idea de lo mal que se pasa. Yo no soy como tú. No me bastan un par de polvos de alta montaña una o dos veces al año. Me tienes destrozado, Ennis, hijo de la gran puta. Ojalá supiera cómo dejarte.
Todo lo que no se habían dicho durante años y ya no se podían decir, confesiones, declaraciones, vergüenzas, culpas, miedos, se alzó entre ellos como enormes nubes de vapor de un manantial de aguas termales en invierno. Ennis se quedó como si le hubieran disparado al corazón, el rostro grisáceo y con arrugas muy marcadas, una mueca en los labios, los párpados atornillados, los puños apretados; las piernas le cedieron, y cayó de rodillas al suelo.
—Dios —dijo Jack—. ¡Ennis!
Pero sin darle tiempo a salir de la camioneta tratando de adivinar si había sido un infarto o un desbordamiento de cólera incendiaria, Ennis se puso en pie y, como se estira una percha para forzar la cerradura de un coche y luego se devuelve a su estado original, ellos retorcieron las cosas para dejarlas más o menos como antes, porque lo que se habían dicho no era ninguna novedad. Nada terminado, nada iniciado, nada resuelto.
Lo que Jack recordaba, y anhelaba de un modo que no podía dominar ni comprender, era aquella ocasión en el remoto verano en Brokeback en que Ennis se le acercó por detrás y lo estrechó entre sus brazos, aquel abrazo silencioso que satisfizo un hambre compartida y asexuada.
Permanecieron así largo rato frente a la hoguera, rojizas tajadas de luz incandescente y danzarina, las sombras de sus cuerpos como una sola columna sobre la roca. Los minutos pasaban medidos por el tictac del reloj redondo que Ennis llevaba en el bolsillo, por los palos que se transformaban en ascuas en el fuego. Las estrellas rasgaban las onduladas capas de calor sobre el fuego. Ennis respiraba pausada, reposadamente, tarareaba, se balanceaba apenas a la luz chisporroteante, y Jack se reclinó sobre los regulares latidos de su corazón, un arrullo vibrante como un leve zumbido eléctrico, y, así de pie, se hundió en un sueño que no era sueño sino algo diferente, extasiado arrobamiento, hasta que Ennis, rescatando de los tiempos infantiles previos a la muerte de su madre una frase oxidada, pero todavía en buen uso, dijo:
—Es hora de recogerse en la cuadra, vaquero. Me tengo que ir. Vamos, estás durmiendo de pie como un caballo.
Y zarandeó a Jack, le dio un empujón y se alejó en la oscuridad. Jack oyó el chasquido de sus espuelas al montar, la frase «nos vemos mañana», el resoplido estremecido del caballo, el rechinar de los cascos sobre la piedra.
Tiempo después, el somnoliento abrazo cristalizó en su memoria como el único momento de simple y encantadora felicidad en sus vidas separadas y difíciles. Nada lo empañó, ni siquiera saber que Ennis no lo había abrazado cara a cara porque no quería ver ni sentir que era Jack aquel a quien tenía en los brazos. Y quizá, pensaba Jack, nunca habían llegado mucho más lejos. Déjalo como está, déjalo como está.
Ennis no supo del accidente hasta varios meses después, cuando la postal que había enviado a Jack diciendo que noviembre seguía pareciendo su primera oportunidad le fue devuelta con la palabra FALLECIDO estampada encima. Marcó el teléfono de Childress de Jack, algo que antes solo había hecho una vez, cuando Alma se divorció de él, y Jack había interpretado mal el motivo de la llamada y había recorrido casi dos mil kilómetros rumbo al norte para nada. Esta vez todo saldría bien, Jack cogería el teléfono, tenía que cogerlo él. Pero no lo hizo. Fue Lureen quien contestó diciendo: «¿Sí? ¿Quién es?», y cuando él se lo repitió, ella dijo con voz serena: «Sí, Jack estaba hinchando una rueda de la camioneta en un camino vecinal y el neumático estalló. Por lo visto la válvula estaba estropeada, y la fuerza de la explosión lanzó la llanta contra su cara, le rompió la nariz y la mandíbula y lo dejó inconsciente tirado boca arriba. Cuando pasó alguien por allí ya se había ahogado en su propia sangre».
No, pensó Ennis, lo machacaron con una palanca.
—Jack hablaba de ti —dijo Lureen—. Eres su compañero de pesca o de caza, lo sé. Te habría comunicado la noticia, pero no estaba segura de cómo te llamabas ni de tu dirección. Jack guardaba la mayoría de las direcciones de sus amigos en la memoria. Fue espantoso. Solo tenía treinta y nueve años.
La inmensa tristeza de las llanuras norteñas se abatió sobre él. No sabía si había sido de una manera o de otra, si la palanca de un coche o un accidente, la sangre taponando la garganta de Jack sin nadie que le diera la vuelta. Bajo el zumbido del viento oyó el golpe del acero contra el hueso, el ruido hueco de una llanta que cae y repiquetea contra el suelo.
—¿Está enterrado ahí? —Quería maldecirla por haber dejado que Jack muriera en un camino de tierra.
La vocecita tejana le llegaba deslizándose por el hilo.
—Hemos colocado una lápida. Jack solía decir que quería que lo incinerasen y esparcieran sus cenizas en Brokeback Mountain. Yo no sabía dónde estaba. Así que lo incineraron, cumpliendo su voluntad, y, como te he dicho, hemos enterrado aquí la mitad de sus cenizas, y la otra mitad se la enviamos a su familia. Yo pensaba que Brokeback Mountain estaba cerca del lugar donde se crió. Pero conociendo a Jack, tal vez era un sitio imaginario donde cantan las aves del paraíso y hay un manantial de whisky.
—Un verano estuvimos pastoreando un rebaño de ovejas en Brokeback —dijo Ennis. La voz le salía a duras penas.
—Vaya, pues él decía que era su sitio. Para emborracharse, pensaba que quería decir. Que ahí se dedicaba a beber whisky. Jack bebía mucho.
—¿Todavía viven en Lightning Flat sus padres?
—Sí, claro. Y seguirán ahí hasta que se mueran. Yo no los conozco. No vinieron al entierro. Puedes ponerte en contacto con ellos. Supongo que les gustará que se cumplan los deseos de su hijo.
Lureen se portó educadamente, desde luego, pero su vocecita era fría como la nieve.
La carretera de Lightning Flat atravesaba un paisaje desolado, una decena de ranchos abandonados salpicaban la llanura a largos intervalos, casas inexpresivas plantadas entre las malas hierbas, cercas de corrales desmoronadas. En el buzón ponía John C. Twist. El rancho era un terreno pequeño y exiguo, medio invadido de frondosas euforbiáceas. El rebaño estaba demasiado lejos para que Ennis pudiera apreciar su estado, solo vio que eran ejemplares negros de pelo corto. Un porche recorría toda la fachada de la minúscula casa estucada, de dos habitaciones arriba y dos abajo.
Ennis se sentó a la mesa de la cocina con el padre de Jack. La madre, regordeta y de movimientos cautelosos, como si estuviera reponiéndose de una operación, dijo:
—Querrás tomar un café, ¿verdad? ¿Un trocito de tarta de cerezas?
—Gracias señora, tomaré una taza de café, pero ahora mismo no puedo comer nada.
El viejo guardaba silencio, las manos enlazadas sobre el mantel de plástico, y miraba fijamente a Ennis con una expresión airada y perspicaz. Ennis reconoció en él a ese género no infrecuente de hombres que necesitan a toda costa ser el macho dominante. No lograba ver gran parecido entre Jack y ellos, respiró hondo.
—Lo de Jack me ha dejado hecho polvo. No puedo ni hablar de ello. Hacía mucho que lo conocía. He venido a decirles que si quieren que lleve sus cenizas a Brokeback como su mujer dice que él deseaba, para mí será un honor.
Se hizo un silencio. Ennis carraspeó, pero no dijo nada más.
El viejo contestó:
—Para que te enteres, yo también sé dónde está Brokeback Mountain. El muy jodido se creía demasiado especial para que lo enterrásemos en el cementerio con el resto de la familia.
Haciendo caso omiso de esa salida, la madre de Jack dijo:
—Venía a casa todos los años, incluso después de casarse y establecerse en Texas, y dedicaba una semana a echar una mano a su padre con el rancho, reparar las verjas, segar, un poco de todo. He conservado su habitación tal como estaba cuando era pequeño y creo que a él le gustaba así. Sube a verla si quieres, por favor.
—Aquí no hay nadie que me ayude —gruñó el viejo—. Jack siempre decía: «Ennis del Mar», siempre decía: «Un día de estos voy a traerlo por aquí y entre los dos pondremos el maldito rancho en forma». Estaba rumiando la idea de que los dos os ibais a instalar aquí, ibais a construir una cabaña de troncos y a ayudarme a llevar el rancho y a levantarlo. Luego, esta primavera tenía otro amigo con el que iba a venir aquí, a construirse una casa y echar una mano en el rancho, no sé qué ranchero vecino suyo de Texas. Iba a separarse de la mujer y a volver aquí. Eso decía. Pero como la mayoría de las ideas de Jack, se quedó en idea.
Ahora Ennis sabía que había sido la palanca de cambiar la rueda. Se levantó, dijo que claro que le gustaría ver la habitación de Jack y rememoró una anécdota que le había contado su amigo. Jack tenía el capullo recortado y el viejo no; el hijo lo había descubierto durante una terrible escena y le preocupaba. Tendría unos tres o cuatro años, según le había contado a Ennis, y siempre llegaba demasiado tarde al retrete, peleándose con los botones, la taza y la altura del aparato, y la mayoría de las veces lo ponía todo perdido. Eso enfurecía al viejo, que en aquella ocasión montó en cólera. «Dios, me dio una paliza, me tiró al suelo y me azotó con su cinturón. Creí que me mataba. Luego va y me dice: “¿Quieres enterarte de lo que molesta que esté todo meado? Te lo voy a enseñar”, se la sacó y me meó encima, me empapó, luego me tiró una toalla y me obligó a limpiar el suelo, a quitarme la ropa y lavarla en la bañera, a lavar la toalla; yo lloraba a moco tendido y berreaba. Pero mientras me calaba con la manguera me di cuenta de que él tenía cosas que a mí me faltaban. Vi que a mí me habían señalado con aquel corte, como se marca al ganado con los hierros o recortándole una oreja. Después de aquello fue imposible entenderse con él».
El dormitorio, en lo alto de una empinada escalera con su propio ritmo de ascensión, era minúsculo y asfixiante, el sol de la tarde pegaba fuerte por la ventana del oeste, caía a plomo sobre la estrecha cama infantil arrimada a la pared, un escritorio manchado de tinta y una silla de madera; sobre el lecho, un rifle de pequeño calibre en un armero tallado a mano. La ventana daba a un camino de grava que se desplegaba hacia el sur y a Ennis se le ocurrió que hasta que se hizo mayor aquel era el único camino que Jack conocía. Pegada a la pared junto a la cama había una vetusta fotografía de una morena estrella de cine, recortada de alguna revista, el tono de la piel se había vuelto púrpura. Oía a la madre de Jack dejando correr el agua en el piso de abajo, llenando el hervidor y poniéndolo de nuevo en el fogón, preguntándole algo al viejo en voz baja.
El armario era una cavidad de poco fondo recorrida de lado a lado por una barra de madera y separada del resto de la habitación por una desvaída cortina de cretona colgada de una cuerda. Dentro del armario, en sendas perchas, dos pares de vaqueros planchados con raya y pulcramente doblados, en el suelo un par de desgastadas botas de embalador que Ennis creía recordar. Un saliente de la pared creaba un angosto escondite en el extremo norte del armario y allí, rígida por haber pendido largo tiempo de un clavo, había una camisa. La descolgó del clavo. La vieja camisa que Jack usaba en los tiempos de Brokeback. La sangre seca de la manga era sangre de Ennis, el chorretón que le había salido por la nariz la última tarde en la montaña, cuando Jack le pegó un formidable rodillazo en pleno fragor de sus contorsionadas luchas cuerpo a cuerpo. Jack restañó con la manga de su camisa la sangre que había por todas partes, que los había pringado de pies a cabeza, pero no sirvió de nada porque de pronto Ennis se enderezó y de un puñetazo dejó tirado entre la aguileña silvestre al alicaído ángel auxiliador.
La camisa le pareció pesada hasta que descubrió que tenía otra dentro, unas mangas cuidadosamente encajadas en las otras. Era su propia camisa de cuadros, perdida hacía mucho tiempo, según creía él, en alguna maldita lavandería, su camisa sucia, con el bolsillo desgarrado y sin algunos botones, robada y escondida allí por Jack, dentro de su camisa, como dos pieles superpuestas, dos en una. Apretó el rostro contra la tela, inhaló despacio por la boca y la nariz, queriendo percibir un leve rastro del humo, la salvia de la montaña y el agridulce tufillo de Jack, pero no era un aroma real, solo un recuerdo, la fuerza imaginaria de Brokeback Mountain, de la que nada quedaba salvo lo que sostenía en las manos.
Al final, el macho dominante se negó a desprenderse de las cenizas de Jack.
—Para que te enteres, nuestra familia tiene una parcela en el cementerio y ahí es donde lo vamos a enterrar.
De pie junto a la mesa, la madre de Jack les quitaba el corazón a unas manzanas con un utensilio punzante y dentado.
—Vuelve cuando quieras —dijo.
Pegando tumbos por el camino ondulado como una tabla de lavar, Ennis pasó junto al cementerio rural cercado con una combada alambrada de corral de ovejas, un minúsculo cuadrado acotado en la interminable pradera, un puñado de tumbas relucientes de flores de plástico, y se negó a saber que Jack iba a terminar allí, enterrado en la doliente llanura.
Un sábado, al cabo de unas semanas, Ennis echó las mantas de caballo sucias de Stoutamire en la caja de la camioneta y las llevó al lavado rápido de coches para rociarlas a presión con la manguera. Una vez guardadas las mantas limpias y húmedas en la caja de la camioneta, entró en la tienda de regalos de Higgins y se puso a revolver el expositor de postales.
—Ennis, ¿qué postal andas buscando? —le preguntó Linda Higgins mientras tiraba a la papelera un filtro de café empapado y marrón.
—Un paisaje de Brokeback Mountain.
—¿Está en el condado de Fremont?
—No, más al norte.
—No he pedido ninguna de esas. Espera, voy a por la lista de pedidos. Si la tienen, puedo encargarte un centenar. Además, ya me tocaba encargar más postales.
—Con una me basta —contestó Ennis.
Cuando llegó —treinta centavos—, Ennis la puso en la pared de su remolque, con una chincheta cobriza en cada esquina. Debajo clavó un clavo y colgó la percha de alambre con las dos camisas. Se echó atrás y contempló el conjunto con los ojos escocidos por las lágrimas.
—Jack, te juro… —dijo, pero Jack nunca le había pedido que jurara nada, ni él tampoco era aficionado a jurar.
Por aquella época Jack empezó a aparecérsele en sueños; Jack tal como lo había visto la primera vez, la cabeza cubierta de rizos, sonriente, los dientes saltones, hablando de mover el culo y hacer algo con su vida, pero la lata de judías que se balanceaba sobre un tronco con un mango de cuchara sobresaliendo también estaba allí, en una imagen de tebeo de colores chillones que daba a sus sueños un regusto de cómica obscenidad. El mango de la cuchara era de los que podrían usarse como palanca para cambiar una rueda. Y a veces Ennis se despertaba apesadumbrado, otras con la antigua sensación de dicha y liberación; la almohada estaba a veces húmeda, otras veces las sábanas.
Había un abismo entre lo que sabía y lo que trataba de creer, pero no podía hacer nada al respecto, y cuando algo no tiene remedio, hay que aguantarse.