icolás ya estaba muy cerca de Shrewsbury cuando el cielo se empezó a oscurecer siniestramente. Espoleó a su cabalgadura en la esperanza de llegar a la ciudad antes de que estallara la tormenta. Sin embargo, las primeras gotas empezaron a caer cuando se encontraba en la barbacana, y la calle se vació de inmediato mientras todos sus habitantes corrían a guarecerse en sus casas, cerrando puertas y ventanas contra la furia que se avecinaba. Cuando pasó por delante de la caseta de vigilancia de la abadía, tras haber abandonado la idea de esperar allí a que amainara un poco la tormenta, pensando que no merecía la pena estando tan cerca de la ciudad, los cielos ya se habían abierto de par en par, dejando caer un aguacero tan opaco y cegador que se vio obligado a cruzar el puente haciendo eses porque no distinguía el camino. No se veía ni un alma y él parecía el único hombre de una ciudad abandonada en un mundo vacío.
Se detuvo bajo el arco de la puerta de la ciudad para recuperar el resuello, aclararse los ojos y sacudirse de encima el peso de la lluvia. Entre él y el castillo se interponía toda la anchura de Shrewsbury pero la casa de Hugo junto a Santa María no estaba muy lejos, justo al otro lado de la curva del Wyle, en la calle siguiente. Había tantas probabilidades de que Hugo estuviera en su casa como de que estuviera en el castillo. Por lo menos, podía ir a preguntar antes de dirigirse a la Cruz Alta y bajar a la caseta de vigilancia del castillo. No era posible que se empapara de agua más de lo que ya estaba. Decidió iniciar el ascenso a la colina. Algunas personas más sensatas le miraron a hurtadillas entre los resquicios de sus postigos cerrados, viéndole avanzar con la cabeza gacha en medio de aquel diluvio. Los truenos estallaban en un cielo tan oscuro como la medianoche y los relámpagos parpadeaban, seguidos de cerca por nuevos truenos. El caballo se sentía molesto, pero estaba bien adiestrado y siguió adelante, aunque temblando de miedo.
La verja del patio de Hugo estaba abierta y el alero de la casa ofrecía una cierta protección. En cuanto los de dentro oyeron el rumor de los cascos del caballo abrieron la puerta de la sala y un mozo salió de los establos para hacerse cargo del caballo. Aline miró con inquietud a través de la oscuridad y le hizo señas al viajero de que se acercara.
—Antes de que os ahoguéis, señor… —dijo preocupada cuando Nicolás se aproximaba a la puerta y se quitaba la empapada capa para no mojar el suelo del interior. Ambos se miraron el uno al otro un instante, tratando de reconocerse pues la luz era demasiado escasa como para que pudieran identificarse inmediatamente. Aline ladeó la cabeza, recuperó la memoria y esbozó una sonrisa—. ¡Sois Nicolás Harnage! Estuvisteis aquí con Hugo la primera vez que vinisteis a Shrewsbury. Ahora lo recuerdo. Perdonad que os haya ofrecido una bienvenida tan lenta, pero es que no estoy acostumbrada a la medianoche cuando sólo es la tarde. Entrad y dejad que os busque unas prendas secas… aunque me temo que las de Hugo os sentarán un poco chicas.
Nicolás agradeció su sencillez y amabilidad, pero no pudo distraerse del siniestro propósito que lo había conducido hasta allí. Miró más allá de Aline hacia el lugar donde Constanza sujetaba fuertemente con su mano al tirano Gil por temor a que confundiera el diluvio con una nueva diversión y saliera corriendo al patio.
—¿No está en casa el señor gobernador? Necesito verle cuanto antes. Traigo malas nuevas.
—Hugo se encuentra en el castillo, pero vendrá esta noche. ¿No podéis esperar? Por lo menos, hasta que cese la tormenta. No puede durar mucho.
No, no podía esperar. Se iría al castillo tanto si llovía como si no. Le dio casi distraídamente las gracias a Aline, se puso de nuevo la empapada capa, montó en el caballo que le trajo el mozo y se fue al trote hacia la Cruz Alta. Aline lanzó un suspiro, se encogió de hombros y entró en la casa, cerrando la puerta contra el caos del exterior. ¡Malas nuevas! ¿Qué significaría eso? ¿Algo relacionado con el rey Esteban y Roberto de Gloucester? ¿Habrían fracasado los intentos de intercambio? ¿O acaso tendría que ver con la búsqueda personal que había emprendido aquel joven? Aline conocía la historia a grandes rasgos y sentía por ella un leve interés… Una doncella abandonada por su prometido, un escudero de confianza enviado para comunicarle la noticia y demasiado tímido o respetuoso como para manifestar de inmediato la atracción que sentía por ella. ¿Estaría la muchacha viva o muerta? Mejor saberlo de una vez que atormentarse con la incertidumbre. Sin embargo, las «malas nuevas» sólo podían significar lo peor.
Nicolás llegó a la Cruz Alta como un espectro empapado de lluvia y bajó hacia la pendiente del castillo y la ancha rampa de la caseta de vigilancia. En el baluarte exterior, el agua llegaba a la altura de los tobillos porque los desagües no podían hacer frente a la violencia del aguacero. Un sargento asomó la cabeza por la puerta del cuarto de guardia e invitó a entrar al desconocido.
—¿El señor gobernador? Está en la sala. Si pasáis al baluarte interior y os arrimáis al muro, os libraréis de lo peor. Mandaré que se encarguen de vuestro caballo. O, si lo preferís, esperad un poco aquí dentro, eso ya no puede durar mucho…
No, no podía esperar. La sortija le ardía en la bolsa y una agria amargura le quemaba la mente. Tenía que dar a conocer los hechos a la autoridad y estaba deseando hincar los dientes en la garganta de Adán Heriet. No se atrevía a dejar de odiar, temiendo que en tal caso el dolor le resultara insoportable. Se acercó a Hugo en la vasta y oscura sala con un breve saludo y un brusco desafío. Parecía un fantasma desmelenado, con el mojado cabello castaño pegado a la frente y las sienes y el rostro chorreando agua.
—Mi señor, vengo de Winchester con una prueba inequívoca de que Juliana está muerta y todos sus bienes fueron vendidos hace tiempo. Tenemos que dejar todo lo demás y utilizar a todos los hombres que vos tengáis aquí y los que yo pueda reunir en el sur en la búsqueda de Adán Heriet. Fue obra suya… de Heriet y de un asesino a sueldo, un salteador de caminos que se cobró su trabajo con el precio obtenido por las joyas de Juliana. Cuando le echemos el guante, no podrá negarlo. ¡Tengo pruebas y testigos según los cuales él mismo dijo que Juliana había muerto!
—¡Vamos! —dijo Hugo asombrado—. Eso es mucho decir. Veo que habéis estado muy ocupado en el sur, pero nosotros también lo hemos estado aquí. Sentaos y contadme toda la historia. Pero, primero, quitaos esta ropa tan mojada y os buscaremos ropa de vuestra talla antes de que os muráis de frío.
Hugo llamó a gritos a los criados y los envió corriendo en busca de toallas, chaquetas y calzones.
—No os preocupéis por mí —dijo Nicolás, asiéndole febrilmente el brazo—. Lo que importa son las pruebas que yo tengo y éstas sólo encajan a mi juicio con un hombre que anda suelto por ahí, Dios sabe dónde…
—Si es a Adán Heriet a quien buscáis, no tenéis por qué inquietaros, Nicolás. Adán Heriet se encuentra a buen recaudo en este castillo desde hace unos días.
—¿Lo tenéis aquí? ¿Habéis encontrado a Heriet? ¿Está preso?
Nicolás lanzó un profundo y vengativo suspiro de alivio.
—Aquí lo tenemos y aquí se quedará. Tiene una hermana casada con un artesano de Brigge y se encontraba de visita en su casa como un honrado hombre cualquiera. Ahora es huésped del gobernador y lo seguirá siendo mientras tengamos motivos para retenerle. Por consiguiente, no os preocupéis por él.
—¿Y le habéis sacado algo? ¿Qué ha dicho?
—Nada. Nada que un hombre honrado no hubiera podido decir en su lugar.
—Pues eso tendrá que cambiar… —dijo Nicolás enfurecido, reparando por primera vez en lo empapado que estaba y aceptando la pequeña cámara y las prendas que habían puesto a su disposición para que se cambiara, pero ya había contado la mitad de su relato cuando se secó la cara y el alborotado cabello y se puso las prendas secas con aire indiferente—, no hay ni rastro de los candelabros y demás enseres de iglesia que forzosamente hubieran llamado la atención si alguien los hubiera vendido. No sabía si seguir indagando o no cuando de pronto entró la esposa del hombre y reconocí en su mano la sortija de Juliana. Bueno, eso es una exageración, ya lo sé… digamos más bien que coincidía con la descripción que yo tenía de la de Juliana. ¿Os acordáis? Esmaltada alrededor con flores amarillas y azules…
—Me sé de memoria toda la lista —dijo secamente Hugo.
—Entonces comprenderéis por qué estuve tan seguro. Pregunté de dónde la había sacado y me contestó que se la había vendido junto con otras joyas un hombre de unos cincuenta años. Hace tres años, el día 20 de agosto, porque ésa es la fecha de su cumpleaños y ella le pidió la sortija a su marido como regalo.
Las otras dos piezas vendidas posteriormente eran un collar de piedras pulidas y una pulsera labrada con zarcillos de arvejas o guisantes. ¡Las tres piezas juntas! Sólo podían ser las de Juliana.
Hugo asintió enérgicamente para dar a entender que estaba de acuerdo.
—¿Y el hombre?
—La descripción que me facilitó la mujer coincide con lo poco que me han dicho sobre Adán Heriet, pues hasta ahora yo no lo he visto. Unos cincuenta años, piel morena de hombre acostumbrado a vivir al aire libre como cazador o guardabosques… Vos le habéis visto y lo sabéis mejor. Barba castaña, me dijo, y cabello un poco ralo, rostro de fuertes facciones… ¿Encaja todo eso?
—Al pie de la letra.
—Y tengo la sortija. ¡Aquí está! Se la pedí a la mujer porque la necesitaba y ella se fio de mí y me la entregó, a pesar de que le gusta mucho y no quiere venderla. Se la tendré que devolver… ¡cuándo termine este asunto! ¿Podría ser un error?
—No creo. Cruce y los de su casa lo confirmarán, pero la verdad es que no los necesitamos. ¿Hay algo más?
—¡Lo hay! El joyero, receloso ante aquellas alhajas de mujer, preguntó si su propietaria ya no las necesitaba. Y el hombre le contestó que no porque su propietaria ¡había muerto!
—¿Eso dijo? ¿Así, por las buenas?
—En efecto, pero, esperad, ¡aún hay más! La esposa del joyero sintió curiosidad por él y le siguió cuando salió de la tienda. Y le vio reunirse con un joven que aguardaba fuera junto al muro y entregarle algo… le pareció que era una parte del dinero o tal vez toda la suma. Al percatarse de que ella los estaba observando, doblaron la esquina y desaparecieron rápidamente.
—¿Y ella estará dispuestas declarar todo esto?
—Estoy seguro de que sí. Y será un buen testigo. Lo describirá todo con claridad y precisión.
—Eso parece —dijo Hugo, apretando fuertemente en su puño la sortija—. Nicolás, tenéis que comer algo y tomar un poco de vino mientras dure este aguacero… ¿Por qué vais a ahogaros por segunda vez si ya tenemos a nuestra presa a buen recaudo? En cuanto cese de llover, iremos a mostrarle a maese Heriet este objeto. A ver si esta vez le podemos sacar algo más que un cuento infantil sobre su visita a Winchester para admirar las maravillas de la ciudad.
Después de la comida del mediodía, fray Cadfael repartió su tiempo entre el molino y la caseta de vigilancia, preocupado por la concentración de nubes mucho antes de que empezara a llover. Cuando estalló la tormenta, se refugió en el molino desde el cual podía ver el estanque y su salida hacia el arroyo, y el camino de la ciudad, por si Madog hubiera considerado oportuno refugiarse con sus pasajeros en Frankwell en lugar de completar el largo recorrido alrededor de la ciudad, en cuyo caso se dirigiría a pie a la abadía para informar de lo ocurrido.
La temporada de actividad del molino ya había tocado a su fin y ahora todo estaba tranquilo y oscuro en su interior y sólo se oía el monótono tamborileo de la lluvia. Allí le encontró Madog, un Madog solitario que parecía una rata ahogada. Había llegado por el camino exterior de la abadía que era el que utilizaban los clientes de la ciudad para llevar su trigo al molino, en lugar de entrar por la caseta de vigilancia. Permaneció de pie en la puerta abierta sin decir nada y con los largos brazos colgando con gesto de impotencia a ambos lados de su cuerpo. Ningún hombre, por fuerte que fuera, podía enfrentarse a la potencia del mal tiempo, las tormentas y los truenos. Su enorme resistencia tenía también sus límites.
—¿Y bien? —preguntó Cadfael con un estremecimiento de inquietud.
—No bien, sino muy mal —contestó Madog, entrando muy despacio. La escasa luz reinante mostraba la cariacontecida expresión de su rostro—. ¡Cualquier cosa que me sorprendiera, dijisteis! Pues me han sorprendido muchas cosas y ahora os las traigo directamente a vos, tal como me pedisteis. Bien sabe Dios —añadió, escurriéndose el agua de la barba y el cabello y sacudiéndose los riachuelos de lluvia que le bajaban por los hombros— que no sé qué hacer. Si vos teníais un presentimiento, puede que veáis algo… ¡yo estoy ciego! —lanzando un profundo suspiro, Madog lo contó todo en breves palabras—. Si hubiera sido sólo la lluvia, no hubiera pasado nada. Un rayo alcanzó un árbol, éste nos cayó encima cuando pasábamos y nos partió la barca por la mitad. La barca se ha hundido en el río, cualquiera sabe dónde irán a parar los restos. Y estos dos monjes vuestros…
—¿Ahogados? —preguntó Cadfael en un consternado susurro.
—Marescot, el mayor, sí… muerto en cualquier caso. Le saqué con la ayuda del joven aunque a éste lo tuve que soltar porque no podía con los dos. No pude devolverle el aliento a Marescot. Casi no debió de tener tiempo de ahogarse, el sobresalto le debió de detener el corazón, estando tan débil… o el frío, incluso el fragor de los truenos. Sea como fuere, ha muerto. Todo ha terminado. En cuanto al otro… ¿qué podría deciros del otro que vos no sepáis? —Madog estudió el rostro de Cadfael con expresión inquisitiva—. No, vos no os sorprendéis de nada, ¿verdad? Ya lo sabíais antes. Y ahora, ¿qué hacemos?
Cadfael salió de su inmovilidad, se mordió recelosamente el labio inferior y contempló la lluvia. Lo peor ya había pasado y el cielo ya se estaba aclarando. Por el valle del río los truenos se alejaban, siguiendo el curso de las embravecidas y cenagosas aguas de la corriente.
—¿Dónde los habéis dejado?
—En la otra punta de Frankwell, a menos de un cuarto de legua del puente, hay una cabaña que suelen usar los pescadores. Como alcanzamos la orilla muy cerca de allí, los dejé en el interior de la cabaña. Se necesitarían unas parihuelas para transportar a Marescot hasta aquí, pero ¿y el otro?
—¡Del otro, nada! El otro ha desaparecido, se ahogó, el Severn se lo llevó. Y tampoco hay que dar la alarma en seguida ni preparar unas parihuelas. Mira, Madog, ésta es una cuestión muy delicada, pero, si actuamos con tiento, puede que podamos salir indemnes. Regresa junto a ellos y espérame allí. Te acompañaré hasta la ciudad, tú te irás a la cabaña y yo me reuniré contigo allí en cuanto pueda. Y ni una sola palabra de eso a nadie, en bien de todos nosotros.
La lluvia ya había cesado cuando Cadfael cruzó la verja de la casa de Hugo. Todos los tejados brillaban y todos los aleros goteaban cuando los últimos retazos grises de las nubes se apartaron de un sol ahora radiante y benévolo cuya cobriza malevolencia se había alejado río abajo junto con la tormenta.
—Hugo aún está en el castillo —le dijo Aline, levantándose complacida para recibirle—. Se encuentra allí con un visitante… Nicolás Harnage ha regresado y dice que con malas nuevas, pero no me quiso revelar nada.
—¿Ha regresado, decís? —él estaba momentáneamente turbado e incluso alarmado—. A saber qué puede haber descubierto y si ya lo habrá divulgado por ahí —desechando las conjeturas, añadió—: Bien, pues eso hace que el asunto que me trae sea todavía más urgente. ¡Mi querida muchacha, ahora os necesito a vos! Si Hugo estuviera aquí, le hubiera pedido cortésmente que me prestara vuestra gentil persona, pero, tal y como están las cosas… os necesito durante una o dos horas. ¿Queréis acompañarme por una buena causa? Necesitaremos caballos… uno para que vos vayáis y regreséis y otro para que yo pueda ir un poco más lejos… una de estas monturas de Hugo que pueda llevar en su grupa a dos personas en caso necesario. ¿Seréis mi abogada y os encargaréis de que recupere la amistad de vuestro esposo si pido prestada semejante bestia? Os aseguro que la necesidad es muy urgente.
—Los establos de Hugo siempre han estado abiertos para vos —contestó Aline—, desde que os conocimos. Y yo estoy dispuesta a colaborar en cualquier empresa que sea urgente. ¿Tendremos que ir muy lejos?
—No mucho. Cruzando el puente occidental, hasta la otra punta de Frankwell. Debo pediros que me prestéis algunas de vuestras posesiones —dijo Cadfael.
—Decidme lo que necesitáis y después ya podéis ir a ensillar los caballos… Jehan está allí, decidle que tenéis mi permiso. Y, de paso, me podríais decir qué significa todo eso y para qué me necesitáis.
Adán Heriet levantó bruscamente la mirada y se puso en tensión cuando abrieron la puerta de su celda a una hora insólita del atardecer. Mostró una serena compostura mezclada con cierto recelo al ver quién entraba. Era muy hábil y había sabido responder a todas las preguntas que hasta entonces le habían hecho, pero aquello amenazaba con ser otra cosa. El audaz rostro de fuertes facciones que tan perspicazmente había observado la esposa del joyero le confería una sugestiva apariencia. Se levantó cortésmente en presencia de sus visitantes, pero lo hizo con estudiada rigidez e indiferencia para dar a entender que en modo alguno se sentía inferior a ellos. Los visitantes entornaron la puerta sin cerrarla con llave. No era necesario porque fuera había un guardia.
—¡Sentaos, Adán! Hemos mostrado cierto interés por vuestros movimientos en Winchester en la época que ya sabéis —dijo Hugo suavemente—. ¿Queréis añadir algo a lo que ya nos habéis dicho? ¿O modificar algo?
—No, mi señor. Os he dicho lo que hice y adonde fui. No hay nada más que decir.
—Puede que os falle la memoria. Todos los hombres se equivocan. ¿Podríamos recordaros, por ejemplo, la tienda de un platero de la calle Mayor? ¿Dónde vos vendisteis ciertos objetos de valor… que no os pertenecían?
El rostro de Adán se mantuvo pétreamente inmóvil, pero sus ojos parpadearon brevemente mientras miraban de uno a otro rostro.
—Jamás vendí nada en Winchester. Si alguien lo dice, me confunde con otro.
—¡Mentís! —gritó Nicolás, enfurecido—. ¿Quién si no vos podía llevar estos tres objetos? Un collar de piedras pulidas, una pulsera de plata labrada… ¡y esto! —añadió mostrando la sortija en su palma abierta y acercándola al rostro de Adán.
Los esmaltes relucían con delicado brillo. Era una pequeña obra de arte tan singular que no podía haber otra igual. Adán conocía a la muchacha desde la infancia y debía de estar familiarizado con todas sus brujerías mucho antes de que emprendieran aquel viaje al sur. Si lo negaba, se proclamaría mentiroso porque había muchos otros que podrían jurarlo.
No lo negó. Incluso contempló la alhaja con asombro y se apresuró a decir:
—¡Eso es de Juliana! ¿De dónde lo habéis sacado?
—De la esposa del platero. Se la quedó y recuerda muy bien al hombre que se la vendió. Hizo una descripción tan buena de él que a las autoridades les bastará con aplicarle vuestro nombre. ¡Sí, eso es de Juliana! —gritó Nicolás encolerizado—. Eso es lo que vos hicisteis con sus bienes. ¿Qué hicisteis con ella?
—¡Ya os lo he dicho! Me separé de ella a cosa de un cuarto de legua de Wherwell, obedeciendo sus órdenes, y jamás la volví a ver.
—¡Mentís, bellaco! Vos la destruisteis.
Hugo apoyó una mano en el brazo del joven y éste se estremeció al contacto como un perro de muestra distraído de su propósito.
—Adán, estáis desaprovechando vuestras mentiras, lo cual es mucho peor. Aquí está este anillo que vos reconocéis como perteneciente a vuestra señora y que fue vendido, según dos buenos testigos, el 20 de agosto de hace tres años en una tienda de Winchester por un hombre cuya descripción se ajusta a vos mejor que la ropa que lleváis…
—Podría ajustarse a muchos hombres de mi edad —protestó resueltamente Adán—. ¿Qué tengo yo de particular? La mujer no me ha señalado con el dedo, no me ha visto…
—Pero os verá, Adán, os verá. La podemos traer junto con su esposo para que os acuse en vuestra propia cara. Tal como os acuso yo —dijo Hugo con firmeza—. Eso ya es demasiado y no se puede desechar como un simple cuento infantil o una pura coincidencia. No necesitamos más pruebas que esta sortija y esos dos testigos… para acusaros de robo y puede que de asesinato. ¡Sí, asesinato! ¿De qué otro modo, si no, os hubierais podido apoderar de sus joyas? Jamás llegó a Wherwell donde, por otra parte, no la esperaban. Era fácil borrarla de la faz de la Tierra pues sus parientes de aquí la creían a salvo en un convento y en el convento no podían inquietarse por el hecho de que no apareciera, pues no había avisado de antemano. Por consiguiente, ¿dónde está ella, Adán? ¿Sobre la tierra o debajo de ella?
—No sé más de lo que he dicho —contestó Adán, apretando los dientes.
—¡Vaya si sabéis! Sabéis cuánto conseguisteis del platero… y cuánto le pagasteis al asesino a sueldo que aguardaba fuera de la tienda. ¿Quién era, Adán? —preguntó Hugo en un susurro—. La mujer afirma que os reunisteis con él, le pagasteis y doblasteis inmediatamente la esquina con él cuando os percatasteis de que ella os estaba mirando desde la puerta. ¿Quién era él?
—No sé nada de ese hombre. Os digo que no fui yo quien estuvo allí.
—La mujer también lo ha descrito. Un joven de unos veinte años, delgado y con la cabeza cubierta por un capuchón. Dadnos un nombre, Adán, y puede que eso aligere vuestra carga. Si es que conocéis su nombre. ¿Dónde lo encontrasteis? ¿En el mercado? ¿O acaso había sido contratado previamente para hacer el trabajo?
—Jamás entré en semejante tienda. Si ocurrió todo eso que decís, les ocurrió a otros hombres, no a mí. Yo nunca estuve allí.
—¡Pero las pertenencias de Juliana, sí, Adán! De eso no cabe la menor duda. Y las llevaba un hombre que se parecía mucho a vos. Cuando la mujer os vea en carne y hueso, quizá podré decir que las llevasteis vos. Será mejor que nos lo digáis, Adán. Ahorraos esta larga investigación, confesad voluntariamente y terminemos de una vez. Ahorradle un largo viaje a la esposa del platero. Ella os señalará con el dedo, Adán. Éste, dirá cuando os vea, éste es el hombre.
—No tengo nada que confesar. No hice nada malo.
—¿Por qué elegisteis aquella tienda, Adán?
—Nunca estuve en la tienda. No tenía nada que vender. No estuve allí…
—Pero la sortija sí estuvo, Adán. ¿Cómo llegó hasta allí? Junto con el collar y la pulsera. ¿Una casualidad? ¿Hasta dónde se puede estirar la casualidad?
—La dejé a un cuarto de legua de Wherwell…
—¿Muerta, Adán?
—Me despedí de ella, viva. ¡Lo juro!
—Y, sin embargo, le dijisteis al platero que la propietaria de las joyas había muerto. ¿Por qué lo hicisteis?
—Ya os he dicho que yo nunca estuve en aquella tienda.
—¿Fue otro hombre entonces? Un desconocido que estaba en posesión de las tres alhajas y se parecía a vos y dijo que la dama había muerto. Aquí hay muchas casualidades prodigiosas, Adán, ¿cómo podéis explicarlas?
El prisionero echó la cabeza hacia atrás. Su rostro estaba ceniciento.
—Jamás le puse las manos encima. ¡La quería mucho!
—¿Y ésta no es su sortija?
—Es su sortija. Cualquiera en Lai os lo podrá decir.
—¡En efecto, Adán, nos lo podrán decir! Lo declararán también ante el tribunal cuando llegue el momento. Pero sólo vos podéis decirnos cómo llegó a vuestro poder, como no fuera a través de un asesinato. ¿Quién era el hombre a quien le pagasteis una suma?
El ritmo era cada vez más rápido y las preguntas eran tan precisas y mortíferas como dardos. Una y otra vez, repitiendo siempre lo mismo hasta que, al final, el hombre empezara a dar muestras de cansancio. Si era rompible, no tardaría en romperse.
Estaban tan tensos como los instrumentos de cuerda excesivamente afinados, por lo que los tres se sobresaltaron violentamente cuando llamaron a la puerta de la celda y un sargento asomó la cabeza, visiblemente alterado por alguna inesperada noticia.
—Disculpad, mi señor, pero han considerado que debíais saberlo en seguida… Corren rumores por la ciudad de que una barca se ha hundido hoy durante la tormenta. Dicen que dos monjes de la abadía se han ahogado en el Severn y que un árbol arrancado por un rayo cayó sobre la embarcación de Madog y la hizo pedazos. Están buscando los cuerpos corriente abajo…
Hugo se levantó de un salto, consternado.
—¿La embarcación de Madog? Eso debe de ser lo que me dijo Cadfael… ¿Ahogados? ¿Está confirmado? Madog jamás había perdido un cargamento o un pasajero hasta ahora.
—Mi señor, ¿quién puede discutir con un relámpago? El árbol les cayó encima. Alguien en Frankwell vio caer el rayo. Es posible que el señor abad todavía no lo sepa, pero en la ciudad la noticia corre de boca en boca.
—¡Voy en seguida! —dijo Hugo, volviéndose a mirar a Nicolás—. Bien sabe Dios cuánto lo siento, Nick, si esto es cierto. Fray Humilis, vuestro Godfrid, sentía deseos de volver a ver su lugar natal en Salton y esta mañana se fue con Madog, o eso pretendía, por lo menos… él y Fidelis. ¡Venid conmigo! Será mejor que averigüemos lo que de veras ha ocurrido. Quiera Dios que hayan armado un alboroto innecesario, tal como suele suceder a menudo, y que no haya sido más que un chapuzón. Madog nada mejor que los peces. Pero vamos a cerciorarnos.
Nicolás se levantó con él sin haber asimilado todavía la noticia.
—¿Mi señor? ¿Estando tan enfermo? Oh, Dios mío, no creo que haya podido sobrevivir a este espanto. Sí, os acompaño… ¡tengo que saberlo!
Allá se fueron, dejando al prisionero. La puerta se cerró a su espalda y la llave giró en la cerradura. Nadie se volvió a mirar a Adán Heriet, el cual se dejó caer muy despacio en su duro catre, ocultando el rostro en sus manos, totalmente desmoralizado, cansado y vacío por dentro. Poco a poco, unas lentas lágrimas empezaron a asomar entre sus dedos y a caer sobre la almohada, pero nadie pudo verlas ni preguntarse a qué se deberían, nadie pudo interpretar su significado.
Cruzaron al galope la ciudad a través de unas calles que ya se estaban secando bajo el suave calor después del diluvio. Aún era de día y lucía el sol. Los tejados, los muros de las casas y las calles despedían unos tenues vahos de tal forma que los caballos parecían vadear un somero y frágil mar de vapor. Pasaron por delante de la casa de Hugo sin detenerse. Mejor, porque Aline no hubiera estado allí para recibirles.
Dondequiera que pasaran, veían gente en la calle en grupos de dos y tres, juntando las cabezas y moviendo las barbillas entre cuchicheos. La noticia de la tragedia había corrido como la pólvora. Esta vez no se trataba de una falsa alarma. Al salir por la puerta oriental para cruzar el puente de la abadía, Hugo y Nicolás refrenaron sus caballos al ver un pequeño y melancólico cortejo cruzando por delante de ellos. Cuatro hombres portaban unas improvisadas parihuelas, una puerta de la dependencia exterior de algún patio de Frankwell sacada de sus goznes y respetuosamente cubierta con unas mantas para llevar por lo menos el cadáver de una de las víctimas del temporal. Sólo una, porque la puerta era muy estrecha y los cuatro hombreas la llevaban como si la carga fuera muy ligera, a pesar de que el cuerpo cubierto era muy largo y tenía los huesos muy grandes.
Ambos se situaron reverentemente detrás, tal como estaban haciendo a pie muchos habitantes de la ciudad deseosos de incorporarse a la fúnebre procesión. Nicolás estiró el cuello hacia adelante, contemplando la forma del silencioso e inmóvil cuerpo. Tan largo y, sin embargo, tan liviano, caído prematuramente en la flor de la edad. Aquél no podía ser sino Godfrid Marescot, cuyo inmaculado espíritu había abandonado finalmente la consumida carne. Miró a través de la bruma de las lágrimas, tratando impacientemente de aclararse los ojos.
—¿Es Madog el que los encabeza?
Hugo asintió en silencio. Madog había reunido sin duda a algunos vecinos de su barrio, parcialmente galeses, a diferencia de él, que lo era en su totalidad, para que le ayudaran a trasladar al difunto. Dirigía a sus ayudantes a llevar al difunto con decoro y dignidad.
—¿Y el otro… Fidelis? —preguntó Nicolás, recordando la discreta figura perennemente oculta en las sombras y, sin embargo, constantemente dispuesta a prestar cualquier servicio.
Sintió una punzada de remordimiento ante el hecho de que se afligiera tanto por Godfrid y tan poco por la persona que se había convertido voluntariamente en esclavo de la nobleza de Godfrid.
Hugo sacudió la cabeza. En verdad, allí sólo había un cuerpo.
Ya habían cruzado el puente y se estaban acercando a la barbacana, con el Gaye a la izquierda y el molino y el estanque a la derecha, para entrar por la caseta de vigilancia de la abadía. Allí los hombres que portaban las parihuelas giraron a la derecha con su carga, cruzaron el arco y entraron en el gran patio donde una silenciosa asamblea se había reunido para recibirles. Los hombres posaron su carga y permanecieron respetuosamente de pie.
La noticia había llegado a la abadía cuando los monjes salían de vísperas. El abad, el prior, los monjes y los novicios formaron un sobrecogido círculo, bruscamente obligados a meditar sobre la mortalidad. Los ciudadanos que habían seguido el cortejo hasta su destino se quedaron un poco apartados junto a la entrada, contemplando la escena en sobrecogido silencio.
Madog se acercó al abad con su noble disposición galesa a aceptar a todos los hombres como iguales y relató lo ocurrido con escuetas frases. Radulfo reconoció la voluntad de Dios y la impotencia del hombre con un gesto de absolución de la mano y contempló largo rato el cuerpo cubierto antes de inclinarse para apartar la manta que cubría el rostro.
En la muerte, Humilis se había desprendido de todos los años que la enfermedad le había echado encima. La muerte no podía restaurar la carne perdida, pero había suavizado sus afiladas facciones y las huellas del dolor.
Hugo y Nicolás, junto a la esquina del claustro, vieron fugazmente la sobrenatural serenidad del semblante de Humilis antes de que Radulfo lo cubriera de nuevo con la manta, bendijera el catafalco y a los hombres que lo habían portado e indicara por señas a sus servidores que tomaran el cuerpo y lo trasladaran a la capilla mortuoria.
Sólo entonces, cuando fray Edmundo, recordando las reticencias compartidas de los dos monjes perdidos y manifiestamente privado de la presencia de Fidelis, miró a su alrededor, buscando al único hombre que conocía los secretos más íntimos del devastado cuerpo de Humilis… sólo entonces se percató Hugo de que fray Cadfael era el único ausente de aquella reunión. Él, que más que nadie hubiera tenido que estar allí para prestar cualquier servicio que se le pidiera en relación con Humilis, ¡se encontraba en otro lugar precisamente en aquel momento!
Aquel abandono quedó fuertemente grabado en la mente de Hugo hasta que, más tarde, éste le halló una explicación. Cabía la posibilidad de que el difunto hubiera dejado asuntos urgentes que resolver en otro lugar, más preciados para él que los últimos tributos rendidos a su cuerpo.
Presentaron sus respetos y condolencias al abad Radulfo, con la promesa de buscar el cuerpo de fray Fidelis en el río mientras hubiera alguna esperanza de encontrarle, y después, huésped y anfitrión regresaron juntos a la ciudad a paso de andadura. Pronto caería el crepúsculo, el claro cielo parecía inocente de toda maldad y el tibio aire se había enfriado súbitamente. Aline esperaba con la cena a punto y recibió a los dos hombres con tan buena disposición como si fueran sólo uno. Todavía faltaba un caballo en los establos, pero Hugo no se dio cuenta porque les dejó las cabalgaduras a los mozos y dedicó toda su atención a Nicolás.
—Debéis quedaros con nosotros hasta el entierro —le dijo durante la cena—. Mandaré avisar a Cruce. Estoy seguro de que deseará honrar a quien hubiera tenido que ser su cuñado y, además, tiene derecho a saber cómo están ahora las cosas con Heriet.
Aline aguzó el oído.
—¿Y cómo están ahora las cosas con Heriet? —preguntó—. Hoy han ocurrido tantas cosas que me he perdido la mitad de ellas. Nicolás dijo que traía malas nuevas, pero ni siquiera el aguacero le impidió entretenerse lo justo para decir algo más. ¿Qué ha sucedido?
Entre los dos le contaron lo ocurrido, desde la minuciosa búsqueda en Winchester hasta el momento en que la noticia del desastre sufrido por Madog les había obligado a interrumpir el interrogatorio de Adán Heriet para ir a averiguar la verdad de los hechos. Aline les escuchó, frunciendo levemente el ceño.
—¿Entró llorando para informar de que dos monjes de la abadía se habían ahogado en el río? ¿Y dio sus nombres? ¿Allí en la celda, delante del prisionero?
—Creo que los nombres los dije yo —contestó Hugo—. Ocurrió en el momento más oportuno para Heriet, cuando creo que ya estaba a punto de venirse abajo. Ahora podrá recuperar el resuello para el próximo interrogatorio, aunque dudo mucho de que pueda salvarse.
Aline no dijo más hasta que Nicolás, falto de sueño después del largo viaje a caballo y de los sobresaltos del día, se fue a la cama. Entonces, Aline dejó el bordado que estaba haciendo y fue a sentarse al lado de Hugo en el banco con almohadones junto a la chimenea apagada, y le rodeó el cuello con un brazo.
—Hugo, amor mío… hay algo que debes saber y que Nicolás no debe saber todavía, hasta que todo termine y se resuelva. Tal vez fuera mejor que no lo supiera jamás, aunque puede que, al final, lo adivinara, por lo menos en parte. Pero ahora te necesitamos a ti.
—¿Que me necesitáis? —dijo Hugo sin sorprenderse demasiado mientras rodeaba con el brazo a su esposa para atraerla hacia sí.
—Cadfael y yo. ¿Quién, si no?
—Ya me lo imaginaba —dijo Hugo, sonriendo—. Me extrañó que hubiera abandonado el desastroso final de una aventura en cuya preparación había intervenido él mismo.
—Pero es que no la ha abandonado, la está resolviendo en este momento. Y si oyes a alguien en los establos dentro de un rato, no te alarmes. Será Cadfael devolviéndote tu caballo y tú sabes que él se preocupa más por el bienestar de su caballo que por el suyo propio.
—Preveo una larga historia —dijo Hugo—. Esperemos que sea interesante.
El rubio cabello de Aline era más suave y dulce que la seda contra su mejilla. Hugo se inclinó para rozarle fugazmente los labios con los suyos.
—Lo es. Como lo son todos los asuntos de vida o muerte. ¡Ya lo verás! Y, puesto que delante del pobre Adán Heriet se comentó que dos monjes se habían ahogado, mañana tienes que hacerle una visita cuanto antes y decirle que no se inquiete, que las cosas no siempre son lo que parecen.
—Pues entonces, dime tú cómo son realmente.
Aline se acurrucó cómodamente en el hueco del brazo de su esposo y se lo dijo.
La búsqueda del cuerpo de fray Fidelis se llevó a cabo con gran diligencia desde ambas orillas del río durante más de dos días, en todos los parajes donde solían amontonarse los desechos transportados por las aguas, pero sólo pudieron encontrar una de sus sandalias, arrancada de su pie por la corriente y arrojada a los arenosos bajíos de las inmediaciones de Atcham. Casi todos los cuerpos que caían al Severn eran depositados por el Severn en la orilla más tarde o más temprano. Aquél jamás lo sería. Ni Shrewsbury ni el mundo volverían jamás a ver el cuerpo de fray Fidelis.