XII

n el luminoso, velado y sereno amanecer, el estanque del molino aparecía tan suave y apagado como un plato de peltre bajo el cobrizo resplandor del sol naciente. Los escarceos provocados por los remos de Madog eran tan escasos que el estanque parecía una balsa de aceite cuando el barquero entró con su bote procedente del río, poco después de prima.

Fray Edmundo había armado mucho alboroto y estaba muy preocupado por aquella empresa. Lamentaba que su paciente corriera aquel riesgo, pero no podía evitarlo pues el abad lo había autorizado. Para llegar a un compromiso con su conciencia, se encargó de que se tomaran todas las precauciones posibles de tal forma que Humilis gozara de la mayor comodidad durante el viaje. Después, se alejó de la embarcación y se fue a cumplir sus otras obligaciones. Cadfael y Fidelis transportaron a Humilis con una sencilla silla de mano a través del portillo del muro de la abadía que daba directamente al molino y, desde allí, hasta la orilla. A pesar de la longitud de sus huesos, Humilis pesaba casi tan poco como un niño. Madog, una cabeza y unos hombros más bajo que él, lo tomó en brazos sin visible esfuerzo y le pidió a Fidelis que ocupara momentáneamente su lugar en el banco de los remos para poder colocar al enfermo sobre unas mantas contra las rodillas del joven, cómodamente recostado en unos almohadones. De esta manera, viajaría más descansado. Fidelis echó suavemente los huesudos hombros del enfermo hacia atrás y colocó la tonsurada cabeza, descubierta bajo el sol, en los almohadones y apoyados contra sus rodillas. El anillo de negro cabello aún era joven y vigoroso en contraste con el resto del cuerpo, debilitado, escurrido y envejecido. Sólo los ojos se iluminaron ante la emoción de aquella aventura que era el cumplimiento de un ferviente deseo. Después de tantas hazañas, de cruzar y volver a cruzar los océanos y los continentes, después de todas las batallas, las victorias y los esfuerzos, la mayor aventura era, al final, una travesía por un pequeño río inglés para volver a visitar un modesto feudo de un tranquilo condado inglés.

La felicidad, pensó Cadfael contemplándole, consiste en las pequeñas cosas, no en las grandes. Son las pequeñas cosas las que recordamos cuando el tiempo y la mortalidad tocan a su fin, y a través de los pequeños hechos memorables podemos abrirnos finalmente camino hacia otro mundo.

Antes de que se fueran, Cadfael se apartó un momento con Madog.

—Madog —le dijo muy serio—, si vieras alguna cosa inconveniente… algo extraño o sorprendente… por el amor de Dios, no se lo digas a nadie, dímelo sólo a mí.

Madog le miró de soslayo bajo las encrespadas cejas y parpadeó con perspicacia.

—¡Y supongo que vos no os sorprenderéis! ¡Os conozco! Veo en la noche oscura mejor que nadie. Si hay algo que contar, vos seréis el primero en saberlo y sólo a través de mí.

Dándole a Cadfael un apretón en el hombro, Madog soltó el cabo de la embarcación que había amarrado a un inclinado tocón de sauce y saltó al interior del bote con la agilidad de un chiquillo, apartándolo de la orilla y deslizándose hacia el banco de los remos con un solo movimiento. El apagado brillo del agua subía y bajaba cansinamente entre la embarcación y la orilla. Madog tomó los remos y empujó hábilmente el bote hacia la corriente exterior, soñolienta y cansada bajo el bochorno, pero todavía viva en sus lánguidos movimientos.

Cadfael les vio alejarse. La luz matinal, a pesar de hallarse envuelta en la bruma, resplandecía en los semblantes de los dos viajeros, el joven muy serio y solícitamente inclinado hacia el mayor, y el otro levantado y esbozando una pálida sonrisa de placer. Ambos lo contemplaban todo con los ojos muy abiertos, tal vez incluso un poco intimidados por la aventura que habían emprendido. El bote dobló la esquina, los remos se hundieron en el agua y la luz oriental cayó de lleno sobre la achaparrada y vigorosa figura de Madog. Cadfael recordaba de sus incursiones en los escritos de la antigüedad a un barquero llamado Caronte que se encargaba de trasladar a las almas que abandonaban este mundo. Él también recibía una paga de sus pasajeros e incluso se negaba a aceptarlos si no le pagaban el pasaje. Pero no facilitaba ni alfombras ni almohadones ni lienzos encerados a las almas que conducía a la eternidad. Tampoco se preocupaba de buscar y recuperar los cuerpos extraviados cuya vida se había cobrado el río. Madog del Bote de los Muertos era mucho mejor.

Siempre hay cierto grado de frialdad en el agua por muy caluroso que sea el aire y por escaso que sea el caudal de la corriente. Sobre el suave brillo metálico del Severn se advertía por lo menos la ilusión de una brisa y los efluvios del agua parecían suavizar el calor de arriba. Humilis podía pasar un frágil brazo por encima de la borda e introducir los dedos en las conocidas aguas del río a cuya orilla había nacido. Fidelis le cuidaba con esmero, sosteniendo entre sus manos la cabeza del enfermo apoyada en los almohadones entre el cáliz de sus rodillas. Más tarde, intentaría tal vez apartar las manos, carne contra carne, para que el paciente disfrutara de más frescor, pero, de momento, todavía no era necesario. Permanecía inclinado sobre el soñador rostro y desplazaba delicadamente las manos mientras Humilis movía la cabeza hacia uno y otro lado, tratando de contemplar y recordar las dos orillas a medida que avanzaban. Fidelis no sentía cansancio ni calambres ni apenas dolor. Había vivido tanto tiempo con otra clase de dolor que éste se había convertido casi en parte de su ser cual si fuere un grato huésped. Allí en el bosque, aislado con su señor, él también experimentaba una profunda e intensa alegría.

Ya había rodeado toda la ciudad en su primera etapa pues el Severn, corriente arriba de la abadía, formaba un gran foso alrededor de las murallas, convirtiendo la ciudad casi en una isla de no haber sido por la franja de tierra cubierta y protegida por el castillo. Al llegar al puente occidental que conducía a los caminos de Gales, los meandros del río se hacían más tortuosos y ofrecían al cobrizo sol levante, ora una mejilla, ora la otra. Allí el caudal era más ancho, aunque estaba por debajo de su acostumbrado nivel estival; Madog conocía los pocos bajíos que se adentraban en la orilla y remaba con fuerza y seguridad, plenamente consciente de su maestría.

—Recuerdo muy bien este tramo —dijo Humilis, contemplando con una sonrisa la orilla de Frankwell cuando el gran meandro del río situado al norte de la ciudad les devolvió a su curso occidental—. Esto es un gran placer para mí, amigo mío, pero temo que sea un duro esfuerzo para vos.

—No —contestó Madog que, cuando hablaba en inglés, era más bien lacónico aunque sabía expresarse muy bien—, estas aguas son mi vida y mi medio de subsistencia. Lo hago con mucho gusto.

—¿Incluso en invierno?

—En cualquier época del año —dijo Madog, contemplando la brumosa y bronceada bóveda del despejado cielo.

Más allá del suburbio de Frankwell, fuera de las murallas de la ciudad y de la curva del río, navegaron entre vastas extensiones de prados ribereños, todavía lo bastante húmedos como para estar más verdes que la hierba de los terrenos más elevados. Desde las orillas cubiertas de carrizos les llegaba un poco de frescor, como sí la tierra respirara allí mientras que en otros lugares contuviera el aliento. Durante un buen trecho, los viejos y altos árboles de las altas orillas arrojaron una plomiza sombra sobre el agua. Los sauces se inclinaban desde las riberas con las raíces medio al descubierto a causa de la erosión. Después, el terreno se allanaba de nuevo y se abría a la derecha mientras que a la izquierda se elevaba en arenosas terrazas y herbosas pendientes que conducían a los cerros de bosques.

—Ya no está muy lejos —comentó Humilis, mirando fijamente hacia delante—. Lo recuerdo muy bien. Nada ha cambiado.

El placer de la expedición le habían conferido una cierta fuerza y su voz sonaba clara y serena a pesar de las gotas de sudor que le cubrían la frente y el labio. Fidelis se las secó y se inclinó hacia él para darle sombra sin tocarle.

—Soy como un niño en vacaciones —continuó Humilis—. Justo es que las goce en el lugar donde fui niño. La vida es como un círculo, Fidelis. Nos alejamos de nuestra fuente durante la mitad del tiempo que nos ha sido asignado, dejamos a los parientes y los lugares conocidos, conocemos lejanos países y hacemos nuevas amistades. Pero, a llegar al punto culminante, iniciamos el regreso, acercándonos de nuevo al lugar del que vinimos. Cuando se cierra el círculo, ya no hay ningún lugar adonde ir en este mundo y es la hora de la partida. No tiene por qué haber tristeza en ello. Es bueno y justo que así sea.

Trató de incorporarse para mirar hacia delante y Fidelis lo sostuvo por las axilas.

—Allí, detrás de aquella pantalla de árboles, se encuentra el feudo. ¡Estamos en casa!

El terreno era allí rojizo y angosto, con una larga y estrecha franja de playa más allá de la cual una herbosa pendiente subía hasta un trillado sendero que discurría entre los árboles. Madog aproximó la embarcación a la arenosa orilla, desarmó los remos y saltó a tierra para acercar el bote y amarrarlo firmemente.

—Esperad un momento aquí. Voy a avisar a los de la casa.

El administrador de Salton era un hombre de cincuenta y cinco años y no había olvidado al niño, nueve años menor que él, hijo del señor de aquel feudo en el que habían transcurrido sus primeros años de vida. Bajó corriendo a la orilla del río con un par de criados y una silla improvisada para trasladar a Godfrid a la casa. No corría a dar la bienvenida al paladín del Reino de Jerusalén sino al niño a quien había enseñado a nadar y a pescar y al que había sentado sobre su primera jaca a los tres años de edad. Aquella temprana amistad no había durado muchos años y puede que él llevara treinta años o más sin pensar en ella, ocupado en casarse y mantener una familia, pero ahora los recuerdos surgieron sin el menor esfuerzo. A pesar de la advertencia que le había hecho Madog, se detuvo en seco y contempló consternado el frágil espectro que le aguardaba en la barca. Inmediatamente se recuperó y se apresuró a ofrecer una mano e hincar una rodilla en gesto de pleitesía, pero Humilis se dio cuenta.

—Me ves muy cambiado, Aelredo —le dijo, extrayendo instintivamente el nombre del pozo de su memoria—. Ya no somos los niños que fuimos antaño. No me han ido muy bien las cosas, pero no te preocupes. Estoy bien. Y me alegro muchísimo de verte de nuevo aquí con tan saludable aspecto en estas tierras que yo abandoné hace tanto tiempo.

—Mi señor Godfrid, me hacéis un gran honor —dijo Aelredo—. Aquí todo está a vuestro servicio. Mi esposa y mis hijos se sentirán orgullosos.

Levantó en brazos a su huésped sin la menor dificultad y lo colocó delicadamente en la silla de manos. Siendo hijo del administrador de su señor a los doce años, más de una vez había tomado en sus brazos al chiquillo. El hermano mayor y heredero de Marescot, que a la sazón contaba diez años, se negaba a hacerle de niñera al pequeño. Ahora los mismos brazos sostenían el último soplo de su vida, casi tan liviano como era el niño.

—No he venido para causarte molestias —dijo Humilis— sino tan sólo para sentarme aquí un rato contigo y saber de ti y ver cómo prosperan los campos y crecen tus hijos. Para mí será un gran placer. Ése es mi amigo y ayudante, fray Fidelis. Me cuida tan bien que no me falta de nada.

Por la verde pendiente y entre los árboles trasladaron la carga hasta que, rodeada por los campos de la propiedad, no muy extensos, pero muy bien cultivados, apareció la mansión feudal de Salton, cercada por una valla en cuya parte interior se levantaban los establos y los graneros. Una casa sencilla con una sola sala y una pequeña cámara sobre un sótano de piedra y una cocina aparte en el patio. En el exterior de la valla había un pequeño vergel con un banco de madera a la sombra de los manzanos. Allí colocaron a Humilis sobre los almohadones y las mantas para que descansara los descarnados huesos mientras todos corrían arriba y abajo para servirle cerveza, fruta, pan recién hecho y cualquier otra cosa que pudieran ofrecerle. La tímida esposa procuró disimular la compasión lo mejor que pudo. Después aparecieron dos hijos mayores, el uno de unos treinta años y el otro de unos quince, nacido sin duda tras la pérdida de uno o dos vástagos anteriores. El hijo mayor trajo a su joven esposa para que se inclinara en reverencia ante Godfrid. Era una morena y risueña muchacha ya embarazada.

Fidelis se sentó sobre la hierba bajo los manzanos, dejando el banco para el anfitrión y el huésped mientras Aelredo recordaba con desusada y repentina elocuencia los tiempos pasados y refería todo lo que le había ocurrido desde entonces. Una serena y sencilla existencia de trabajo mientras los cruzados recorrían el mundo y regresaban a casa sin hijos, estériles y mutilados. Humilis le escuchó con una leve sonrisa de satisfacción y sin apenas hablar, pues se sentía cansado y la emoción del estímulo se estaba desvaneciendo poco a poco. El brumoso e implacable sol se encontraba en su cénit, pero hacia el oeste se estaban condensando unas espesas nubes.

—Déjanos un ratito aquí —dijo Humilis—. Me canso fácilmente y no quisiera cansarte también a ti. Puede que duerma un poco. Fidelis me atenderá.

Una vez solos, Humilis lanzó un profundo suspiro y permaneció un buen rato en silencio, aunque sin dormir. Extendió una escuálida mano y asió la manga de Fidelis para indicarle que se sentara a su lado en el sitio que Aelredo había desocupado. Desde allí se escuchaban los suaves y soñolientos mugidos de los establos y los zumbidos de las abejas. Las abejas habían tenido un verano muy ajetreado, aprovechando las flores que con tanta profusión florecían, pero que tan pronto morían. Había tres colmenas al fondo del vergel. La cosecha de miel sería muy abundante.

—Fidelis… —la voz que previamente había empezado a debilitarse y languidecer, había recuperado ahora la claridad y la calma aunque sonaba un poco lejana, como si Humilis ya hubiera iniciado la partida—. Mi dulce amigo, te he traído aquí para estar contigo, sólo contigo, aquí donde yo empecé. Nadie más que tú deberá oír lo que ahora diré. Te conozco mejor que a mi propia alma. Te aprecio tanto como aprecio mi propia alma y mi esperanza en el cielo. Te quiero por encima de cualquier otra criatura de esta Tierra. ¡Calla… no digas nada! —el brazo sobre el cual Humilis apoyaba suavemente la mano experimentó una sacudida y la muda garganta emitió un leve sonido semejante a un sollozo—. Dios me libre de causarte el menor dolor con mis palabras, pero el tiempo apremia. Ambos lo sabemos. Y yo tengo que decirte ciertas cosas mientras haya tiempo. Fidelis… tu dulce compañía ha sido la bendición, la dicha el gozo y el consuelo de mis últimos años. No puedo recompensarte más que queriéndote como tú me has querido. Y así lo hago. No puede haber nada mejor. Recuérdalo cuando me haya ido y recuerda que me voy exultante de felicidad, conociéndote tanto como tú me conoces a mí y queriéndote tanto como tú me has querido.

Fidelis permaneció sentado a su lado tan mudo como una piedra, pero las piedras no lloran y, en cambio, Fidelis estaba llorando. Humilis lo supo porque, cuando se inclinó para besarle la mejilla, notó el sabor de sus lágrimas.

Eso fue todo lo que ocurrió. Poco después, Madog se acercó a ellos y les anunció sin rodeos que se acercaba una tormenta y que mejor sería que tomaran una decisión: o quedarse allí o subir cuanto antes a bordo y regresar a Shrewsbury a la mayor velocidad que les permitieran las someras aguas del río.

El día pertenecía a Humilis, y también la decisión. Éste contempló la oscuridad del cielo occidental convertido casi en un siniestro crepúsculo, miró a su compañero, pasivamente sentado en silencio como si quisiera prolongar un sueño, y dijo con una sonrisa que prefería irse.

Los hijos de Aelredo le llevaron hasta la orilla, Aelredo le colocó en el fondo de la barca sobre su lecho de alfombras y Fidelis le recostó suavemente. El este aún conservaba un apagado resplandor y hacia él navegó la embarcación. A su espalda, las nubes se estaban multiplicando con negra y siniestra velocidad, colgando como unas gigantescas ubres repletas de venenosa leche. Bajo aquella oscuridad, Gales había desaparecido y la distancia era sólo de una legua. En algún lugar del oeste ya habían caído lluvias torrenciales. El primer túrgido impulso de las tormentosas aguas empezó a agitar las aguas del Severn por debajo de ellos, empujándoles con fuerza corriente abajo.

Se encontraban muy cerca de los prados cuando el este se oscureció casi de repente, reflejando el negro cárdeno del oeste mientras la luz se trocaba en lobreguez y se oían los truenos del oeste, acercándose a ellos a gran velocidad como redobles de tambores que los siguieran o rugientes ladridos de lebreles persiguiendo a una presa en una cacería de semidioses. Madog, tranquilo, pero preparado para cualquier eventualidad, dejó los remos y desdobló el lienzo encerado que usaba para proteger las mercaderías, cubriendo a Humilis y toda la superficie de la barca y haciendo un dosel sobre su cabeza. Fidelis lo sostuvo con las manos extendidas para evitar que obstaculizara la respiración del enfermo.

La lluvia empezó a caer en solitarias y pesadas gotas que golpearon el lienzo con tanta fuerza como si fueran piedras. Después, los cielos se abrieron y dejaron caer toda la acumulación de lluvia a que la agostada tierra tenía derecho en medio de un aguacero que agitó las aguas del Severn como si hirvieran y escupió bruscas fuentes de arena desde las riberas. Fidelis se cubrió la cabeza y se inclinó para sujetar el lienzo sobre Humilis. Madog se situó en el centro de la corriente pues los rayos, aunque siguieran el curso del río, se abatirían sobre la primera cosa que más destacara a lo largo de las orillas.

Ya empapado hasta los huesos, Madog se sacudía el agua como si fuera un pez y se encontraba tan a gusto dentro como fuera de ella. Había soportado tormentas tan repentinas y torrenciales como aquélla y pese a su violencia, estaba seguro de que no duraría mucho.

Sin embargo, las zonas situadas corriente arriba ya habrían recibido aquel bautismo varias horas antes, pues el agua bajaba con embravecida furia, empujándoles con su fuerza río abajo. Madog se dejaba llevar por ellas, usando los remos tan sólo para mantener la embarcación en el centro de la corriente. El torrente de lluvia caía sin cesar mientras los truenos los perseguían hacia Shrewsbury y los relámpagos se encendían y se entrecruzaban en su camino, convertidos en la única luz en medio de la rugiente oscuridad. Las orillas sólo se vislumbraban cuando estallaban los relámpagos, y la ceguera que se producía tras su paso hacía que el siguiente estallido resultara todavía más cegador.

Chorreando como una foca, Fidelis se sacudió el agua de ambos lados mientras sostenía el lienzo sobre Humilis con sus doloridos brazos. Mantenía los ojos fuertemente cerrados contra el diluvio y sólo los abría de vez en cuando para atisbar a través del aguacero. No sabía dónde estaban excepto en los momentos en que las llameantes visiones se introducían a la fuerza entre sus párpados y le obligaban a pestañear para librarse de la molestia. Entonces veía las lívidas y siniestras siluetas de los árboles iluminadas por el purpúreo resplandor antes de ser engullidas de nuevo por la oscuridad. O sea que ya habían dejado atrás los prados y ahora se encontraban muy cerca de los cenagales cacarañados y horadados por la intensa lluvia. Estaban navegando velozmente entre los árboles de ambas orillas y ya no podían encontrarse muy lejos del refugio de Frankwell.

A pesar de la protección del lienzo, estaban empapados. La fría agua se había recogido en el fondo de la embarcación y, aunque resultaba molesta, no constituía ningún peligro. Se dejaban llevar por la corriente llena de hojas y ramas cuyas aguas crecían y se enroscaban en peligrosos remolinos. Pero muy pronto llegarían a Frankwell y buscarían refugio en el edificio más próximo sin que aquel viento en torbellino les hubiera causado graves daños.

Los truenos lanzaban rugidos capaces de perforar los tímpanos de los oídos y los relámpagos se sucedían en medio de cegadores destellos. Fidelis abrió los anegados ojos ante aquel impresionante fragor justo a tiempo para ver cómo el más viejo, retorcido y vigoroso de los sauces que flanqueaban la orilla izquierda brincaba y se partía entre las llamas, arrancado casi de cuajo de la empapada tierra, mientras estallaba en un tremendo surtidor de llamas y caía a la corriente sobre la embarcación.

Madog se inclinó hacia Humilis. Como una catapulta, el árbol medio arrancado cayó sobre la proa del esquife, destrozó sus costados y lo partió como un huevo cascado. Tronco, embarcación y cargamento cayeron a las cenagosas aguas. Las llamas se apagaron con un inmenso silbido. Todo quedó súbitamente frío y agitado por un movimiento más pesado que el plomo, el cual arrastró el cuerpo y el alma entre las hierbas y las ramas arrancadas por la tormenta, girando y con irresistible fuerza hacia la paz y la languidez de la muerte.

Fidelis trató de emerger a la superficie, luchando contra el consolador convencimiento de la desesperación, el molesto peso de su hábito y los obstáculos de las ramas y las hierbas que se enredaban a su alrededor. Salió a la superficie, lanzando un profundo suspiro mientras trataba de asir las hojas que se deslizaban entre sus dedos y conseguía finalmente agarrarse a una rama capaz de sostenerle con la cabeza fuera del agua. Jadeando de agotamiento, se sacudió el agua y abrió los ojos en medio de la rugiente oscuridad. Una jaula de ramas desgajadas lo rodeaba y lo sostenía. Unas desgarradas pero tenaces raíces anclaban todavía el sauce a la orilla, subiendo y bajando sobre la corriente. Una manta de las que había en el interior de la embarcación se le enroscó alrededor del brazo cual si fuera una serpiente, y a punto estuvo de obligarle a soltar la rama. Fidelis se deslizó a lo largo de la rama buscando a la luz de los relámpagos alguna mano flotando o algún pálido y fantasmagórico rostro en aquella caótica oscuridad.

Un retazo de negro lienzo pasó entre las hojas que cubrían las aguas. Después apareció el extremo de una manga y una pálida mano que inmediatamente volvió a hundirse en el agua. Fidelis soltó la rama y se lanzó tras ella, buceando por debajo de las ramas del árbol. La orla del hábito le resbaló entre los dedos, pero él consiguió agarrar los pliegues de la cogulla, nadando con fuerza hacia la orilla de Frankwell para escapar de los azotes de las ramas del sauce. Consiguió agarrarse a otra rama más segura, sosteniendo el fláccido cuerpo de Humilis por encima de su cabeza. En determinado momento, ambos se hundieron juntos, pero Madog consiguió acercarse a ellos, levantando el peso del cuerpo inconsciente de unos brazos que ya no hubieran tenido fuerzas para sostenerlo.

Fidelis se dejó arrastrar fugazmente por la resignación, vencido ya por un agotamiento que le hacía peligrosamente agradable la idea de la muerte. Mejor dejarlo, abandonar la lucha y dejarse llevar por la corriente.

La corriente le llevó con suavidad al herboso lodazal de la orilla y lo depositó boca abajo al lado del cuerpo de Humilis con el cual Madog del Bote de los Muertos se estaba esforzando en vano.

La lluvia amainó por un breve instante y el viento en cuyo soplo silbaba la angustia cesó momentáneamente mientras los demonios del trueno se alejaban corriente abajo, dejando tras de sí un silencio total y una quietud casi absoluta. Un grito desgarrador traspasó la calma, un alarido de privación, de pérdida y de dolor se oyó sobre el Severn, sobresaltando a los acurrucados y silenciosos pájaros ocultos entre los arbustos mientras sus ecos resonaban por la corriente en un prolongado aullido que se transmitió de orilla a orilla, proclamando un desconsuelo irremediable.