n las calles de Winchester las hediondas y ennegrecidas ruinas de los incendios estaban empezando a ceder el lugar a unos tímidos destellos de nueva esperanza. Los que habían huido regresaban para recoger los restos de sus tiendas y hogares y los que se habían quedado habían puesto manos a la obra, retirando los escombros y llevando carros cargados de madera para la reconstrucción. Los mercaderes de Inglaterra eran una raza muy dura y resistente y, después de cada revés, regresaban con nuevos bríos, dispuestos a restaurar y aguardar el tiempo necesario hasta que pudieran obtener beneficios. Retiraron los productos estropeados y prepararon los almacenes para la recepción de nuevas mercaderías. En las tiendas se recogió lo que todavía se podía vender, se limpiaron los destrozados locales y se levantaron tenderetes provisionales. La vida reanudó su curso con sorprendente celeridad y energía, pero en su ritmo habitual se advertía un nuevo latido de desafío contra la desgracia. Cada vez que caigas sobre nosotros, le decían los comerciantes de la ciudad, nos levantaremos de nuevo y reanudaremos nuestras actividades allí donde las interrumpimos, y tú te cansarás primero.
Los ejércitos de la reina, bien asentados allí y también en el oeste y el sudeste, se dedicaron a consolidar tranquilamente lo que tenían, en la absoluta certeza de que les bastaría simplemente con esperar para que les devolvieran al rey Esteban. Algunos taimados capitanes tanto ingleses como flamencos no debían ver demasiados motivos de júbilo en el intercambio de caudillos porque, por muy importante que fuera Esteban como símbolo al que había que valorar y proteger a toda costa, y por muy valiente que fuera en el combate, no podía compararse con su esforzada esposa como estratega en la guerra. No obstante, su liberación era esencial. Mantenían audazmente en su poder las ganancias y esperaban tranquilamente que el enemigo se lo devolviera, tal como tendría que hacer más tarde o más temprano. Tendrían que tener un poco de paciencia mientras los negociadores parlamentaran y discutieran, pero el final era seguro.
Nicolás Harnage, con la lista de objetos de valor de Juliana Cruce en la bolsa, recorría la ciudad de Winchester, tratando de averiguar si alguien había visto semejantes objetos, robados, vendidos o cedidos devotamente. Empezó por lo más alto, el representante del santo Padre en Inglaterra, el príncipe-obispo de Winchester, Enrique de Blois, que acababa de recuperar su ultrajada dignidad y estaba emergiendo con impresionante decisión en el campo de las negociaciones, como si jamás hubiera cambiado y vuelto a cambiar de chaqueta ni se hubiera encerrado en su castillo de la ciudad con grave riesgo de su vida. Hizo falta insistir mucho para ser recibido por su señoría, pero, en la situación en la que se encontraba, Nicolás tenía la suficiente perseverancia como para abrirse camino incluso a través de aquellas espinosas defensas.
—¿Y por estas minucias me venís a molestar? —dijo el obispo Enrique, tras examinar con el ceño fruncido la lista que Nicolás le había entregado—. No sé nada sobre estas vulgares baratijas. Jamás las he visto y ninguna de ellas pertenece a ninguna iglesia o monasterio que yo conozca en esta región. ¿Qué tengo yo que ver con todo eso?
—Mi señor, está en juego la vida de una dama —contestó Nicolás, ofendido—. Tenía un propósito que jamás cumplió: una vida de entrega en la abadía de Wherwell. Antes de llegar allí, se perdió, y lo que yo pretendo es encontrarla si está viva y vengarla si está muerta. Sólo a través de estas vulgares baratijas como vos decís puedo abrigar alguna esperanza de encontrarla.
—En eso no os puedo ayudar —dijo lacónicamente el obispo—. Os puedo asegurar que ninguno de estos objetos ha pasado a posesión de la Catedral Vieja ni de ninguna otra iglesia o convento de los que se hallan bajo mi jurisdicción. Pero podéis preguntar entre las casas de la ciudad y decir que yo he autorizado vuestra búsqueda. Es todo lo que puedo hacer.
Nicolás tuvo que conformarse con lo que le daban. En realidad, le sería considerablemente útil en caso de que le preguntaran con qué derecho lo hacía. Aunque, de momento, estuviera eclipsado, Enrique de Blois volvería a resurgir como el ave fénix, tan formidable como siempre, y el fuego que casi le había consumido por completo se reavivaría y chamuscaría a quienquiera que se atreviera a desafiarle.
De iglesia en iglesia y de sacerdote en sacerdote, Nicolás fue mostrando su lista sin obtener más que negativas, encogimientos de hombros y ceños fruncidos, incluso en los lugares donde observaba una manifiesta voluntad de ayudarle. Ninguna casa de religión de las que habían sobrevivido en Winchester sabía nada de los dos candelabros, la cruz con piedras engarzadas o el copón de plata que formaban parte de la dote de Juliana Cruce. No había razón para dudar de su palabra porque no tenían motivo para mentir y ni siquiera para prevaricar.
Quedaban las calles, las tiendas de los orfebres y los plateros e incluso los comerciantes ocasionales que compraban y vendían en el mercado cualquier cosa que llegara a sus manos. Nicolás inició una búsqueda sistemática entre todos ellos. En una ciudad tan próspera como aquélla, con una clientela tan acaudalada de encumbrados eclesiásticos y ricas instituciones, los artesanos y comerciantes eran muy numerosos.
De este modo, la mañana del mismo día en que fray Humilis inició el viaje hacia su lugar de nacimiento, Nicolás entró en un pequeño y devastado taller de la calle Mayor, junto a la iglesia de San Mauricio. La fachada había sufrido las consecuencias de los incendios y el platero había levantado una especie de barracón semejante a los de las ferias, colocando en él su banco de trabajo para aprovechar mejor la luz diurna. La persiana levantada protegía su rostro de los rayos directos del sol, pero permitía que la luz matinal iluminara el broche en el que trabajaba y las finas piedras que estaba engarzando. Un hombre en la flor de la edad y probablemente vigoroso en tiempos de prosperidad, pero que ahora aparecía un tanto encogido a causa de las privaciones del largo asedio, pues la grisácea piel le colgaba flácidamente cual si fuera una chaqueta demasiado grande para un hombre acostumbrado a los ayunos. El artesano levantó la vista a través de un mechón de cabello entrecano y preguntó en qué podía servir al caballero.
—Estoy empezando a pensar que las probabilidades son muy escasas —reconoció tristemente Nicolás—, pero, por lo menos, vamos a intentarlo. Busco información, cualquier información, sobre ciertas piezas de orfebrería y ornamentos de iglesia que se perdieron en esta comarca hace tres años. ¿Vos manejáis esta suerte de objetos?
—Yo manejo cualquier cosa que sea de oro o de plata. Pero tres años son mucho tiempo. ¿Qué tienen de particular? ¿Pensáis acaso que los robaron? Yo no acepto objetos de los que se desconozca su procedencia. Si me ofrecen algo dudoso, no lo toco.
—En este caso, nada os hubiera disuadido de aceptarlos. Cierto que podían ser robados, pero vos no teníais por qué saberlo. No pertenecían a ninguna iglesia o convento del sur, procedían del condado de Shrop y se hicieron probablemente en aquella región. Un hombre entendido como vos los hubiera identificado como del norte. Las cruces eran seguramente antiguas y sajonas.
—¿Y cuáles son esos objetos? Leedme la lista. Mi memoria no es infalible, pero puede que los recuerde a pesar de los tres años transcurridos.
Nicolás leyó lentamente la lista, observando al hombre por si descubriera en él algún destello de reconocimiento.
—«Un par de candelabros de plata, con unos racimos de uva entrelazados en los brazos y unos apagavelas sujetos con cadenas de plata y adornados con hojas de parra labradas. Dos cruces iguales de plata, la mayor del tamaño de la mano de un hombre, con un pedestal de plata de tres peldaños, la copia más pequeña con una cadena de plata para llevarla un clérigo pendiente del cuello, ambas adornadas con piedras semipreciosas, topacios, ágatas, amatistas…».
—No —dijo el platero, sacudiendo enérgicamente la cabeza—, ésas no las hubiera podido olvidar. Y tampoco los candelabros.
—«… un pequeño copón de plata con helechos labrados…».
—No, señor. No recuerdo nada de todo eso. Si conservara mis libros os lo podría mirar. El escribano que me los llevaba era muy escrupuloso y podía encontrar cualquier objeto incluso después de varios años. Pero todo se perdió en el incendio. Recuperé algunas de mis mejores piezas, pero los libros se convirtieron en ceniza.
Aquél había sido el común destino de Winchester aquel verano, pensó Nicolás con resignación. Cuando la vida corría peligro, era natural que incluso los más meticulosos escribanos no se llevaran consigo más que su propia persona y algún que otro objeto valioso y abandonaran los pergaminos. Casi no merecía la pena seguir enumerando los pequeños objetos personales que habían pertenecido a Juliana, pues ésos no serían tan fáciles de recordar. Estaba dudando sobre la conveniencia de reanudar la lectura cuando se abrió una angosta puerta del fondo a través de la cual penetró la luz de un patio posterior y entró una mujer.
Al cerrarse la puerta, la mujer se desvaneció brevemente en la oscuridad del interior, pero emergió de nuevo a la luz cuando se acercó al banco de trabajo de su esposo y a la clara luz de la calle, y se inclinó para depositar una jarra de cerveza junto a la mano derecha del platero. En el momento de hacerlo, miró a Nicolás con sereno y comedido interés. Era una agraciada mujer algunos años más joven que su esposo. Su rostro aparecía envuelto en las sombras de la persiana que protegía los ojos de su marido a modo de toldo, pero su mano quedó plenamente iluminada por el sol en el momento de depositar la jarra; una pálida y delicada mano, cortada bruscamente a la altura de la muñeca por una manga negra.
Nicolás clavó los ojos en la mano con tanta fascinación que la mujer se quedó un poco sorprendida y no la apartó inmediatamente de la luz. En el dedo meñique, demasiado chica tal vez para poder pasar por los nudillos de otro dedo, lucía una sortija más ancha de lo habitual por cuyo borde se adivinaba que era de plata, pero en cuya superficie había tantos esmaltes de colores que el metal ni siquiera se veía. Eran unas diminutas flores de cuatro pétalos, alternando los colores amarillo y azul entre pequeñas hojas de color verde. Nicolás la contempló como si viera una milagrosa aparición. La cosa resultaba clara e inequívoca. No podía haber otra igual. Su valor no debía de ser muy elevado, pero el arte y la imaginación que la habían creado la distinguían de cualquier otra.
—Disculpadme, señora —dijo, tartamudeando mientras trataba de recuperar el aplomo—. Pero esta sortija… ¿Puedo saber de dónde procede?
Marido y esposa le miraron con extrañeza, pero sin turbación.
—La recibí honradamente —contestó la mujer, esbozando una leve sonrisa divertida al ver la alterada expresión de su semblante—. Nos la vinieron a vender hace unos años y, como me gustaba mucho, mi esposo me la regaló.
—¿Y eso cuándo fue? Creedme, tengo buenas razones para preguntarlo.
—Fue hace tres años —contestó el platero—. En verano, pero la fecha… de eso no estoy seguro.
—Pero yo sí —terció la esposa, riéndose—. Vergüenza debería darte, fue por mi cumpleaños y por eso te convencí para que me la compraras. Y mi cumpleaños, señor, es el día 20 de agosto. Tengo esta pieza tan bonita desde hace tres años. La esposa del alguacil quiso que mi marido le hiciera una copia pero yo me negué. Debe de ser la única de su clase. Prímulas y vincapervincas… ¡Y qué colores tan suaves! —la mujer agitó la mano bajo el sol para admirar el brillo de los esmaltes—. Las otras piezas del lote se vendieron hace tiempo, pero ninguna era tan hermosa como ésta.
—¿La comprasteis junto con otras piezas? —preguntó Nicolás.
—Un collar de piedras pulidas —contestó el platero—, ahora lo recuerdo. Y una pulsera de plata con adornos de zarcillos de guisantes… o, a lo mejor, eran de arvejas.
La sola sortija hubiera sido suficiente; pero las tres piezas juntas no permitían albergar la menor duda. Las tres pequeñas joyas personales de Juliana Cruce se habían vendido en aquella tienda el 20 de agosto de hacía tres años. Era el primer eco de lo ocurrido y su sonido parecía de lo más siniestro.
—Maese platero —dijo Nicolás—, aún no había completado la lista de lo que buscaba. Estas tres piezas llegaron al sur en manos de una dama que se dirigía a Wherwell, pero jamás llegó a su destino.
—¿De veras? —dijo el platero, palideciendo intensamente mientras miraba con cautela y recelo a su visitante—. Compré honradamente los objetos, no he hecho nada malo y no sé nada, aparte el hecho de que las trajo aquí un hombre de aspecto honrado que deseaba venderlas.
—Por favor, ¡no os inquietéis! No dudo de vuestra buena fe, pero, mirad, vos sois la primera persona que encuentro que tal vez pueda ayudarme a descubrir qué fue de la dama. Haced memoria, decidme, ¿quién era ese hombre? ¿Cómo era? ¿Qué edad tenía, qué suerte de hombre era? ¿No lo conocíais?
—Jamás le había visto —contestó el platero cautelosamente aliviado, pero sin estar muy seguro de que sus palabras no pudieran mezclarle en algún asunto peligroso—. Un hombre más o menos de mi edad, unos cincuenta años. Su apariencia era normal y vestía con sencillez. Le tomé por lo que dijo ser. Un criado enviado a cumplir un encargo.
La mujer lo hizo mejor. El asunto le interesaba, no veía ninguna razón para temer nada y deseaba ayudar en lo que pudiera. Tenía una vista más perspicaz que la de su marido y estaba dispuesta a aprobar el deseo y la buena voluntad de Nicolás.
—Un hombre sólido y vigoroso —dijo—, tan moreno como su chaqueta de cuero. No era un verano tan caluroso como éste y el bronceado de su piel era de ésos que duran y sólo amarillean un poco en invierno, el color de la piel de los que están acostumbrados a vivir al aire libre en todas la épocas del año… puede que fuera un guardabosques o un cazador. Barba castaña y cabello castaño ralo en la coronilla. Tenía unas facciones audaces y una mirada muy penetrante. No le recordaría tan bien si no fuera el que me trajo mi sortija. Os voy a decir una cosa. Creo que él también me debió de recordar a mí durante mucho tiempo. No paró de mirarme mientras estuvo en la tienda.
La mujer estaba acostumbrada a ello por ser muy agraciada, otra razón para que recordara con tanta precisión a aquel hombre. Otra razón también para que Nicolás prestara una cuidadosa atención a sus palabras.
El joven se tragó su ardiente amargura. No eran los cincuenta años ni la barba ni el cabello y ni siquiera la piel curtida por la intemperie los que identificaban a aquel hombre, pues Nicolás nunca había visto a Adán Heriet. Eran las circunstancias, la posesión de las alhajas, la evidencia de la fecha y el hecho de que los otros tres se hubieran quedado en Andover. Nicolás había visto a estos últimos con sus propios ojos y ninguno de ellos coincidía con la descripción. El cuarto hombre, el fiel servidor, el cazador y guardabosques de cincuenta años, un hombre fornido, un hombre que Waleran de Meulan se consideraría afortunado de tener a su servicio… sí, todas las palabras que Nicolás había oído decir sobre Adán Heriet encajaban con lo que había dicho aquella mujer sobre el hombre que les vendió las alhajas de Juliana.
—Yo puse ciertos reparos —dijo el platero todavía un poco nervioso—, porque vi que los objetos pertenecían claramente a una dama. Le pregunté de dónde los había sacado y por qué quería venderlos. Me dijo que era simplemente un criado que cumplía un encargo, que estaba obligado a hacer lo que le mandaban y que tenía el suficiente sentido común como para no negarse, sabiendo que, al que no cumplía las órdenes, le podían cortar las orejas o molerle el espinazo a palos y dejarle la espalda rayada como el lomo de un gato callejero. Yo le creí porque hay muchos amos así. Se comportaba con toda naturalidad, ¿por qué no iba yo a hacer lo mismo?
—¿Por qué no, en efecto? —dijo Nicolás en tono pesaroso—. O sea que le comprasteis las piezas y él se fue. ¿Discutió sobre el precio?
—No, dijo que tenía orden de vender y que nadie esperaba que fuera un experto tasador. Tomó lo que yo le ofrecí. Era un precio razonable.
Con margen para unos buenos beneficios sin duda, pero ¿por qué no? Los plateros no tenían por qué distribuir limosnas entre los vendedores ocasionales.
—¿Y eso fue todo? ¿Se marchó sin más?
—Le llamé cuando ya se iba y le pregunté qué había sido de la dama que lucía aquellas piezas y si ya nunca las iba a necesitar, y se volvió a mirarme desde la puerta y me contestó que no, que no las iba a utilizar porque aquella dama había muerto.
La dureza y la frialdad de la respuesta se transparentaron en la voz del platero cuando éste, la repitió. El hecho de recordarla le había hecho sentir una emoción más profunda de lo que jamás hubiera imaginado. Con más violencia si cabe, la respuesta traspasó el corazón de Nicolás cual si fuera un puñal, dejándole sin respiración. Todo sonaba a verdadero y apuntaba hacia Adán Heriet casi sin el menor atisbo de duda. La propietaria de las joyas había muerto. Los adornos ya no eran necesarios.
En medio de la fría cólera que lo consumía, Nicolás oyó la enfurecida voz de la mujer, diciendo:
—¡No, pero eso no es todo! Yo le seguí casualmente cuando salió, pero con disimulo para que no se diera cuenta en seguida. —¿Le hubiera dirigido el hombre una mirada de admiración y una sonrisa para suscitar su interés en caso de que hubiera tenido algo que ocultar? No, más bien se hubiera retirado discretamente, alegrándose de haber podido desprenderse de aquellos objetos a cambio de una suma de dinero. No, ella era curiosa como todas las mujeres y, como no tenía nada que hacer en aquel momento, salió para ver qué hacía. ¿Y qué fue lo que vio?—. Giró a la izquierda —añadió la mujer— y vi a otro hombre más joven apoyado en la pared de allí, esperándole. No pude ver con claridad si le entregó el dinero o una parte de él, pero algo le dio. Después, el mayor se volvió a mirar por encima del hombro y, al verme, dobló rápidamente la esquina de la callejuela del mercado con su compañero y eso fue todo lo que vi de ellos. Más de lo que hubiera tenido que ver —añadió, comprendiendo ahora el verdadero alcance de lo que había visto.
—¿Estáis segura? —preguntó Nicolás—. ¿Le acompañaba un hombre más joven?
Los tres inocentes de Lai se habían quedado en Andover. De no haber sido así, alguno de ellos, sin duda el bobalicón, se hubiera ido de la lengua en seguida.
—Estoy segura. Un mozo pulcramente vestido con rústicas prendas como los que suelen andar por las posadas, las ferias y los mercados, los mejores buscando algún trabajo y los peores buscando alguna ocasión para introducir la mano en la bolsa de otro hombre.
¡Buscando trabajo o buscando un robo! O ambas cosas si el trabajo que se les ofrecía asumía esta forma… sí, llegando incluso al extremo de matar.
—¿Cómo era el segundo?
La mujer frunció el ceño y reflexionó, mordiéndose un labio. Sus esfuerzos por recordar fueron muy prolongados y fatigosos.
—Más bien alto, pero no demasiado, casi tanto como el otro, aunque la mitad de delgado. Digo que era joven por la rapidez de sus movimientos y la ligereza de sus pies cuando se alejó. La cara no se la vi porque llevaba puesto un capuchón.
—Me extrañó un poco —dijo el platero a la defensiva—, pero lo hice, pagué y me quedé con los objetos. No podía hacer otra cosa.
—No. No se os puede reprochar nada. No podíais saberlo —Nicolás contempló de nuevo la sortija que la mujer lucía en el dedo—. Señora, ¿me permitís que os compre esta sortija? ¿Por el doble de lo que pagó vuestro marido por ella? O, en caso contrario, ¿me la prestáis a cambio de un precio, con la promesa de devolvérosla en cuanto pueda? Para vos es un valioso y apreciado regalo, pero yo la necesito —añadió.
La mujer le miró asombrada y cautivada por sus palabras mientras daba vueltas a la sortija en su dedo.
—¿Por qué la necesitáis más que yo?
—Necesito mostrársela al hombre que os la trajo, al hombre que, según creo, causó la muerte de la dama que la lució antes que vos. Ponedle un precio y lo tendréis.
La mujer se cubrió el anillo con la otra mano, pero estaba arrebolada y le brillaban los ojos de emoción. Miró a su marido, en cuyos ojos se advertía la distante y calculadora expresión propia de los comerciantes. Sin duda, estaba a punto de fijar un precio que le permitiera pagar las reparaciones de su taller. Tirando súbitamente de la sortija, la esposa se la pasó por el nudillo del dedo y se la ofreció a Nicolás.
—Os la presto sin ninguna compensación. Pero devolvédmela cuando hayáis terminado y decidme en qué acabó la historia. Si estáis equivocado y ella vive y quiere recuperar la sortija, dádsela y pagadme lo que estiméis justo.
Nicolás tomó y besó la mano que le ofrecía semejante dádiva.
—¡Así lo haré, señora! ¡Haré todo lo que me pedís! ¡Os doy mi palabra de honor! —no tenía nada equiparable que ofrecerle a cambio, ella le aventajaba en todo. El marido la miró con indulgencia, acostumbrado a los caprichos de su bella esposa, y no puso el menor reparo, por lo menos en presencia del visitante—. Sirvo a los órdenes de Fitz Robert —explicó Nicolás—. Si no cumplo o tenéis alguna razón para suponer que no he cumplido, denunciadme ante él y él os hará justicia. ¡Pero cumpliré lo prometido!
—¿Tan poco te cuesta desprenderte de mis regalos? —preguntó el platero cuando Nicolás se perdió de vista.
Sin embargo, lo dijo con aire risueño más que ofendido y en seguida reanudó su trabajo en el broche con imperturbable concentración.
—No me he desprendido de él —contestó serenamente la esposa—. Confío en mi intuición. Volverá y yo recuperaré la sortija.
—¿Y si encuentra viva a la dama y te toma la palabra? Entonces, ¿qué?
—Pues, entonces —dijo la mujer—, creo que obtendré de su gratitud la suma suficiente como para comprarme todas las sortijas que quiera. Además, sé que tú me podrías hacer una copia si yo quisiera. Confía en mí, dondequiera que le lleve la suerte. ¡Y yo se la deseo mucho mayor que la que él espera! Nosotros saldremos ganando.
Nicolás se fue a toda prisa de Winchester antes de una hora, cruzando la puerta norte hacia Hyde y pasando cerca de las ennegrecidas tierras y los mellados muros de la desdichada abadía de la que Humilis y Fidelis habían tenido que huir, buscando refugio en Shrewsbury Pero ahora él no pensaba en los testigos de aquella trágica pérdida. Sus pensamientos estaban muy lejos.
La inercia de la desesperación no duró más allá de la longitud de la calle e inmediatamente fue sustituida por una implacable furia de cólera y venganza. Ahora tenía una certeza casi absoluta, un pequeño círculo de testigos y unas pruebas inequívocas de la traición y la ingratitud más repugnantes que imaginar cupiera. No tenía la menor duda de que aquellos sencillos adornos eran los mismos que Juliana llevaba consigo; no había la menor posibilidad de que se hubieran puesto a la venta tres objetos idénticos a los suyos. Dos testigos podrían confirmar la venta de aquel botín tan mal adquirido, uno de ellos podría describir al vendedor con tanto detalle como si lo estuviera viendo cara a cara, tal como lo tendría que ver, sin duda, antes de que terminara aquel asunto. Por si fuera poco, la mujer le había visto reunirse con el asesino a sueldo en la calle y pagarle sus servicios. No había ninguna posibilidad de encontrar al mercenario sin nombre y sin rostro como no fuera a través del que lo había contratado, pero, de momento, todas las indagaciones que Nicolás había hecho para descubrir el paradero de Adán Heriet no habían dado ningún fruto. En las inmediaciones de Winchester sólo quedaba una compañía de soldados de Waleran de Meulan, pero Heriet no figuraba entre ellos. Sin embargo, Nicolás proseguiría la búsqueda hasta que lo encontrara y, cuando lo consiguiera, Heriet tendría que dar cuenta de algo más que de unas cuantas horas robadas: la tenencia de los bienes de la doncella perdida, la venta de éstos y el reparto de las ganancias con un misterioso desconocido. ¿Por qué otro motivo le hubiera podido pagar si no por su participación en un robo y un asesinato?
En cuanto localizaran al primer villano, encontrarían a su cómplice. Lo primero que se tenía que hacer era informar a Hugo Berengario y acelerar la búsqueda de Adán Heriet en el condado de Shrop y en el sur hasta que consiguieran localizarle y mostrarle la sortija.
Era apenas pasado el mediodía cuando Nicolás abandonó la ciudad. Llegó al anochecer a las inmediaciones de Oxford, cambió de caballo y cabalgó durante toda la noche sin demasiada prisa. A medida que se aproximaba a las regiones centrales del país, la noche se iba haciendo cada vez más calurosa. El cielo estaba completamente despejado, pero, como no había ni luna ni estrellas, reinaba una oscuridad absoluta. En las horas centrales de la noche, Nicolás vio encenderse a su alrededor unos relámpagos que se apagaban inmediatamente tras haber iluminado por un instante los árboles, los tejados de las casas y los lejanos cerros, borrándolos de nuevo casi antes de que el ojo tuviera tiempo de percibirlos. Y todo en un profundo silencio sin que ni un solo murmullo de trueno quebrara la plomiza quietud. Presagios de la cólera de Dios o tal vez de sus inescrutables mercedes.