n su desfallecido y superficial duermevela, fray Humilis creyó oír un llanto muy quedo y casi imperceptible como de alguien que se encontrara en el límite extremo de una desesperación de la que no pudiera escapar. Fue tal su turbación, que poco a poco despertó de su sueño, pero entonces sólo hubo silencio. Sabía que no estaba solo en la celda aunque no había oído el rumor de la colocación del segundo catre ni la entrada de la persona que se iba a acostar en él, Sin embargo, antes incluso de volver la cabeza y ver bajo el débil resplandor de la lámpara la blanca forma tendida en el camastro, ya supo quién era. La presencia o ausencia de aquella criatura se habían convertido ahora en el pulso de su vida. Cuando Fidelis estaba a su lado, el pulso de su sangre era fuerte y consolador; sin él, languidecía y se debilitaba.
Por consiguiente, debía de haber sido Fidelis quien sufría en la noche, soportando algo que no podía cambiar, cualquiera que fuera el peso del pecado o el dolor que le oprimía por dentro y para el cual no había remedio.
Humilis retiró la manta que lo cubría y se incorporó, posando los pies en el suelo de piedra entre los dos catres. No sería necesario que se levantara, le bastaría con tomar la pequeña lámpara e inclinarse con cuidado hacia el durmiente, cubriendo la luz con la mano para que ésta no cayera de lleno sobre el rostro del joven.
Visto de aquella manera, distante e impenetrable, el rostro resultaba casi temible. Bajo el cerco del rizado cabello del color de las castañas maduras, su tersa y marfileña frente era ancha y despejada y sus pobladas cejas mostraban un color más oscuro que el del cabello. Unos grandes y arqueados párpados surcados por unas finas venas como los pétalos de una flor cubrían los claros ojos grises. El semblante era austero, la fuerte mandíbula estaba minuciosamente perfilada, la boca aparecía torcida en una mueca desdeñosa y los pómulos eran altos y orgullosos. Si había derramado algunas lágrimas, ya no quedaba el menor rastro de ellas. Sólo un leve rocío de sudor le cubría el labio superior. Humilis permaneció un buen rato estudiándole.
El muchacho se había quitado el hábito para dormir con más comodidad. Estaba tendido de lado con la mejilla comprimida contra la almohada y el cuello de la camisa de lino desabrochado; la cadena de plata que llevaba había resbalado hacia el hueco de su cuello, dejando al descubierto sobre la almohada el objeto que colgaba de ella.
No era una cruz engastada con piedras semipreciosas, sino una delicada sortija de oro con la forma espiral de una serpiente enroscada y dos puntos rojos a modo de ojos. Una sortija muy antigua, pues el exquisito diseño de la cabeza y las escamas estaba desgastado y las espirales eran tan delgadas como obleas.
Humilis contempló aquel pequeño objeto tan significativo sin poder apartar los ojos de él. La lámpara tembló en su mano y entonces se apresuró a dejarla cuidadosamente en la repisa por temor a que se derramara una gota de aceite caliente sobre la garganta desnuda o el brazo extendido y despertara con sobresalto a Fidelis de un sueño que, por lo menos, le deparaba un poco de olvido aunque no un verdadero descanso. Ahora ya lo sabía todo, lo mejor y lo peor, menos el medio de escapar de aquella red. No por él… pues su camino se abría claramente ante él y no sería muy largo, sino por aquel durmiente…
Humilis se acostó de nuevo en su cama, estremeciéndose de asombro ante el peligro que acababa de descubrir, y esperó la llegada de la mañana.
Fray Cadfael se levantó al amanecer, mucho antes de prima, y salió al vergel, pero ni siquiera allí se podía respirar. Un plomizo silencio se cernía sobre el mundo bajo un cielo nublado a través del cual el sol naciente parecía arder implacablemente. Bajó al arroyo Meole, por las agostadas pendientes de los campos de guisantes, cuyos tallos ya habían sido segados y recogidos para que sirvieran de lecho a las bestias en los establos, dejando los blancos rastrojos que se mezclarían con la tierra removida cuando se araran los campos para la siguiente cosecha. Cadfael se quitó las sandalias y se adentró en las someras aguas del arroyo, que estaban templadas, no frías como él había esperado. «Este calor no puede durar mucho —pensó—, pronto se producirá un cambio. A alguien le caerá encima todo el peso de la tormenta y, si hay tronadas, tal como me dice el olor del aire y el escozor que noto en la piel, Shrewsbury recibirá sin duda la parte que le corresponde». Los truenos, como el comercio, seguían los valles del río.
Una vez fuera de la cama, Cadfael no conocía el delicioso arte de no hacer nada. Llenó el tiempo que faltaba para prima trabajando con las hierbas y aprovechando para regar las plantas mientras el sol iba subiendo por detrás del dorado velo de bruma que lo cubría. Sus ojos y sus manos podían encargarse de tales tareas mientras su mente hacía angustiadas conjeturas sobre la complicada suerte de las personas a las que se sentía unido por estrechos vínculos de afecto. No cabía duda de que Godfrid Marescot (el hecho de pensar en él como un hombre comprometido en matrimonio equivalía a conferirle su antiguo nombre) estaba ocupado en la tarea de abandonar el mundo y cada día aceleraba el ritmo de su paso como si estuviera deseando marcharse y, sin embargo, cada día miraba hacia atrás como si temiera que su novia perdida le pisara los talones en lugar de esperarle pacientemente a lo largo del camino. ¿Qué se le podía decir para que se tranquilizara? ¿Y cómo se podía consolar a Nicolás Harnage que había tardado demasiado en apreciarla y en pedir su mano?
Se había desvanecido a un cuarto de legua de Wherwell y jamás se la volvió a ver. Y con ella se habían ido la tentación de causar un daño y los objetos de valor y el dinero que llevaba. Sólo un hombre era el visible sospechoso, Adán Heriet, el cual lo tenía todo en contra suya menos la escrupulosa convicción de Hugo de que había sido sincero en su desesperado afán de averiguar alguna noticia sobre ella. Se había pasado el rato preguntando y no desistió de hacerlo hasta que llegaron a Shrewsbury. ¿O acaso no había pretendido averiguar ninguna noticia sobre la joven sino tan sólo adivinar qué se encerraba en la mente de Hugo a través de alguna imprudente palabra sobre lo que sabía la ley y sobre las posibilidades que se le ofrecían de salir bien librado del peligro por medio del silencio, las mentiras o cualquier otra estratagema? Otras preguntas incongruentes surgieron de la oscuridad como las ramas de los setos que crecen sin que nadie las pode en un laberinto abandonado. ¿Por qué razón había elegido Wherwell aquella muchacha? Tal vez porque prefería que el lugar estuviera lejos de su casa, lo cual no es un mal principio cuando se inicia una nueva vida. O tal vez porque era uno de los principales monasterios de monjas benedictinas del sur y podría ofrecerle oportunidades de ascenso y poder. ¿Y por qué había ordenado a tres hombres de su escolta que se quedaran en Andover en lugar de acompañarla hasta el final del camino? Cierto que el que la acompañó gozaba de su plena confianza y era su rendido esclavo desde su más tierna infancia. Pero ¿de veras lo era? Todos decían que sí, pero a veces la verdad y la reputación no van de la mano. Si era verdad, ¿por qué le despidió la joven cuando ya faltaba tan poco para llegar? ¿Dónde pasó Heriet las horas perdidas antes de regresar a Andover? ¿Contemplando las maravillas de Winchester tal como él aseguraba? ¿O dedicándose a algún otro negocio más siniestro? ¿Qué fue de los tesoros que llevaba la muchacha? No era una gran fortuna, aunque para un pobre podían significar una considerable riqueza. Y siempre la misma pregunta: ¿Qué había sido de la joven?
En medio de todo aquel enredo, Cadfael estaba empezando a vislumbrar una posible respuesta, cuyo incierto indicio le consternaba y aterraba más que todo lo demás. Si estuviera en lo cierto, no podría haber un buen final; dondequiera que mirara, los abrojos cerraban el camino. No había salida posible sin una ruina peor. O un milagro.
En cuanto sonó la campana, fue al oficio de prima y rezó con todo su corazón, pidiendo un atisbo de luz. La apurada situación de los inocentes es conocida en otro lugar mucho mejor que aquí, ¿quién soy yo para pretender ocupar un lugar demasiado grande para mí?
Fray Fidelis no asistió al rezo de prima y su espacio vacío en el coro resultó tan doloroso como la llaga que queda tras la extracción de una muela. Rhun resplandecía junto al sitial vacío de su amigo y no miró ni una sola vez a fray Urien. Aquellas cuitas no podían distraerle de la arrobada atención con la cual seguía el oficio y la liturgia. Ya habría tiempo a lo largo del día para pensar en Urien, cuya agresión no había sido absuelta sino tan sólo provisionalmente evitada. Rhun no tenía miedo de cargar con la responsabilidad de otro hombre pues era todavía muy niño y poseía toda la certeza y la claridad propia de los niños. Acudir a su confesor y revelarle lo que sospechaba y sabía de Urien hubiera equivalido a privar a Urien de todo el valor del sacramento de la confesión y acusar a un compañero que estaba padeciendo grandes tormentos; lo primero era una arrogancia a los ojos de Rhun, una especie de robo espiritual, y lo segundo era un comportamiento despreciable, una traición de colegial. Y, sin embargo, algo se tendría que hacer, algo más que apartar a Fidelis de la esfera de las angustias y la codicia de Urien. Entre tanto, Rhun rezaba, cantaba y adoraba a Dios con todo el gozo de su corazón, confiando en que su santa protectora lo iluminara.
Cadfael se saltó el desayuno, pidió permiso y se fue a visitar a Humilis. Pertrechado con ropa limpia y un ungüento verde curativo, encontró a su paciente incorporado en la cama, recién lavado y rasurado, ya alimentado, si es que efectivamente había conseguido tragar algo, perfectamente atendido en la intimidad de la celda y con una copa de vino y agua al alcance de su mano. Fidelis estaba sentado en un bajo escabel al lado de la cama, listo para responder a cualquier necesidad adivinada o cualquier gesto o mirada. Cuando entró Cadfael, Humilis, con las mejillas y los labios pálidamente azulados, esbozó una leve sonrisa tan translúcida como el hielo. «Es cierto —pensó Cadfael mientras recibía aquel saludo—, se está yendo de este mundo a ojos vista. Eso no puede durar muchos días. La carne se le desprende de los huesos y se volatiliza en el aire. El espíritu sobrevivirá al cuerpo, muy pronto escapará y se hará visible, no hay espacio para él en este frágil saco de huesos».
Fidelis levantó los ojos y repitió la sonrisa de su señor mientras se inclinaba hacia adelante para apartar la delgada manta. Después, se levantó para cederle el escabel a Cadfael y permaneció de pie a su lado, listo para echarle una mano. Los humildes servicios que con tanto afecto prestaba eran ahora cada vez más frecuentes. Parecía un prodigio que aquel cuerpo pudiera desarrollar todavía alguna función, pero había en él una voluntad que no estaba dispuesta a ceder sus derechos… y tanto menos por algo que no obedeciera al afecto.
—¿Habéis dormido? —preguntó Cadfael, alisando el nuevo vendaje.
—He dormido y muy bien —contestó Humilis—. Mejor que nunca por tener conmigo a Fidelis. No he merecido tal privilegio, pero soy lo bastante humilde como para pedir que se prolongue. ¿Seréis tan amable de hablar con el abad?
—Lo haría si fuera necesario —contestó cordial-mente Cadfael—, pero él ya lo sabe y lo aprueba.
—En tal caso, si se me concede este favor, hablad ahora en mi nombre con este enfermero, confesor y tirano que tengo —dijo Humilis— y exigidle que se trate a sí mismo con un poco más de indulgencia. Por lo menos, tendría que ir a misa, ya que a mí no me es posible, y pasear un rato por el jardín antes de venirse a encerrar de nuevo aquí conmigo.
Fidelis lo escuchó todo con una sonrisa de inefable tristeza. El muchacho, pensó Cadfael, sabe que eso no puede durar mucho y cuenta todos los momentos, atribuyéndoles a todos un gran significado. El amor ignorante malgasta lo que el amor informado colma hasta rebosar de signos de eternidad.
—Dice bien —convino Cadfael—. Ve a misa y yo me quedaré aquí hasta que vuelvas. No es necesario que te des prisa, apuesto a que fray Rhun te estará esperando.
Fidelis aceptó aquella inequívoca despedida y se retiró en silencio, dejando a Humilis y Cadfael en análogo silencio hasta que su leve sombra cruzó el umbral y salió al patio.
Humilis se recostó en los almohadones y lanzó un profundo suspiro que hubiera debido elevar su escuálido cuerpo en el aire como un vilano.
—¿Es cierto que Rhun le estará esperando?
—Sin duda —contestó Cadfael.
—¡Me alegro! Lo necesita. ¡El inocente posee un enorme poder innato! ¡Oh, Cadfael, es la sencillez y la sabiduría de la paloma! Ojalá Fidelis fuera como él, pero es justo el complemento, el lado interior. Le he mandado retirarse porque necesito hablar con vos. Cadfael, estoy preocupado por Fidelis.
No era una novedad. Cadfael asintió sinceramente sin decir nada.
—Cadfael —añadió la serena voz, liberada de la tensión ahora que ambos se encontraban a solas—, en el tiempo que lleváis cuidándome, he conseguido conoceros un poco. Vos sabéis tan bien como yo que me estoy muriendo. ¿Por qué debería afligirme? Debo una muerte que se me ha reclamado cien veces. No estoy preocupado por mí sino por Fidelis. Temo dejarle solo aquí, atrapado en esta vida sin mi presencia.
—No estará solo —dijo Cadfael—. Es un monje de esta casa. Tendrá la ayuda y la compañía de todos los que aquí residen —la triste sonrisa de Humilis no le extrañó—. Y también las mías si eso significa algo más para vos —añadió—. Y las de Rhun con toda certeza. Vos mismo habéis dicho que la lealtad de Rhun es extraordinaria.
—Es verdad. La sencillez de los santos está hecha de su mismo metal. Pero vos no sois sencillo, Cadfael. A veces, vuestra astucia me asusta, y eso también tiene su importancia. Además, creo que vos me comprendéis. Comprendéis el carácter de esta necesidad. ¿Cuidaréis de Fidelis en mi nombre, seréis su amigo, creeréis en él, seréis escudo y espada para él en caso necesario cuando yo no esté?
—En todo lo que esté en mis manos, sí, lo haré —contestó Cadfael, inclinándose hacia adelante para limpiar un hilillo de saliva de la comisura de la boca debilitada y fatigada de hablar, mientras Humilis lanzaba un suspiro y se sometía dócilmente a su leve contacto—. Vos sabéis lo que yo sólo adivino —añadió Cadfael—. Si no me equivoco en mis suposiciones, aquí hay un problema que ni mi ingenio ni el vuestro pueden resolver. Os prometo todo mi esfuerzo. El final no me corresponde a mí sino tan sólo a Dios. Pero todo lo que pueda hacer, lo haré.
—Moriría feliz —dijo Humilis— si mi muerte pudiera servir para salvar a Fidelis. Pero lo que temo es que mi muerte, la cual ya no puede tardar mucho, sólo sirva para agravar su angustia y su sufrimiento. Si yo pudiera llevarlas conmigo en el juicio, gustosamente lo haría y me iría tranquilo. Dios nos libre de que pudiera sufrir ignominia y castigo por lo que ha hecho.
—Con la ayuda de Dios, nadie le podrá tocar —dijo Cadfael—. Veo lo que hay que hacer, pero bien sabe Dios que ignoro cómo hacerlo. En fin, como la sabiduría de Dios es mucho mayor que la mía, puede que Él conozca un medio para salir de este enredo y me abra los ojos en el momento oportuno. En todos los bosques hay un camino como también hay un sendero para cruzar todos los pantanos, basta con encontrarlos.
Una leve sonrisa iluminó lentamente el cetrino rostro del enfermo antes de que éste volviera a ponerse muy serio.
—Yo soy el pantano cuyo sendero tiene que encontrar Fidelis para poder salir. Hubiera tenido que anglicanizar este nombre mío, hubiera sido más apropiado, pues más de la mitad de mi sangre es sajona… me hubiera tenido que llamar Godfrid of te Marsh, Godfrid del Pantano en lugar de Godfrid de Marisco. Mi padre y mi abuelo consideraron conveniente convertirlo en plenamente normando. Pero no importa, todos salimos de aquí por la misma puerta —Humilis permaneció un rato en silencio, ordenando visiblemente sus pensamientos con la poca fuerza que le quedaba—. Tengo otro deseo antes de morir. Quisiera volver a ver el feudo de Salton donde nací. Me gustaría llevar a Fidelis allí para estar con él sólo una vez fuera de los muros del monasterio en el lugar que me vio nacer. Hubiera debido pedir permiso antes, pero aún hay tiempo. Está muy cerca de aquí río arriba. ¿Hablaréis en mi nombre con el señor abad y le pediréis esta gentileza?
Cadfael le miró con expresión dubitativa y consternada.
—No podéis montar a caballo, de eso estoy seguro. Cualquier medio que utilizáramos para llevaros hasta allí, sería pediros demasiado con la poca fuerza que os queda.
—Ningún esfuerzo por mi parte podrá alterar más que en unas cuantas horas lo que resta de mi vida. Sería muy feliz si pudiera cambiar una parte del tiempo que me queda por la dicha de contemplar el lugar donde viví de niño. Pedidlo en mi nombre, Cadfael.
—Se podría ir por el río —dijo Cadfael sin demasiado convencimiento—, pero, con las vueltas y los meandros, tardaríamos el doble. Y, con un caudal tan bajo, necesitaríamos un barquero que conociera todos los bajíos y las corrientes.
—Seguramente conoceréis alguno. Recuerdo cómo nadábamos y pescábamos en nuestras orillas. Los niños de Shrewsbury ya eran aficionados al agua en el momento de nacer. Yo aprendí a nadar antes que a caminar. Tiene que haber muchos expertos en esta parte del río.
Y los había. Cadfael conocía a muchos cuyos conocimientos sobre el Severn abarcaban todas las islitas, los bajíos y los meandros, y eran capaces de determinar con precisión, en cualquier época del año, si alguna cosa que se arrojara al agua volvería a alcanzar la orilla. Madog del Bote de los Muertos se había ganado el título merced a los muchos servicios prestados en sus tiempos a las afligidas familias que habían perdido a sus hijos o hermanos en las crecidas tras la fusión de las nieves galesas río arriba o bien a niños incautos dejados un instante sin vigilancia mientras sus madres tendían la colada en los arbustos de la orilla, o a padres que se dedicaban al oficio de la pesca y se lanzaban al río con sus botes de mimbre encerado tras haber bebido demasiada cerveza. Madog no se ofendía por el apodo a pesar de que sus ocupaciones preferidas eran la pesca y el transporte por el río. Lo que él hacía por los muertos alguien hubiera tenido que hacerlo de todos modos y, si él lo hacía mejor que nadie, ¿por qué no iba a enorgullecerse de ello? Cadfael le conocía desde hacía muchos años, era un viejo galés como él a quien había acudido muchas veces en demanda de ayuda sin que se la negara jamás.
—A pesar del bajo caudal —dijo Cadfael con aire pensativo—, Madog sería capaz de subir con un bote de mimbre desde el río hacia el arroyo, pero el bote no soportaría vuestro peso y el de Fidelis. Su esquife necesita muy poca agua y creo que lo podría llevar al estanque del molino. Allí hay todavía bastante profundidad porque el saetín le devuelve el agua. Podríamos sacaros por el portillo del molino y colocaros…
—Este trecho lo podría recorrer a pie —dijo Humilis con decisión.
—Convendría que reservarais las energías para Salton. ¿Quién sabe? —dijo Cadfael, observando el leve arrebol que había teñido el enjuto y cetrino rostro ante la perspectiva de regresar al primer hogar recordado de su infancia… para terminar tal vez donde había empezado—. Quién sabe, ¡a lo mejor, os sentará muy bien!
—¿Se lo pediréis al señor abad?
—Lo haré —contestó Cadfael—. Cuando regrese Fidelis, iré a verle.
—Decidle que hay cierta urgencia —añadió Humilis con una sonrisa.
El abad Radulfo escuchó con su habitual solemnidad y consideró en silencio la petición antes de hacer un comentario. Más allá de la sombría sala de sus aposentos, el ardiente sol aún estaba ascendiendo por el cielo, cubierto por una tenue bruma que le confería un tono cobrizo y un aspecto todavía más encendido. Las rosas se abrían, florecían y se marchitaban en un día.
—¿Tendrá fuerza para resistirlo? —preguntó el abad al final—. Y la responsabilidad de atenderle, ¿no será una carga excesiva para fray Fidelis?
—Precisamente la pérdida de las fuerzas es lo que le impulsa a pedirlo con tanto apremio —contestó Cadfael—. Si accedéis a su deseo, tendrá que ser ahora mismo. Tal como él dice muy bien, no importa demasiado que los días que le queden terminen mañana o dentro de una semana. En cambio, para su paz espiritual la visita podría ser muy importante. En cuanto a fray Fidelis, nunca, nunca se ha echado atrás ante cualquier carga que le hayan echado encima por afecto, y tampoco lo hará ahora. Si los lleva Madog, estarán en las mejores manos. Nadie conoce el río como él. Y es un hombre de entera confianza.
—En eso confío en vuestra palabra —dijo el abad Radulfo—. Pero es una empresa desesperada para un hombre tan frágil. Cierto que es su mayor deseo y tiene derecho a manifestarlo. Pero ¿cómo le conduciréis hasta la embarcación? Y, al llegar allí, ¿está seguro de que será bien recibido en Salton? ¿Habrá sirvientes dispuestos a atenderle?
—Salton forma parte de las propiedades que ha dejado a un primo al que apenas conoce, padre, pero el administrador y los criados le recordarán. Podemos hacerle una silla de mano y llevarle con ella hasta el molino. La enfermería está cerca del muro y hay muy poca distancia hasta el portillo del molino.
—Muy bien —dijo el abad—. Tendrá que hacerse en seguida. Si podéis localizar a este Madog, os concedo mi permiso para que vayáis a buscarle y si él quiere, sería mejor hacer el viaje mañana.
Cadfael le dio las gracias y se retiró muy contento. Ya no estaba tan dispuesto como antes a tomarse permisos sin pedirlos a no ser que fuera por una cuestión de vida o muerte, pero no tenía nada en contra de sacar el máximo provecho de un permiso oficial cuando se lo concedían. La perspectiva de comer con Aline y Hugo en la ciudad, en lugar de hacerlo en la silenciosa austeridad del refectorio, y el tranquilo paseo por la orilla del río en busca de Madog o de alguien que le indicara dónde estaba, tenía todos los alicientes de un día de fiesta. Sin embargo, antes de abandonar el recinto de la abadía, fue a ver a Humilis para informarle del resultado de su gestión. Fidelis se encontraba de nuevo junto al lecho del enfermo, tan retraído y discreto como siempre.
—El abad Radulfo ha accedido a vuestro deseo —dijo Cadfael— y me da permiso para que hoy mismo vaya a buscar a Madog. Si él está de acuerdo, podréis ir a Salton mañana.
La casa de Hugo junto a la iglesia de Santa María, tenía un huerto cerrado en la parte de atrás con un pequeño círculo central de hierbas aromáticas, unos bancos y unos árboles frutales que daban sombra. Allí se encontraba Aline sentada en un banco rodeado de olorosas hierbas mientras su hijo jugaba a su lado. El pequeño Gil, que no cumpliría los dos años hasta Navidad, se mantenía firmemente erguido sobre sus pies y tenía una complexión más robusta que la de su moreno y cenceño padre o la de su esbelta y rubia madre. El color de su tez era una mezcla del de sus dos progenitores mientras que su cabello era bronce claro y sus redondos ojos eran castaños. Poseía una voluntad de hierro heredada de ambos, pero todavía no disciplinada. Aquel caluroso día estival iba totalmente desnudo y estaba moreno como una avellana de la cabeza a los pies.
Unos caballeros de madera, pintados con vivos colores, colgaban de unos hilos anudados alrededor de sus cinturas, con unas bolas de plomo en los pies; los brazos empuñaban las espadas y estaban colocados de tal forma que, cuando tiraba de los hilos por ambos extremos, blandían las armas, danzaban y se atacaban con sanguinaria saña. Constanza, su más rendida esclava, le había dejado para ir a supervisar la preparación de la comida y el chiquillo exigía a gritos a su padrino que ocupara su lugar. Cadfael se arrodilló en el suelo sin apenas quejarse de los crujidos de sus articulaciones y empezó a mover hábilmente los hilos de las marionetas. Era muy ducho en aquel arte desde el nacimiento de Gil. Además, debía procurar no darle a su contrincante ninguna ventaja deliberada, so pena de que éste le manifestara a gritos su caballeresca indignación. El heredero del que tan orgulloso estaba Berengario sabía cuándo le llevaban la corriente y se ofendía enormemente pues se consideraba igual a cualquier hombre. Sin embargo, tampoco se alegraba demasiado cuando le infligían alguna derrota. Para evitar disgustarle era necesario caminar por la cuerda floja de un saltimbanqui.
—Querréis hablar con Hugo —dijo serenamente Aline entre los gritos de alegría de su hijo, escondiendo los pies bajo la falda para dejar más espacio a las marionetas—. Vendré a comer dentro de un rato. Tenemos carne de venado… ya han empezado a guisarla.
—Lo mismo estarán haciendo algunos honrados ciudadanos respetuosos de la ley —dijo Cadfael, moviendo enérgicamente los hilos para que las dos espadas de madera se movieran como los aspas de un molino de viento.
—Alguno que otro de vez en cuando, ¿qué más da? Hugo sabe cuándo le conviene hacer la vista gorda. Es una buena carne y la hay en abundancia… ¡de poco le aprovecha al rey ahora tal y como están las cosas! Pero puede que no tarden mucho en cambiar —dijo Aline, contemplando con una sonrisa su labor de punto mientras inclinaba la rubia cabeza y su claro rostro sobre su hijo desnudo que, sentado sobre la hierba, estaba tirando de los hilos de las marionetas con sus morenas y fuertes manos cerradas en puño—. Los amigos de Roberto de Gloucester están tratando de convencerle de que acceda al intercambio. Él sabe que su hermana no puede hacer nada sin él. Tendrá que ceder.
Cadfael se sentó sobre sus talones y soltó los hilos. Los dos guerreros de madera cayeron vencidos el uno en brazos del otro, mientras Gil tiraba furiosamente de los hilos para devolverles la vida, cosa que sólo consiguió tras ímprobos esfuerzos.
—Aline —dijo Cadfael con la cara muy seria, levantando los ojos hacia ella—, si alguna vez os necesitara de repente, viniera a buscaros y os mandara recado de que vinierais… ¿vendríais? ¿Por cualquier cosa? ¿Y traeríais lo que os pidiera?
—Con tal de que no fueran el Sol o la Luna —contestó Aline sonriendo—, os traería cualquier cosa que pidierais e iría donde quisierais. ¿Por qué? ¿Qué estáis pensando? ¿Es un secreto?
—De momento, sí —contestó tristemente Cadfael—. Estoy casi tan ciego como ahora estáis vos, mi querida muchacha, hasta que vea el camino si es que llego a verlo alguna vez. Pero puede que muy pronto os necesite.
El travieso Gil, distraído de su juego y sin sentir el menor interés por la incomprensible conversación de los mayores, recogió sus caballeros caídos y se fue, siguiendo los apetitosos efluvios de su comida.
Hugo llegó hambriento y con muchas prisas desde el castillo, y escuchó con pensativa atención el relato que le hizo Cadfael sobre los acontecimientos de la abadía mientras Aline servía el venado.
—Recuerdo haber oído comentar cuando vinieron, ¿fuisteis vos quien me lo dijo? ¡Podría ser!… Que Marescot había nacido en Salton y sentía deseos de volver a verlo. Lástima que se encuentre tan decaído. Me parece que esta cuestión de la doncella no se resolverá antes de que él muera. ¿Por qué no concederle algo que pueda hacer su partida más llevadera y agradable? Sólo le costará unas horas o unos días de su penosa existencia. Ojalá hubiera podido complacerle en lo de la muchacha.
—Puede que aún estemos a tiempo, si Dios quiere —dijo Cadfael—. ¿No habéis tenido ninguna noticia de Nicolás desde Winchester?
—Todavía no. Y no me extraña en una ciudad y una campiña tan devastadas por los incendios y la guerra. Difícil será encontrar algo entre aquellas cenizas.
—¿Cómo está vuestro prisionero? ¿No ha recordado nada más sobre su viaje a Winchester?
Hugo se rio.
—Heriet tiene mucho sentido común y sabe que está a salvo en su celda, bien alimentado y con una buena cama donde dormir. La soledad no le pesa. Si se le hace alguna pregunta, contesta lo que ya ha dicho sin olvidar jamás un detalle por mucho que uno intente hacerle tropezar. Ni todos los abogados del rey conseguirían sacarle algo más. Tuve buen cuidado en hacerle saber que Cruce ha estado aquí dos veces, sediento de venganza. Puede que sea necesario colocar una guardia a la puerta de la celda para impedir que entre Cruce, no que salga Heriet. Él permanece tranquilamente sentado, esperando su oportunidad, en la certeza de que al final tendremos que soltarle por falta de pruebas.
—¿Creéis que causó algún daño a la muchacha? —preguntó Cadfael.
—¿Lo creéis vos?
—No. Pero es el único que sabe lo que le ocurrió y, si lo sabe, más le valdría hablar, aunque sólo ante vos. No son necesarios otros testigos. ¿Creéis que podríais convencerle de que hablara, si le dierais a entender que sería un asunto exclusivamente entre vos y él?
—No —contestó rotundamente Hugo—. ¿Qué motivo tiene para confiar en mí si se ha pasado tres años sin confiar en nadie y ahora sigue manteniendo la boca cerrada a pesar del riesgo que corre? No, creo que conozco de qué temple está hecho. Se mantendrá tan en silencio como una tumba.
«En efecto —pensó Cadfael—, hay secretos que más valdría enterrar para que no se descubrieran, cosas e incluso personas perdidas, en su propio bien y en el de todos nosotros».
Tras despedirse de sus amigos, Cadfael cruzó la ciudad y bajó al río junto al puente oriental que conducía a Gales, y allí encontró a Madog del Bote de los Muertos, trabajando en su pequeño recinto. Estaba entretejiendo el borde de un nuevo barco de mimbre con estacas de avellano desbastadas y puestas en remojo en los bajíos del puente. Era un achaparrado, macizo, velloso y patizambo galés de edad indefinida, hecho al parecer de un material muy resistente, pues nadie recordaba haberle visto jamás con un aspecto más joven y el paso de los años no parecía influir en él. Miró a Cadfael bajo unas pobladas y encrespadas cejas, que habían encanecido, en tanto que su cabello seguía siendo negro, y saludó amablemente a su visitante mientras sus hábiles manos entretejían las varas de avellano.
—Bueno, viejo amigo, este verano casi no os hemos visto el pelo. ¿Qué os trae por aquí? Supongo que habéis venido a la ciudad para verme. Sentaos un momento, tened la bondad.
Cadfael se sentó a su lado sobre la pálida hierba y contempló el bajo caudal del Severn con expresión pensativa.
—Dirás que sólo vengo cuando necesito algo de ti. Pero la verdad es que, entre una cosa y otra, hemos tenido un año muy ajetreado. ¿Qué tal se navega con esta sequía? Tiene que haber unos bajíos muy traicioneros corriente arriba con el tiempo que hace que no llueve.
—No hay ninguno, que yo sepa —contestó serenamente Madog—. Cierto que la pesca no es muy abundante y no creo que se pudiera llenar una barca de aquí a Pool, pero puedo ir adonde quiero. ¿Por qué? ¿Tenéis algún trabajo para mí? No me vendría mal la paga de un día.
—Eso está hecho si puedes subir con otros dos hasta Salton. Pesan muy poco porque el uno está en los puros huesos y el otro es un joven muy delgado.
Madog interrumpió su tarea y se limitó a preguntar:
—¿Cuándo?
—Mañana, si nada lo impide.
—Sería mucho más corto a caballo —observó Madog, estudiando a su amigo con creciente curiosidad.
—Demasiado tarde para que uno de ellos pueda cabalgar. Se está muriendo y quiere volver a ver el lugar donde nació.
—¿Salton? —unos astutos ojos oscuros parpadearon bajo las pobladas cejas plateadas—. Debe de ser un De Marisco. Supimos que el último de ellos estaba en vuestra casa.
—Marescot lo llaman ahora. Del Pantano, dice Godfrid que hubiera debido llamarse, siendo su linaje sajón. Sí, ése es. No le queda mucho tiempo. Quiere completar el círculo desde el nacimiento hasta la muerte antes de irse.
—Contadme —dijo Madog, escuchando con serena atención mientras Cadfael le explicaba la naturaleza del cargamento y todo lo que se exigiría de él—. Bueno —añadió, cuando lo hubo escuchado todo—, os diré lo que pienso. Este tiempo no va a durar mucho, puede que aún se prolongue una semana. Si vuestro paladín está tan empeñado en esta peregrinación como vos decís y si está dispuesto a afrontar cualquier cosa que pueda ocurrir, trasladaré mi bote al estanque del molino mañana después de prima. Llevaré algo a bordo para taparle en caso de que llueva. Tengo un lienzo encerado para tapar mercancías. También servirá para tapar a un caballero o un monje benedictino en caso necesario.
—El lienzo encerado le vendrá muy bien a fray Humilis pues también se usa para amortajar —comentó Cadfael con la cara muy seria—. Él no lo rechazará.