ray Humilis contempló la partida del prisionero y de sus guardianes con una prolongada e impasible mirada y, cuando éstos desaparecieron, se recostó de nuevo en los almohadones lanzando un profundo suspiro y clavó los ojos en la baja bóveda de piedra del techo.
—Os hemos fatigado —dijo Hugo—. Ahora os dejaremos para que descanséis.
—¡No, esperad!
Un leve rocío de sudor le estaba bañando la despejada frente. Fidelis se inclinó para secárselo mientras la sonrisa de gratitud de su señor se trocaba por un instante en un ceño fruncido por la preocupación.
—Hijo, sal a tomar un poco el sol y el aire, te pasas demasiado rato cuidándome y ya ves que ahora no necesito nada. No es justo que yo constituya tu único trabajo aquí. Dentro de poco, me quedaré dormido —la serenidad de su voz, a pesar de lo débil que estaba, no permitió adivinar si se refería a un simple descanso en una bochornosa tarde estival o al último sueño del cuerpo y al despertar del alma. Por un momento apoyó delicadamente la mano en la del joven casi a modo de austera caricia—. Anda, ve, yo lo quiero. Termina mi trabajo por mí, tu trazo es más firme que el mío y los detalles… demasiado minuciosos para mí ahora.
Fidelis le miró con semblante imperturbable, contempló brevemente a los dos que le estaban observando y volvió a bajar aquellos claros ojos grises que tan llamativamente contrastaban con el ensortijado cerco cobrizo de su tonsura. Se fue tal como le ordenaban, quizá con gusto y ciertamente con paso rápido y libre.
—Nicolás no me comentó qué objetos de valor llevaba consigo mi prometida —dijo Humilis cuando el silencio sustituyó al sonido de la última y ligera pisada—. ¿Eran tan característicos como para que se los pudiera identificar fácilmente en caso de que se encontraran?
—Dudo que haya otros iguales —contestó Hugo—. Los orfebres y los plateros hacen generalmente sus propios diseños e, incluso cuando crean dos objetos iguales, nunca coinciden exactamente en todos los detalles. Ésos eran muy singulares. Una vez vistos, ya no se pueden olvidar.
—¿Puedo saber cuáles eran? Sé que llevaba monedas acuñadas… y ésas están al servicio de quienquiera que se apodere de ellas. Pero ¿y lo demás?
Hugo, cuya memoria para las palabras era tan fiel como un espejo, describió con mucho gusto los objetos:
—Un par de candelabros de plata con racimos de uva entrelazados y unos apagavelas sujetos con cadenas de plata y adornados con hojas de parra. Una cruz alta como la mano de un hombre sobre un pedestal de plata de tres peldaños, con piedras semipreciosas de la variedad de los topacios, las amatistas y las ágatas, junto con una cruz similar del mismo metal y piedras, alta como un dedo meñique, con una fina cadena de plata para que un clérigo la llevara pendiente del cuello. Algunas joyas, una gargantilla de piedras pulidas de las colinas de Pontesbury, una pulsera de plata labrada con zarcillos de arveja y una curiosa sortija de plata con esmaltes en forma de flores amarillas y azules. Ése es todo el lote. A estas horas, ninguna de las piezas estará en el condado. Se encontrarán, si es que se encuentran, en algún lugar del sur donde ellas y la dama se desvanecieron.
Humilis permanecía tendido con los párpados cerrados, moviendo en silencio los labios como si repitiera los detalles de los objetos.
—Una fortuna muy exigua —dijo en un susurro—. Pero no tan exigua para algunos desdichados. ¿Creéis de veras que ella pudo morir por culpa de estas pocas cosas?
—Muchos hombres y muchas mujeres han muerto por mucho menos —contestó Hugo muy serio.
—¡Sí, muy cierto! —dijo Humilis, moviendo otra vez los labios como si recordara las frases—. Una pequeña cruz alta como un dedo meñique con topacios, ágatas verdes y amatistas… copia de una cruz de altar, pero hecha para llevar al cuello. Sí, eso se podría identificar.
Un leve rocío de debilidad estaba brotando de nuevo en su frente. Una gota de gran tamaño resbaló hacia los pliegues de un párpado cerrado. Cadfael secó las corrosivas gotas y frunció el ceño, indicándole a Hugo la puerta con la mirada.
—Voy a dormir un poco… —dijo Humilis con una débil y fugaz sonrisa en los labios.
En la gran sala situada al otro lado del pasadizo de piedra donde había una docena de camas formando dos hileras a ambos lados de un pasillo abierto, fray Edmundo y otro monje vuelto de espaldas cuya vigorosa y erguida figura no resultaba identificable por detrás, estaban levantando un catre en el que yacía un hermano lego para desplazarlo un poco a lo largo de la pared y dejar sitio para un nuevo catre y un nuevo paciente. El ayudante posó en el suelo el extremo del catre que sostenía justo en el momento en que Hugo y Cadfael pasaban por delante de la puerta abierta. Entonces se irguió y se volvió, restregándose las manos para eliminar las huellas dejadas por el peso de la cama, y les mostró las oscuras y rectas cejas y los ardientes ojos de fray Urien. En un insólito arrebato de complacencia consigo mismo y con los muros y las personas que lo rodeaban, Urien esbozó una leve y tensa sonrisa que le curvó los labios sin apagar ni por un instante el fuego de sus ojos. Les vio pasar cual si fueran una sombra y salió inmediatamente para colocar un montón de sábanas limpias en la plancha de alisar la ropa que había en el pasadizo.
En la enfermería era costumbre dejar todas las puertas abiertas de tal modo que una llamada de auxilio pudiera llegar a oídos atentos y conseguir una rápida ayuda. Las voces, los cantos de los oficios e incluso el gorjeo de los pájaros circulaban libremente por allí. Las puertas y los postigos sólo se cerraban y aseguraban cuando había tormenta o llovía mucho o hacía mucho frío en invierno, jamás durante el calor del estío.
—Este hombre miente —dijo Hugo, paseando con Cadfael por el gran patio, preocupado por la textura de la verdad y la mentira—. Pero a veces también dice la verdad, ¿dónde está la mentira? ¡Decídmelo!
—Si pudiera —contestó apaciblemente Cadfael—, sería algo más que un mortal.
—Gozaba de la confianza de la dama, conocía el valor de los objetos que llevaba, la acompañó en el último trecho del camino y, desde entonces, ni rastro de ella —dijo Hugo, revisando furiosamente los datos de que disponía—. Y, sin embargo, mientras veníamos hacia aquí, me estuvo preguntando todo el rato si sabía si estaba viva o muerta, y yo hubiera jurado que era sincero al preguntármelo. Ahora, en cambio, ¡miradle! En mitad de lo que estamos haciendo, se planta como una roca y no protesta ni se queja de que lo lleven preso y no da la menor señal de que le preocupe el destino de la dama. ¿Qué se puede pensar de él?
—O de cualquier otro detalle de este asunto —convino tristemente Cadfael—. Estoy de acuerdo con vos, el hombre miente. Sabe algo que no ha dicho. Y, sin embargo, si se apoderó de lo que la dama llevaba, ¿qué ha hecho con ello? Puede que no fuera una gran fortuna, pero valdría más que la escasa paga y los peligros y los sudores de un simple soldado, y es evidente que él sigue siendo un simple soldado y no tiene nada.
—Puede que sea un soldado —dijo Hugo con ironía—, pero simple no es. Sus vueltas y quiebros me desconciertan. Conoce bien la ciudad de Winchester… sí, es posible, pero, aunque haya prestado servicio en otras comarcas durante estos tres años, desde este invierno todas las fuerzas se han concentrado en Winchester. ¿Cómo no iba a conocer la ciudad? Y, sin embargo, yo hubiera jurado al principio que sinceramente no sabía y ansiaba saber qué había sido de la muchacha. O eso, o es el cómico más astuto que jamás haya torcido el rostro para engañar a la gente.
—No me ha parecido demasiado preocupado al entrar —dijo Cadfael con aire pensativo—. Muy receloso, eso sí, y procurando elegir las palabras con mucho cuidado… eso es lo más significativo —añadió, animándose—. Lo pensaré. Pero asustado o preocupado, no, yo diría que no.
Llegaron a la caseta de vigilancia donde el mozo aguardaba con el caballo de Hugo. Hugo tomó las riendas, puso el pie en el estribo y se detuvo para mirar por encima del hombro a su amigo.
—Os voy a decir una cosa, Cadfael: la única manera segura de deshacer el enredo es que la muchacha aparezca sana y salva en alguna parte. Entonces podremos respirar tranquilos. Pero ya habéis tenido una porción muy generosa de milagros este año y no creo que ni siquiera vos os atreváis a pedir más.
—Y, sin embargo —dijo Cadfael, irritado ante aquella desordenada confusión de retazos que se negaban a encajar—, algo se agita en mi mente, pero, cuando intento examinarlo, desaparece. Es un simple fuego fatuo… ni siquiera una chispa…
—Dejadlo —le aconsejó Hugo dando la vuelta con su caballo para salir—. No le sopléis encima, no vaya a desaparecer del todo. Si sopláis hacia el otro lado, ¿quién sabe? Puede que crezca como la llama de una vela, atraiga a las mariposas y les chamusque las alas.
Fray Urien se entretuvo mucho rato amontonando las sábanas limpias en la plancha de la enfermería. Había dejado pasar a Fidelis sin prestarle la menor atención, con la mente todavía concentrada en los tres que se encontraban en la habitación del enfermo mientras en los muros de piedra resonaban las voces cuyos ecos llegaban hasta el otro lado del pasadizo e incluso cruzaban las puertas. Los sentidos de fray Urien estaban tan aguzados por su angustia interior que se le ponía la piel de gallina y se le erizaban los pelos ante la tortura de unos sonidos que hubieran podido sonar suaves y delicados a cualquier otro oído.
Se movía con precisión y obediencia, cumpliendo cualquier tarea que Edmundo le mandara: cambiar de sitio una cama sin molestar a su ocupante, medio paralizado y muy viejo, instalar un nuevo catre para otro enfermo. Se volvió para observar la partida del gobernador y el monje herbolario sin el menor disimulo, mientras las palabras claramente recordadas daban incesantes vueltas en su mente. Todos aquellos objetos de metales preciosos y piedras semipreciosas desaparecidos junto con una mujer. Una cruz de altar… no, eso aquí no tenía importancia. Pero una cruz idéntica para llevar alrededor del cuello con una cadena de plata… Los monjes benedictinos no podían conservar ningún adorno mundano, por pequeño que fuera, sin un permiso especial que raras veces se concedía. Sí, algunos monjes llevaban cadenas alrededor del cuello… por lo menos, uno. Él había rozado una vez una cadena para su amarga humillación, y lo sabía.
El tiempo también era un indicio muy claro, el tiempo y el lugar. Los que mataban para conseguir alguna ganancia podían sentirse en peligro y buscar desesperadamente refugio dondequiera que lo hallaran. Las ganancias se podían ocultar hasta el momento en que fuera posible la huida. Pero, en tal caso, ¿por qué seguir a aquel cruzado enfermo hasta Shrewsbury? La huida hubiera sido fácil tras el incendio de Hyde. En medio de aquel infierno, ¿quién lo hubiera podido contar a los monjes?
Y, sin embargo, nadie mejor que él sabía hasta qué extremo el amor, o como se quisiera llamar a aquel tormento, podía nacer, crecer y tomar tiránica posesión de la mente de un hombre con mayor furia e intensidad en el claustro que en el mundo exterior. Si él podía sufrir y volverse loco, ¿por qué no le iba a poder ocurrir lo mismo a otro? ¿Y cómo era posible que dos víctimas semejantes no tuvieran algún vínculo entre sí, aunque sólo fuera su ineludible remordimiento y dolor? Humilis estaba enfermo y no viviría mucho. Habría espacio para otro cuando él desocupara el suyo y su ausencia provocara un dolor insoportable. El corazón de Urien se derretía como la cera al pensar en lo que estaría sufriendo Fidelis en medio de su impenetrable silencio.
Terminó la tarea que le habían encomendado en la enfermería, cerró la plancha, miró a su alrededor en la sala y salió al patio. En el mundo había sido criado y mozo de cuadra, no tenía ninguna habilidad especial y era casi iletrado hasta su ingreso en la orden. No se quejaba del esfuerzo que sus tareas le exigían ni se sentía humillado por ello, pues el fuego que ardía en su interior necesitaba algún medio de desahogarse en el exterior ya que, de otro modo, no hubiera podido dormir de noche ni hallar alivio de día. Pero nada de lo que hiciera podía librarle del recordado rostro de la mujer que le había despreciado, dejándole un hambre y una sed insaciables. Había vuelto a ver su lozano y terso rostro, que era la viva imagen de la inocencia, y sus grandes y luminosos ojos grises en el joven Rhun, hasta que la mirada del muchacho se revolvió contra él y lo quemó hasta el tuétano con su dulzura y compasión. Sin embargo, el precioso cabello cobrizo, de sedosos reflejos no rubios sino castaños, sólo lo había encontrado en fray Fidelis, coronando y realzando los mismos ojos grises, puros cristales del recuerdo. Aquella imagen carecía de voz y, por consiguiente, nunca podría ser cruel o perversa, podría condenar ni lacerar. Y, además, pertenecía por suerte a un varón, no al malvado y traicionero género de las hembras. Fidelis se había apartado con miedo y sobresalto, pero él estaba seguro de que no siempre sería así.
Se había adaptado al mesurado ritmo monástico, pero no había alcanzado la serenidad de espíritu que hubiera debido de acompañarlo. Bajando los ojos y cruzando los brazos sobre el pecho en el interior de las holgadas mangas podía desplazarse donde quisiera y ser uno más entre muchos dentro de aquellos muros. Fue adonde sabía que Fidelis había sido enviado y donde sabía que lo iba a encontrar, sentado en el banco en el que hubiera debido de sentarse al lado de su señor, con una hoja de pergamino delante de él y los pequeños tarros de pinturas a su alrededor, realizando el trabajo que había iniciado Humilis y que éste le había encomendado terminar.
Al fondo del escritorio que daba al claustro, bajo el muro sur de la iglesia, fray Anselmo, el chantre, estaba ensayando, en su pequeño órgano portátil, una secuencia de la media docena de notas tan incesantemente repetidas como el dulce, melancólico e inspirado canto de un pájaro. Le acompañaba uno de los alumnos que elevaba su infantil voz sin el menor esfuerzo, tal como les suele ocurrir a los niños dotados para el canto, preguntándose por qué los mayores armarían tanto revuelo por algo que a él le surgía con tanta naturalidad y sin ningún dolor. Urien no sabía mucho de música, pero la sentía como flechas que le traspasaran profundamente la carne, tal como sentía cualquier otra cosa. La voz del niño sonaba más pura y auténtica que cualquier instrumento sin saber cuánto sufrimiento podía causar en un corazón. Él hubiera preferido irse a jugar con sus compañeros en el Gaye.
Los gabinetes del escritorio eran alargados y los tabiques de piedra amortiguaban los sonidos. Fidelis había desplazado la mesa para sentarse a la sombra, pero el sol iluminaba de lleno la hoja de pergamino. Su lado izquierdo estaba vuelto hacia el sol de tal manera que la mano no arrojara ninguna sombra sobre su trabajo, pero el retorcido zarcillo que le servía de modelo para la decoración de la M mayúscula se estaba marchitando bajo el calor. Trabajaba con mano firme y delicado trazo, dibujando los delicados rizos del tallo y adornándolos con pálidas y brillantes flores tan frágiles como la gasa. Cuando el niño cantor, liberado de su deber, pasó corriendo por delante de su gabinete, Fidelis no levantó la cabeza. Cuando la figura de Urien arrojó una alargada sombra que no pasó de largo, la mano que sostenía el pincel se detuvo un instante, pero después reanudó los suaves trazos sin que Fidelis levantara la vista. Ello le dio a entender a fray Urien que su presencia había sido advertida. De haber sido cualquier otro monje, el mudo pintor hubiera levantado brevemente los ojos y a muchos de sus hermanos les hubiera incluso sonreído. Sin mirar, ¿cómo podía saberlo? ¿A través de un silencio tan opresivo como el suyo propio, o de algún estímulo que le encendía la carne y le erizaba los cabellos de la nuca cuando se le acercaba precisamente aquel hombre?
Urien entró en el gabinete y se situó de pie junto al hombro de Fidelis, contemplando la complicada M a la que todavía no se habían aplicado los toques de oro. Contempló también, con creciente intensidad, el breve trozo de cadena de plata que se distinguía entre los pliegues del cuello y la cogulla, entremezclada con los cortos cabellos cobrizos de la nuca inclinada. Una cruz alta como un dedo meñique pendiente de una cadena y adornada con piedras amarillas, verdes y púrpura… Hubiera podido introducir un dedo bajo la cadena y sacarla, pero no lo hizo. Había aprendido que el contacto era brujería, separación instantánea y fría distancia.
—Fidelis —dijo la más suave y suplicante de las voces junto al hombro de Fidelis—, te apartas de mí. ¿Por qué lo haces? Yo podría ser el amigo más sincero que jamás hayas tenido, si me lo permitieras. ¿Qué es lo que yo no sería capaz de hacer por ti? Necesitas a un amigo. Un amigo que te guarde los secretos y sea tan silencioso como tú. Déjame ser tu amigo, Fidelis —no dijo «hermano» por ser un título más allá del deseo, demasiado fácil e incapaz de conmover la mente o el espíritu—. Déjame ser tu amigo y te ofreceré todo el amor y la lealtad que necesitas. ¡Hasta la muerte!
Fidelis apartó lentamente a un lado el pincel y apoyó ambas manos en el borde de la mesa como si fuera a levantarse al tiempo que contraía todos los músculos de cuerpo y contenía la respiración. Urien añadió en un apremiante susurro:
—No debes temer nada de mí, yo te quiero bien. ¡No te inquietes, no te apartes! Sé lo que has hecho, sé lo que tienes que ocultar… Nadie lo sabrá jamás por mí siempre y cuando tú cumplas la parte que te corresponde. El silencio merece una recompensa… ¡amor con amor se paga!
Fidelis se desplazó a lo largo de la pulida madera del banco y se levantó, con la mesa interponiéndose entre ambos. Su rostro estaba muy pálido y sus grandes ojos grises mostraban unas pupilas enormemente dilatadas. Sacudió la cabeza enérgicamente e intentó empujar a un lado a Urien para abandonar el gabinete, pero Urien extendió los brazos y le impidió el paso.
—¡Oh, no, esta vez no! ¡Ahora no! Eso ya ha terminado. Te lo he pedido y suplicado, ahora quiero que sepas que las súplicas ya se han acabado —el tenso dominio de sí mismo se había transformado en una brusca y violenta cólera y sus ojos aparecían inyectados en sangre—. Tengo oídos, podría provocar tu ruina si quisiera. Más te vale ser amable conmigo —su voz era todavía un susurro que nadie hubiera podido oír aunque nadie pasó por el claustro y, por consiguiente, nadie vio ni se extrañó de nada—. ¿Qué llevas alrededor del cuello bajo el hábito, Fidelis? ¿Me lo quieres enseñar? ¿O acaso quieres que te diga yo lo que es? ¡Y lo que significa! Muchos darían cualquier cosa por saberlo. Para tu desgracia, Fidelis, a no ser que seas amable conmigo.
Había acorralado a su presa en el rincón del fondo, inmovilizándole con los brazos extendidos y las palmas de las manos apoyadas a ambos lados para que no pudiera escapar. Sin embargo, el pálido rostro ovalado le miraba con frialdad e incluso con desprecio y los grises ojos ardían con un lento fulgor de furia, rechazándole por entero.
Urien atacó como una serpiente, introduciendo repentinamente la mano en la pechera del hábito de Fidelis y buscando entre los pliegues para sacar de su escondrijo la cadena de plata y el trofeo oculto que colgaba de ella, calentado por la carne y el corazón que palpitaba debajo. Fidelis emitió un extraño sonido apagado y se comprimió con fuerza contra la pared mientras Urien retrocedía con paso vacilante y expresión desconcertada y su voz repetía como un eco el jadeo de Fidelis. Por un instante, hubo un silencio tan profundo que ambos parecieron ahogarse en él. Después, Fidelis tomó la cadena y se volvió a guardar el tesoro en su escondrijo. Por un instante, cerró los ojos, pero inmediatamente los volvió a abrir, clavándolos sin pestañear en el rostro de su perseguidor.
—Ahora más que nunca tendrás que bajar estos ojos tan orgullosos que tienes e inclinar este cuello tan rígido y hacer lo que yo desee si no quieres recibir el castigo que se aplica a los que cometen un delito como el que tú cometiste —dijo Urien en voz baja—. Pero las amenazas no serán necesarias si me escuchas. Te ofrezco mi ayuda, sí, con toda sinceridad y con todo mi corazón… basta con que tú me correspondas. ¿Por qué no? ¿Qué otra alternativa se te ofrece ahora? Me necesitas, Fidelis, tan cruelmente como yo te necesito a ti. Pero, si estamos los dos juntos… no tiene por qué haber crueldad sino sólo ternura, amor…
Fidelis se encendió bruscamente como la llama de una vela y, con la mano que no apretaba su profanado tesoro contra su pecho, golpeó a Urien en la boca y lo hizo enmudecer.
Por un instante, ambos se miraron a los ojos en silencio. Después, Urien dijo en un chirriante susurro apenas audible:
—¡Ya basta! ¡Ahora vendrás a mí! Ahora tú serás el mendigo. Por tu necesidad y por propia voluntad vendrás a mí y me pedirás de rodillas lo que ahora me niegas. De lo contrario, diré todo lo que sé, y lo que sé es suficiente para condenarte. Vendrás a mí y me suplicarás y me seguirás como un perrillo; de lo contrario, te destruiré, tal como tú sabes que puedo hacer. ¡Te doy tres días, Fidelis! Si no vienes a mí y te me entregas a la hora de vísperas del tercer día, contando a partir de ahora, hermano, ¡desencadenaré un infierno que te devorará y me reiré, contemplando cómo te quemas en él!
Dicho lo cual, Urien dio media vuelta y salió corriendo del gabinete. La larga sombra negra se desvaneció y la luz de la tarde volvió a entrar plácidamente. Fidelis permaneció un buen rato apoyado contra la pared en la oscuridad del rincón mientras su pecho subía y bajaba en afanosa respiración y sus ojos se mantenían fuertemente cerrados. Después, regresó a tientas a su banco, se sentó y tomó el pincel, pero le temblaba demasiado la mano para poder usarlo. El hecho de sostener el pincel en la mano le confería una apariencia de normalidad, el aspecto de un iluminador en plena tarea en caso de que pasara algún testigo. Pero por dentro sentía una entumecida desesperación más allá de la cual no podía ver el menor rayo de esperanza ni el menor atisbo de luz.
El testigo resultó ser Rhun. Se tropezó con Urien en el jardín del claustro y vio su rostro y la ardiente mirada de sus ojos heridos. No vio de qué gabinete salía, pero intuyó y percibió en su propia piel de gallina dónde había estado Urien con su ciega furia y su dolor.
No le dijo ni una sola palabra a Fidelis ni le hizo el menor comentario sobre la palidez de su rostro o la extraña rigidez de sus movimientos cuando entró y lo saludó. Se sentó en su lado en el banco, le comentó los acontecimientos del día y la forma de la letra mayúscula todavía no terminada y, tomando el fino pincel de la pintura de oro, trazó los finos bordes dorados de dos o tres hojas mientras le asomaba la lengua por la comisura de la boca, tal como les suele ocurrir a los niños que bregan con sus primeras letras.
Cuando sonó la campana de vísperas, ambos se dirigieron juntos a la iglesia con serenos semblantes, aunque sus corazones estuvieran en tumulto.
Rhun se ausentó de la cena y se fue a la enfermería, entrando en la pequeña celda donde dormía Humilis. Se sentó pacientemente al lado de la cama y permaneció allí mucho rato, pero el enfermo siguió durmiendo. Ahora, en medio del silencio y la soledad, Rhun podía examinar todos los rasgos de aquel enjuto y envejecido rostro de ojos profundamente hundidos en las cuencas, mejillas huecas y tez cetrina. Él estaba tan lleno de vida que podía reconocer con exquisita claridad la cercanía de la muerte de otro hombre. Abandonó su primer intento. Porque, aunque Humilis se despertara y se mostrara ardientemente dispuesto a hacer cuanto estuviera en su mano por Fidelis, Rhun no podía descargar ni una sola parte de aquella carga sobre un hombre ya abrumado por el peso espiritual de su propia partida. Permaneció sentado allí y esperó hasta que, después de la cena, entró fray Edmundo para echar un vistazo a sus pacientes antes de que cayera la noche.
Rhun se acercó a fray Edmundo en el pasadizo de baldosas de piedra.
—Fray Edmundo, estoy preocupado por Humilis. He estado un rato sentado con él, y se debilita por momentos. Sé que vos le cuidáis siempre muy bien, pero he pensado que… ¿no se podría colocar otro catre en la celda para Fidelis? Sería un gran alivio para los dos. Si permanece en el dormitorio con los demás, Fidelis estará nervioso y no podría dormir. Y si Humilis se despierta por la noche, sería bueno que tuviera a Fidelis a su lado, dispuesto a atenderle tal como siempre ha hecho. Sufrieron juntos el incendio de Hyde… —Rhun respiró hondo y estudió el rostro de fray Edmundo—. Están más unidos —dijo solemnemente— de lo que jamás hayan podido estar un padre y un hijo.
Fray Edmundo entró a ver al paciente. Su respiración era rápida y superficial. La manta estaba muy aplanada sobre el largo y escuálido cuerpo.
—Se podría hacer —dijo Edmundo—. Hay un catre vacío en la antecámara de la capilla. Podría caber aquí dentro, aunque el espacio es muy justo. Ven a ayudarme a traerla. Después, irás a decirle a fray Fidelis que puede dormir aquí esta noche, si ése es su deseo.
—Se alegrará —dijo Rhun con absoluta certeza.
El mensaje fue transmitido simplemente como una sensata decisión de fray Edmundo, tomada por la paz espiritual y el mejor cuidado de su paciente. Y ciertamente Fidelis se alegró. Si sospechó que en ello había intervenido Rhun, sólo lo dio a entender por medio de una fugaz sonrisa que iluminó su triste rostro demasiado brevemente como para que alguien pudiera reparar en ella. Tomó su breviario, cruzó el patio y entró en la celda donde Humilis dormía como un anciano, él que sólo tenía cuarenta y siete años y había vivido al galope una breve existencia que ahora estaba resbalando suave y resignadamente hacia la muerte. Fidelis se arrodilló junto al lecho para pronunciar las plegarias nocturnas con sus mudos labios.
Era la noche más calurosa de aquel bochornoso y opresivo verano, y unas densas nubes ocultaban las estrellas. Incluso en el interior de los muros de piedra el calor resultaba insoportable. Allí, por lo menos, se podía disfrutar de una auténtica intimidad, sin las necesidades y deberes que imponía la presencia de los dos hermanos; las separaciones no eran simplemente como los bajos tabiques que dividían las celdas sino unos muros de piedra, toda la anchura del gran patio y el sofocante peso de la noche. Fidelis se quitó el hábito y se tendió para dormir en ropa interior. Entre los dos estrechos catres, en la repisa al lado del breviario, la pequeña lámpara de aceite ardió toda la noche con una dorada llama progresivamente menguante.