a búsqueda de Adán Heriet hubiera llevado más tiempo de no haber sido por el apresamiento y captura de Roberto de Gloucester mientras vadeaba el río Test, y la precipitada huida de la emperatriz Matilde con los restos de su ejército a Gloucester, pasando por Ludgershall y Devizes. Pero el gélido estancamiento entre los dos ejércitos, cada uno de ellos con un soberano en su poder, permitió que muchos soldados, hartos de la inactividad, quisieran cambiar de aires, estirar las piernas y distraerse un poco en otro lugar mientras los políticos discutían y regateaban. Entre ellos se encontraba un hombre de las fuerzas del conde de Worcester, muy experto en el manejo de la espada y el arco.
Hugo también era un hombre del norte del condado aunque de la parte de la frontera galesa, por cuya razón los feudos del nordeste que bajaban hacia los llanos del condado de Chester no le eran tan conocidos ni familiares. En las suaves comarcas de Hodnet, la tierra era fértil y estaba muy bien cultivada, y los espigados campos de trigo aparecían llenos de rollizas y satisfechas bestias que hacían buen uso de los rastrojos en la estación seca y abonaban con sus excrementos los cultivos del año siguiente. Había aquí y allá algunos aparceros de las abadías, las cuales, una vez recolectada la cosecha, soltaban su ganado en los campos. El estiércol y el pisoteo de las bestias sobre la tierra eran casi tan valiosos como su lana.
El feudo de Harpecote se levantaba en el llano, con una zona de bosque en la parte del viento y una loma de tierras comunes en el sur. La casa construida en madera no era muy grande, pero los campos eran muy extensos y los graneros y establos adosados a la parte interior de la valla estaban muy bien cuidados y probablemente bien repletos. El administrador de Cruce salió al patio para saludar al gobernador y a sus dos sargentos e indicarles la vivienda de Edric Heriet.
Era una de las mejores casas de la aldea, con un jardín provisto de cocina en la parte anterior y un vergel en la parte de atrás donde una moza desgreñada y con la falda recogida estaba tendiendo ropa en un seto. Las gallinas correteaban entre la hierba y una cabra atada pastaba también en aquel lugar. Decían que el tal Edric era un hombre libre que labraba la tierra y le pagaba un alquiler al señor, lo cual no era muy frecuente en una región en la que los labriegos estaban cada vez más atados a la tierra por los servicios que habitualmente prestaban. Los Heriet debían de ser unos buenos agricultores y unos esforzados trabajadores, de lo contrario no hubieran conservado las tierras ni les hubieran sabido sacar provecho para su sustentó. En tales familias se necesitaban muchas manos y los hijos menores eran muy útiles. Adán debía de ser muy terco y se habría ido a servir a cambio de una paga, cultivando las armas, la vigilancia de los bosques y la caza en lugar de la tierra.
Un mozo melenudo de cabeza de estopa, vestido con una vieja chaqueta de cuero, emergió de un establo cuando Hugo y sus oficiales se detuvieron junto a la verja. El mozo les miró con recelo al reconocer en ellos a la autoridad, aunque no conociera al que la ostentaba.
—¿Deseáis alguna cosa, señores? —preguntó cortésmente, pero sin servilismo, estudiándolos detenidamente mientras pasaba una pierna por encima de la valla para situarse al otro lado.
Hugo le dio los buenos días con la especial amabilidad que reservaba a los pobres hombres amargamente conscientes de su inferioridad.
—Me han dicho que sois Edric Heriet. Estamos buscando a un tal Adán que tiene este mismo apellido y debe de ser vuestro tío. Vos sois el único pariente suyo que conocemos y tal vez nos podréis decir dónde está. Eso es todo, amigo.
El corpulento joven, que no debía de rebasar los treinta años y probablemente era el marido de la desgreñada pero encantadora moza del vergel y el padre de un niño que estaba berreando en el interior de la vivienda, desplazó nerviosamente el peso del cuerpo de uno a otro pie, tomó una decisión y se quedó plantado donde estaba, mirando fijamente a sus interlocutores.
—Yo soy Edric Heriet. ¿Qué deseáis de mi tío? ¿Qué ha hecho?
A Hugo no le desagradaron sus palabras. Aunque no reinara excesiva cordialidad entre tío y sobrino, este último no abriría la boca hasta que supiera qué había ocurrido. La sangre se le espesaba en las venas ante el menor indicio de peligro o delito.
—Que yo sepa, nada. Pero le necesitamos como testigo para que nos diga lo que sabe sobre un hecho en el que intervino hace unos años, cuando su señor le envió con un recado desde Lai. Sé que está, o estaba, al servicio del conde de Worcester desde entonces. Por eso no es fácil encontrarle en estos tiempos tan revueltos. Si sabéis algo de él o podéis decirnos dónde encontrarle, os lo agradeceremos.
El joven sentía cierta curiosidad, pero todavía dudaba.
—Yo sólo tengo un tío y se llama Adán. Sí, era cazador en Lai y le oí decir a mi padre que se fue a las armas al servicio del señor de su señor, aunque nunca supe quién era ése. Que yo recuerde, nunca vino por aquí. Sólo le recuerdo de cuando yo era pequeño y me dejaban en los campos labrados para que espantara a los pájaros. Los hermanos nunca se llevaron bien. Lo siento mucho, mi señor —añadió el mozo, y aunque cabía dudar de que lo sintiera, estaba claro que decía la verdad—. Ignoro dónde puede estar ahora o dónde ha estado estos años.
Hugo tuvo que aceptar a la fuerza sus palabras y permaneció inmóvil un instante, reflexionando en silencio.
—¿Eran dos hermanos? ¿Nadie más? ¿No había una hermana entre ellos? ¿Ningún vínculo que lo indujera a regresar al condado?
—Tengo una tía, señor, pero sólo una. La nuestra era una familia muy reducida. Mi padre tuvo que trabajar mucho en los campos cuando mi tío se fue, hasta que yo y mis dos hermanos menores crecimos. Nos apañamos bastante bien entre todos. Tía Elfrida era la menor de los tres y se casó con un tonelero. Un bastardo normando, un tipo bajito y moreno de Brigge, llamado Walter —el mozo levantó los ojos hacia el bajito y huesudo caballo tordo y se sorprendió de la radiante sonrisa de Hugo sin percatarse de la indiscreción que acababa de cometer—. Ahora viven en Brigge y creo que tienen hijos. Puede que ella sepa algo. Estaban más unidos.
—¿Y no hay nadie más?
—No, mi señor, nadie más. Creo —añadió el joven con cierta vacilación— que él fue el padrino de su primer hijo. A lo mejor, le hizo mucha ilusión.
—A lo mejor —convino Hugo, pensando en su heredero de quien Cadfael era padrino—, es muy posible. Os doy las gracias, amigo. Preguntaremos por allí. ¡Que tengáis buena cosecha! —dijo, sonriendo por encima del hombro mientras daba media vuelta con su caballo tordo y le animaba con suave voz, alejándose sin prisa, seguido de sus dos sargentos.
Walter, el tonelero, tenía una tienda en la ciudad de Brigge, en lo alto de la colina, en una callejuela cercana a la sombra de las murallas del castillo. La tienda tenía una fachada muy estrecha, pero se abría en la parte de atrás a un patio muy soleado que olía a madera y en el que se amontonaban los toneles terminados y a medio terminar, las barricas y los cubos y todas las herramientas propias de su oficio. Al otro lado de un bajo muro, el terreno descendía en herbosas terrazas hacia un meandro del río Severn muy semejante al que había en Shrewsbury, besando casi los pies de la ciudad, ancho y plácido y con muy poca agua por ser verano, con sus arenosos bajíos rompiendo la superficie, pero prontos a embravecerse en caso de que cayeran unas súbitas lluvias.
Hugo dejó a sus sargentos en la calleja, desmontó, entró en la oscura tienda y salió al patio de atrás. Un pecoso mozo de unos diecisiete años se hallaba inclinado sobre su juntera, tratando de ensamblar una duela, y otro mozo uno o dos años más joven estaba recortando unas largas franjas de sauce para juntar las duelas una vez el tonel estuviera colocado en su soporte. Más allá, un niño de unos diez años estaba barriendo enérgicamente las virutas y recogiéndolas en unos sacos para el fuego del hogar. Al parecer, Walter tenía un buen ejército de ayudantes, pues todos se parecían y eran evidentemente hijos de un mismo padre, un bajito y vigoroso hombre moreno que se apartó de la mesa de carpintero sobre la que estaba inclinado, sin soltar la cuchilla que sostenía en la mano.
—¿En qué puedo serviros, señor?
—Maese tonelero —contestó Hugo—, busco a un tal Adán Heriet que, según me han dicho, es hermano de vuestra esposa. En casa de su sobrino en Harpecote no saben nada, pero me han comentado que tal vez vos estaríais en más estrecho contacto con él. Si podéis indicarme dónde se encuentra, os lo agradecería mucho.
De pronto, se hizo un profundo y repentino silencio. Walter permaneció de pie con la cara muy seria mientras la mano que sostenía la cuchilla desbastadora con su curvada hoja bajaba lentamente hasta quedar colgando junto a su costado. La destreza manual era un arte que dominaba muy bien, pero la reflexión le resultaba difícil. Los tres hermanos permanecieron igualmente mudos, con la mirada tan fija como la de su padre. El mayor, dedujo Hugo, debía de ser el ahijado de Adán, siempre y cuando Edric no estuviera equivocado.
—Señor —dijo Walter al final—, no os conozco. ¿Qué queréis del pariente de mi mujer?
—Ya me conoceréis, Walter —contestó Hugo afablemente—. Me llamo Hugo Berengario, soy el gobernador de este condado y quisiera hacerle a Adán Heriet algunas preguntas acerca de algo que ocurrió hace tres años y en lo que confío que él pueda ayudarnos. Si me indicáis dónde puedo hablar con él, es posible que le prestéis a él tan buen servicio como a mí.
En determinadas circunstancias, incluso un hombre respetuoso de la ley puede tener sus dudas; sin embargo, un hombre respetuoso de la ley con un oficio honrado y una mujer y unos hijos a los que mantener también lo puede pensar un poco antes de negarle a un gobernador una respuesta veraz. Walter no era tonto. Movió los pies con aire pensativo entre el serrín y las virutas que su hijo menor se había dejado al barrer y dijo con aparente sinceridad y buena voluntad:
—Veréis, mi señor, Adán lleva varios años dedicado al oficio de las armas, pero ahora parece que hay un poco de calma en el sur y es libre de hacer lo que quiera y de pasarlo bien unos días. Venís muy oportunamente porque resulta que está aquí, en esta casa, precisamente en este momento.
El hijo mayor hizo ademán de dirigirse hacia la puerta de la vivienda, pero su padre le agarró disimuladamente por la manga y le lanzó una rápida mirada que lo dejó petrificado donde estaba.
—Este mozo es el sobrino y tocayo de Adán —dijo candorosamente Walter, empujando a su hijo hacia adelante con la misma mano con la que previamente lo había sujetado—. Acompaña al gobernador a la habitación, muchacho, yo me pongo la chaqueta y os sigo.
No era lo que el joven Adán pretendía hacer, pero obedeció por respeto a su padre o tal vez porque confiaba en que éste supiera lo que estaba haciendo. Sin embargo, su rostro pecoso mostraba una expresión muy seria cuando cruzó la puerta y entró en la espaciosa estancia que los mayores usaban como sala y dormitorio. Junto a una mesa de caballete se encontraba un fornido hombre de ralo cabello y barba castaña, tranquilamente acodado delante de un bocal de cerveza. Tenía el aire curtido del hombre acostumbrado a vivir a la intemperie en todas las estaciones del año menos en las más desapacibles, y la soltura con la cual estaba sentado revelaba una fuerza imperturbable. La mujer que acababa de entrar procedente de la pequeña cocina con un cazo en la mano, tenía su misma complexión y su misma tez, saludable y morena. Los chicos habían heredado de su padre la vigorosa figura, el cabello moreno y la tez clara que se llenaba de pecas bajo el sol.
—Madre —dijo el mozo—, aquí el señor gobernador pregunta por tío Adán.
Habló con voz clara y serena y se detuvo un instante en la puerta bloqueando la entrada antes de apartarse para que Hugo pasara. Era lo único que podía hacer. La ventana abierta era lo bastante ancha como para que un hombre que tuviera algo en su conciencia saltara por ella, echara a correr por la ladera hacia el río y lo vadeara sin mojarse tan siquiera las rodillas. Hugo experimentó una oleada de simpatía por el leal ahijado, pero procuró reprimir la sonrisa. Era evidentemente un alma soñadora para quien los gobernadores no servían más que para causar disgustos a los hombres de inferior rango.
Sin embargo, Adán el mayor permaneció serenamente sentado un instante antes de levantarse y saludar cordialmente a Hugo.
—Señor, estoy a vuestro servicio. El nombre y apellido me pertenecen.
Uno de los sargentos de Hugo había rodeado la ladera hasta situarse bajo la ventana y el otro se había quedado al cuidado de los caballos. Pero ni el hombre ni el mozo podían saberlo. Estaba claro que Adán había visto toda suerte de cosas y no se alteraba ni asustaba fácilmente; de momento, no veía allí ninguna razón ni para lo uno ni para lo otro.
—No os preocupéis —dijo—. Si es que algunos hombres del rey Esteban han abandonado el servicio, no hay necesidad de buscar aquí. Yo tengo permiso para visitar a mi hermana. Puede que haya algunos que anden sueltos por ahí, pero yo no soy uno de ellos.
La mujer se acercó a él muy despacio, perpleja, pero no alarmada. Tenía un sonrosado y saludable rostro redondo y unos ojos de mirada sincera.
—Mi señor, éste es mi buen hermano que ha venido a verme. No hay nada de malo en eso, ¿verdad?
—Ninguno en absoluto —contestó Hugo, añadiendo sin más preámbulos y con el mismo tono de voz apacible—: Busco noticias sobre una dama que desapareció hace tres años. ¿Qué sabéis de Juliana Cruce?
Madre e hijo miraron a Hugo desconcertados, y lo mismo hizo Walter, el cual acababa de entrar en la estancia detrás de Hugo. En cambio, Adán Heriet sabía muy bien de lo que le hablaban. Se quedó paralizado donde estaba, medio incorporado en el banco y apoyado en la mesa, mirando el rostro de Hugo en receloso silencio. Conocía aquel nombre, lo había recordado a lo largo de los años y ahora evocaba todos los detalles de aquel viaje, pasándolos por su mente como las cuentas de un rosario en las manos de un hombre aterrorizado. Pero él no estaba aterrorizado sino tan sólo alertado ante un peligro, ante los dolores del recuerdo y ante la necesidad de pensar con rapidez y tal vez elegir entre una verdad parcial y una mentira. Detrás de aquel firme e impenetrable rostro, podía estar pensando cualquier cosa.
—Mi señor —contestó Adán, saliendo lentamente de su inmovilidad—, sí, por supuesto que la conozco. Yo y tres hombres de la casa de su padre la acompañamos cuando decidió entrar en religión en Wherwell. Y ahora sé, porque he servido en aquella región, que el monasterio ha sido incendiado. ¿Decís que desapareció hace tres años? ¿Cómo es posible si sus parientes sabían dónde vivía? Que ha desaparecido ahora es cierto, porque yo he estado preguntando en vano desde que hubo el incendio. Si sabéis sobre mi señora Juliana algo más de lo que yo sé, os suplico que me lo digáis. No he podido averiguar si está viva o muerta.
Sus palabras hubieran podido sonar sinceras si no hubiera observado inicialmente unos cuantos minutos de férreo silencio. Aun así, tal vez fueran algo más que una media verdad. Si era un hombre honrado, parecía natural que la hubiera buscado después del holocausto. Si no lo era… sabría aprovechar los recientes acontecimientos.
—Vos la acompañasteis a Wherwell —añadió Hugo sin responder a la pregunta ni facilitar ulteriores explicaciones—. ¿La dejasteis sana y salva dentro del recinto de la abadía?
Ahora el silencio fue muy breve, pero preñado de malos presagios. Si dijera que sí, mentiría descaradamente. Si contestara que no, tal vez dijera la verdad.
—No, mi señor, no lo hice —contestó Adán en tono apesadumbrado—. Ojalá lo hubiera hecho, pero ella no quiso. Nos quedamos a pasar la noche en Andover y después yo la acompañé en las dos leguas escasas que quedaban. Cuando estábamos a cosa de un cuarto de legua, pero aún no se veía el monasterio porque se interponía un bosquecillo, ella me despidió y dijo que deseaba cubrir el resto del camino sola. Hice lo que ella me pedía. Siempre había hecho lo que me pedía desde que era una chiquilla de apenas un año y la llevaba en brazos —añadió Adán, mientras en su moreno rostro se encendía por primera vez un ardiente deseo como un fugaz relámpago surgiendo de unas nubes.
—¿Y los otros tres? —preguntó Hugo en voz baja.
—Los dejamos en Andover. Cuando regresé, emprendimos el camino de vuelta a casa.
Hugo decidió no decir nada todavía sobre la discrepancia de tiempo. Lo mantendría en reserva para escupírselo de golpe cuando se encontrara lejos de la solidaridad de su familia y se sintiera menos seguro.
—¿Y no habéis sabido nada de Juliana Cruce desde aquel día?
—No, mi señor, nada. Si vos sabéis algo, ¡por Dios os pido que me lo digáis, tanto si es lo mejor como si es lo peor!
—¿Apreciabais mucho a esta dama?
—Hubiera dado mi vida por ella. La daría ahora.
«Bueno, pues, puede que la tengáis que dar —pensó Hugo—, si resulta que sois el mejor actor que jamás haya sabido interpretar un papel». Tenía dudas sobre aquel hombre, cuyos fugaces destellos de pasión poseían toda la fuerza de la verdad y que, sin embargo, se abría paso entre las palabras con insólita astucia. ¿Por qué, si no tenía nada que ocultar?
—¿Tenéis un caballo aquí, Adán?
Los profundos ojos bajo las pobladas cejas miraron a Hugo con expresión recelosa y calculadora.
—Lo tengo, mi señor.
—En tal caso, debo pediros que lo ensilléis y vengáis conmigo.
Era una petición que no se podía rechazar y Adán Heriet lo sabía, pero, aun así, se la habían hecho con tal delicadeza que podría levantarse y cumplirla con serena dignidad. Adán empujó la banqueta hacia atrás y se levantó.
—¿Ir adónde, mi señor? —Dirigiéndose al muchacho pecoso que le miraba dubitativamente desde las sombras, Adán añadió—: Ve a ensillarlo, muchacho, hazme este favor.
Adán el menor se fue aunque de mala gana, no sin antes haber mirado largamente hacia atrás por encima del hombro. En cuestión de un momento, se oyó el rumor de unos cascos de caballo sobre la tierra batida del patio.
—Vos debéis de conocer las circunstancias de la decisión de la dama de entrar en un convento —dijo Hugo—. Sabéis que estaba comprometida desde la infancia con Godfrid Marescot y que éste rompió el compromiso para ingresar como monje en Hyde Mead.
—Sí, lo sé.
—Después de la dispersión que se produjo a raíz del incendio de Hyde, Godfrid Marescot vino a Shrewsbury. Desde el saco de Wherwell, está preocupado por la suerte de la doncella y, tanto si vos podéis facilitarle alguna noticia como si no, quisiera que me acompañarais a visitarle, Adán —Hugo no dijo todavía ni una sola palabra sobre el pequeño detalle de que la joven jamás hubiera llegado al refugio libremente elegido. A través de aquel imperturbable rostro, no había forma de saber si Adán lo sabía o no—. Si vos no podéis arrojar ninguna luz —añadió Hugo amablemente—, por lo menos le podréis hablar de ella y compartir con él un recuerdo cuyo peso es ahora muy duro de llevar para un hombre solo, tal y como están las cosas.
Adán lanzó un profundo y cauteloso suspiro.
—Lo haré con mucho gusto, mi señor. Era un hombre excelente, según dicen. Un poco mayor para ella, pero excelente. Fue una lástima. Juliana solía hablar de él con tanto orgullo como si fuera a convertirla en una reina. Qué pena que una joven con tales prendas decidiera tomar el hábito. Hubieran hecho muy buena pareja. Yo la conocía muy bien. Os acompañaré de mil amores —dirigiéndose al marido y la esposa que permanecían muy juntos, contemplando la escena con asombro y desconfianza, Adán añadió—: Shrewsbury no está lejos. Me volveréis a ver en seguida.
El regreso a Shrewsbury no tuvo nada de particular y, sin embargo, resultó un poco extraño. Durante todo el camino, aquel rudo y desconcertante soldado se comportó como si no supiera que era un prisionero y un sospechoso de algo todavía no revelado, pese a saber muy bien que dos sargentos cabalgaban uno a cada lado detrás de él para evitar cualquier intento de fuga. Montaba muy bien, tenía un caballo más que aceptable y debía de ser un hombre de buena reputación que gozaba de la confianza de su capitán, de otro modo no le hubieran permitido ir adonde quisiera y con tan buena cabalgadura. No preguntaba nada ni manifestaba la menor inquietud respecto a su propia situación; pero tres veces por lo menos antes de avistar el hospicio de San Gil preguntó por Juliana:
—Mi señor, ¿habéis sabido algo de ella después de los desastres que se abatieron sobre Winchester?
—Señor, si habéis hecho indagaciones por los alrededores de Wherwell, ¿descubristeis alguna huella? Tiene que haber muchas monjas desperdigadas por allí.
Y, al final, en brusco tono de súplica:
—Mi señor, decidme, si lo sabéis: ¿está viva o muerta?
No obtuvo respuesta directa a ninguna de sus preguntas, pues no había ninguna. Cuando finalmente pasaron por delante del altozano en el que se levantaba San Gil con sus bajos tejados y su modesta torre, Adán dijo con aire pensativo:
—Debió de ser muy duro para un hombre enfermo y envejecido recorrer solo este camino desde Hyde. Me asombra mucho que el señor Godfrid lo resistiera.
—No iba solo —contestó Hugo casi con indiferencia—. Fueron dos los que vinieron aquí desde Hyde Mead.
—Mejor —dijo Adán, asintiendo con la cabeza en gesto de aprobación—, porque dicen que resultó gravemente herido. Sin alguien que lo ayudara, hubiera podido desfallecer por el camino —añadió, lanzando un lento y cauteloso suspiro de alivio.
Después, guardó silencio, tal vez porque la sombra de la impresionante mole de la abadía situada a su izquierda estaba cortando el sol de la tarde como un afilado cuchillo negro en el polvoriento camino.
Cruzaron el arco de la caseta de vigilancia en medio del bullicio que solía producirse pasada la media hora que los monjes más jóvenes dedicaban a los juegos y los más viejos a dormir tras la comida en el refectorio. Ahora todos se estaban dirigiendo a sus respectivas tareas en sus gabinetes del escritorio, los vergeles del Gaye, el molino o los viveros de peces de los estanques. El hermano portero salió de su caseta al ver el desgarbado caballo tordo de Hugo, observó a los oficiales que lo acompañaban y miró con cierta curiosidad natural al desconocido que iba con ellos.
—¿Fray Humilis? No, no le encontraréis en el escritorio ni en el dormitorio. Después de la misa de esta mañana, se desmayó aquí mientras cruzaba el patio y, aunque la caída no le causó mucho daño porque el joven lo sostuvo en sus brazos y evitó el golpe, tardaron algún tiempo en reanimarlo. Lo han llevado a la enfermería. Fray Cadfael está con él en estos momentos.
—Lo siento muchísimo —dijo Hugo con consternada preocupación—. En ese caso, no conviene que ahora le moleste…
Y, sin embargo, si aquél era un paso más hacia un final que, a juicio de Cadfael, era inevitable y cada día estaba más cerca, Hugo no podía permitirse el lujo de demorar una investigación que tal vez arrojaría alguna luz sobre el destino de Juliana Cruce. El propio Humilis deseaba con toda su alma conocerle.
—Bueno, ahora ya ha vuelto en sí —explicó el portero— y ya es tan dueño de su propia persona como siempre ha sido, ¡bajo Dios Nuestro Señor, que es el dueño de todos nosotros! Quiere regresar a su celda del dormitorio y dice que aún podría dedicarse un ratito a sus tareas, pero, de momento, le dejarán donde está. Ha recuperado todas sus facultades y toda su voluntad. Si tenéis algo importante que decirle, yo que vos iría por lo menos a ver si ellos os permiten hablar con él.
Ellos, en lo tocante a la autoridad de la enfermería, quería decir fray Edmundo y fray Cadfael, cuyo juicio sería decisivo.
—¡Esperad aquí! —dijo Hugo, tomando una súbita decisión y desmontando de su caballo para cruzar el patio y dirigirse a la esquina noroccidental donde se levantaba la enfermería adosada al ángulo del muro.
Los dos sargentos también desmontaron y permanecieron de pie vigilando de cerca al prisionero, a pesar de que el tal Adán parecía muy dispuesto a enfrentarse con cualquier cosa de la que tuviera que responder, pues permaneció un momento firmemente sentado a lomos de su caballo antes de desmontar y entregar libremente la brida de su montura al mozo que se había acercado para encargarse del caballo de Hugo. Esperaron en silencio mientras Adán contemplaba con receloso interés los apretujados edificios que rodeaban el patio.
Hugo se tropezó con fray Edmundo cuando éste salía de la enfermería y le planteó inmediatamente la cuestión.
—Tengo entendido que fray Humilis se encuentra aquí dentro. ¿Está en condiciones de recibir visitas? Traigo bajo vigilancia al hombre que faltaba y, con un poco de suerte, podríamos sacarle algo entre todos, antes de que tenga demasiado tiempo para inventarse alguna coartada inexpugnable.
Edmundo parpadeó un instante, resistiéndose a abandonar sus propias inquietudes por otro hombre. Después, contestó con cierta vacilación:
—Cada día está más débil, pero ahora descansa bien aunque ha estado muy preocupado por esta joven y considera que sus propios actos han sido la causa de lo ocurrido. Su espíritu es fuerte y decidido. Creo que tendrá mucho interés en veros. Cadfael está con él… la herida se le ha vuelto a abrir al caer, ahora que acababa de cicatrizar, pero está limpia. Sí, entrad a verle.
Su rostro añadió, aunque sus labios no lo dijeran: «¿Quién sabe cuánto tiempo le queda? La paz de espíritu se lo podría alargar».
Hugo regresó junto a sus hombres.
—Venid conmigo, podemos visitarle —al llegar a la entrada, les dijo a sus dos sargentos—: Vosotros esperad fuera, delante de la puerta.
Oyó el conocido tono de la voz de Cadfael nada más entrar en la enfermería, dócilmente seguido por Adán. No habían instalado a fray Humilis en la sala común sino en una de las pequeñas celdas individuales, cuya puerta estaba abierta de par en par. Un catre, un escabel y una mesita para sostener un libro o una vela eran el único mobiliario. La puerta abierta y la pequeña ventana sin celosía permitían la entrada del aire y la luz. Fray Fidelis se encontraba arrodillado a los pies del catre, sosteniendo al enfermo con su brazo mientras Cadfael terminaba de vendar la cadera y la ingle donde el frágil y reciente tejido cicatricial se había vuelto a abrir levemente durante la caída de Humilis. Lo habían desnudado y la colcha estaba echada hacia atrás, pero el sólido cuerpo de Cadfael bloqueaba la vista de la cama desde la puerta y, al oír el rumor de unos pasos, Fidelis se apresuró a cubrir al paciente con la sábana hasta la cintura. El largo cuerpo estaba tan descarnado que el joven pudo levantarlo brevemente con un brazo, pero el enjuto rostro mostraba una expresión tan firme y decidida como siempre y los hundidos ojos brillaban con intenso fulgor. Humilis se sometía a los cuidados con una triste y paciente sonrisa, como si de una saludable disciplina se tratara. Fue el mozo quien celosamente intervino para ocultar la ruina de aquel cuerpo a unos ojos no iniciados. Tras haber subido la sábana, se inclinó para tomar y desdoblar la limpia camisa de lino que ya tenían a punto, la pasó por la cabeza de Humilis, le ayudó hábilmente a introducir los huesudos brazos en las mangas y lo incorporó un poco, alisándole los pliegues de la espalda para que no lo molestaran. Sólo entonces se volvió a mirar hacia la puerta.
Hugo era conocido, aceptado e incluso bien recibido. Humilis y Fidelis miraron más allá de su persona para ver quién le seguía.
Por detrás de Hugo, un hombre de superior estatura miró rápidamente de un rostro a otro, tratando de valorarlos y de adivinar qué le depararía aquella situación. Fray Cadfael pertenecía evidentemente a la casa y no constituía ninguna amenaza, al enfermo de la cama lo conocía de oídas, pero el tercer monje, de pie junto al catre, absolutamente inmóvil y con los grandes ojos brillando desde las sombras de la cogulla, era tal vez más difícil de catalogar. Adán Heriet miró en último lugar y se detuvo más largamente en Fidelis antes de bajar los ojos y componer herméticamente su rostro cual si fuera un libro cerrado.
—Fray Edmundo me ha dicho que podemos entrar —dijo Hugo—, pero, si nuestra presencia os fatiga, despedidnos. Siento que no estéis muy bien.
—Si tenéis alguna buena noticia para mí, ésa será la mejor de las medicinas —contestó Humilis—. Fray Cadfael no se tomará a mal que otro médico me ofrezca un remedio. No estoy tan grave, ha sido un simple desmayo… el calor es cada vez más sofocante —su voz era algo menos firme que de costumbre y pronunciaba las palabras con más dificultad, pero su respiración era regular y sus ojos estaban serenos y apacibles—. ¿Quién es ése que os acompaña?
—Nicolás os debió decir antes de irse que ya habíamos interrogado a tres de los cuatro hombres que escoltaron a doña Juliana cuando emprendió viaje a Wherwell —contestó Hugo—. Éste es el cuarto… Adán Heriet, el que cubrió la última etapa del viaje con ella mientras sus compañeros se quedaban a esperarle en Andover.
Fray Humilis contrajo los músculos de su frágil cuerpo y se incorporó mientras fray Fidelis se arrodillaba y le rodeaba con un brazo por detrás del almohadón, ocultando la cabeza en las sombras tras el descarnado hombro de su señor.
—¿De veras? Entonces ya conocemos a todos los que la protegieron. O sea que vos —dijo fray Humilis, estudiando con ardiente interés la vigorosa figura y el ceñudo rostro cuya morena frente parecía inclinarse hacia él como la de un toro excitado—, vos debéis de ser el que decían que tanto la quería desde que era pequeña.
—Así es —contestó Adán Heriet con firmeza.
—Contadle —terció Hugo— cómo y cuándo os separasteis de la dama. Hablad y referid vuestra historia.
Heriet respiró hondo, pero sin la menor muestra de temor o tensión, y refirió de nuevo lo que ya le había contado a Hugo en Brigge.
—Me pidió que me fuera y la dejara. Y lo hice. Era mi señora y podía mandarme lo que quisiera. Hice lo que ella me pidió.
—¿Y regresasteis a Andover? —preguntó Hugo suavemente.
—Sí, mi señor.
—Pero no os disteis mucha prisa —dijo Hugo con el mismo tono engañosamente amable—. La distancia entre Andover y Wherwell es de menos de dos leguas y vos decís que vuestra señora os despidió a cosa de un cuarto de legua de allí. Y, sin embargo, regresasteis a Andover al anochecer, muchas horas más tarde. ¿Dónde estuvisteis todo este tiempo?
Adán no pudo disimular el gélido sobresalto que experimentó. Por un instante, se le cortó la respiración y sus ojos cautelosamente entornados se abrieron para mirar con furia a Hugo antes de volver a entornarse. Tuvo que librar una breve pero perceptible batalla para dominar su voz y sus pensamientos, pero consiguió hacerlo con heroica soltura e incluso aquella pausa pareció excesivamente corta como para que en ella se pudieran fraguar unas mentiras.
—Mi señor, yo jamás había estado en aquellas comarcas sureñas y pensé entonces que jamás volvería a tener ocasión de visitarlas. Mi señora me despidió y, como la ciudad de Winchester estaba tan cerca y yo había oído hablar mucho de ella, decidí tomarme un poco de tiempo, aunque sé que no tenía ningún derecho a hacerlo. Me dirigí a la ciudad y me quedé allí todo el día. Todo estaba muy tranquilo entonces y pude pasear por las calles, ver la gran iglesia y comer en una cervecería sin temor. Eso es lo que hice. Después, regresé a Andover muy tarde, cerca del anochecer. Si ellos os lo han dicho así, dicen verdad. No emprendimos el viaje de regreso a casa hasta la mañana siguiente.
Fue Humilis, que conocía la ciudad de Winchester como la palma de su mano, quien, llegados a este punto, decidió hacer serenamente una pregunta, con los ojos y la voz nuevamente firmes y animados.
—¿Quién os podría haber reprochado que os tomarais unas cuantas horas libres tras haber cumplido vuestra misión? ¿Qué visteis e hicisteis en Winchester?
La recelosa respiración de Adán volvió a normalizarse. Aquello no tenía la menor dificultad para él. Inmediatamente se lanzó a una amplia y detallada descripción de la ciudad del obispo Enrique, desde la puerta norte, por donde él había entrado, hasta los prados de St. Cross, y desde la catedral y el castillo de Wolvesey a los campos noroccidentales de Hyde Mead. Pudo describir minuciosamente las fachadas de la empinada High Street, el relicario de oro de San Swithun y la soberbia cruz donada por el obispo Enrique a la catedral de su predecesor el obispo Walkelin. No cabía duda de que había visto todo lo que decía. Humilis intercambió una mirada con Hugo y así se lo dio a entender por este medio. Ni Hugo ni Cadfael, que permanecía un poco apartado, tomando nota de todo, habían estado jamás en Winchester.
—O sea que eso es todo lo que sabéis sobre el destino de Juliana Cruce —dijo Hugo al final.
—Nunca supe nada más de ella, mi señor, desde que nos separamos aquel día —contestó Adán con aparente sinceridad—. A no ser que haya algo que vos podáis decirme ahora, tal como repetidamente os he preguntado.
Pero ya no preguntaba más porque incluso la repetición había perdido todo su anterior apremio.
—Algo puedo deciros y os diré —dijo Hugo con repentina aspereza—. Juliana Cruce jamás entró en Wherwell. La priora de Wherwell nunca supo nada de ella. Desde el día que desapareció, y vos fuisteis la última persona que la vio. ¿Cuál es vuestra respuesta a eso?
Adán permaneció un minuto largo en sobrecogido silencio.
—¿Me decís que eso es cierto? —preguntó muy despacio.
—Os lo digo, aunque creo que no hay ninguna necesidad de decíroslo porque vos lo sabéis mejor que nadie. Vos sois el único que puede y debe saber adonde fue doña Juliana puesto que nunca llegó a Wherwell. Adonde se fue, qué le ocurrió y si ahora está sobre esta tierra o debajo de ella.
—Juro ante Dios —dijo solemnemente Adán— que, cuando me separé de mi señora por deseo suyo, la dejé sana y salva, y rezo para que ahora también lo esté, dondequiera que se encuentre.
—Vos sabíais qué objetos de valor llevaba consigo, ¿no es cierto? ¿Fue eso suficiente para tentaros? ¿Acaso, y os lo pregunto ahora en la debida forma, robasteis a vuestra dama y cometisteis alguna violencia con ella cuando se quedó sola con vos y sin ningún testigo?
Fidelis ayudó a Humilis a recostarse suavemente en los almohadones y permaneció muy erguido junto a su catre. Aquel movimiento llamó rápidamente la atención de Adán, el cual posó fugazmente los ojos en él antes de contestar con voz clara y firme:
—Muy al contrario, hubiera dado mi vida por ella entonces y gustosamente la daría ahora con tal de que no sufriera ni un solo instante de angustia.
—¡Muy bien! —dijo lacónicamente Hugo—. Ésa es vuestra alegación. Pero yo debo manteneros bajo custodia hasta que sepa algo más, y así pienso hacerlo. Porque sabré algo más antes de que suelte este nudo, Adán —acercándose a la puerta junto a la cual esperaban sus sargentos, les llamó para que entraran—. Llevaos a este hombre y retenedle en el castillo. ¡Bajo estricta vigilancia!
Adán salió con ellos sin una sola palabra de sorpresa o protesta. No esperaba otra cosa; los acontecimientos lo habían acorralado de tal manera que ahora no tenían más remedio que encerrarle. No pareció que se desconcertara o alarmara demasiado aunque era un hombre valiente y capaz de disimular sus pensamientos. Desde la puerta, se volvió para mirarlos a todos, pero no dijo ni una sola palabra ni le transmitió la menor cosa a Hugo aunque sí un levísimo fulgor a Cadfael, demasiado minúsculo todavía como para poder arrojar alguna luz.