eginaldo Cruce, tanto si tenía como si no tenía un especial y profundo afecto por una hermana a la que llevaba tantos años y a la que raras veces había visto, no era un hombre capaz de mostrarse tolerante ante cualquier afrenta o daño a un miembro de su familia. Cualquier cosa que afectara a un Cruce se reflejaba en él y le erizaba los pelos tal como se le erizaban a un perro perdiguero. Escuchó la historia en estoico silencio, pero con creciente rabia y rencor, tanto más impresionante por cuanto mantenía sus sentimientos a raya con férreo control.
—¿Y todo eso es cierto? —preguntó al final—. Sí, la mujer sabrá sin duda lo que dice. La muchacha jamás llegó allí. Yo no intervine para nada en el asunto, no estaba aquí y no presencié ni la partida ni el regreso, ¡pero ahora ya veremos! Por lo menos, conozco los nombres de los que la acompañaron, pues mi padre me habló del viaje en su lecho de muerte. Mandó que la acompañaran los hombres de su mayor confianza… ¿cómo no iba a hacerlo, tratándose de su hija? La amaba con locura. ¡Esperad!
Desde la puerta de la sala llamó a gritos a su mayordomo y, entre las primeras sombras de un día que ya se encaminaba hacia el frescor del crepúsculo, apareció un anciano canoso, reseco y bronceado como el cuero viejo, aunque tremendamente ágil y fuerte. Tal vez fuera más viejo que el amo que había perdido, pero no se sentía intimidado ni por el padre ni por el hijo, visiblemente dueño de sus propios deberes y claramente consciente de su propio valor. Hablaba con su amo de igual a igual y mantenía con él unas fluidas relaciones.
—Arnulfo, seguramente recordarás que, cuando mi hermana se fue al convento —dijo Reginaldo, indicándole un asiento junto a la mesa y reconociendo sin reparos su dignidad—, mi padre la envió con unos mozos… los hermanos sajones Wulfrico y Renfredo, Juan Bonde y, ¿cuál era el otro? Poco después de que yo viniera aquí, se incorporó al ejército…
—Adán Heriet —dijo el mayordomo, empujando sobre la mesa la cuerna para que su amo le escanciara vino—. Sí, ¿qué ocurre?
—Los quiero todos aquí, Arnulfo.
—¿Ahora, mi señor?
Si el mayordomo se sorprendió, supo disimularlo muy bien.
—Ahora o lo antes posible. Pero, primero, déjame que te pregunte una cosa. Todos ellos eran servidores de confianza de la casa de mi padre y tú los conocías mejor que yo. ¿Consideras que eran dignos de esta confianza?
—Totalmente —contestó el mayordomo sin vacilar, con una voz tan dura y seca como su pellejo—. Bonde es un bobalicón o poco más, pero es un buen trabajador y más sincero que el día. Los sajones son listos y astutos, lo bastante listos como para saber que tienen un buen señor y lo bastante leales como para estarle agradecidos. ¿Por qué?
—¿Y el otro, Heriet? A ése casi no le conocía. Cuando el conde Waleran me pidió mi aportación de hombres de armas, le entregué lo que tenía y este Heriet se ofreció como voluntario. Me dijeron que estaba angustiado por la partida de mi hermana. Tengo entendido que la apreciaba mucho y que se preocupaba por ella.
—Podría ser —dijo Arnulfo—. Ciertamente, no era el mismo cuando regresó de aquel viaje. Las niñas saben ganarse a veces el corazón de un hombre. Puede que ella se ganara el suyo. Cuando se las conoce desde la cuna, te llegan hasta el tuétano.
Reginaldo asintió con la cara muy seria.
—Bueno, pues, allá se fue. Veinte hombres me pidió mi señor y veinte hombres le di. Fue cuando tuvo aquella pendencia con los obispos y necesitaba refuerzos. Bien, dondequiera que se encuentre ahora, Heriet no está a nuestro alcance. Pero los demás, ¿están todos aquí?
—Los sajones se hallan en el henil del establo en este momento. Bonde regresará de los campos de un momento a otro.
—Tráelos aquí —dijo Reginaldo. Cuando el mayordomo hubo apurado su cuerna y se hubo retirado por la escalera de piedra que bajaba al patio, con la misma agilidad y rapidez que lo hubiera hecho un mozo de veinte años, Reginaldo añadió, dirigiéndose a Nicolás—: Dondequiera que mire, no puedo ver traición entre esos cuatro. De haberla traicionado, no hubieran regresado. ¿Y por qué iban a hacer tal cosa? Arnulfo dice la verdad, sabían que aquí tenían unas mullidas camas, mi padre era viejo y los trataba como hijos, con mucha más gentileza que yo, y eso que yo no soy odiado por nadie.
A juzgar por la sonrisa y la curva del labio, perfilada de amarillo por la luz de la lámpara, Reginaldo era profundamente consciente de las tensiones que aún ardían entre los sajones y los normandos y era demasiado listo como para acentuarlas en demasía. En la campiña los recuerdos eran muy largos y las lealtades muy difíciles de desplazar y sustituir.
—Vuestro mayordomo es sajón —dijo secamente Nicolás.
—¡En efecto! ¡Y a mucha honra! O, si no a mucha honra —dijo Reginaldo, adusto y alegre a la vez bajo la suave luz de la lámpara—, por lo menos consciente de que hay cosas mucho peores. Yo sigo con provecho el ejemplo de mi padre y sé cuándo tengo que ceder. Pero, en lo tocante a mi hermana, siento que se me hiela el espinazo.
Lo mismo le ocurría a Nicolás, lo sentía tan frío como si la médula se le hubiera petrificado. Cuando los tres mozos subieron sumisamente los peldaños y entraron en la sala, los miró con los ojos tan opacos e inexpresivos como los de su amo. Dos larguiruchos y rubios sujetos que no rebasarían los treinta años, con toda la esbelta gracia de su estirpe norteña y unos ojos que reflejaban la luz en pálidos destellos de un deslumbrante color azul, y un mozo moreno más bajo y achaparrado, tal vez algo mayor que ellos, de un rostro redondo y con barba.
A lo mejor era cierto, pensó Nicolás contemplándolos, que no odiaban a su señor, sino que más bien se consideraban afortunados en comparación con otros de su clase, sometidos ya desde tres generaciones a los amos normandos. A pesar de ello, se mostraban cohibidos en presencia de Reginaldo y cualquier llamada que no tuviera que ver con sus habituales tareas cotidianas suscitaba en ellos una cautelosa inquietud y les cerraba el rostro al modo en que una tapa hubiera podido cerrar un estuche de pensamientos no enteramente aceptables para la autoridad. Sin embargo, todo cambió en cuanto conocieron la razón de la llamada de su amo. Los rostros cerrados se abrieron y se suavizaron. Nicolás comprendió que ninguno de ellos experimentaba el menor temor a propósito de aquel viaje que más bien recordaban con placer, y era natural que así fuera pues había sido un peregrinaje libre de cuitas, la única fiesta de sus vidas. Habían viajado a caballo y no a pie, bien abastecidos de provisiones y orgullosamente armados.
Sí, por supuesto que lo recordaban. No, no habían tropezado con ningún obstáculo por el camino. Una dama acompañada por dos buenos arqueros y dos hombres expertos en el manejo de la espada no tenía nada que temer. Al parecer, el más alto de los sajones utilizaba el nuevo arco largo que se apoyaba en el hombro mientras que Juan Bonde llevaba el típico arco corto gales que se apoyaba en el pecho, de menos alcance y penetración que el largo, pero maravillosamente ágil para su uso en distancias más cortas. El otro hermano era experto en el manejo de la espada al igual que el cuarto miembro de la escolta, el ausente Adán Heriet. Una compañía para viajar segura y a cualquier velocidad que la dama pudiera mantener sin cansarse.
—Llevábamos tres días de camino, mi señor —dijo el arquero sajón, portavoz de los tres mientras los demás lo animaban, asintiendo enérgicamente con sus cabezas—, y, cuando llegamos a Andover, como ya era tarde, decidimos quedarnos a pasar la noche allí y terminar el viaje a la mañana siguiente. Adán encontró alojamiento para la dama en la casa de un mercader y nosotros dormimos en los establos. Nos dijeron que nos quedaban unas dos leguas de camino.
—¿Y mi hermana estaba animada y se encontraba bien de salud? ¿No ocurrió nada?
—No, mi señor, tuvimos un buen viaje. Ella se alegraba de estar tan cerca del lugar adonde quería ir. Así nos lo dijo y nos dio las gracias.
—¿Y a la mañana siguiente? ¿Recorristeis con ella el par de leguas que quedaban?
—Nosotros no, mi señor, porque vuestra hermana decidió hacer el resto del camino sólo con Adán Heriet y nos ordenó esperar el regreso de Heriet en Andover, tal como efectivamente hicimos. Cuando él volvió, emprendimos el viaje de regreso a casa.
Al oír estas palabras, los dos mozos restantes asintieron firmemente con la cabeza, satisfechos de haber cumplido el encargo y obedecido la orden de la dama. O sea que Juliana Cruce había recorrido la última etapa del viaje sólo con su servidor de confianza.
—¿Vosotros les visteis cabalgar hacia Wherwell? —preguntó Reginaldo, frunciendo el ceño ante aquella complicación inesperada—. ¿Y ella se fue con él libremente y de buen grado?
—Sí, mi señor, salieron muy descansados a primera hora de la mañana. Ella se despidió de nosotros y los estuvimos mirando hasta que los perdimos de vista.
No había razón para ponerlo en duda. Se encontraba apenas a dos leguas del término del viaje y, sin embargo, jamás llegó. Y sólo un hombre podía saber qué había sido de ella en aquella distancia tan breve.
Reginaldo despidió a los mozos con un irritado gesto de la mano. ¿Qué otra cosa podían decirle? Que ellos supieran, Juliana se había ido adonde quería ir y estaba a salvo. Mientras los tres se encaminaban hacia la puerta de la sala, alegrándose de poder irse a la cama, Nicolás dijo súbitamente:
—¡Aguardad! —y, dirigiéndose a su anfitrión, añadió—: Otras dos preguntas, si me lo permitís.
—Faltaría más.
—¿Fue la propia dama la que os dijo que deseaba hacer el resto del camino sólo con Heriet y os ordenó que os quedarais a esperarle en Andover?
—No —contestó el portavoz, tras reflexionar un instante—, fue Adán quien nos lo dijo.
—Y decís que reanudaron el viaje a primera hora de la mañana. ¿A qué hora regresó Heriet?
—Hacia el anochecer, señor. Ya estaba oscureciendo cuando volvió. Por eso nos quedamos a pasar la noche allí, para emprender el viaje de regreso a primera hora.
—Había otra pregunta que hubiera podido hacer —dijo Nicolás cuando se quedó a solas con su anfitrión en la sala a través de cuya puerta abierta se podía ver la creciente oscuridad del anochecer y el sosiego del patio—, pero dudo de que él atendiera a su propio caballo y, después de una noche de descanso, ya no hubiera sido posible calcular qué distancia había cubierto la montura. Pero ved cómo el tiempo da testimonio… Unas dos leguas escasas faltaban para Wherwell y él no tenía ninguna razón para entretenerse tras haber acompañado a vuestra hermana hasta allí. Y, sin embargo, estuvo ausente todo el día, doce horas o más. ¿Qué estuvo haciendo durante todo este tiempo? No obstante, dicen que era el más rendido esclavo de la joven desde su infancia.
—Mi padre, que también la adoraba, le tenía plena confianza —dijo agriamente Reginaldo—. Yo apenas le conocía. Pero él está en el centro de todo. Sólo él la acompañó en la última etapa del camino. Después regresó junto a sus compañeros dando a entender que todo había ido bien y que la misión ya se había cumplido. Pero entre Andover y Wherwell mi hermana desaparece.
»Y aproximadamente un mes más tarde, cuando nuestro señor el conde Waleran del cual somos vasallos por tres feudos nos pide hombres, ¿quién se ofrece como voluntario sino precisamente este hombre? ¿Por qué tuvo especial empeño en marcharse de aquí? ¿Por temor a que algún día se le hicieran preguntas? ¿Por temor a que se descubriera algún hecho desagradable y se iniciara una búsqueda?
—Pero, si le hubiera hecho algún daño o la hubiera traicionado —se preguntó Nicolás—, ¿creéis que hubiera regresado aquí?
—Si era lo bastante listo, sin duda que sí, y parece ser que lo era porque, ¡ved cómo se las arregló! Si no hubiera regresado con los otros, se hubiera dado la alarma inmediata. La hubieran dado los otros antes incluso de abandonar Andover. En cambio, de la otra manera, ya han transcurrido tres años sin que haya habido una sola palabra o la menor sombra de duda, ¿y dónde está Heriet ahora?
Reginaldo estaba desgarrando aquella posibilidad con los dientes y saboreando la íntima cólera que sentía ante el hecho de que alguien se hubiera atrevido a intentar semejante cosa contra su casa. Sería por eso por lo que exigiría venganza si se descubriera alguna prueba, no por el daño que pudiera haber sufrido Juliana. Y, sin embargo, Nicolás no podía por menos que seguir su mismo camino. ¿Quién más hubiera podido borrar la imagen y el recuerdo de la doncella encomendada a sus cuidados? Dos personas se habían alejado de Andover a caballo y una había regresado. La otra había desaparecido de la faz de la Tierra, desvanecida en el aire. Difícilmente se la volvería a ver.
Un criado trajo una lámpara y volvió a llenar la jarra de cerveza que había sobre la mesa. La dama se había quedado en su cámara con los niños para que los hombres pudieran conversar sin interrupción. La noche cayó casi de repente con la habitual brisa que solía acompañarla a aquella hora.
—¡Está muerta! —exclamó Reginaldo bruscamente, apoyando la mano abierta sobre la mesa.
—No, no hay certeza de que así sea. ¿Por qué hubiera hecho él semejante cosa? Debió sentirse inseguro aquí, ya que no se atrevió a quedarse en cuanto tuvo una oportunidad de marcharse. ¿Qué podía ganar allí que no tuviera con creces aquí? ¿Acaso está mejor un hombre de armas al servicio de Waleran de Meulan que vuestros criados aquí? ¡No lo creo!
—¿Un servicio de medio año de duración? Si se quedó más tiempo fue porque así lo quiso, pues sólo se le exigía medio año. En cuanto a lo que podía ganar… por Dios bendito, él era el único de los cuatro que conocía el valor de lo que llevaban… Mi hermana guardaba trescientos marcos de plata en sus alforjas, aparte toda una serie de objetos de valor destinados al convento. No os los puedo enumerar uno por uno, pero habrá una lista en algún libro del feudo, mi escribano la podría encontrar. Sé que había un par de candelabros de plata. También se llevó como regalo las joyas de su madre, ya que no iba a utilizarlas en este mundo. Todo ello era suficiente para tentar a un hombre… aunque éste tuviera que comprar a un cómplice para facilitar la fechoría.
¡Podría ser! Una mujer se llevaba consigo su dote, su padre y su familia estaban convencidos de su bienestar y, por esta causa, nadie se extrañó de su silencio… Pero no, eso no encajaba del todo, pensó Nicolás esperanzando, siempre y cuando ella hubiera comunicado de antemano a Wherwell su llegada. Sin duda, una doncella que deseara tomar el hábito habría enviado una petición para estar segura de que la aceptarían antes de emprender el viaje al sur. En tal caso, las monjas de la abadía se hubiesen extrañado de que no apareciera y se habrían llevado a cabo investigaciones. Por su parte, la priora seguro que conocería o recordaría el nombre de Juliana Cruce si ésta le hubiese enviado cartas o un correo. No, la joven no hizo una petición por adelantado. Simplemente tomó su dote y se puso en camino con la intención de llamar a la puerta y pedir que la aceptaran. Nicolás no tenía tanta experiencia en tales materias como para saber si el asunto era insólito, ni poseía el suficiente cinismo como para suponer que difícilmente podría haber rechazo en caso de que la dote aportada fuera suficientemente cuantiosa.
—Habrá que encontrar a este tal Heriet —dijo Nicolás, tomando una decisión—. Si aún se encuentra al servicio de Waleran de Meulan, puede que lo encuentre. Waleran es un hombre del rey. En caso contrario, no será fácil localizarle, pero ¿qué otra alternativa se nos ofrece? Es natural de este condado, ¿no? Si tiene parientes, ésos estarán aquí, ¿verdad?
—Es el segundo hijo de un aparcero libre de Harpecote. ¿Por qué? ¿Qué estáis pensando?
—Será mejor que ordenéis a vuestro escribano hacer dos copias de la lista de todo lo que vuestra hermana se llevó consigo cuando se fue. El dinero no se puede localizar ni reconocer, pero los objetos de valor, puede que sí. Que los describa con todo detalle, si puede. Las piezas de orfebrería destinadas a la iglesia podrían ser puestas a la venta o aparecer en alguna parte, al igual que las joyas. Yo haré circular la lista por Winchester… Si el obispo se ha librado de la emperatriz, ¡es posible que ahora comprenda lo que más le conviene! Después, intentaré localizar a Adán Heriet entre las compañías de Meulan o averiguar cuándo y cómo se fue. Vos haced aquí otro tanto; si tiene parientes, es posible que algún día los visite. ¿Se os ocurre alguna cosa mejor? ¿O alguna otra cosa que pudiéramos hacer?
Reginaldo se levantó de la mesa, haciendo parpadear la llama de la lámpara. Se sentía ultrajado y su moreno semblante mostraba una torva expresión.
—Me parece muy sensato y es lo que vamos a hacer. Mañana ordenaré a mi escribano copiar la lista. Es un hombre muy meticuloso que se lo sabe todo al dedillo. Después, os acompañaré a Shrewsbury, hablaré con Hugo Berengario y, antes de que finalice el día, lo tendré todo preparado. Si este u otro villano ha cometido un asesinato o un robo contra mi casa, quiero justicia y reparación.
Nicolás se levantó con su anfitrión; estaba tan fatigado que, cuando se acostó en la cama que habían dispuesto para él, se quedó profundamente dormido. Él también quería justicia. Pero ¿qué era la justicia en aquel caso? Lo planeaba y pensaba todo como si siguiera un rastro que no tenía más remedio que seguir con todas sus fuerzas, puesto que no tenía nada más, pero no podía ni quería creerlo. Lo que él deseaba por encima de todo era sentir una suave brisa que, soplando desde otra dirección, le susurrara que Juliana no estaba muerta, que toda aquella trama de sospechas, avaricia y traición era una falsedad, una simple apariencia que se desvanecería al amanecer. Pero llegó el amanecer y no hubo ninguna novedad.
Y, de este modo, los dos hombres, que sólo tenían una búsqueda en común y ninguna otra cosa que los hiciera aliados, cabalgaron juntos a Shrewsbury, armados con dos copias primorosamente escritas en las que figuraban anotados todos los objetos de valor y el dinero que Juliana Cruce había llevado consigo como dote para entrar en el claustro.
Hugo había bajado de la ciudad para comer con el abad Radulfo y ponerle al corriente de los últimos acontecimientos de la maraña política de Inglaterra. La huida de la emperatriz a su plaza fuerte occidental, la dispersión de buena parte de sus fuerzas y la captura del conde Roberto de Gloucester sin el cual ella nada podía hacer, deberían transformar necesariamente toda la situación aunque su primer efecto hubiera sido el de impedirles cualquier acción. Aunque no tuviera intereses directos en las contiendas entre los bandos, el abad tenía derecho a una mitra y a ocupar un puesto en el gran consejo del país, por lo cual le concernían directamente tanto el bienestar del pueblo como el de la iglesia. Tras haber conversado juntos un buen rato en torno a la bien provista mesa del abad, Hugo salió a media tarde y fue al herbario en busca de Cadfael.
—¿Os habéis enterado de la noticia que me trajo ayer Nicolás Harnage? Me dijo que primero había venido aquí para ver a su señor. Roberto de Gloucester está encerrado en Rochester como prisionero, y todo se ha detenido mientras ambos bandos reflexionan sobre lo que van a hacer… nosotros sobre el mejor medio de utilizar a Roberto, y ellos sobre la manera en que podrán sobrevivir sin él —Hugo se sentó a la sombra en el banco de piedra y estiró los pies calzados con botas para estar más cómodo—. Ahora vendrá la discusión. Será mejor que la emperatriz libere al rey de sus cadenas, de lo contrario, Roberto también se verá encadenado.
—Dudo que ella vea las cosas de esta manera —dijo Cadfael, deteniéndose para apoyarse en su azada y arrancar unas malas hierbas que crecían entre sus pulcros y aromáticos planteles—. Ahora más que nunca Esteban es su única arma. Intentará obtener el mayor precio posible a cambio de su persona. Su hermano no será suficiente para satisfacer sus ambiciones.
Hugo se echó a reír.
—Según el joven Harnage, Roberto es de la misma opinión. Se niega a considerar la posibilidad de que le intercambien con el rey, dice que él no llega a la dignidad de un monarca y que, para que se equilibre la situación, tenemos que dejar en libertad toda la retaguardia que capturamos junto con él. Sólo así se podrá compensar el peso de Esteban en la balanza. ¡Pero, esperad! Si la emperatriz sigue este mismo razonamiento ahora, dentro de un mes unos hombres más sabios le habrán demostrado que no puede hacer nada en absoluto sin Roberto. Londres jamás volverá a permitirle la entrada y tanto menos ceñir la corona y, por mucho que tenga a Esteban encerrado en una mazmorra, él sigue siendo el rey.
—Es a Roberto a quien más les va a costar convencer —arguyó Cadfael.
—Al final, él también tendrá que comprender la realidad. Si ella quiere llevar adelante la lucha, sólo podrá hacerlo teniendo a Roberto a su lado. Le convencerán. Por mucho que les cueste soltarlo, antes de que acabe el año recuperaremos a Esteban.
Cadfael y Hugo aún se encontraban juntos en el huerto cuando Nicolás y Reginaldo Cruce, tras haber preguntado en vano por Hugo en el castillo al llegar a la ciudad y haber vuelto a preguntar por él en su casa junto a la iglesia de Santa María al pasar por allí, siguieron las indicaciones que les facilitó el portero de la casa de Berengario y fueron a buscarle a la abadía. Al oír el rumor de sus botas sobre la grava y verles rodear el seto de boj, Hugo se levantó de un salto para ir a su encuentro.
—Habéis regresado muy pronto. ¿Qué nuevas traéis? —dirigiéndose al segundo hombre y mirándole con interés, Hugo añadió—: No había tenido el gusto de conoceros hasta ahora, señor, pero sin duda sois el señor de Lai. Nicolás me contó lo ocurrido en Wherwell. Os prestaré con mucho gusto todos los servicios que estén en mi mano. ¿Qué ha ocurrido ahora?
—Mi señor gobernador —contestó Cruce, levantando firmemente la voz como si estuviera acostumbrado a mandar y ser obedecido—, en la cuestión de mi hermana hay razones para sospechar la comisión de un robo y un asesinato, por lo cual exijo justicia.
—Todos los hombres honrados la exigen, y yo también. Sentaos aquí y decidme qué motivos tenéis para tales sospechas y hacia dónde apunta vuestro dedo. Reconozco que el asunto tiene mal cariz. Decidme qué habéis averiguado en casa y qué le podemos añadir.
Hacía mucho calor bajo el sol de la tarde y Cruce sudaba profusamente a pesar de ir en mangas de camisa. Se sentaron juntos a la sombra, y Cadfael, muy hospitalario en sus propios dominios y en modo alguno dispuesto a que le expulsaran de ellos en pleno trabajo, entró en la cabaña por una jarra de vino y unos bocados, les sirvió y se apartó un poco, aunque no lo bastante como para no poder enterarse de lo ocurrido. Lo de antes ya lo sabía, y ciertos detalles habían despertado su curiosidad, induciéndole a prever unas circunstancias en las cuales tal vez se necesitaría su colaboración. Su paciente estaba preocupado por la muchacha y no podía permitirse el lujo de malgastar en angustias la poca vitalidad que le quedaba. Cadfael sentía por aquel cruzado una solidaridad nacida de la experiencia compartida y del mutuo respeto. Como Guimar de Massard, era uno de los pocos que habían salido limpia y caballerosamente de una guerra santa muy deformada y desfigurada. De resultas de la cual se estaba muriendo, aunque muy lentamente. Cualquier cosa que afectara a su bienestar corporal o espiritual, Cadfael quería conocerla.
—Mi señor —dijo Nicolás—, ya recordaréis todo lo que os dije sobre los hombres de la casa de mi señor Cruce que escoltaron a su hermana a Wherwell. Hemos interrogado en Lai a tres de los cuatro que la acompañaron y estoy seguro de que nos han dicho la verdad. Pero el cuarto… precisamente el único que la acompañó en las dos últimas leguas del viaje… ya no está aquí y tenemos que encontrarle.
Nicolás y Reginaldo contaron con gran vehemencia la historia, hablando incluso a dúo en determinados momentos.
—Salió con ella de Andover a primera hora de la mañana y los otros tres, que tenían orden de quedarse allí, les vieron alejarse.
—Y no regresó hasta el anochecer, demasiado tarde para emprender el camino de vuelta a casa aquella noche. Y, sin embargo, Wherwell dista menos de dos leguas de Andover.
—Y él era, de los cuatro, el que gozaba de la confianza de mi hermana y la conocía desde que era pequeña —explicó Cruce enfurecido—, por lo cual seguramente sabía el valor de la dote que ella llevaba consigo.
—¿Y cuál era? —preguntó secamente Hugo.
Tenía una memoria excelente y no necesitaba que le dijeran las cosas dos veces.
—Trescientos marcos en monedas y ciertos objetos de valor para uso eclesiástico. Mi señor, hemos ordenado a mi escribano, que lleva muy bien las cuentas, escribir una lista de todo lo que llevaba y aquí tenemos dos copias. Una de ellas deberíais hacerla circular por esta región de donde es natural este hombre y también mi hermana, y la otra se la llevará Harnage a Winchester, Wherwell y Andover, donde ella desapareció.
—¡Muy bien! —exclamó Hugo, sinceramente satisfecho—. Las monedas no se pueden localizar, pero los ornamentos eclesiásticos sí se podrían encontrar.
Tomó el rollo que Nicolás le ofrecía y leyó la lista con el ceño fruncido:
«Ítem, un par de candelabros de plata en forma de racimos de uva entrelazados con unos apagavelas sujetos con cadenas de plata y adornados con hojas de parra. Ítem, una cruz alta como la mano de un hombre sobre un pedestal de plata de tres peldaños, con topacios, amatistas y ágatas engastadas junto con una cruz similar del mismo metal y piedras, alta como un dedo meñique, con cadena de plata para que un clérigo pudiera llevarla pendiente del cuello. Ítem, un copón de plata pequeño con hojas de helecho labradas. También varias piezas de joyería de su propiedad, como una gargantilla de piedras pulidas de las colinas de Pontesbury, una pulsera de plata labrada con zarcillos de arveja, y una curiosa sortija de plata con esmaltes en forma de flores amarillas y azules».
Hugo levantó la vista.
—Cualquiera de estas piezas será sin duda identificable si se encuentra. Vuestro escribano ha hecho un buen trabajo. Sí, lo daré a conocer a todos los oficiales y a los aparceros del condado, pero creo que será más fácil localizarlas en el sur. En cuanto al hombre, si es natural de aquí y tiene parientes, es posible que se ponga en contacto con ellos. ¿Decís que se fue a prestar servicio en las armas?
—Sí, a las pocas semanas de su regreso a la casa de mi padre. Mi padre acababa de morir y mi señor el conde de Worcester me pidió una leva de hombres y éste, Adán Heriet, se ofreció como voluntario.
—¿Cuántos años tenía? —preguntó Hugo.
—Cincuenta y uno aproximadamente. Era un hombre fuerte y experto en el manejo de la espada y el arco. Había sido guardabosques y cazador de mi padre. Waleran debió de considerarse afortunado por tenerle consigo. Los demás eran más jóvenes, pero inexpertos.
—¿Y de dónde procedía este Heriet? Siendo un hombre de vuestro padre, debía de pertenecer a uno de vuestros feudos.
—Nació en Harpecote y era el hijo menor de un aparcero libre que cultivaba unas tierras allí. Su hermano mayor se encargó de cultivar la tierra a la muerte de su padre. No se llevaban muy bien, o eso por lo menos me decía mi padre. Pero, aun así, quizá se pueda averiguar algo sobre él allá arriba.
—¿Tenía otros parientes? ¿No estaba casado?
—No. No conozco a ningún otro pariente suyo, pero puede que haya algunos en Harpecote.
—Dejadlos en paz —dijo Hugo decididamente—. Será mejor que las indagaciones las haga yo. Aunque dudo mucho de que un hombre sin ningún vínculo aquí regrese al condado tras haberse lanzado a la vida de las armas. Es probable que sea más fácil localizarle en el lugar adonde vos os dirigís, Nicolás. ¡Haced lo mejor que podáis!
—Ésa es mi intención —contestó Nicolás con sombría mirada, levantándose para poner inmediatamente manos a la obra. Después, se guardó el rollo con la lista de las pertenencias de Juliana en la pechera de la chaqueta—. Primero tengo que hablar con mi señor Godfrid para que sepa que no abandonaré esta búsqueda mientras haya un rayo de esperanza. ¡Ya me voy!
Se alejó con unas grandes zancadas que se convirtieron en una carrera antes de que lo perdieran de vista. Cruce se levantó a su vez, mirando a Hugo con cierto recelo como si dudara de que tuviera la suficiente fuerza o furia vengativa como para llevar a cabo aquella empresa.
—Entonces, ¿puedo dejar el asunto en vuestras manos, mi señor? ¿Lo seguiréis con tesón?
—Lo haré —contestó secamente Hugo—. Y vos, ¿estaréis en Lai? ¿Para que yo sepa dónde encontraros en caso necesario?
Cruce se alejó en silencio, pero no demasiado satisfecho y, antes de doblar la esquina del seto, se volvió dubitativamente como si pensara que el señor gobernador ya hubiera tenido que montar en su caballo o, por lo menos, disponerse a hacerlo en defensa de la vengativa causa de Cruce. Hugo le miró fríamente y le vio desaparecer detrás de la tupida pantalla de boj.
—De todos modos, será mejor que espabile —dijo entonces, esbozando una triste sonrisa— porque, como ése encuentre primero al hombre, no me extrañaría nada que le rompiera unos cuantos huesos o incluso que le retorciera el cuello. Aunque eso pueda ocurrir al final, no debe ser a manos de Reginaldo Cruce y sin antes haberse celebrado un juicio justo. Bien —añadió, dándole a Cadfael una cordial palmada en la espalda y volviéndose para retirarse—, si ya se acerca la veda de los reyes y las emperatrices, ello nos dará tiempo por lo menos a cazar a las criaturas más pequeñas.
Cadfael se fue al rezo de vísperas con el ánimo trastornado por la visión de una muchacha a caballo con las alforjas llenas de plata, joyas y monedas, despidiéndose de sus últimos acompañantes conocidos, a menos de dos leguas de su meta, y desvaneciéndose como la bruma de la mañana bajo el sol estival, como si jamás hubiera existido. Unos jirones de niebla sobre los prados desaparecieron súbitamente como por arte de magia. Si los que se angustiaban por ella, tanto los viejos como los jóvenes, supieran, al menos, que había muerto y que se encontraba con Dios en el cielo, ellos también hubieran recuperado la paz. Ahora, en cambio, no podía haber paz para ninguno de los que estaban atrapados en aquella telaraña de incertidumbre.
Entre los novicios, los escolares y los niños oblatos, por cierto, los últimos que el abad Radulfo acogería en su monasterio, pues ya no quería aceptar más infantes para su ingreso en una vida monástica decretada por terceros, Rhun permanecía de pie cantando con una radiante sonrisa en los labios. Virgen por naturaleza e inclinación y también por sus años, y no turbado por las angustias corporales que desgarraban a la mayoría de los hombres, era milagrosamente comprensivo y consciente de ellas, tal como muy pocos lo pueden ser con los sufrimientos que no atormentaban la propia carne.
Las vísperas en aquella estación del año relucían con la luz estival que se filtraba por los ventanales, mostrando la cristalina palidez de la belleza de Rhun e iluminando las filas de los monjes del otro lado entre los cuales fray Urien ardía por dentro y contemplaba con sus brillantes y dilatados ojos negros las discretas sombras junto al muro, donde fray Fidelis permanecía al lado de su señor sin ojos ni pensamientos para lo que ocurría a su alrededor, pues no tenía voz para unirse a los cantos. Sus entornados ojos sólo miraban a Humilis y su liviano cuerpo estaba preparado para recibir y sostener en cualquier momento la forma todavía más frágil que permanecía de pie a su lado, enhiesta como una lanza.
Bien, la adoración tenía sus prioridades y un deber asumido era un deber hasta el final. Dios y san Benito lo comprenderían y respetarían.
Cadfael, cuya mente también hubiera debido de estar ocupada en cosas más altas, pensó: «Se está apagando ante nuestros ojos. Ocurrirá antes de lo que yo suponía. No se puede hacer nada por evitarlo y ni siquiera para demorarlo demasiado».