icolás cambió dos veces de montura en su camino hacia el sur, dejando las agotadas bestias para un pronto regreso con buenas o malas noticias, tal como fielmente se había comprometido a hacer. Percibió el acre olor de los incendios a través del aire cuando se encontraba todavía a unas cuantas leguas de distancia de Wherwell y, al llegar a lo que quedaba de la pequeña ciudad, no vio más que una desierta desolación. Los pocos cuyas casas habían resultado indemnes y no habían sido saqueadas estaban tratando de ordenar y poner a salvo sus bienes, pero los que habían perdido sus viviendas en el incendio aún no se atrevían a regresar para reconstruirlas. Pues, aunque los soldados de Winchester habían muerto o habían sido hechos prisioneros y Guillermo de Ypres había mandado retirar a los flamencos de la reina a sus antiguas posiciones alrededor de la ciudad y la comarca, aquel lugar se encontraba todavía dentro del radio de acción y aún podía sufrir ulteriores ataques.
Nicolás se dirigió con el corazón encogido y angustiado al monasterio de monjas, que era uno de los tres más grandes del condado, antes de que el desastre se abatiera sobre sus edificios y redujera la mitad a escombros, dejando el resto inservible. La estructura de la iglesia se recortaba, solitaria y ennegrecida, contra un cielo sin nubes, con los muros mellados y descoloridos como dientes putrefactos. Se veían nuevas tumbas en el cementerio de las monjas. Las supervivientes se habían ido porque allí no había ningún hogar para ellas. Nicolás contempló con el corazón afligido la tierra recién removida y se preguntó qué monjas yacerían allí. Sólo habían tenido tiempo de enterrarlas y las tumbas carecían de nombre.
Ni tan siquiera se atrevía a pensar que ella pudiera estar en una de ellas. Se dirigió a la parroquia y buscó al sacerdote que había acogido a dos familias sin hogar bajo su techo y en su granero. Era un hombre cansado, envejecido y agobiado por las inquietudes, vestido con una raída sotana que hubiera precisado de algunos remiendos.
—¿Las monjas? —dijo, emergiendo a través de un bajo y oscuro umbral—. Se han desperdigado las pobrecillas, no sabemos dónde. Tres de ellas murieron en el incendio. Tres que sepamos, pero podría haber otras bajo los escombros. Hubo combates en el patio y los flamencos sacaron a rastras a los prisioneros de la iglesia, pero ninguno de los dos bandos se preocupó por las mujeres. Dicen que algunas huyeron a Winchester, aunque allí no hay mucha seguridad. Nuestro señor el obispo tendrá que intentar hacer algo por ellas pues la abadía estaba adscrita a la Catedral Vieja.
Las demás… ¡no sé! Dicen que la abadesa ha huido a un feudo cercano a Reading donde tiene parientes y puede que se haya llevado a algunas monjas consigo. Pero todo es confuso… ¿quién puede saberlo?
—¿Dónde se encuentra este feudo? —preguntó febrilmente Nicolás.
El clérigo sacudió tristemente la cabeza.
—Fue un simple rumor… nadie dijo adonde. Puede que no sea cierto.
—¿Y vos no conocéis los nombres de las monjas que murieron, padre? —preguntó Nicolás, temblando de angustia.
—Hijo mío —contestó el sacerdote con infinita resignación—, lo que encontramos no podía tener nombre. Y aún tenemos que remover los escombros por si hubiera otras, después de que hayamos encontrado suficiente comida para mantener con vida a los que todavía viven. Primero saquearon nuestras casas los hombres de la emperatriz y después lo hicieron los flamencos. Aquí, los que tienen algo deben compartir lo que tengan con los que no tienen nada. Pero ¿hay alguien entre nosotros que tenga mucho? ¡Dios lo sabe, no yo!
El clérigo carecía de bienes materiales, sólo tenía una cansada pero obstinada compasión. Nicolás llevaba en su alforja pan y carne que obtuvo en la última parada que había hecho para cambiar de montura. Los sacó y los depositó en manos del anciano. Era como una gota en un océano de hambrientos, pero el dinero que llevaba en la bolsa no hubiera servido para comprar, pues no había nada que comprar. Tendrían que recorrer la campiña en busca de provisiones. Nicolás los dejó con sus afanes y cabalgó lentamente entre los escombros de Wherwell, preguntando aquí y allá por si alguien pudiera facilitarle alguna información más concreta. Todos sabían que las monjas se habían dispersado, pero nadie sabía adonde. El nombre de una mujer no significaba nada, podía incluso no ser el nombre con el cual había hecho los votos. Pese a ello, Nicolás lo siguió mencionando cada vez que preguntaba, proclamando de este modo la insustituible singularidad de Juliana Cruce, distinta de todas las demás mujeres.
Desde Wherwell se trasladó a Winchester. Un soldado de la reina podía atravesar sin dificultad el férreo cerco y en la ciudad se advertía claramente que los hombres de la emperatriz se sentían muy acosados y no se atrevían a alejarse demasiado de su fortaleza del castillo. Pero las monjas de Winchester, que también habían corrido peligro, aunque ahora ya podían respirar más tranquilas, no pudieron darle ninguna información sobre Juliana Cruce. Habían acogido en su casa a algunas monjas de Wherwell, pero Juliana no figuraba entre ellas. Nicolás habló con una de las más ancianas, la cual se mostró muy amable y solícita con él, pero no pudo ayudarle.
—Señor, no conozco este nombre. Pero reparad en que no había ninguna razón para que lo conociera, pues sin duda la dama tomó un nombre muy distinto al hacer los votos y nosotras no preguntamos a nuestras hermanas de dónde vienen ni quiénes son a no ser que ellas decidan decírnoslo voluntariamente. Y yo no ocupaba ningún cargo que me permitiera conocer tales cosas. Nuestra abadesa podría sin duda responderos, pero no sabemos dónde está ahora. También nuestra priora. Sabemos tan poco como vos. Pero Dios nos buscará y nos volverá a reunir. De la misma manera que buscará para vos a aquélla a quien buscáis.
Era una ágil y perspicaz mujer de rostro arrugado, tan menuda como un mosquito, pero tan indestructible como la hierba. Miró a Nicolás con simpatía y le preguntó con dulzura:
—¿Es pariente vuestra esta tal Juliana?
—No —contestó escuetamente Nicolás—, pero hubiera podido serlo, y muy cercana por cierto.
—¿Y ahora?
—Quiero saber que está a salvo y vive feliz. Nada más. Si es así, que Dios la conserve en el mismo estado; yo me daré por satisfecho.
—Yo que vos —dijo la anciana tras estudiarle un instante en silencio—, me iría a Romsey. Está lo suficientemente lejos de aquí como para ser un lugar seguro y es nuestra mayor abadía benedictina en aquella región. Sólo Dios sabe a cuáles de nuestras hermanas podréis encontrar allí, pero sin duda habrá algunas y puede que encontréis a la más alta.
Nicolás era todavía lo bastante joven e inocente, a pesar de sus muchos viajes, como para emocionarse ante cualquier muestra de amabilidad y confianza, por lo que tomó y besó la mano de la monja al despedirse de ella como si ésta hubiera sido su anfitriona en la sala de algún castillo. Ella, por su parte, era demasiado vieja y experimentada como para ruborizarse o tartamudear, pero, cuando Nicolás se retiró, permaneció un buen rato sentada con una sonrisa en los labios antes de reunirse con sus hermanas. Era un joven muy bien parecido.
Nicolás recorrió las cinco leguas que le separaban de Romsey con serena solemnidad, consciente de que tal vez se estuviera acercando a una respuesta que no sería de su agrado. Una vez lejos de Winchester en su camino hacia el suroeste, ya no tenía que temer ninguna amenaza, pues recorría unas tierras que se hallaban bajo el indiscutible dominio de la reina. Era un hermoso paisaje de suaves lomas ya cubiertas de árboles mucho antes de llegar a los linderos del gran bosque. Llegó al anochecer a la caseta de vigilancia de la abadía, situada en el mismo centro de la pequeña ciudad, y tocó la campana de la puerta. La portera le miró a través de la reja y le preguntó qué asunto le traía. Nicolás se inclinó hacia la reja y vio unos viejos y brillantes ojos rodeados de profundas arrugas.
—Hermana, ¿habéis dado cobijo aquí a algunas de las monjas de Wherwell? Busco noticias sobre una de ellas, pero allí no he conseguido ninguna respuesta.
La portera le examinó detenidamente y vio un joven rostro sucio y fatigado del viaje, un hombre solo que no constituía ninguna amenaza. En Romsey también habían aprendido a abrir las puertas con recelo, pero el camino estaba desierto y tranquilo y el crepúsculo caía suavemente sobre la pequeña ciudad.
—La priora y tres hermanas vinieron aquí —le contestó la portera—, pero dudo de que alguna de ellas pueda daros información sobre las demás. Todavía es pronto para eso. No obstante, pasad, le preguntaré a la priora si desea recibiros.
Se abrió la puerta, con su cerradura y cadena, y Nicolás entró en el patio.
—¿Quién sabe? —dijo amablemente la portera—, una de las tres podría ser la que buscáis. Por lo menos, podéis intentarlo.
Le acompañó por unos oscuros pasillos hasta una pequeña sala de paredes revestidas de madera, iluminada por una minúscula lámpara, y allí le dejó. La cena ya habría terminado, el rezo de completas también, y ya era casi la hora de ir a dormir. Las monjas accederían a darle alguna explicación, si ello fuera posible, para que de este modo pudiera abandonar el recinto de la abadía antes de que cayera la noche.
Nicolás no podía sentarse ni estarse quieto; paseaba por la estancia como un oso enjaulado cuando, de pronto, se abrió una puerta del fondo y entró la priora de Wherwell. Era una menuda y sonrosada mujer de baja estatura y rostro severo, cuyos penetrantes ojos castaños estudiaron al desconocido de la cabeza a los pies, mientras éste se inclinaba en reverencia ante ella.
—Me dicen que habéis solicitado hablar conmigo. Aquí estoy. ¿En qué puedo ayudaros?
—Señora —dijo Nicolás, temblando de angustia ante lo que pudiera ocurrir a continuación—, yo me encontraba en el norte, en el condado de Shrop, cuando me enteré del saqueo de Wherwell. Allí había una monja de cuya entrada en religión acababa de saber y ahora sólo quisiera preguntar si vive y está a salvo después de aquella afrenta. Tal vez incluso hablar con ella y confirmar que está bien, si fuera posible. Pregunté en Wherwell, pero no pudieron darme ninguna noticia… sólo conozco el nombre que tenía en el mundo.
La priora le indicó por señas un asiento y se sentó un poco apartada para de esta manera poder estudiarle bien el rostro.
—¿Podéis decirme vuestro nombre, señor?
—Me llamo Nicolás Harnage. Era escudero de Godfrid Marescot hasta que éste tomó el hábito en Hyde Mead. Previamente había estado comprometido en matrimonio con esta dama y ahora deseo saber si está a salvo.
La priora asintió con la cabeza ante aquel deseo tan natural pero frunció el ceño con expresión pensativa y un tanto perpleja.
—Conozco este nombre, Hyde se enorgulleció de haberlo ganado. Pero no recuerdo haber oído decir… ¿cuál es el nombre de esta monja que buscáis?
—En el mundo se llamaba Juliana Cruce, perteneciente a una familia del condado de Shrop. La monja con quien hablé en Wherwell no conocía este nombre, pero es posible que eligiera otro al entrar en religión. Sin embargo, vos conoceréis sin duda el nombre anterior y el posterior.
—¿Juliana Cruce? —repitió la priora, entornando sus penetrantes ojos al tiempo que se erguía en su asiento—. Mi joven señor, ¿no estaréis equivocado? ¿Estáis seguro de que entró en la abadía de Wherwell? ¿No pudo ser en otra de nuestras casas?
—Ciertamente que no, señora, fue en Wherwell —contestó Nicolás—. Me lo dijo su propio hermano, él no pudo equivocarse.
Hubo un instante de tenso silencio mientras la priora reflexionaba y sacudía la cabeza, frunciendo el entrecejo.
—¿Cuándo ingresó en la orden? No debe de hacer mucho tiempo.
—Hace tres años, señora. La fecha no os la puedo precisar, pero fue aproximadamente un mes después de que mi señor tomara el hábito, lo cual sucedió a mediados de julio —Nicolás se asustó ante la insólita reacción de la priora, la cual estaba sacudiendo dubitativamente la cabeza y le miraba con una mezcla de simpatía y desconcierto—. Tal vez ocurrió antes de que vos accedierais al cargo…
—Hijo mío —dijo tristemente la priora—, soy priora desde hace más de siete años y no hay ningún nombre de nuestras hermanas que no conozca ni ninguna entrada en religión de la cual yo no haya sido testigo. Y aunque lamente mucho decirlo y yo misma no lo comprenda, no puedo por menos que comunicaros que ninguna Juliana Cruce solicitó entrar y fue recibida en Wherwell. Jamás he oído este nombre perteneciente a una mujer de quien yo no sé nada.
Nicolás no podía creerlo. Se quedó como petrificado mientras se pasaba repetidamente una aturdida mano por la frente.
—Pero… ¡eso es imposible! Salió de su casa con una escolta y una dote para el convento. Manifestó su deseo de ir a Wherwell. En su casa lo sabía todo el mundo, su padre lo sabía y lo aprobó. Os juro, señora, que sobre eso no puede haber ningún error. Ella emprendió el camino de Wherwell.
—En tal caso —dijo la priora muy seria—, me temo que tendréis que hacer preguntas en otra parte, y preguntas muy importantes, por cierto. Creedme, si vos estáis seguro de que emprendió un viaje para venir a nuestra casa, yo no lo estoy menos de que nunca llegó hasta nosotras.
—Pero ¿qué pudo impedírselo? —preguntó Nicolás, aferrándose a toda suerte de imposibilidades—. Entre su casa y Wherwell.
—Entre su casa y Wherwell median muchas leguas —lo interrumpió la priora—. Y muchas cosas pueden impedir el cumplimiento de los planes de los hombres y las mujeres de este mundo: trastornos de la guerra, accidentes del viaje, maldad de otros hombres…
—¡Pero si llevaba una escolta que tenía que acompañarla hasta el final del viaje!
—Pues, entonces, es a ellos a quienes debéis preguntar —dijo amablemente la priora—, está claro que no lo hicieron.
De nada hubiera servido insistir. Nicolás, aturdido por la noticia, guardó silencio sin saber qué hacer. La priora sabía lo que decía y, por lo menos, le había indicado el único camino que le quedaba. De nada le servía seguir buscando por aquella comarca. Tenía que seguir la clave que ella le ofrecía y remontarse al comienzo del viaje de Juliana en Lai. Tres hombres armados, le había dicho Reginaldo, la acompañaron junto con un cazador que la conocía y apreciaba desde la infancia. Aún debían de estar al servicio de Reginaldo y allí podría interrogarles y pedirles cuentas de la misión que jamás habían cumplido.
La priora aún le apuntó otra posibilidad, mientras se levantaba para indicar que la entrevista había terminado y el tardío visitante podía retirarse.
—¿Decís que llevaba la dote que pretendía entregar a Wherwell? Ignoro su valor, por supuesto, pero…
Los caminos no están enteramente libres de las malas costumbres…
—La protegían cuatro hombres —gritó Nicolás, desesperado.
—¿Y sabían lo que llevaba? Dios me libre —añadió la priora— de sospechar de un hombre honrado, pero vivimos en un mundo en el que, por desgracia, entre cuatro hombres cualesquiera, uno, por lo menos, puede ser corruptible.
Nicolás se adentró en la ciudad todavía aturdido, sin poder pensar ni razonar y tanto menos comprender aquello que creía con todo su corazón. Estaba anocheciendo y él se encontraba demasiado cansado para proseguir el viaje, aparte los cuidados que necesitaba su caballo. Encontró una posada donde le proporcionaron una dura cama y establo y forraje para su montura; y permaneció mucho rato despierto hasta que al final le venció el agotamiento del cuerpo y la mente.
Tenía una respuesta, pero no sabía qué interpretación podía darle. Estaba claro que ella nunca había cruzado la entrada de Wherwell y que, por consiguiente, no había muerto en el incendio. Pero… ¡habían transcurrido tres años sin que se hubiera recibido la menor noticia ni señal! El hermano no se había preocupado por una hermana a la que apenas conocía, creyendo que se encontraba aposentada en una vida que ella misma había elegido. Jamás se había recibido la menor noticia de ella. Pero, eso, ¿a quién podía extrañarle? Las mujeres enclaustradas se encierran en su comunidad y tienen a su alrededor a todas las hermanas, ¿para qué necesitan el mundo y qué puede esperar el mundo de ellas? Tres años de silencio por parte de alguien que se ha entregado al cultivo del silencio no tienen nada de extraño; pero ahora aquellos tres años, sin noticias, se habían convertido en un abismo en el que Juliana Cruce había caído como en un océano, hundiéndose sin dejar rastro.
Sólo podía regresar a toda prisa a Shrewsbury, confesar el desgarrador fracaso de su misión y seguir hasta Lai para referirle la misma triste historia a Reinaldo Cruce. Sólo allí podría abrigar la esperanza de encontrar algún indicio. Emprendió el viaje a primera hora de la mañana para regresar a Winchester.
Era la media mañana cuando se acercó a la ciudad. La dejó prudentemente sin seguir el camino más directo a través de la puerta occidental, habida cuenta de la proximidad del castillo real con su hostil y sin duda hostigada guarnición. Poco antes de llegar al lugar en el que, por precaución, hubiera tenido que desviarse hacia el este del camino de Romsey y rodear el sur de la ciudad para buscar un acceso más seguro, empezó a oír unos constantes y caóticos rumores que, poco a poco, se convirtieron en un fragor, un metálico entrechocar de acero y unos gritos que no podían significar otra cosa más que una batalla de lo más confusa y desesperada. Los rumores parecían proceder de su izquierda a cierta distancia de la ciudad y el aire de aquella dirección estaba como brumoso a causa del polvo levantado por la lucha y los combates.
Nicolás desechó la idea de dirigirse al hospital episcopal de la Santa Cruz o a la puerta oriental y se lanzó al galope hacia la puerta occidental. Allí vio a los habitantes de Winchester gritando de emoción bajo el sol, mientras las calles se llenaban de rostros exultantes que exigían noticias o daban noticias a voz en grito, abandonando la temerosa cautela que los había encadenado durante tanto tiempo.
Nicolás asió por el hombro a un sujeto de elevada estatura y le rugió una pregunta:
—¿Qué es eso? ¿Qué ha ocurrido?
—¡Se han ido! ¡Esa mujer y su real tío de Escocia y todos sus señores se han ido al amanecer! Poco les importaba que los pobres nos muriéramos de hambre, pero, cuando el lobo empezó a morderlos a ellos, la cosa cambió. Entonces se fueron todos… ¡En ordenado desfile! ¡Que se vayan al infierno! Por lo menos, los flamencos les han permitido abandonar la ciudad antes de echárseles encima, y nos han dejado en paz. ¡Buen botín van a ganar!
Aquellos vengativos comerciantes y artesanos de Winchester estaban aguardando a que el fragor de la batalla se perdiera en la distancia. Antes de que cayera la noche, podrían espigar. No hay ningún hombre que pueda galopar con rapidez agobiado por el yelmo o la cota de malla. Cabía incluso la posibilidad de que soltaran las espadas para aligerar el peso sobre los caballos. Y, en caso de que hubieran conservado el suficiente optimismo como para llevar encima sus objetos de valor, habría cuantiosas ganancias antes de que terminara el día.
Así ocurrió el esperado intento de romper el cerco de hierro del ejército de la reina, pero ocurrió demasiado tarde como para que hubiera alguna esperanza de éxito. Después del holocausto de Wherwell, hasta la emperatriz debió de comprender que no podría resistir allí mucho tiempo.
Hacia el noroeste, a lo largo del camino de Stockbridge y serpenteando hacia las hondonadas, el resplandeciente halo de polvo se agitaba y danzaba, extendiéndose cada vez más a medida que retrocedía. Nicolás se dispuso a seguirlo, tal como estaban haciendo a pie los más atrevidos o los más codiciosos o los más vengativos ciudadanos. Ya los había dejado atrás y se encontraba solo en las ondulantes lomas, cuando vio las primeras huellas del asalto que había desbaratado el ejército de la emperatriz. Un solo cuerpo caído, un caballo renco sin jinete, un pesado escudo arrojado al suelo, el primero entre muchos. Un cuarto de legua más allá, el terreno estaba constelado de armas, piezas de armadura arrancadas y lanzadas al suelo en la huida, yelmos, cotas de malla, alforjas, prendas, monedas y ornamentos de plata, preciosas túnicas, bandejas de plata procedentes de nobles mesas, cosas todas ellas de las que se podía prescindir cuando lo único que interesaba conservar en aquellos momentos era la vida. Sin embargo, no todos consiguieron conservarla, ni siquiera a este precio. Había cuerpos pisoteados entre la hierba, asustados caballos galopando en círculo, algunos de ellos jadeando casi moribundos en el suelo. No había sido una batalla sino una derrota, una fuga desordenada en medio de un contagioso terror.
Nicolás se detuvo y contempló con asombro el espectáculo mientras la huida y la persecución proseguían en la distancia bajo la relumbrante nube de polvo hacia el Test en Stockbridge. No quiso seguir, sino que dio media vuelta para regresar a la ciudad, optando por no participar en aquella empresa. Por el camino, encontró a los primeros espigadores, recogiendo ávidamente los despojos de la victoria.
Tres días después, a primera hora de la tarde, entró de nuevo en el gran patio de la abadía de Shrewsbury para cumplir la promesa que había hecho. Fray Humilis se encontraba en el herbario con Cadfael, sentado a la sombra mientras Fidelis elegía, entre la gran variedad de plantas, algunas ramitas y zarcillos que necesitaba para iluminar una franja: brionia, centaurea y hierba melera, y los retorcidos hilos de las arvejas, infinitamente adaptables para enmarcar las letras iniciales. El joven estaba empezando a interesarse por las hierbas y sus aplicaciones y, a veces, ayudaba a preparar los remedios que utilizaba Cadfael en el tratamiento de Humilis, cuidándolas con apasionada ternura como si su afecto pudiera añadir el ingrediente final necesario para su eficacia.
El portero, que ya conocía bien a Nicolás, le indicó sin más dónde podría encontrar a su señor. Nicolás dejó el caballo atado en la caseta de vigilancia pues su intención era seguir de inmediato hasta Lai, y avanzó con paso resuelto por el camino de grava y a lo largo del recortado seto hasta el lugar donde Humilis se hallaba sentado en el banco de piedra del muro sur. Tan concentrado estaba Nicolás en Humilis, que pasó casi rozando a Fidelis sin apenas mirarle y el joven fraile, sobresaltado por su repentina y silenciosa aparición, se volvió por una vez a mirarle con la cabeza descubierta y el rostro iluminado por el sol, aunque inmediatamente se encerró en su habitual reticencia y se mantuvo al margen, cediendo ante aquella antigua lealtad. Hasta se cubrió la cabeza con la cogulla y se ocultó silenciosamente en sus sombras.
—Mi señor —dijo Nicolás, hincando la rodilla ante Humilis y asiendo las dos manos que se habían extendido para abrazarle—, ¡vuestro desdichado servidor!
—¡No, eso nunca! —exclamó afectuosamente Humilis, liberando las manos para acercar al joven e invitarle a sentarse a su lado, mientras estudiaba su rostro—. Bien —añadió con un suspiro y una triste sonrisa—, ya veo que no has alcanzado el éxito. Y me atrevo a jurar que no por culpa tuya, nadie tiene dominio sobre el triunfo. No hubieras regresado tan pronto si hubieras encontrado algo, pero veo que no es lo que tú esperabas. No has encontrado a Juliana. Por lo menos —dijo, con temerosa voz, examinando con más detenimiento a su antiguo escudero—, no la has encontrado viva…
—Ni viva ni muerta —se apresuró a contestar Nicolás como si quisiera excluir la peor hipótesis—. No, no es lo que vos pensáis… no es lo que ninguno de nosotros hubiera podido soñar —puesto que no tenía más remedio que hacerlo, lo contaría todo con la mayor sinceridad posible y, cuanto antes terminara, mejor—. Busqué en Wherwell y en Winchester hasta que encontré el refugio de la priora de Wherwell en la abadía de Romsey Lleva siete años en el cargo, conoce a todas las monjas que han entrado allí en todo este tiempo y ninguna de ellas es Juliana Cruce. Cualquier cosa que le haya ocurrido a Juliana, ésta nunca llegó a Wherwell, jamás tomó el hábito allí ni vivió en aquel monasterio… lo cual significa que no puede haber muerto allí. ¡Un final desconcertante!
—¿Que nunca llegó allí? —repitió Humilis en un sorprendido susurro, contemplando el soleado jardín con el ceño fruncido.
—¡Jamás! —dijo amargamente Nicolás—. Siempre llego con tres años de retraso. ¡Tres años! ¿Dónde puede haber estado durante todo este tiempo sin dar jamás noticias suyas ni a su casa y familia ni al lugar en el que había decidido encerrarse? ¿Qué puede haberle ocurrido entre aquí y Wherwell? Aquella región no estaba trastornada por aquel entonces, los caminos eran seguros. Iba bien provista de todo lo necesario y la escoltaban cuatro hombres.
—Los cuales regresaron a casa —dijo perspicazmente Humilis—. Sin duda, regresaron a casa, de lo contrario, Cruce se hubiera extrañado y hubiera hecho indagaciones. En nombre de Dios, ¿qué debieron de decir a la vuelta? ¡No pudo haber maldad! Ni por parte de otros hombres, pues en tal caso hubieran dado inmediatamente la alarma, ni por la suya, en cuyo caso no hubieran regresado. Eso se complica cada vez más.
—Iré a Lai —dijo Nicolás, levantándose— para informar a Cruce y pedirle que busque e interrogue a los que la acompañaron. Los hombres de su padre serán ahora los suyos, ya sea en Lai o en cualquier otro de sus feudos. Ellos nos dirán, por lo menos, dónde se separaron de ella en caso de que la joven los despidiera imprudentemente y decidiera recorrer sola a caballo las últimas leguas del camino. No descansaré hasta que la encuentre. ¡Si está viva, la encontraré!
Humilis lo asió por la manga, frunciendo dubitativamente el entrecejo.
—Pero los hombres que están bajo tu mando en el ejército… No puedes abandonar tus deberes durante tanto tiempo.
—Mis hombres se las arreglarán muy bien sin mí. Los dejé muy tranquilos, acampados cerca de Andover y viviendo de los frutos de la tierra. Tal y como están las cosas ahora, mis sargentos, viejos soldados de toda confianza, podrán ocupar mi lugar. No os he contado ni la mitad. Estoy tan preocupado con mis propios asuntos que no tengo tiempo para los reyes. ¿No comentamos la última vez que la emperatriz debería intentar romper el cerco de Winchester o morirse de hambre allí dentro? Lo ha intentado. Después del desastre de Wherwell debieron de comprender que no podrían resistir mucho más. Hace tres días, marcharon hacia Stockbridge por el oeste, y Guillermo de Warenne y los flamencos se abatieron sobre ellos y los hicieron pedazos. No fue una retirada sino una huida total. Se desprendieron de todos los objetos pesados que llevaban. Si consiguen llegar sanos y salvos a Gloucester, lo harán semidesnudos. Pasaré por la ciudad y se lo comunicaré a Hugo Berengario.
Fray Cadfael, que estaba arrancando con aire ausente las malas hierbas de sus planteles a cierta distancia, había aguzado el oído y se le había encendido la sangre al enterarse de la noticia. Ahora se incorporó y miró directamente a sus amigos.
—¿Y ella… la emperatriz? ¿No la han hecho prisionera?
Una emperatriz a cambio de un rey sería un trueque justo y casi inevitable, aunque ello no significara el final de la contienda, sino un estancamiento y un nuevo comienzo sobre el mismo agotado y agotador terreno. Si Esteban hubiera hecho prisionera a la implacable dama con su amada y briosa caballería, probablemente le hubiera facilitado un caballo de repuesto y una escolta y la hubiera enviado sana y salva a su plaza fuerte de Gloucester, pero la reina no era tan magnánimamente insensata y hubieran sabido aprovechar mejor a una enemiga cautiva.
—No, Matilde se encuentra lejos y a salvo. Su hermano la envió por delante escoltada por Brian Fitz Count y él se quedó para reagrupar la retaguardia y obstaculizar la persecución. ¡No, es mucho mejor que Matilde! Él podía seguir luchando sin ella, mientras que ella se hubiera visto en una situación muy apurada sin él. Los flamencos les dieron alcance cerca de Stockbridge cuando trataban de vadear el río y rodearon a los supervivientes. ¡Hemos apresado a alguien que se puede equiparar al rey, nada menos que al mismísimo Roberto de Gloucester!