V

currió que fray Cadfael estaba conversando con Humilis en su celda del dormitorio cuando Nicolás llegó a la caseta de vigilancia y pidió permiso para visitar a su antiguo señor, tal como había prometido. Humilis se había levantado por la mañana junto con los demás, había asistido a prima y a misa y había realizado escrupulosamente todas las tareas del horario, aunque todavía no estaba autorizado a hacer ningún tipo de esfuerzo. Fidelis, que le acompañaba a todas partes, listo para afianzar sus pasos en caso de necesidad o ir a buscarle lo que quisiera, se había pasado la tarde completando, bajo la complacida mirada de su señor, la letra inicial, manchada y emborronada por éste en su caída. Y allí se había quedado el mozo, terminando el minucioso dibujo en oro mientras médico y paciente regresaban al dormitorio.

—Ha cicatrizado muy bien —dijo Cadfael, satisfecho de su labor— y se está consolidando con toda limpieza. Ya casi no necesitáis las vendas, pero es mejor que aún las conservéis uno o dos días para evitar el roce hasta que la nueva piel se endurezca un poco.

Ambos habían forjado una buena amistad y, aunque supieran que la mera curación de una herida enconada no era remedio suficiente para los males que aquejaban a Humilis, preferían guardar un discreto silencio al respecto y procuraban alegrarse de las mejoras conseguidas.

Oyeron las pisadas en los peldaños de piedra de la escalera diurna y adivinaron por el sonido que eran unos pies calzados con botas y no con sandalias. Pero las pisadas no eran ágiles ni presurosas. El joven que apareció en la puerta de la celda parecía triste y afligido. No se había dado demasiada prisa en regresar de Lai ya que solo podía comunicar su decepción. Sin embargo, lo había prometido y allí estaba.

—¡Nick! —le saludó Humilis con visible complacencia y afecto—. ¡Qué pronto has vuelto! Eres tan bien venido como el amanecer, pero yo creía… —interrumpió sus palabras, viendo, a pesar de la escasa luz de la celda, que la alegría se había borrado del rostro del joven—. ¿Y esta cara tan larga? Ya veo que no te han ido las cosas tal como tú querías.

—No, mi señor —Nicolás se adelantó muy despacio e hincó la rodilla ante los dos hombres—. No he tenido suerte.

—Lo lamento, pero nadie puede triunfar siempre. ¿Conoces a fray Cadfael? Estoy en deuda con él por los cuidados que me prodiga.

—Hablé con él la última vez —dijo Nicolás mientras Cadfael esbozaba una leve sonrisa de reconocimiento—. También me considero en deuda con él.

—Debisteis de hablar de mí, sin duda —comentó Humilis, lanzando un suspiro—. Te preocupas demasiado por mí, yo estoy bien aquí. He encontrado mi camino. Ahora siéntate un ratito y cuéntanos qué ocurrió.

Nicolás se acomodó en el taburete al lado del lecho donde Humilis estaba sentado y dijo lo que tenía que decir en unas pocas palabras meritoriamente breves:

—Llegué con tres años de retraso. Apenas un mes después de que vos tomarais la cogulla en Hyde, Juliana Cruce tomó el velo en Wherwell.

—¿De veras? —exclamó Humilis con un profundo suspiro, permaneciendo un instante en silencio para asimilar el significado de aquella noticia—. Yo me pregunto ahora si… No, ¿por qué hubiera hecho semejante cosa de no haber sido ése su deseo? ¡No pudo ser por mi culpa! No, ella no sabía nada de mí, sólo me había visto una vez y debió de olvidarme en cuanto volví la espalda. Puede que incluso se alegrara… a lo mejor, era lo que siempre deseó, si hubiera podido hacerlo… —Humilis frunció el ceño, tratando de recordar el aspecto de la chiquilla—. Tú me explicaste, Nick, cómo recibió ella mi mensaje, eso lo recuerdo muy bien. No se afligió, sino que estuvo muy serena y cortés y expresó su benevolencia y perdón. ¡Tú me lo dijiste!

—Cierto, mi señor —convino Nicolás con la cara muy seria—, aunque tal vez no se alegró.

—Es muy posible que se alegrara. ¡Y no se lo reprocho! Por muy bien dispuesta que estuviera a aceptar la boda que le habían concertado, eso la hubiera atado a un hombre desconocido que le llevaba más de veinte años. ¿Por qué no iba a alegrarse cuando yo le ofrecí la libertad… mejor dicho, se la impuse? Sin duda, debió de hacer aquello que prefería y que tal vez siempre soñó.

—Nadie la obligó —reconoció Nicolás con cierta renuencia—. Su hermano dice que ella misma lo decidió y que su padre estaba en contra y accedió sólo porque ella lo quiso.

—Mejor —dijo Humilis con un suspiro de alivio—. En tal caso, sólo podemos esperar que sea feliz con su decisión.

—¡Pero es lástima! —exclamó Nicolás, apenado—. ¡Si vos la hubierais visto, mi señor, tal como yo la vi! ¡Cortarse aquel cabello tan hermoso que tenía y ocultar semejante figura bajo un hábito negro! No hubieran debido permitir que se fuera tan impulsivamente. ¿Y si más tarde se arrepintió?

Humilis esbozó una leve sonrisa, contemplando la cabeza inclinada y los ojos entornados.

—Tal y como tú me la has descrito, tan sensata y gentil y con un lenguaje tan mesurado y cortés, no creo que actuara impulsivamente. No, sin duda hizo lo que consideró más adecuado para ella. Lamento la pérdida que has sufrido, Nick. Debes sobrellevarla con la misma galanura con que ella soportó la suya… ¡si es que yo fui una pérdida!

Sonó la campana de vísperas. Humilis se levantó para bajar a la iglesia y Nicolás se levantó con él, interpretando el gesto como una despedida.

—Ya es muy tarde para emprender el camino —sugirió Cadfael, emergiendo del silencio y de la discreción que había observado mientras los otros conversaban—. No creo que tengáis mucha prisa. Una cama en la hospedería y mañana podréis salir a primera hora y teniendo todo el día por delante. Así permaneceréis una o dos horas más con fray Humilis esta noche.

Ambos respondieron afirmativamente a la sensata sugerencia y pareció que Nicolás se animaba un poco aunque no pudiera recuperar el ardor con el cual había cabalgado al norte desde Winchester.

Lo que sorprendió en cierto modo a Cadfael fue la consideración con la cual Fidelis, al ver de nuevo a aquel visitante a quien Humilis había conocido antes de conocerle a él y con quien éste había establecido unas estrechas relaciones de amistad, se retiró de la vista, tal como estaba retirado de la posibilidad de conversar, y les dejó sus recuerdos comunes de viajes, cruzadas y batallas, cosas todas ellas completamente ajenas a su propia experiencia. Un afecto que con tanta modestia era capaz de ceder el lugar a otro afecto rival y anterior era un afecto extremadamente generoso sin duda.

Había en Shrewsbury un mercader que comerciaba con vellones en las fronteras no sólo de Gales, sino también en las de una región tan próspera y abundante en rebaños de corderos como los Cotswolds, y que, en aquellos tiempos tan revueltos, desarrollaba una interesante actividad secundaria, recabando información para Hugo. Como es natural, su actividad sólo era útil en el período estival en que se solía poner a la venta la lana trasquilada; muchos comerciantes habían reducido su actividad a causa de los peligros, pero él era un hombre lo bastante decidido e intrépido como para bajar a la frontera del sur, hacia el territorio dominado por la emperatriz. Sus proveedores le vendían la lana desde hacía mucho tiempo y le tenían la suficiente confianza como para guardársela hasta que él acudiera por ella. Mantenía buenas relaciones comerciales con lugares tan lejanos como Brujas, en Flandes, y no tenía inconveniente en correr grandes peligros cuando calculaba que las ganancias iban a ser cuantiosas. Por si fuera poco, corría los riesgos personalmente y no confiaba aquellos aventurados viajes a sus subordinados. Puede que incluso disfrutara con los desafíos porque era un hombre muy terco y aguerrido.

Ahora, a principios de septiembre, regresaba a casa con sus compras en tres carros que le seguían desde Buckingham, la localidad más próxima a Oxford a la que habían podido acercarse. Oxford estaba tan agitada y abatida como una ciudad bajo asedio, esperando día a día que la emperatriz se viera obligada a retirarse de Winchester por falta de provisiones. El mercader había dejado a sus hombres en un camino relativamente tranquilo para que viajaran sin prisa con los carros, y él se había adelantado para comunicar la noticia a Hugo Berengario en Shrewsbury antes incluso de pasar por su casa donde le aguardaban su mujer y su familia.

—Mi señor, ya empieza a haber movimiento. Lo he sabido a través de un hombre que vio el final y se alejó sin tardanza a un lugar más seguro. Ya sabéis que el obispo y la emperatriz permanecían encerrados en sus respectivos castillos en Winchester mientras los ejércitos de la reina cercaban la ciudad y cortaban todos los caminos. Hace cuatro semanas que los suministros no cruzan el cerco y dicen que hay hambre en la ciudad, aunque dudo mucho que la emperatriz o el obispo pasen estrecheces —el mercader era un hombre que hablaba con sinceridad y no mostraba especial respeto por los personajes encumbrados—. ¡Otra cosa son los pobres habitantes de la ciudad! Pero dicen que la guarnición del castillo real ya empieza a tener dificultades, pues la reina ha facilitado provisiones a Wolvesey y está matando de hambre a los del otro bando. Llegaron a un extremo en el que no tuvieron más remedio que intentar romper el cerco.

—Lo estaba esperando —dijo Hugo con interés—. ¿Qué hicieron? Sólo podían intentar moverse hacia el norte o el oeste, pues la reina se ha apoderado del sudeste.

—Enviaron, según me han dicho, un destacamento de unos trescientos o cuatrocientos hombres hacia la ciudad norteña de Wherwell para establecer una base allí y abrir el camino de Andover. No se sabe si les vieron o si algún habitante de la ciudad les traicionó, pues en Winchester no son muy queridos… Sea como fuere, Guillermo de Ypres y los hombres de la reina los cercaron cuando apenas habían llegado a las afueras de la ciudad y los hicieron pedazos. ¡Hubo una gran matanza! El hombre que me lo dijo huyó cuando las casas empezaban a arder, pero vio los restos de las fuerzas de la emperatriz luchando denodadamente hasta alcanzar el gran monasterio de monjas de dicha ciudad. Dice que no tuvieron ningún reparo en utilizarlo. Irrumpieron en la iglesia y la convirtieron en una fortaleza, a pesar de que las pobres monjas se habían encerrado allí para mayor seguridad. Los flamencos les arrojaron teas encendidas. Aquello debió de ser un infierno. Mientras huía, el hombre dice que oyó los gritos de las mujeres, el fragor del combate y el crepitar de las llamas. Al final, los que todavía quedaban vivos se vieron obligados a rendirse en medio de aquella desolación. Nadie puede haber escapado a la muerte o a la captura.

—¿Y las mujeres? —preguntó Hugo, horrorizado—. ¿Decís que la abadía de Wherwell ha sido pasto de las llamas como lo fue el convento de Hyde Mead?

—El hombre que me lo dijo no se entretuvo en ir a ver lo que quedaba —contestó secamente el mensajero—. Pero la iglesia se incendió con los hombres y las mujeres que había dentro… No es posible que todas las monjas escaparan con vida. Y, en cuanto a las que lo hicieron, sólo Dios sabe dónde habrán hallado refugio en estos momentos. Es difícil encontrar lugares seguros en aquellas comarcas. En cuanto a la guarnición de la emperatriz, yo diría que su única esperanza consiste en reunir a todos los hombres que le queden e intentar abrirse paso a través del cerco para emprender la huida. Pero las posibilidades son muy escasas.

Muy escasas, en efecto, tras la pérdida de trescientos o cuatrocientos hombres muy bien elegidos para aquella hazaña tan arriesgada. Estaban a primeros de septiembre y las tornas de la guerra habían cambiado varias veces desde la desastrosa batalla de Lincoln en la cual el rey había sido hecho prisionero y la emperatriz había estado a punto de ceñir la corona, hasta llegar al cerco que ahora oprimía a la orgullosa dama. Si ahora consiguiéramos hacer prisionera a la emperatriz, pensó Hugo, se produciría un estancamiento, cada cual recuperaría a su soberano y se reanudarían estas luchas que no tienen ningún sentido. Y todo a costa de los monjes de Hyde Mead y de las monjas de Wherwell. Por no hablar de otras personas todavía más indefensas, como, por ejemplo, los pobres de Winchester.

En aquellos momentos, el nombre de Wherwell no significaba para él más que uno de los tantos monasterios que habían tenido la desgracia de encontrarse en el campo de batalla.

—A pesar de todo, ha sido un buen año para mí —dijo el mercader de lanas, levantándose para regresar a su casa donde le esperaban la mesa y la cama—. Los vellones son excelentes y el viaje ha merecido la pena.

Hugo comunicó las recientes noticias a la abadía a la mañana siguiente, después de prima, pues cualquier cosa de importancia que averiguara la transmitía inmediatamente al abad Radulfo, un servicio que ambos apreciaban y se prestaban mutuamente. Las autoridades civiles y eclesiásticas solían colaborar satisfactoriamente en el condado de Shrop y, además, en aquel caso se había profanado y destruido una casa benedictina y los que pertenecían a la misma regla se ayudaban recíprocamente siempre que podían. Incluso en tiempos más pacíficos, los monasterios de monjas solían tener menos tierras y menos recursos que las casas de los monjes y a menudo tenían que depender de las fraternales dádivas por muy bien que administraran sus posesiones. Allí se había producido una devastación absoluta que exigiría la ayuda no sólo de los obispos sino también de los abades.

Acababa de salir de su coloquio con Radulfo en la sala del abad; aún faltaba media hora para misa mayor y, como había decidido quedarse a la celebración aprovechando que estaba allí, Hugo hizo lo que solía hacer siempre que le sobraba un poco de tiempo en la abadía: ir en busca de fray Cadfael a su cabaña en el huerto de hierbas medicinales.

Cadfael se había levantado mucho antes de prima para echar un vistazo a los vinos y las destilaciones que tenía entre manos y regar un poco mientras la tierra estuviera a la sombra y conservara todavía el frescor de la noche. En aquella época del año en que ya se habían recolectado las cosechas, no había muchas cosas que hacer con las hierbas, por eso aún no necesitaba pedir un ayudante que ocupara el lugar de fray Oswin.

Hugo encontró a Cadfael tranquilamente sentado en el banco del muro norte en el que, a aquella hora del día, se estaba muy a gusto porque aún no hacía demasiado calor, contemplando entre la admiración y la tristeza las rosas que florecían con tan extravagante esplendor y que tan pronto se marchitaban. Hugo se sentó a su lado, interpretando su plácido silencio como una bienvenida.

—Aline dice que ya sería hora de que vinierais a ver cómo ha crecido vuestro ahijado.

—Sé muy bien lo mucho que habrá crecido —dijo el padrino de Gil Berengario entre la complacencia y el temor que le inspiraba su responsabilidad como tal—. No cumplirá los dos años hasta Navidad y ya pesa demasiado para un viejo como yo.

Hugo soltó una risita burlona. Cuando Cadfael se quejaba de que era un viejo, o estaba tramando algo o quería que le dejaran tranquilo, lo decía para que le dejaran en paz.

—Cada vez que me ve, se me encarama encima como si yo fuera un árbol —comentó Cadfael con expresión soñadora—. A vos no se atreve a trataros así porque no sois más que un arbolillo. Dentro de quince años, os doblará la estatura.

—Desde luego —convino el satisfecho progenitor, estirando su flexible y liviano cuerpo bajo los reconfortantes rayos del sol—. Ya era muy largo cuando nació… ¿recordáis? Qué Natividad tan dichosa, yo con mi hijo y vos con el vuestro… Me pregunto dónde estará Oliveros ahora. ¿Lo sabéis?

—¿Cómo podría saberlo? Con D’Angers en Gloucester, espero. No es posible que la emperatriz se los haya llevado a todos consigo a Winchester, habrá tenido que dejar las fuerzas suficientes en el oeste para que le conserven la plaza. ¿Por qué os habéis acordado de él ahora?

—Se me ha ocurrido pensar que, a lo mejor, podía estar entre los que la emperatriz envió a Wherwell —Hugo se había sumido en sus sombrías reflexiones y, al principio, no reparó en la forma en que Cadfael contrajo los músculos del cuerpo y se volvió a mirarle—. Rezo para que estéis en lo cierto y el mozo se encuentre lejos de allí.

—¿En Wherwell? Pero ¿por qué en Wherwell?

—Lo había olvidado —dijo Hugo con súbito sobresalto—, vos ignoráis todavía la noticia que acabo de traer y que recibí anoche. ¿No os decía yo que los hombres de la emperatriz tendrían que intentar romper el cerco? Pues lo han intentado, Cadfael, con gran ruina para ellos. Enviaron a unas fuerzas escogidas para que trataran de apoderarse de Wherwell, cruzaran el camino y el río y abrieran una vía para los suministros. Guillermo de Ypres los hizo pedazos en las afueras de la ciudad y los demás huyeron a un monasterio de monjas y se encerraron en la iglesia. La iglesia ardió, estando ellos dentro… Dios les perdone la profanación, pero fueron los hombres de Matilde quienes lo hicieron primero, no los nuestros. Las pobres monjas se habían refugiado allí cuando se iniciaron los combates…

Cadfael se quedó helado bajo el sol.

—¿Me estáis diciendo que Wherwell ha desaparecido de la misma manera que desapareció Hyde?

—Arrasado por las llamas. Por lo menos, la iglesia. En cuanto al resto… Pero en una estación tan seca y calurosa…

Cadfael, que le había asido bruscamente el brazo, se lo soltó con la misma brusquedad, se levantó de un salto del banco y echó a correr de verdad, tal como no lo hacía desde la vez en que había huido como alma que llevara el diablo para escapar de las lanzas del castillo del malandrín de Titterstone Clee dos años antes. Aún conservaba una respetable celeridad cuando el caso lo requería, pero parecía que no tuviera piernas bajo el hábito y su figura semejaba una pelota negra que rodara con una leve oscilación hacia uno y otro lado; en resumen, unos andares de marino convertidos en una precipitada carrera. Y Hugo, que le apreciaba sinceramente y se había levantado para seguirle, intuyendo la urgencia que se ocultaba en su fuga, no pudo por menos que reírse mientras corría. Visto por detrás, un benedictino corriendo y, por si fuera poco, un benedictino de más de sesenta años y con un cuerpo como un tonel, resultaba realmente cómico por mucho que uno lo respetara.

Su atolondrada carrera cesó cuando por fin llegó al gran patio. Aún estaban allí, despidiéndose sin prisas; un mozo aguardaba sujetando al caballo por la brida y fray Fidelis estaba atando al arzón de la silla el fardo y la capa doblada de Nicolás Harnage. Aún no sabían que hubiera motivo para las prisas. El jinete tenía todo un día de sol por delante.

Fidelis siempre llevaba la cogulla puesta cuando salía al aire libre, como si quisiera disimular alguna cautela personal nacida sin duda de su mudez. El que no puede abrir la mente a los demás, no exige el privilegio de que los otros lo hagan con él. Sólo Humilis sabía mantener con él una suerte de silencioso coloquio que no precisaba de voz. Tras haber asegurado la silla, el joven se retiró modestamente a cierta distancia y esperó.

Cadfael se presentó con más circunspección que en el momento de abandonar precipitadamente el huerto. Hugo no lo siguió hasta el final, se detuvo a la sombra junto al muro de la hospedería.

—Hay noticias —anunció Cadfael sin andarse con rodeos—. Debéis conocerlas antes de partir. La emperatriz ha atacado la ciudad de Wherwell con muy mala fortuna, por cierto. Sus fuerzas han sido derrotadas por el ejército de la reina. Pero, en medio de los combates, la abadía Wherwell fue incendiada y la iglesia ha sido pasto de las llamas. No conozco más detalles, pero eso es seguro. El gobernador de aquí recibió la noticia anoche.

—A través de un hombre de mi entera confianza —dijo Hugo, acercándose—. No hay, pues, ninguna duda.

Nicolás se volvió a mirarle con los ojos y la boca muy abiertos mientras su dorada tez adquiría un terroso tono grisáceo. Al final, consiguió preguntar en un chirriante susurro:

—¿Wherwell? ¿Se han atrevido a…?

—No es que se hayan atrevido —dijo Hugo tristemente—, se han visto obligados a ello presas del terror. Estaban acorralados y trataron de esconderse en el primer lugar que encontraron. Pero el final fue el mismo, quienquiera que arrojara las teas encendidas. La abadía ha sido destruida. Lamento tener que decirlo.

—¿Y las mujeres…? Oh, Dios mío… Juliana está allí… ¿Se sabe algo de las mujeres?

—Se habían refugiado en la iglesia —contestó Hugo. En aquella violenta guerra civil no había ningún refugio, ni siquiera para las mujeres y los niños—. Los que se habían encerrado se rindieron… y la mayoría de ellos escapó con vida. Aunque dudo de que se hayan salvado todos.

Nicolás se volvió para asir la brida, apartando la manga de la trémula mano que Humilis había apoyado en su brazo.

—¡Dejadme! Debo irme… debo ir a buscarla —se volvió de nuevo para asir brevemente la mano de su antiguo señor y la comprimió con fuerza—. ¡La encontraré! Si vive, la encontraré y la conduciré a lugar seguro.

Después, colocó el pie en el estribo y montó.

—Si Dios te concede su auxilio —le encareció Humilis—, mándamelo decir. Hazme saber que ella vive y está a salvo.

—Lo haré, mi señor, perded cuidado.

—No turbes su serenidad, no le hables de mí. ¡Que no haya preguntas! Lo único que necesito saber y tú debes preguntar es si Dios la ha preservado y si ésa es la vida que ella quería. Habrá otro lugar para ella con otras hermanas. ¡Si es que está viva!

Nicolás asintió en silencio, emergió de su aturdimiento con un profundo suspiro, dio media vuelta con su montura y se alejó por la caseta de vigilancia sin decir nada más ni mirar hacia atrás.

Los tres se quedaron mirándole mientras la ligera polvareda que su paso había levantado relumbraba y se posaba bajo el arco de la entrada allí donde terminaban los adoquines y comenzaba la tierra batida de la barbacana.

Cadfael tuvo la sensación de que Humilis se pasaba todo el día forzando al máximo sus capacidades, como si la tensión con la cual Nicolás se estaba dirigiendo al sur se cobrara su tributo allí, en aquella obligada inmovilidad e inactividad, y el corazón ansiara cabalgar con el muchacho al precio que fuera. Y durante todo aquel día, volviendo incluso la espalda a Rhun, Fidelis siguió a Humilis con doliente solicitud, ternura y ansiedad, como si acabara de comprender que la muerte no estaba muy lejos y se acercaba un poco más a cada hora que pasaba.

Humilis se acostó inmediatamente después de completas y, cuando Cadfael entró a verle diez minutos más tarde, le encontró profundamente dormido y se retiró sin molestarle. No era la herida enconada ni el cuerpo mutilado lo que turbaba a Humilis en aquellos momentos, sino una oscura sensación de culpa con respecto a la doncella, que de haberse casado con él hubiera estado a salvo en algún remoto feudo, lejos de Winchester y Wherwell y del fragor de las armas, en lugar de verse obligada a abandonar el claustro para huir del incendio y la matanza. El sueño sería más beneficioso para su mente afligida de lo que pudiera ser un cambio de vendaje para su cuerpo. Durmiendo, mostraba la hierática calma de una figura ya labrada en un sepulcro. Estaba en paz. Cadfael se retiró en silencio, tal como debía de haber hecho Fidelis, para que descansara mejor en soledad.

En la perfumada dulzura del crepúsculo, Cadfael se fue a hacer su habitual visita nocturna a la cabaña del huerto para asegurarse de que todo iba bien y remover un brebaje que dejaría enfriar durante toda la noche. A veces, cuando las noches eran tan frescas después del calor del día, los cielos estaban tan llenos de estrellas y parecían tan infinitamente lejanos y todas las flores y hojas brillaban súbitamente con intensos colores a pesar de la ausencia de luz, le parecía una lástima irse a la cama y cerrar los ojos ante aquellos esplendorosos dones de Dios. Hubo en su pasado algunas noches ilícitas en que se atrevió a abandonar el recinto de la abadía… confiaba en que lo hubiera hecho por razones justificadas, aunque prefería no indagar demasiado. Hugo también había participado en ellas. ¡En fin!

Regresó con cierta renuencia y entró en la iglesia para utilizar la escalera nocturna. Todas las formas de la vasta nave de piedra aparecían vagamente iluminadas por las pequeñas lámparas de los altares. Cadfael nunca pasaba por allí sin detenerse un instante en el coro para dirigir una mirada y un pensamiento al altar de santa Winifreda, recordando con afecto y gratitud su primer encuentro con ella y la paciencia que ésta había tenido con él. Ahora también lo hizo, pero se detuvo en seco antes de acercarse. Uno de los monjes estaba arrodillado al pie del altar y, bajo el apagado resplandor rojizo de la lámpara, Cadfael vio el rostro, los ojos entornados, las orantes manos entrelazadas de Fidelis. Acercándose un poco más, Cadfael vio brillar unas lágrimas en las mejillas del joven. Un rostro absolutamente inmóvil de no haber sido por los mudos labios que se movían en silenciosa plegaria y por las lágrimas que brotaban muy despacio por debajo de los párpados cerrados y se derramaban sobre su pecho. Tal vez los sobresaltos de la jornada le habían inducido a visitarla iglesia, ahora que su señor estaba durmiendo, para elevar fervorosas plegarias por el buen fin de aquella historia. Pero ¿por qué su rostro parecía más el de un penitente que el de un inocente suplicante? ¡Y un penitente, además, no muy seguro de recibir la absolución!

Cadfael se retiró muy discretamente hacia la escalera nocturna y dejó al mozo todo el inmenso espacio de la iglesia para que pudiera refugiarse en él con su inexplicable dolor.

La otra figura, inmóvil en el rincón más oscuro del coro, no se movió hasta que Cadfael se hubo alejado; incluso esperó un buen rato antes de avanzar muy despacio conteniendo la respiración.

Un pie desnudo rozó la orla del hábito de Fidelis, retirándose de inmediato con presurosa delicadeza. Una mano se extendió sobre la absorta cabeza, ansiando rozarla, pero sin atreverse a hacerlo hasta que el prolongado silencio y la quietud le infundieran valor. Los tensos dedos se hundieron en el ensortijado cabello cobrizo que rodeaba la tonsura y el leve contacto provocó en la mano un imperceptible estremecimiento semejante a la vibración que produce un inminente relámpago en el aire antes de una tormenta. Si Fidelis lo advirtió, no lo dio a entender. No se movió ni siquiera cuando los dedos le alborotaron amorosamente el cabello y le acariciaron la nuca por el interior de la cogulla, sino que permaneció arrodillado donde estaba, conteniendo la respiración.

—Fidelis —susurró una voz doliente cerca de su hombro—. ¡Hermano, no sufras solo! Vuélvete hacia mí… yo podría consolarte de todo… cualquiera que sea tu necesidad…

La palma de la mano que le acariciaba le rodeó el cuello, pero, antes de que llegara a la mejilla, Fidelis se levantó con flexible movimiento y se apartó decididamente. Sin la menor prisa, o tal vez porque no deseaba mostrar su rostro ni siquiera bajo aquella iluminación tan débil, hasta que consiguiera dominarlo, el joven se volvió a mirar al intruso que había interrumpido su soledad, pues los susurros carecen de identidad y él nunca había prestado especial atención a fray Urien. Ahora lo hizo con sus grandes y recelosos ojos grises. Un oscuro y apasionado hombre de gran prestancia que jamás hubiera debido encerrarse dentro de aquellos muros; un hombre que ardía y era capaz de prender fuego a otros antes de que él se enfriara finalmente. Urien miró a su vez a Fidelis con el rostro torcido en una mueca y una trémula mano extendida, ansiando asir la manga de Fidelis que éste retiró con gesto austero antes de que él la pudiera agarrar.

—Te he estado observando —dijo Urien en un ronco susurro—, conozco todos tus movimientos y tus gracias. Qué juventud y qué belleza tan desaprovechadas… ¡No te vayas! Ahora nadie nos ve…

Fidelis dio media vuelta y se alejó del coro para dirigirse a la escalera nocturna. En silencio sobre las baldosas del suelo, los pies descalzos de Urien le siguieron mientras de su boca brotaban unos atormentados susurros.

—¿Por qué vuelves la espalda a la amorosa dulzura? No siempre lo harás. ¡Piensa en mí! Yo esperaré…

Fidelis empezó a subir los peldaños. Su perseguidor se detuvo al pie de la escalera, demasiado abrumado por la angustia como para poder acompañarle a un lugar donde tal vez otros hombres estuvieran todavía despiertos.

—Qué cruel eres conmigo… —gimió un hilillo de voz cada vez más lejano. Después, casi inaudible, pero con profunda amargura, añadió—: Si no aquí, en otro lugar… ¡Si no ahora, en otro momento!