IV

a lamparilla de lectura de la celda estaba apagada porque uno de los jóvenes servidores no sabía leer, y el otro no podía hablar, mientras que el yacente, que permanecía recostado contra unos almohadones en su catre, estaba todavía demasiado débil para sostener un pesado libro con sus manos. Sin embargo, aunque Rhun apenas supiera leer, sabía recitar de memoria y con sentimiento lo que previamente hubiera aprendido. En aquellos momentos, el joven se encontraba en plena recitación de una plegaria de san Agustín que le había enseñado fray Pablo cuando, de pronto, se percató de que tenía unos oyentes más numerosos de lo que él pensaba, titubeó y enmudeció, volviéndose hacia la entrada de la celda.

Nicolás Harnage se quedó inmóvil sin atreverse a entrar hasta que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. Fray Humilis abrió los suyos sorprendido al oír que Rhun tartamudeaba y entonces vio al más querido y más fiel de sus antiguos escuderos de pie cerca de su lecho.

—¿Nicolás? —preguntó en tono dubitativo, incorporándose un poco para verle mejor.

Fray Fidelis se inclinó de inmediato para ayudarle y colocarle mejor los almohadones en la espalda y después se retiró en silencio al rincón más oscuro de la celda, para dejar el campo libre al visitante.

—¡Nicolás! ¡Eres tú!

El joven se adelantó e hincó la rodilla para tomar y besar la delgada mano extendida hacia él.

—Nicolás, ¿qué estás haciendo aquí? Eres tan bien venido como el amanecer, pero jamás pensé verte en este lugar. Has sido muy gentil, viniendo a verme a este lejano refugio. Ven, siéntate aquí a mi lado. ¡Deja que te vea!

Rhun se había retirado discretamente. Desde la puerta, hizo una pequeña reverencia antes de marcharse. Fidelis se adelantó para seguirle, pero Humilis apoyó una mano en su brazo y se lo impidió.

—¡No, quédate! ¡No nos dejes! Nicolás, le debo a este joven monje mucho más de lo que nunca podré pagarle. Me sirve con tanto fervor en este campo como me servías tú en el de las armas.

—Todos los que hemos servido a vuestras órdenes como yo le estaremos infinitamente agradecidos —dijo ardorosamente Nicolás, contemplando un rostro oculto en las sombras de la cogulla cuyos rasgos eran tan inexistentes como su voz en la semipenumbra de la celda.

Aunque le extrañó recibir por toda respuesta una simple inclinación de la cabeza a modo de reconocimiento, de inmediato dejó de pensar en ello pues no tenía especial interés en trabar amistad con alguien a quien probablemente no volvería a ver jamás. Acercó el escabel al catre y se sentó, contemplando con profunda inquietud el demacrado rostro de su señor.

—Me dicen que ya estáis sanando. Pero yo os veo más delgado y desmejorado que cuando os dejé aquella vez en Hyde y me fui a cumplir vuestro encargo. Tuve que buscar mucho en Winchester para encontrar a vuestro prior y averiguar a través de él adonde os habíais dirigido. ¿Qué necesidad teníais de ir tan lejos? El obispo os hubiera aceptado con mucho gusto en el antiguo monasterio y se hubiera alegrado de acogeros.

—Dudo que yo me hubiera alegrado igual —replicó fray Humilis, esbozando una triste sonrisa—. No, tenía mis razones para venir al norte. Conocí esta ciudad y este condado en mi infancia. Sólo viví aquí unos pocos años, pero son los años que mejor recuerda un hombre en su vida. No te preocupes, Nick, aquí estoy tan bien como en cualquier otro lugar y mejor que en la mayoría. Hablemos más bien de ti. ¿Qué tal te ha ido en tu nuevo servicio y qué te trae junto a mi lecho?

—Me ha ido muy bien gracias a vuestra recomendación. Guillermo de Ypres le ha hablado de mí a la reina y me hubiera llevado consigo entre sus oficiales, pero yo preferí quedarme con los ingleses de Fitz Robert en lugar de irme con los flamencos. Ostento un puesto de mando. Vos me enseñasteis todo lo que sé —añadió con alegría y tristeza a la vez—, vos y los musulmanes de Mosul.

—No es por los asuntos del Atabeg Zengui por lo que has venido a verme aquí —dijo fray Humilis—. Eso déjaselo al rey de Jerusalén a cuya noble y arriesgada empresa pertenece. ¿Qué ha sido de Winchester desde que yo huí de allí?

—Los ejércitos de la reina la tienen rodeada. Son muy pocos los hombres que salen, y no entran víveres. Los hombres de la emperatriz están encerrados en su castillo y ya se les deben de estar acabando las provisiones. Nos desplazamos al norte para cortar el camino en Andover. Como de momento no ocurre nada, me han dado permiso para cabalgar al norte por mi cuenta. Pronto tendrán que intentar romper el cerco o morirse de hambre donde están.

—Intentarán abrir de nuevo uno de los caminos para recibir suministros antes de renunciar a Winchester —dijo Humilis, frunciendo el ceño mientras reflexionaba sobre las posibilidades—. En caso de que intenten romper el cerco, lo harán primero por Oxford. Bien, si este jaque mate te ha permitido venir a verme, algo bueno se ha conseguido con ello. ¿Y cuál es el asunto que te trae a Shrewsbury?

—Mi señor —dijo Nicolás, inclinándose hacia adelante—, ¿recordáis que hace tres años me enviasteis aquí al feudo de Lai para comunicarle a Humphrey Cruce y a su hija que no podíais cumplir vuestra promesa de casaros con ella? ¿Y qué ibais a ingresar en la abadía de Hyde Mead?

—No es algo que se pueda olvidar —replicó secamente Humilis.

—¡Mi señor, yo tampoco he podido olvidar a la joven! Vos sólo la visteis cuando tenía cinco años, antes de partir hacia la cruzada. Pero yo la he visto de mayor, con casi diecinueve años. Entregué vuestro mensaje a su padre y a ella y me fui, satisfecho de haber cumplido el encargo. Pero ahora no me la puedo quitar de la cabeza. ¡Era tal su donaire y soportó la ruptura con tal dignidad y benevolencia! Mi señor, si aún no está casada o prometida en matrimonio, quisiera solicitar su mano. Pero no puedo hacerlo sin pedir primero vuestro consentimiento y vuestra bendición.

—Hijo mío —le dijo Humilis con sorprendida complacencia—, nada me podría deleitar más que verla feliz contigo ya que yo la tuve que dejar. La muchacha es libre de casarse con quien quiera y yo no podría desear para ella ningún hombre mejor que tú. Si la consigues, me sentiré exonerado de mi culpa porque sabré que habrá salido ganando con el cambio. Considera, hijo, que los que tomamos el hábito renunciamos a todas las posesiones, ¿cómo podríamos reclamar derechos sobre otra criatura de Dios? Ve y ojalá la consigas con mi bendición para los dos. Pero regresa para decirme cómo te fue.

—¡Lo haré de mil amores, mi señor! ¿Cómo podría fracasar, si vos me enviáis a ella?

El joven se inclinó para besar la mano que comprimía afectuosamente la suya y se levantó ágilmente del escabel para retirarse. De pronto adquirió conciencia de la presencia de la silenciosa figura oculta entre las sombras: tenía la sensación de haber estado a solas todo el rato con su señor y, sin embargo, allí estaba aquel mudo testigo. Nicolás se volvió hacia él con impulsivo ardor.

—Hermano, os doy las gracias por los cuidados que dispensáis a mi señor. Ahora tengo que despedirme. Seguramente os volveré a ver a mi regreso.

Le desconcertó recibir sólo a modo de respuesta silencio y una cortés inclinación de la cabeza cubierta por la cogulla.

—Fray Fidelis —explicó Humilis amablemente— es mudo. Sólo su vida y sus obras hablan por él. Pero me atrevo a asegurarte que sus buenos deseos te acompañan en esta empresa al igual que los míos.

Cuando los últimos ecos de las pisadas se perdieron por la escalera diurna, se hizo el silencio en la celda. Tendido en su catre, fray Humilis debía de estar sumido en serenos y placenteros pensamientos, pues sus labios esbozaban una sonrisa.

—Hay ciertas partes de mi vida que nunca te he revelado —dijo al final—, cosas que ocurrieron antes de conocerte. No hay nada de mí mismo que no desee compartir contigo. ¡Pobre muchacha! ¿Qué podía esperar de mí que le llevaba tantos años, antes incluso de sufrir estos daños? Sólo la había visto una vez, una criatura de cabello castaño y solemne rostro redondo. Jamás sentí la necesidad de una esposa y unos hijos hasta cumplidos los treinta años, pues mi hermano mayor perpetuaría el linaje de mi padre a la muerte del anciano. Tomé la cruz y estaba reuniendo a unos hombres que pudieran acompañarme a Oriente, tan libre como el aire, cuando mi hermano también murió y yo tuve que llegar a un compromiso entre mi juramento a Dios y mis deberes para con mi linaje. Estaba obligado a cumplir la promesa que le había hecho a Dios de permanecer diez años en Tierra Santa, pero mis deberes para con mi familia me obligaban también a casarme y a engendrar hijos. Busqué a una niña adecuada que me pudiera esperar todos aquellos años y estar todavía en su plenitud a mi regreso. Apenas seis años tenía… Juliana Cruce, perteneciente a una familia con feudos en el norte de este condado y, también en Stafford.

Humilis se agitó en su catre y lanzó un suspiro, pensando en la necedad de los hombres y en la presuntuosa solemnidad con la cual éstos hacían proyectos para unas vidas que jamás vivirían. La presencia que tenía junto a su lecho se acercó un poco más, se echó la cogulla hacia atrás y se sentó en el escabel que Nicolás había desocupado. Ambos se miraron a los ojos en silencio, más tiempo del que la mayoría de los hombres se puede mirar a los ojos sin desviar la vista.

—¡Dios dispuso otra cosa, hijo mío! —prosiguió Humilis—. Los planes que Él tenía para mí no coincidían con los míos. Ahora soy lo que soy. Y ella es lo que es. Juliana Cruce… me alegro de que se haya librado de mí y pueda encontrar un hombre mejor. Rezo para que todavía no se haya entregado a ninguno, porque este Nicolás mío sería un digno esposo para ella, capaz de tranquilizar mi espíritu. Sólo ante ella me siento en deuda y me considero un perjuro.

Fray Fidelis sacudió la cabeza esbozando una sonrisa de reproche al tiempo que cubría por un instante con un dedo la boca de la que había surgido semejante herejía.

Cadfael había dejado a Hugo esperando en la caseta de vigilancia y estaba cruzando el patio para regresar a sus deberes en el herbario cuando Nicolás Harnage emergió de la arcada de la escalera y, al reconocerle, le llamó a gritos y corrió para asirle la manga.

—¡Hermano, una palabra!

Cadfael se detuvo y se volvió a mirarle.

—¿Cómo le habéis encontrado? El largo viaje a caballo fue un esfuerzo excesivo; además, él mantuvo en secreto su estado hasta que la herida se abrió y se enconó, pero eso ya pasó. Todo está limpio y cicatrizando. No temáis, no le dejaremos caer en semejante situación por segunda vez.

—Lo creo, hermano —dijo el joven con la cara muy seria—. Pero hoy le he visto por primera vez después de tres años y está mucho más desmejorado de lo que estaba cuando sufrió las heridas. Yo sabía que eran graves. Los médicos le atendieron durante mucho tiempo, estuvo entre la vida y la muerte, pero, por lo menos, cuando se restableció, parecía el mismo hombre al que conocíamos y habíamos seguido. Sé que entonces decidió regresar a casa, pues ya había servido más años de los que había prometido y era hora de que cuidara de sus tierras y de su vida aquí, en casa. Yo hice el viaje de regreso con él y lo soportó muy bien. Ahora está muy delgado y le veo una extraña languidez cuando mueve la mano. Decidme la verdad, ¿está muy grave?

—¿Dónde sufrió estas heridas tan serias? —le preguntó Cadfael, considerando cautelosamente cuánto podía decir y adivinando cuánto sabía el muchacho o, por lo menos, cuánto intuía.

—En la última batalla con Zengui y los hombres de Mosul. Le atendieron unos médicos sirios después de la batalla.

Tal vez por eso sobreviviera a tan terribles mutilaciones, pensó Cadfael, que había adquirido buena parte de sus conocimientos a través de médicos sirios y sarracenos. En voz alta, preguntó precavidamente:

—¿No habéis visto las heridas? ¿No conocéis su gravedad?

Sorprendentemente, el curtido cruzado guardó silencio un momento mientras una lenta oleada de rubor se insinuaba por debajo de su dorada tez, aunque no bajó sus grandes ojos intensamente azules.

—Nunca vi de su cuerpo otra cosa que lo que se veía cuando le ayudé a montar en su cabalgadura. Pero no pude por menos que comprender lo que no puedo asegurar haber visto. Tenía que ser eso, de lo contrario jamás hubiera abandonado a la muchacha con la cual estaba comprometido en matrimonio. ¿Por qué lo hubiera hecho si no? ¡Un hombre de palabra como él! Sólo hubiera podido ofrecerle una posición y una parte de las tierras. Prefirió devolverle la libertad y entregar a Dios los residuos de su persona.

—¿Había una muchacha? —preguntó Cadfael.

—Hay una muchacha. Yo me dirijo ahora a su casa —dijo Nicolás en tono casi de desafío, como si alguien hubiera puesto en duda su derecho a hacerlo—. Yo fui quien les llevó a ella y a su padre el mensaje de que mi señor había ingresado en el monasterio de Hyde Mead. Ahora me dirijo a Lai para pedir la mano de la muchacha y él me ha otorgado su consentimiento y su bendición. Era una niña cuando la prometieron en matrimonio con él y no lo ha vuelto a ver desde entonces. No hay ninguna razón para que no escuche mi petición o para que sus parientes me rechacen.

—¡Ninguna en absoluto! —convino jovialmente Cadfael—. Si yo tuviera una hija en semejante situación, me alegraría de ver que el escudero sigue los pasos de su señor. Y, si os consideráis en la obligación de informarle sobre el estado de vuestro señor, decidle en verdad que hace lo que sinceramente desea y que disfruta de una profunda paz espiritual. En cuanto al cuerpo, está todo lo bien atendido que puede estar. No permitiremos que le falte nada que pueda ayudarle o aliviarle.

—Pero eso no responde a lo que yo necesito saber —insistió el joven—. He prometido regresar para decirle cómo me fue. Tardaré unos tres o cuatro días, no más, y puede que menos. Pero ¿creéis que todavía lo encontraré?

—Hijo mío —contestó pacientemente Cadfael—, ¿quién de nosotros puede responder por sí mismo o por cualquier otro hombre? Quieres la verdad y mereces saberla. Fray Humilis se está muriendo. Sufrió una herida mortal hace mucho tiempo en aquella última batalla. Lo que se ha hecho y lo que se puede hacer por él está retrasando el final. Pero la muerte no tiene tanta prisa como vos teméis, y él no la teme. Id en busca de la muchacha, traedle la buena noticia, pues él todavía estará aquí para recibirla con alegría.

—Así será —le dijo Cadfael a Edmundo mientras ambos tomaban un poco el aire aquella noche en el vergel antes de completas—, si este joven se da buena maña en cortejar a la muchacha. Tengo la impresión de que es de los que van directamente al grano. Sin embargo, no me atrevo a hacer conjeturas en cuanto a Humilis. Podemos impedir que se le encone la herida, pero el mal acabará devorándole. Tal como él sabe mejor que nadie.

—Es un prodigio que haya conseguido vivir y soportar las incomodidades del viaje, y que haya sobrevivido tres años o más desde entonces —convino Edmundo.

Ambos estaban paseando por la orilla del arroyo Meole, de otro modo no hubieran podido comentar semejantes cuestiones. A aquella hora, Nicolás Harnage ya habría alcanzado el nordeste del condado si es que no había llegado a su destino. El tiempo era bueno para cabalgar y el joven estaría en Lai antes de que anocheciera. Un hombre tan apuesto como Harnage, que se había abierto camino en la carrera de las armas por su propio esfuerzo, no era un ofrecimiento que pudiera rechazarse.

Contaba con la bendición de su señor y sólo necesitaba el favor de la muchacha, la aprobación de la familia y la sanción de la Iglesia.

—Yo tenía entendido —dijo fray Edmundo— que, cuando un hombre comprometido en matrimonio entra en religión, la dama que le estaba destinada no queda necesariamente libre del compromiso. Pero me parece una actitud muy egoísta eso de intentar quedarse con ambos mundos, elegir la vida que uno desea e impedir que la dama pueda hacer lo propio. No obstante, creo que esta cuestión no debe plantearse más que en los casos en que el hombre no puede soportar perder lo que antes era suyo y exige que la dama permanezca encadenada. Aquí no ocurre tal cosa porque fray Humilis se alegra de que pueda haber una solución tan afortunada. Aunque cabe la posibilidad de que ella ya esté casada, por supuesto.

—El feudo de Lai —dijo Cadfael en tono pensativo—. ¿Qué sabéis de él, Edmundo? ¿Qué familia será?

—Estaban en posesión de los Cruce. Humphrey Cruce, si no recuerdo mal, podría ser el padre de la muchacha. Tenían varios feudos allá arriba, en Ightfeld y Harpecote… y Press, por cesión del obispo de Chester. También algunas tierras en el condado de Stafford. Lai se convirtió en el feudo principal de sus posesiones.

—A él se dirige el joven. Si regresa victorioso —dijo Cadfael—, le habrá prestado un buen servicio a Humilis. La contemplación de su moreno rostro ya ha sido un alivio para él. Si ahora resuelve el futuro de la muchacha, puede que, al mismo tiempo, consiga alargar uno o dos años la vida de su señor.

Se fueron a completas al primer toque de campana. El visitante efectivamente le había dado a Humilis un empujón hacia la salud porque allí estaba él, erguido en su hábito y apoyado en el brazo de Fidelis, sin haber solicitado el permiso de sus médicos, dispuesto a participar en el oficio nocturno junto con los demás.

«Le obligaré a regresar a la celda en cuanto terminen los rezos —pensó Cadfael, preocupado por los vendajes—. Que haga ondear su estandarte por una vez si eso es beneficioso para su espíritu, aunque la carne sufra por el esfuerzo. ¿Quién soy yo para decir lo que puede hacer o dejar de hacer un hermano mío por su propia salvación?».

Los días empezaban a ser más cortos y el verano ya estaba quedando atrás, aunque el calor proseguía como si nunca tuviera que cesar. En la penumbra del coro, la luz que todavía perduraba era del mismo color que los lirios y en el aire se aspiraba la fragancia de los cálidos y embriagadores perfumes de los frutos y la cosecha. El hombre alto, apuesto y demacrado que ya era viejo a sus apenas cuarenta y tantos años permanecía orgullosamente de pie en su sitial, teniendo a Fidelis a su izquierda y a Rhun al lado de Fidelis. La juventud y galanura de ambos jóvenes parecían atraer hacia ellos la escasa luz que quedaba, de tal forma que ambos resplandecían con brillo propio cual si fueran unas velas encendidas.

Al otro lado del coro, fray Urien se levantaba, se arrodillaba, hacía genuflexiones y cantaba con la poderosa voz de la madurez sin apartar ni por un instante los ojos de aquellas dos jóvenes cabezas de sedoso cabello, el uno rubio como el lino y el otro castaño. Cada vez más, el joven mudo y el elocuente iban juntos a todas partes, impidiéndole a él disfrutar de la compañía de ambos: el uno tan deseable e inexpugnable como el otro, mientras su necesidad ardía en sus entrañas noche y día y la plegaria no la podía enfriar ni la música adormecer; el deseo lo devoraba por dentro como las mordeduras de los lobos.

Ambos habían empezado (¡terrible señal!) a parecerse a la mujer. Cuando miraba a cualquiera de ellos, las facciones de muchacho se disolvían y cambiaban sutilmente y entonces surgía el rostro de la mujer sin reconocerle ni despreciarle, simplemente atravesándole con los ojos como si mirara a otro. Le dolía insoportablemente el corazón mientras cantaba con voz meliflua el salmo de completas.

Bajo el crepúsculo en la campiña al nordeste del condado, donde la luz duraba más que entre las colinas de la frontera occidental, Nicolás Harnage cabalgó entre campos silvestres insólitamente resecos a causa del calor hasta que, al final, cruzó la valla de mimbres del feudo de Lai. Rodeada por todas partes por los vastos campos de la llanura en la que habían sido talados casi todos los árboles de forma que hubiera más espacio para los cultivos, la alargada casa de piedra se levantaba con su sala principal y sus cámaras sobre un amplio sótano mientras que los establos y graneros se encontraban adosados a la parte interior de la valla. Una tierra muy rica, buena para el trigo y para los tubérculos, con grandes pastizales para el ganado. Cuando Nicolás franqueó la verja, oyó los suaves mugidos de las bien alimentadas bestias, ya ordeñadas y soñolientas.

Un mozo oyó el rumor de los cascos de su montura y salió de los establos desnudo de cintura para arriba en la tibia noche. Al ver a un solo jinete, se tranquilizó. Allí habían disfrutado de una relativa tranquilidad mientras Winchester ardía y sangraba.

—¿A quién buscáis, mi joven señor?

—Busco a vuestro amo y señor Humphrey Cruce —contestó Nicolás, refrenando su cabalgadura y soltando las riendas—, si es que mora aquí todavía.

—Mi señor Humphrey murió hace tres años, señor. Su hijo Reginaldo es ahora el señor de estas tierras. ¿Podríais tal vez resolver vuestro asunto con él?

—Si accede a recibirme, sí, por supuesto —contestó Nicolás, desmontando—. Decidle que estuve aquí hace unos tres años para hablar en nombre de Godfrid Marescot. Entonces vi al padre, pero el hijo lo sabrá.

—Pasad —dijo el mozo plácidamente, aceptando las credenciales sin el menor recelo—. Me encargaré de que atiendan a vuestra montura.

En la sala en la que se aspiraba el olor de la leña del hogar aún estaban comiendo o, por lo menos, conversando tranquilamente después de la cena, pero todos habían oído las pisadas sobre los peldaños de piedra que daban acceso a la puerta abierta de la sala, y Reginaldo Cruce se levantó con curiosidad al ver entrar el visitante. Era un hombre corpulento y moreno de austeras facciones y modales autoritarios, pero, al parecer, bien dispuesto a recibir a los viajeros ocasionales. Su dama permanecía sentada en silencio. Su cabello era muy pálido, vestía de verde y tenía a su lado a un muchacho de unos quince años y a una niña y un niño de unos nueve o diez que, por su parecido, bien hubieran podido ser gemelos. Estaba claro que Reginaldo Cruce había asegurado bien su sucesión pues la amplitud de la cintura de la dama, cuando ésta se levantó para ofrecer la hospitalidad de la casa, demostraba que había otro hermano en camino.

Nicolás se inclinó con reverencia y dijo su nombre, un poco desconcertado al ver que el hermano de Juliana Cruce era un hombre de más de cuarenta años con esposa e hijos crecidos y no, tal como él imaginaba, un muchacho de unos veintitantos años, tal vez casado en el momento de recibir la herencia. Sin embargo, recordaba que Humphrey Cruce le había parecido muy viejo para tener una hija todavía tan joven. Sin duda dos matrimonios, el primero con el fruto de un heredero y el segundo contraído tarde, cuando Reginaldo ya era un hombre en edad de casarse o tal vez ya casado con aquella pálida y prolífica esposa.

—¡Ah, sí! —dijo Reginaldo, evocando el acontecimiento que había tenido lugar en aquella misma casa—. Lo recuerdo, aunque yo no estaba aquí entonces. Mi esposa me aportó un feudo en el condado de Stafford, y vivíamos allí. Pero sé lo que ocurrió, por supuesto. Curioso suceso. ¡Pero son cosas que ocurren! Los hombres cambian de parecer. ¿Y vos fuisteis el mensajero? Bien, dejad eso ahora y tomad un refrigerio. ¡Venid a la mesa! Tiempo habrá para hablar de ese asunto después.

Reginaldo se sentó para acompañar a su visitante mientras un criado le servía carne y cerveza; tras haber dado solemnemente las buenas noches, la dama se retiró para acostar a sus hijos pequeños y el heredero permaneció sentado en silencio, estudiando a los mayores. Al final, ya entrada la noche, ambos hombres pudieron hablar finalmente a solas.

—O sea que vos sois el escudero que trajo el recado de Marescot. Habréis observado que media casi una generación entre mi hermana y yo… diecisiete años. Mi madre murió cuando yo tenía nueve años y transcurrieron otros ocho antes de que mi padre volviera a casarse. Una locura del viejo que no le sirvió de nada, pues la dama murió al dar a luz a la niña.

Por lo menos, pensó Nicolás, estudiando serenamente a su anfitrión, no había ningún segundón que pudiera amenazar con dividir las tierras. Lo cual debía de ser una satisfacción para aquel hombre, auténtico representante de los de su clase, para quienes las tierras eran tan valiosas como la sangre que circulaba por sus venas.

—Pero su hija debió de reportarle muchas alegrías —dijo Nicolás—, porque es, como yo bien recuerdo, una muchacha extremadamente hermosa y muy gentil.

—Sobre eso vos estaréis mejor informado que yo —replicó Reginaldo—, pues la visteis hace apenas tres años. Habrán transcurrido por lo menos unos dieciocho años o más desde la última vez que la vi. Era una niñita de unos dos o tres años que apenas caminaba. Yo me casé por aquellas mismas fechas y me instalé en las tierras que Cecilia aportó al matrimonio. Nos intercambiábamos correos de vez en cuando, pero no regresé aquí hasta que mi padre estaba en su lecho de muerte y me mandaron llamar.

—Yo ignoraba su muerte cuando vine aquí con este asunto que me trae —dijo Nicolás—; me enteré por vuestro mozo al llegar. Pero hablaré con vos tan libremente como hubiera hecho con él. Me atrajo tanto la gracia y dignidad de vuestra hermana que llevo pensando en ella desde entonces. He hablado con mi señor Godfrid y tengo su pleno consentimiento para lo que voy a pedir. En cuanto a mí —añadió, inclinándose hacia adelante sobre la mesa—, soy heredero de dos buenos feudos de mi padre y recibiré algunas tierras de mi madre, ocupo un buen lugar en los ejércitos de la reina y mi señor podrá responder de que soy sincero en esta petición y ofreceré a Juliana todo lo que pueda ofrecerle un hombre si vos…

—¿Habéis venido aquí para pedirme que os conceda la mano de mi hermana?

—¡En efecto! ¿Os parece tan extraño? La admiré cuando la vi y he venido para pedírosla. Peores ofrecimientos podríais tener —añadió Nicolás ruborizándose de rabia ante semejante acogida.

—No lo dudo, pero, hombre de Dios, hubierais debido escribirle unas letras para que ella se enterara. ¡Llegáis con tres años de retraso!

—¿De retraso? —Nicolás se incorporó en su asiento y retiró lentamente las manos de la mesa, como si hubiera recibido un golpe—. Entonces, ¿ya está casada?

—¡Podríamos decir que sí! —Reginaldo encogió sus anchos hombros en gesto de impotencia—. Pero no con un hombre. Creo que, de haberos dado un poco más de prisa, hubierais conseguido vuestro propósito. No, se trata de otra historia muy distinta. Hubo incluso algunas discusiones sobre la posibilidad de que ella aún estuviera unida a Marescot como esposa… una gran locura, pero los hombres de la Iglesia tienen que ejercer su autoridad y el capellán de mi padre era tan recatado como una doncella, ¡aunque yo sospecho que en privado no lo era tanto! Se aferró a todos los puntos del derecho canónico que le daban poder, adoptando la posición extrema según la cual mi hermana era legalmente una esposa mientras que el clérigo de la parroquia argumentaba lo contrario y mi padre, que era muy sensato, le daba la razón, insistiendo en que mi hermana era libre. Todo eso lo he averiguado después. Yo no tuve nada que ver con ello ni puse la cabeza en el nido del avispón.

Nicolás juntó las manos y frunció el ceño, sintiendo en su corazón toda la pesada frialdad del desengaño. Pero la respuesta aún estaba incompleta.

—¿Cómo terminó todo eso? —preguntó levantando tristemente los ojos—. ¿Por qué no está ella aquí para hacer uso de su libertad si aún no se ha entregado a un marido?

—¡Sí se ha entregado! Siguió el dictado de su conciencia. Dijo que, si era libre, tomaría ella misma una decisión. Y decidió hacer lo mismo que ha hecho Marescot, eligiendo a un esposo que no es de este mundo. Entró en un monasterio benedictino.

—¿Y se lo permitieron? —preguntó Nicolás, debatiéndose entre la cólera y el dolor—. Entonces, cuando se produjo la ruptura del compromiso, ¿dejaron que se fuera tan fácilmente y que desperdiciara tan imprudentemente su juventud?

—Pues, sí. ¿Cómo puedo saber yo si fue prudente o no? Si eso era lo que quería, ¿por qué no iba a poder hacerlo? Desde que se fue, no he sabido nada de ella, nunca se ha quejado ni ha pedido nada. Debe de ser feliz con su elección. ¡Tendréis que buscaros una esposa en otro lugar, amigo mío!

Nicolás permaneció un rato en silencio, tragándose la amargura que ardía en su vientre como el fuego. Después preguntó con cautelosa serenidad:

—¿Cómo fue? ¿Cuándo abandonó su hogar? ¿Cómo la llevaron?

—Muy poco después de vuestra visita, calculo. Debieron de pasarse un mes discutiendo la cuestión sin que ella dijera una sola palabra. Pero todo se hizo como Dios manda. Nuestro padre le ofreció una escolta de tres hombres armados y un cazador que era uno de nuestros servidores preferidos y que siempre la había apreciado mucho, más una crecida dote en dinero y varios ornamentos para el monasterio, candelabros de plata, un crucifijo y otros objetos parecidos. Me consta, por lo que dijo más tarde, que mi padre lamentó su partida, pero ella lo quiso así y sus deseos siempre eran órdenes para nuestro padre —la leve frialdad que se filtró en el firme tono de voz denotaba antiguas envidias. La hija de la vejez había usurpado el corazón de Humphrey aunque tuviera que ser el hijo quien lo heredara todo cuando aquel corazón dejara de latir—. Mi padre sólo vivió un mes —añadió Reginaldo—. Justo el tiempo suficiente para ver el regreso de la escolta y saber que ella se encontraba sana y salva en el lugar donde deseaba estar. Era viejo y sabíamos que estaba muy débil, pero no hubiera tenido que apagarse tan pronto.

—La debió de echar mucho de menos en la casa —dijo Nicolás con un trémulo hilillo de voz—. Era tan alegre… ¿Y vos no la mandasteis llamar cuando vuestro padre murió?

—¿Para qué? ¿Qué hubiera podido hacer ella por él o él por ella? No, la dejamos donde estaba. Si era feliz allí, ¿por qué molestarla?

Nicolás se retorció las manos con fuerza, y dijo:

—¿Adónde decidió ir?

Su propia voz le sonaba hueca y distante.

—Se encuentra en la abadía de Wherwell, cerca de Andover.

¡O sea que aquello era el final! Durante todo aquel tiempo la muchacha había estado a un tiro de piedra de él y ahora su refugio estaba cercado por ejércitos, bandos y contiendas. ¡Si hubiera manifestado lo que sintió su corazón al verla, a pesar de la tristeza que le embargaba por el golpe que estaba a punto de asestarle, y si dicha circunstancia no le hubiera amordazado en unos momentos en que, por una vez, hubiera tenido que ser elocuente! Tal vez ella le habría escuchado o, por lo menos, aplazado su decisión aunque entonces aún no sintiera nada por él. Tal vez se lo habría pensado mejor, le hubiese esperado e incluso le hubiese recordado. Ahora ya era demasiado tarde, la joven se había desposado por segunda vez con carácter todavía más indisoluble.

Esta vez no se podía invocar ningún argumento. Los votos del compromiso hechos por una niña o pronunciados en su nombre por otra persona se podían disolver en algunos casos, pero los votos religiosos de una mujer adulta, hechos con pleno conocimiento de su significado y por propia elección de la interesada, no se podían romper jamás. La había perdido.

Nicolás permaneció toda la noche en la pequeña cámara que le habían preparado, inquieto por la existencia de aquel nudo que no podría deshacer. Durmió con un sueño muy agitado y superficial y, a la mañana siguiente, se despidió de su anfitrión y emprendió el camino de regreso a Shrewsbury.