III

dmundo corrió en busca de paños suaves y agua caliente y Cadfael fue a su cabaña por pociones, ungüentos y decocciones. A la mañana siguiente arrancaría la fresca y jugosa betónica acuática y la gaulteria y la vulneraria, más eficaces que las cremas y las ceras que él preparaba con ellas para poder conservarlas. Pero aquella noche tendrían que conformarse con lo que había. Sanícula, hierba cana, hierba de la moneda, lengua de serpiente, todas ellas depurativas y astringentes, buenas para las antiguas heridas ulceradas y muy abundantes alrededor de los setos, en los prados cercanos y en las orillas del arroyo Meole.

Limpiaron las supuraciones de la desgarrada herida con una loción de vulneraria y sanícula, le aplicaron una mezcla de estas mismas hierbas junto con la betónica, el álside y la gaulteria, la cubrieron con un lienzo de lino y vendaron el devastado tronco del paciente para que el apósito no se moviera de sitio. Cadfael había traído también una poción para calmar el dolor elaborada con jarabe de vulneraria e hipérico con vino y una pizca de jarabe de adormidera. Fray Humilis permanecía dócilmente tendido bajo sus manos, permitiéndoles hacer con él lo que quisieran.

—Mañana —dijo Cadfael— recogeré estas mismas hierbas frescas y prepararé con ellas un emplasto que es más eficaz y eliminará todo el mal. ¿Os ha ocurrido muchas veces desde que sufristeis la herida?

—No muchas. Pero, cuando me canso demasiado, sí… entonces ocurre —dijeron los azulados labios sin quejarse.

—En tal caso, no debéis fatigaros. Pero, si antes ha sanado, también sanará ahora. La vulneraria se tiene bien merecido el nombre que lleva. Ahora descansad y permaneced en la cama dos o tres días hasta que vuelva a cicatrizar, porque, si os levantáis y empezáis a caminar, tardará más en sanar.

—Tendría que estar en la enfermería —intervino Edmundo—, donde podría descansar tranquilamente todo el tiempo que fuera necesario.

—Es cierto —convino Cadfael—, pero ahora ya lo hemos acostado aquí y, cuanto menos se mueva, mejor. ¿Cómo os encontráis ahora, hermano?

—Más aliviado —contestó fray Humilis con una leve sonrisa.

—¿Os duele menos?

—Casi ha desaparecido por completo. El rezo de vísperas ya habrá terminado —dijo la débil voz mientras los párpados se abrían mostrando unos ojos de fija mirada—. No permitáis que Fidelis se preocupe por mí… Ha visto cosas peores… puede venir.

—Os lo iré a buscar —dijo Cadfael, saliendo inmediatamente para cumplir el encargo; aquella concesión a la estoica mente valía más que cualquier otra cosa que hubiera podido hacer por el destrozado cuerpo. Fray Edmundo le siguió por la escalera y se inclinó ansiosamente sobre su hombro.

—¿Os parece que se curará? Es un prodigio que haya vivido para contarlo. ¿Habéis visto alguna vez un hombre tan desgarrado y que, sin embargo, todavía esté vivo?

—Ocurre algunas veces, aunque no es frecuente —contestó Cadfael—. Sí, la herida cicatrizará. Y se volverá a abrir al menor esfuerzo.

Ninguno de los dos exigió o prometió al otro guardar el secreto. El deseo de Godfrid Marescot de mantener oculta su ruina era sagrado y sería respetado.

Fidelis se encontraba en pie en la arcada del claustro, contemplando la salida de los monjes y buscando con creciente inquietud a uno que no salía.

Como se había retrasado con los demás recolectores de fruta en el vergel y temía llegar tarde al oficio de vísperas, al principio no buscó a Humilis, suponiendo que ya estaría en la iglesia. Pero ahora le estaba buscando. Las rectas y fuertes cejas aparecían fruncidas y en sus alargados labios se observaba una tensa mueca de ansiedad. Cadfael se le acercó mientras pasaban por su lado los últimos monjes y el joven los miraba casi con incredulidad.

—Fidelis…

El muchacho volvió la cabeza cubierta por la cogulla en un rápido gesto de esperanza y comprensión. No pensaba que fueran a darle una buena noticia, pero una noticia era mejor que ninguna. Sus pensamientos se reflejaban con toda claridad en su rostro. Ya había pasado por aquella situación más de una vez.

—Fidelis, fray Humilis se encuentra en su cama del dormitorio. No hay razón para alarmarse ahora, está descansando y sus molestias están siendo atendidas. Pregunta por ti. Ve a verle.

La mirada del mozo se desplazó rápidamente de Cadfael a Edmundo y otra vez a Cadfael sin saber en cuál de ellos residía la autoridad, pero ya dispuesto a marcharse. Aunque no pudiera preguntar nada con la lengua, sus ojos eran muy elocuentes y Edmundo los comprendió.

—Está tranquilo y se curará. Puedes entrar y salir cuando quieras para servirle. Yo me encargaré de que seas excusado de otros deberes hasta que se restablezca y le puedas dejar solo. Hablaré con el prior Roberto. Ve a buscar lo que quieras, llévaselo y pide todo lo necesario… Si él desea algo, lo escribes y su deseo se verá cumplido. Pero de los vendajes y las curas se encargará fray Cadfael.

Había una pregunta, más bien una exigencia, en los ardientes ojos. Cadfael respondió a ella con rapidez para tranquilizarle.

—Nadie más ha sido testigo ni nadie más tiene por qué serlo a excepción del padre abad, el cual tiene derecho a conocer las dolencias que afligen a sus hijos. Date por satisfecho con eso como el propio fray Humilis se ha dado.

Fidelis se ruborizó y pareció alegrarse por un instante. Después, inclinó la cabeza, hizo su habitual gesto de sumisión y aceptación, extendiendo las manos hacia adelante, y se retiró rápidamente para subir por la escalera diurna. ¿Cuántas veces habría prestado un discreto servicio junto al lecho del enfermo, solo y sin la ayuda de nadie? Aunque no se hubiera molestado por el hecho de que ellos hubieran llegado primero esta vez, sin duda lo lamentaba y, al principio, debió de recelar de su discreción.

—Volveré antes de completas —dijo Cadfael— para ver si duerme o necesita alguna otra poción. ¡Y comprobar de paso si el joven ha recordado ir en busca de comida para sí mismo y para Humilis! Ahora me pregunto dónde habrá adquirido este mozo sus conocimientos de medicina, puesto que atendía por su cuenta a fray Humilis allá en Hyde.

Estaba claro que aquella responsabilidad no lo había amilanado y que sus esfuerzos habían sido provechosos. El hecho de haber conseguido conservar la vida de aquella valerosa ruina era una hazaña considerable.

Si el muchacho había estudiado el arte de la curación, quizá podría ser un buen ayudante en el herbario y se alegraría de aprender otras cosas. Sería un elemento en común, un medio de penetrar a través de la puerta sellada de su silencio.

Fray Fidelis llevó y trajo, dio de comer, lavó, rasuró a su paciente y atendió todas sus necesidades corporales, alegrándose al parecer de poder servirle de tal guisa día y noche si Humilis no le hubiera ordenado de vez en cuando que saliera al aire libre o descansara en su propia celda o asistiera a los oficios de la iglesia en nombre de ambos; a lo largo de dos días de lenta recuperación, Humilis fue dando cada vez con más frecuencia tales órdenes y el muchacho le obedeció. La herida abierta estaba sanando y sus bordes ya no estaban húmedos ni separados sino que se iban juntando gradualmente bajo los emplastos de plantas medicinales recién machacadas. Fidelis observó la lenta mejoría y se alegró, contemplando sin la menor repugnancia las curas y el cambio de los vendajes. Aquel cuerpo mutilado no constituía ningún secreto para él.

¿Un servidor de la familia especialmente querido? ¿Un hijo natural, como había aventurado Edmundo? ¿O simplemente un joven monje de la orden que había sucumbido al hechizo de aquella subyugante nobleza tanto más irresistible por el hecho de que se estuviera muriendo? Cadfael no podía por menos que hacer conjeturas. Los jóvenes pueden ser extremadamente generosos y entregar sus años y su juventud por amor y sin la menor intención de sacar un provecho.

—Os preguntáis quién es él —dijo Humilis desde la almohada mientras Cadfael le curaba la herida a primera hora de la mañana y Fidelis se encontraba en la iglesia con los demás monjes, asistiendo al rezo de prima.

—Sí —contestó Cadfael con toda sinceridad.

—Pero no hacéis preguntas. Yo tampoco he preguntado nada. Mi futuro —explicó Humilis serenamente— lo dejé en Palestina. Lo que restaba de mí lo entregué a Dios y confío en que el ofrecimiento no fuera indigno. Mi noviciado, más breve que de costumbre a causa de mi situación, ya estaba a punto de terminar cuando él ingresó en Hyde. Tengo motivos más que sobrados para agradecerle a Dios su compañía.

—No es fácil que un mudo pueda comprometerse y dar a conocer su vocación. ¿Alguna persona de más edad habló en su nombre?

—Entregó su petición por escrito, explicando que su padre era ya muy anciano y quería ver asentados a sus hijos, que su hermano mayor recibía las tierras y que él, siendo el menor, deseaba entrar en religión. Llevaba consigo una dote, pero su mayor recomendación fueron sus hábiles manos y su erudición. No sé nada más de él —dijo Humilis—, solamente lo que he averiguado en silencio, y eso me basta. Para mí ha sido todos los hijos que jamás podré engendrar.

—Siento curiosidad por su mudez —dijo Cadfael, colocando cuidadosamente el lienzo limpio de lino sobre la herida ya medio cicatrizada—. ¿Es posible que sólo se deba a una malformación de la lengua? Está claro que no es la sordera lo que le impide hablar. Tiene un oído muy fino. Normalmente, ambas cosas van juntas, pero no así en él. Aprende de oído y tiene una inteligencia muy ágil. Decís que tiene muy buena mano. Si le tuviera conmigo entre las hierbas, le podría enseñar todo lo que yo he aprendido con los años.

—No le pregunto nada y él no me pregunta nada a mí —dijo Humilis—. Bien sabe Dios que tendría que alejarle de mi lado para que pudiera prestar otro servicio mucho mejor que el de atender y consolar mi prematura descomposición. Es joven y tendría que salir a pasear bajo el sol. Pero no me atrevo a hacerlo. Si se va, no intentaré retenerle, pero no tengo el valor de despedirle. Mientras esté a mi lado, jamás cesaré de darle gracias a Dios.

Agosto prosiguió su sereno curso sin una nube y con los graneros repletos. Fray Rhun echaba de menos a su nuevo compañero en los vergeles y el jardín del claustro donde las rosas florecían cotidianamente al mediodía y por la noche ya estaban marchitas por culpa del calor. Las vides que crecían a lo largo del muro norte del vergel mostraban unos granos cada vez más abultados y coloreados. En el sur, en la asolada Winchester, el ejército de la consorte del rey Esteban cercaba a los antiguos sitiadores, cortaba los caminos a través de los cuales pudieran llevar las provisiones y empezaba a matar de hambre a la ciudad.

Pero las noticias del sur eran muy pocas y los viajeros escasos, mientras que allí los frutos habían madurado antes de lo previsto y ya estaban en sazón.

Entre todos los alegres trabajadores de la cosecha, Rhun era el más animado. Apenas hacía tres meses era cojo y padecía fuertes dolores; ahora, en cambio, se movía con gozoso vigor y nunca se cansaba de ejercitar su cuerpo en laboriosos esfuerzos y tareas para demostrar de este modo su gratitud. Aún no tenía conocimientos suficientes para copiar, estudiar o iluminar manuscritos, y poseía una bella voz, pero muy poco adiestramiento musical, por cuyo motivo siempre le encomendaban los trabajos más agotadores o los que menos aptitudes exigían, y él se complacía en poder realizarlos. Nadie que le viera levantar y caminar, cavar, picar y acarrear podía por menos que experimentar la misma complacencia, recordando con cuánto esfuerzo arrastraba antes su lisiado cuerpo y los constantes dolores que sufría. Los monjes de más edad contemplaban su apostura y vigor con afectuosa admiración y daban gracias a la santa que lo había curado.

La belleza es un don peligroso, pero Rhun jamás había prestado la menor atención a su rostro y se hubiera sorprendido de que alguien le hubiera comentado aquella insólita cualidad. La juventud es igualmente vulnerable por su capacidad de provocar la tristeza de quien la contempla y ya la ha perdido.

Fray Urien había perdido algo más que su juventud, pero no lo bastante como para haberse resignado a su pérdida. Tenía treinta y siete años y había ingresado en la abadía hacía apenas un año tras un desastroso matrimonio que le había retorcido la mente y el espíritu. La mujer lo había abandonado tras haberlo exprimido y él no era un hombre de temperamento apacible, sino de fuertes y apasionados apetitos y de autoritaria voluntad. La desesperación le había empujado al claustro, donde no había hallado remedio a sus penas. Las privaciones y la rabia muerden con la misma fuerza tanto dentro como fuera.

A finales de agosto, ambos estaban trabajando con las primeras manzanas estivales en la oscuridad del henil que había sobre el granero, depositando los frutos en unas bandejas de madera para que se conservaran mejor. El calor había adelantado la maduración por lo menos diez días. En la suave y dorada luz constelada de motas de polvo ambos se movían como en medio de una trémula bruma iridiscente. El claro cabello rubio de Rhun todavía no cortado hubiera podido pertenecer a una doncella, la curva de sus mejillas al inclinarse sobre los estantes era tan suave como un pétalo de rosa y las rizadas pestañas que sombreaban sus ojos eran largas y suaves como la seda. Fray Urien le miró de soslayo y sintió que el corazón se le encogía de dolor.

Rhun estaba pensando en lo bien que lo hubiera pasado Fidelis en aquella expedición al Gaye y no veía nada extraño en el hecho de que la mano de su compañero rozara la suya mientras ambos colocaban las manzanas o en el de que los hombros de ambos se tocaran por casualidad. Sin embargo, no fue una casualidad que la mano extendida, en lugar de rozar y retirarse, deslizara unos largos dedos sobre la suya y se la acariciara desde las yemas de los dedos hasta la muñeca en un inequívoco gesto.

Habida cuenta de su inocencia, Rhun no hubiera tenido que comprender nada hasta que ocurrieran otras cosas. Sin embargo, lo comprendió. Su candor y pureza le otorgaban una especial sagacidad. No apartó la mano de golpe, sino que la retiró muy suavemente y volvió la rubia cabeza para mirar directamente a Urien a la cara con sus grandes y claros ojos gris azulados, manifestando a través de ellos tal comprensión y piedad que la herida escoció de un modo insoportable y provocó una cólera y una vergüenza indescriptibles. Urien retiró la mano y se apartó de su lado.

La repugnancia y el sobresalto hubieran podido dejar una mínima esperanza de que un sentimiento se hubiera podido trocar gradualmente en otro ya que, por lo menos, Urien hubiera suscitado una profunda impresión. Pero aquella comprensión y compasión tan directas le repelían más allá de cualquier esperanza. ¿Cómo se atrevía aquel inexperto y casto joven que jamás había sido consciente de su cuerpo, como no fuera a través de la cojera y el dolor físico, a reconocer el fuego que ardía en él y responder tan sólo con la compasión? Ningún temor, ningún reproche y ninguna duda. Ni siquiera se quejaría ante un confesor o un superior. Fray Urien se retiró pesaroso mientras el deseo le ardía en las entrañas y los ojos de su mente contemplaban con toda claridad y crueldad el recordado rostro de la mujer. La oración no sería ningún remedio para borrar el recuerdo.

Rhun tuvo en aquel encuentro, que sólo había durado un instante y había transcurrido en silencio, su primera conciencia de la tiranía del cuerpo, cuyas angustias le constaba que podían torturar a otros hombres.

Le dolía un poco el corazón por fray Urien y decidió incluirle en sus oraciones del oficio de vísperas. Así lo hizo, y, mientras Urien seguía contemplando con los ojos de la imaginación el hostil rostro de su esposa perdida, él vio el oscuro, tenso y bello rostro que se había apartado de su mirada, frunciendo el ceño y bajando los párpados en medio de una profunda vergüenza, a pesar de que él no le había hecho ningún reproche ni había experimentado la menor amargura. Era una cuestión verdaderamente extraña y misteriosa.

Rhun no le dijo ni una sola palabra a nadie sobre lo ocurrido. ¿Qué había ocurrido? ¡Nada! Y sin embargo, él miraba ahora a sus compañeros con ojos distintos y con una dimensión más amplia que le permitían comprender sus aflicciones y abrirse a sus necesidades.

Eso le aconteció a Rhun dos días antes de que confirmara su vocación y recibiera la tonsura, pasando a convertirse en el novicio fray Rhun.

—O sea que nuestra pequeña santa le ha ayudado a confirmar su decisión —le comentó Hugo a Cadfael a la salida de la ceremonia—. ¡La curación ha sido absoluta! Os digo sinceramente que me impresiona. ¿Creéis que Winifreda le echó el ojo por ser tan apuesto cuando decidió adueñarse de él? Las galesas no se andan con miramientos cuando ven a un joven hermoso.

—Sois un pagano impenitente —dijo jovialmente Cadfael—, pero supongo que, a estas horas, la doncella ya estará acostumbrada a vos. No penséis que la vais a escandalizar; no hubo nada que ella no viera en sus tiempos. Si yo hubiera estado en su relicario, me hubiera quedado con este mozo tal como ha hecho ella. Comprendió sus cualidades en cuanto lo vio. ¡Pero si hasta parece que ha ablandado un poco incluso a fray Jerónimo!

—¡Eso no puede durar! —dijo Hugo, riéndose—. ¿Ha conservado su propio nombre… el chico?

—Jamás se le hubiera ocurrido cambiarlo.

—No todos obran así —comentó Hugo, poniéndose nuevamente muy serio—. Esta pareja que vino de Hyde… Humilis y Fidelis. Se comprometen a mucho, ¿no os parece? A fray Humilde le conocemos por su antiguo nombre y no necesita otro. Pero ¿qué sabemos de fray Fidelis? Me pregunto cuál de los nombres vino primero.

—El mozo es un segundón —explicó Cadfael—. Su hermano mayor heredará las tierras y él eligió el hábito. En tal situación, ¿quién se lo podría reprochar? Humilis dice que él aún no había terminado el noviciado cuando llegó el mozo. Congeniaron y se hicieron amigos. Es posible que hicieran los votos juntos; en cuanto a los nombres… ¿quién sabe cuál de ellos lo eligió primero?

Ambos se habían detenido delante de la caseta de vigilancia para mirar hacia la iglesia. Rhun y Fidelis habían salido juntos, dos criaturas de singular belleza, caminando alegremente la una al lado de la otra, muy juntas, pero sin rozarse. Rhun hablaba por los codos y Fidelis mostraba en su rostro las huellas de las vigilias y la inquietud, pero, aun así, parecía contento y reaccionaba con interés. La nueva tonsura de Rhun destacaba bajo el sol y el rubio cabello la rodeaba como una aureola.

—Se relaciona mucho con ellos —dijo Cadfael, observándoles—. No me extraña porque suele inclinarse hacia cualquier alma que haya perdido un retazo de su ser, como, por ejemplo, la voz —no hizo la menor alusión a lo que había perdido el mayor—. Rhun habla por los dos. Lástima que aún no sea muy instruido. Ninguno de los dos le puede leer nada a Humilis, el uno por falta de voz y el otro por falta de letras. Pero está estudiando y aprenderá. Fray Pablo tiene muy buena opinión de él.

Los dos jóvenes habían desaparecido más allá de la arcada de la escalera diurna. Sin duda se dirigían a la celda del dormitorio donde fray Humilis seguía confinado en su cama. ¿Quién no se sentiría reconfortado ante la visión de fray Rhun, resplandeciente de alegría tras haber visto cumplido el más ardiente deseo de su corazón? Se comprendía muy bien aquella reticente afinidad entre dos cuerpos estériles, uno intacto y dormido y el otro destripado y despojado en la flor de la edad. Dos seres cuya semilla no era de este mundo.

Aquella misma tarde, un joven soldado con la capa doblada sobre el arzón de su silla de montar se acercó a la ciudad por el camino principal de Londres y se detuvo en San Gil, preguntando por la abadía de San Pedro y San Pablo. Iba con la cabeza descubierta bajo el sol, en mangas de camisa y con la camisa desabrochada. El rostro, el pecho y los antebrazos desnudos estaban bronceados por un sol mucho más ardiente que el de allí, donde el verano sólo aportaba un leve matiz cobrizo a las pieles ya doradas. Un joven muy bien parecido a lomos de un buen caballo, sentado con soltura en la silla mientras su mano sostenía suavemente las riendas y una mata de fuerte cabello negro enmarcaba un atrevido rostro de rudas facciones.

Fray Oswin le indicó el camino y le vio alejarse con curiosidad, preguntándose a quién querría visitar. Estaba claro que era un soldado, pero ¿de qué ejército y de qué tropas, puesto que se dirigía a la abadía de Shrewsbury? No había preguntado por la ciudad ni por el gobernador. El asunto que le traía no estaba relacionado con las batallas del sur. Oswin reanudó su tarea con toda obediencia, lamentando no haber podido averiguar nada más.

El jinete, al saber que ya estaba cerca de su meta, cabalgó sin prisas a lo largo de la barbacana, contemplando con interés todo lo que veía: la agitada hierba del terreno de la feria de caballos, todavía sedienta de lluvia; el pausado ir y venir de mozos, carros y jacas por la calle; los vecinos chismorreando en los portales bajo el sol, la alta y larga muralla de la abadía a su izquierda y el tejado y la airosa torre de la iglesia asomando por encima de ella. Ahora ya estaba llegando. Rodeó el extremo occidental de la iglesia con su gran pórtico abierto de par en par en el exterior de la muralla para uso parroquial y entró por el arco de la caseta de vigilancia.

El portero salió amablemente a recibirle y a preguntarle el asunto que lo traía. Fray Cadfael y Hugo Berengario, sin demasiada prisa en despedirse el uno del otro, se volvieron para mirar al recién llegado, observaron los arneses, la capa de cuero sobre el arzón de la silla y la espada que llevaba, e inmediatamente lo catalogaron. Hugo tensó los músculos, pensando que tal vez un hombre vestido de soldado y procedente del sur podría facilitarle alguna noticia. Además, era probable que alguien que cabalgara tranquilamente por aquellos condados leales al rey Esteban perteneciera a su mismo bando. Hugo se adelantó para incorporarse al coloquio, mirando de arriba abajo al jinete y aprobando en su fuero interno su aspecto.

—¿No habréis venido, por ventura, a verme a mí, amigo? Hugo Berengario, a vuestro servicio.

—Es el señor gobernador —terció el portero a modo de presentación y, dirigiéndose a Hugo, añadió—: El viajero pregunta por fray Humilis… aunque por su antiguo nombre.

—Estuve algunos años al servicio de Godfrid Marescot —dijo el jinete, soltando las riendas y desmontando de su cabalgadura. Superaba en estatura a Hugo en media cabeza, era de complexión fuerte y poseía un moreno y risueño semblante iluminado por unos ojos sorprendentemente azules—. Le he estado buscando entre los monjes dispersados en Winchester tras el incendio de Hyde. Me dijeron que había decidido venir aquí. Tengo unos asuntos que resolver en el norte del condado y necesito su aprobación para lo que me propongo hacer. A decir verdad —añadió con una triste sonrisa—, había olvidado el nombre que tomó al entrar en Hyde. Para mí, sigue siendo mi señor Godfrid.

—Así debe de ser para muchos que le conocen de antes —dijo Hugo—. Sí, está aquí. ¿Venís ahora de Winchester?

—De Andover, donde hemos incendiado la ciudad —contestó el joven sin andarse con rodeos, mientras estudiaba a Hugo con la misma atención con que éste le estaba estudiando a él. Era evidente que ambos pertenecían al mismo bando.

—¿Estáis en el ejército de la reina?

—Lo estoy. A las órdenes de Fitz Roberto.

—En tal caso, habréis cortado los caminos del norte. Yo gobierno este condado en nombre del rey Esteban, tal como ya debéis de saber. No quisiera apartaros de vuestro señor, pero ¿me haréis el honor de acompañarme a Shrewsbury y cenar en mi casa antes de iros? A la hora que mejor os convenga. Podréis facilitarme lo que yo más ansío, noticias sobre lo que está ocurriendo en el sur. ¿Puedo saber vuestro nombre? Yo os he dicho el mío.

—Me llamo Nicolás Harnage y con mucho gusto os diré todo lo que sé, mi señor, en cuanto resuelva el asunto que me ha traído aquí. ¿Cómo está Godfrid? —preguntó el joven con sincero interés, desplazando la mirada de Hugo a Cadfael, quien permanecía de pie, mirando y escuchando en silencio.

—No goza de muy buena salud —contestó Cadfael—, pero supongo que tampoco debía de gozar de ella cuando os despedisteis por última vez de él. Se le ha abierto una vieja herida, pero eso ocurrió, según creo, después del largo viaje a caballo hasta aquí. Ahora ya está mejor y, dentro de uno o dos días, se podrá levantar y reanudar las tareas que ha elegido. Es muy apreciado y le atiende un joven monje que vino aquí con él desde Hyde y ya le servía allí. Si aguardáis un momento, le comunicaré al padre prior que fray Humilis tiene un visitante y os acompañaré hasta él.

Cadfael cumplió rápidamente el encargo, dejando a Hugo y al visitante solos unos minutos. Hugo necesitaba noticias directas sobre lo que estaba ocurriendo en aquel confuso y distante campo de batalla en el que dos facciones de sus enemigos, guerreando entre sí, habían atraído ahora hacia un bando a todo el formidable conjunto de sus amigos. Un bando, por cierto, bastante evasivo, habida cuenta de que el obispo había cambiado por tercera vez de alianza. Pero, por los menos, eso mantenía a las tropas de la emperatriz atrapadas en un sólido cerco en la ciudad de Winchester, y el cerco se estaba estrechando cada vez más en un intento de vencerlas por el hambre. La sangre guerrera de Cadfael, de la que éste había abjurado hacía mucho tiempo, se le encendía sin querer cuando oía el rumor de las espadas. Su mayor preocupación era el hecho de que no pudiera arrepentirse sinceramente de ello cuando ocurría tal cosa.

El prior Roberto estaba tomándose su habitual descanso vespertino, conocido por los demás como su hora de estudio y oración. Un buen momento, pues el prior no estaría dispuesto a levantarse y salir a recibir al visitante ni a ejercer los ceremoniosos deberes de hospitalidad. Cadfael consiguió lo que esperaba: una cortés autorización para acompañar al visitante a la celda de fray Humilis y atenderle en todo lo que pudiera necesitar. Por supuesto, con el saludo y la bendición del padre prior, enviados desde su cotidiano retiro de meditación.

Durante la ausencia de Cadfael, Hugo y el joven soldado habían tenido tiempo de conocerse y familiarizarse el uno con el otro. Cadfael lo adivinó en sus rostros y en la pausada manera en que ambos volvieron la cabeza al oír sus pisadas. Los dos cabalgarían juntos a la ciudad, ya convertidos en probables amigos más que en compañeros de armas.

—Venid conmigo —dijo Cadfael— y os acompañaré junto a fray Humilis.

Mientras subían por la escalera diurna, una voz angustiada preguntó muy quedo junto al hombro de Cadfael:

—Hermano, vos habéis atendido a mi señor desde que sufrió la recaída. Eso me ha dicho el señor gobernador. Dice que vos sois muy experto en hierbas, medicinas y curaciones.

—El señor gobernador —contestó Cadfael— es un buen amigo mío desde hace años y me tiene en mejor concepto del que merezco. Pero, efectivamente, cuido a vuestro señor y, hasta ahora, los dos nos entendemos muy bien. No debéis temer porque se vea falto de cuidados; todos conocemos su valor. Vedle y juzgad vos mismo. Porque vos sabréis sin duda lo que ocurrió en Oriente. ¿Estuvisteis con él allí?

—Sí. Pertenezco a sus tierras y zarpé cuando él mandó llamar a las tropas de relevo e hizo regresar a casa a los viejos heridos. Volví con él cuando comprendió que sus servicios allí carecían de utilidad.

—Entre nosotros —dijo Cadfael, con el pie en el último peldaño— su utilidad dista mucho de haberse terminado. Hay unos jóvenes que se guían por su luz… bajo la luz celestial que nos da vida y nos guía a todos, por supuesto. Es posible que les encontréis con él ahora. Si uno de ellos se queda, permitídselo porque está en su derecho. Es su compañero de Hyde.

Salieron al pasillo que discurría a lo largo de todo el dormitorio entre las celdas separadas por tabiques y llegaron a la entrada del oscuro y angosto espacio reservado a Humilis.

—Pasad —dijo Cadfael—. No necesitáis un heraldo para ser bien recibido.