II

raedme a nuestros hermanos —dijo el abad Radulfo, levantándose sorprendido y preocupado de su escritorio cuando Cadfael le informó de la llegada y le reveló los detalles esenciales de la historia. Después, apartó a un lado el pergamino y la pluma y permaneció inmóvil mientras su alta y erguida figura envuelta en el negro hábito se recortaba contra la radiante luz del sol que penetraba a través del ventanal de la sala—. ¡Que haya tenido que ocurrir semejante cosa! ¡La iglesia y la ciudad conjuntamente arrasadas! Ciertamente, serán bien venidos durante toda su vida si fuera necesario. Traedlos aquí, Cadfael. Y quedaos con nosotros. Vos podréis ser su guía después y acompañarlos al prior. Tenemos que buscarles unos lugares adecuados en el dormitorio.

Cadfael fue a cumplir el encargo, alegrándose de que no le hubieran despedido, y acompañó a los recién llegados, atravesando con ellos el gran patio hasta el rincón donde se encontraban los aposentos del abad, bien resguardados en su pequeño jardín. Deseaba averiguar de boca de los viajeros todo lo que se pudiera saber sobre los acontecimientos del sur, y también lo desearía Hugo cuando se enterara de su llegada. Por una vez, las noticias habían viajado con insólita lentitud por los caminos y cabía la posibilidad de que los acontecimientos en Winchester se hubieran desarrollado a una velocidad considerablemente mayor desde que los desventurados monjes de Hyde se dispersaran para buscar refugio en otros lugares.

—Padre abad, aquí tenéis a fray Humilis y a fray Fidelis.

Viniendo de la claridad del exterior, la pequeña sala con sus paredes revestidas de madera parecía un tanto oscura y los dos altos y majestuosos hombres se miraron el uno al otro con interés en medio del cálido y umbroso silencio. El propio Radulfo sacó unos escabeles para los recién llegados y, con un gesto de su larga mano, los invitó a sentarse. Sin embargo, el mozo se retiró respetuosamente hacia la sombra y allí permaneció de pie. No podría explicar nada; tal vez fuera ésa la razón de su retraimiento. Pero Radulfo, que aún ignoraba la deficiencia del joven, observó ciertamente su actitud sin aprobación ni reproche.

—Hermanos, seáis bien venidos a esta casa. Todo lo que os podamos ofrecer, será vuestro. Tengo entendido que venís de muy lejos y sé de la triste pérdida que os ha impulsado a venir. Lamento lo ocurrido a nuestros hermanos de Hyde, pero aquí, por lo menos, esperamos poder ofreceros tranquilidad de espíritu y un seguro refugio. En estas desdichadas guerras, hemos tenido suerte. ¿Vos, el mayor, sois fray Humilis?

—Sí, padre. Os entrego la carta de nuestro prior, encomendándonos a vuestra amabilidad —Humilis la llevaba en la pechera de su hábito y ahora la sacó y la depositó sobre el escritorio del abad—. Sabréis, padre, que la abadía de Hyde llevaba dos años sin un abad. Decían que el obispo Enrique tenía intención de apoderarse de ella y convertirla en un convento episcopal, a lo cual los monjes se oponían con firmeza, y es posible que el hecho de negarnos un abad haya sido un medio de debilitarnos y acallar nuestra voz. Ahora ya nada tiene importancia porque la casa de Hyde ha desaparecido, ha sido arrasada hasta los cimientos y está ennegrecida por el fuego.

—¿Tanta es la destrucción? —preguntó Radulfo, frunciendo el ceño por encima de sus manos entrelazadas.

—Ha sido la destrucción total. Es posible que con el tiempo se levante allí una nueva casa, ¡quién sabe! Pero de lo antiguo no queda nada.

—Será mejor que me contéis todos los detalles que podáis —dijo Radulfo en tono pesaroso—. Aquí vivimos lejos de estos acontecimientos, casi en paz. ¿Cómo ocurrió este holocausto?

Fray Humilis (¿cuál habría sido su orgulloso nombre antes de que con tal serenidad reclamara para sí mismo la humildad?) cruzó las manos sobre las rodillas y clavó sus hundidos ojos oscuros en el rostro del abad. Tenía una rugosa cicatriz antigua cruzándole el lado izquierdo de la tonsura y Cadfael identificó en ella la forma de media luna de un golpe indirecto de una espada esgrimida con la mano derecha. No le sorprendió. No era una espada recta occidental sino una cimitarra selyúcida. O sea que allí había adquirido aquel bronceado ahora desteñido y grisáceo.

—La emperatriz entró en Winchester a finales de julio, no recuerdo la fecha, y se instaló en el castillo real que se levanta junto a la puerta occidental. Mandó decir al obispo Enrique en su palacio que acudiera a verla, pero al parecer, él contestó que lo haría un poco más tarde, alegando alguna excusa que yo ignoro. Tardó demasiado, pero, a juzgar por lo que aconteció después, debió de aprovechar muy bien los días que le quedaban porque, cuando la emperatriz perdió la paciencia y lanzó sus fuerzas contra él, el obispo ya estaba encerrado en su nuevo castillo de Wolvesey adosado a la muralla en el extremo suroriental de la ciudad. Y la esposa del rey Esteban, o eso decían por lo menos en la ciudad, estaba acudiendo a toda prisa en su ayuda con sus flamencos. Tanto si eso es cierto como si no, el caso es que Enrique tenía allí dentro una gran guarnición muy bien abastecida. Pido perdón a Dios y a vos, padre —añadió cortésmente fray Humilis—, por haberme detenido tanto en estos detalles guerreros, pero yo fui adiestrado en el ejercicio de las armas y un hombre no puede olvidar las cosas por entero.

—Dios nos libre —dijo Radulfo— de que un hombre tuviera que sentir la necesidad de olvidar cualquier cosa que hubiera hecho de buena fe y en leal servicio. En las armas como en el claustro, todos tenemos alguna deuda que pagar a este país y a este pueblo. De nada sirve mantener los ojos cerrados. ¡Seguid, os lo ruego! ¿Quién dio el primer golpe?

¡Ambos eran aliados hacía apenas unas semanas!

—La emperatriz intentó rodear Wolvesey en cuanto supo que él se había encerrado allí. Utilizaron todo lo que tenían contra el castillo, incluso las máquinas que pudieron levantar. Y derribaron edificios, tiendas, casas, cualquier cosa que estuviera demasiado cerca, para despejar de este modo el terreno. Pero el obispo tenía una fuerte guarnición y las murallas eran nuevas. Tengo entendido que empezó a construirlas hace apenas diez años. Fueron sus hombres los que primero utilizaron las teas. Buena parte de la ciudad, dentro de las murallas, ardió por entero: iglesias, un monasterio de monjas, tiendas… los daños no hubieran sido tan graves si no hubiéramos estado en pleno verano y la estación no hubiera sido tan seca.

—¿Y Hyde Mead?

—No se sabe de qué lado llegaron las flechas que prendieron fuego a nuestra casa. Los combates se habían extendido al otro lado de las murallas de la ciudad y se estaban produciendo saqueos, tal como siempre ocurre —explicó fray Humilis—. Luchamos contra el fuego hasta que pudimos, pero no teníamos a nadie que nos ayudara y el incendio fue tan violento que no pudimos apagarlo. Nuestro prior ordenó que nos retiráramos a la campiña, y así lo hicimos. Menos unos cuantos —añadió—. Hubo algunos muertos.

Siempre había muertos y normalmente eran los inocentes y desvalidos. Radulfo contempló con el ceño fruncido el cáliz que había formado con sus manos entrelazadas y reflexionó en silencio.

—El prior se salvó puesto que escribió las cartas. ¿Dónde está ahora?

—A salvo en el feudo de un pariente, a pocas leguas de la ciudad. Ha ordenado que nos retiremos y que los monjes se dispersen donde mejor puedan hallar cobijo. Yo le pedí permiso para venir a solicitar asilo aquí en Shrewsbury en compañía de fray Fidelis. Hemos venido y estamos en vuestras manos.

—¿Por qué? —preguntó el abad—. Sois bien venidos, por supuesto, pero os pregunto: ¿por qué aquí?

—Padre, yo nací a una media legua de aquí río arriba, en un feudo llamado Salton. Tenía deseos de ver de nuevo este lugar o, por lo menos, de estar cerca de él antes de que me muriera —Humilis esbozó una sonrisa, contemplando los penetrantes ojos del abad bajo sus fruncidas cejas—. Era la única propiedad que tenía mi padre en este condado. Y resulta que yo nací allí. Un hombre desalojado de su último hogar bien puede ansiar su regreso al primero.

—Decís bien. En lo que de nosotros dependa, aquí tendréis vuestro hogar. ¿Y vuestro joven hermano?

Fidelis se echó la cogulla hacia atrás, inclinó reverentemente la cabeza y extendió las manos hacia adelante en gesto de sumisión, pero no dijo nada.

—Padre, como él no puede hablar, yo os doy las gracias en nombre de los dos. En Hyde yo no gozaba de muy buena salud y fray Fidelis, por pura amabilidad, se ha convertido en mi fiel amigo y servidor. No tiene parientes a los que recurrir y ha elegido seguir a mi lado y cuidarme igual que antes. Si vos lo permitís —Humilis esperó un gesto de asentimiento y una sonrisa antes de añadir—: Fray Fidelis servirá a Dios aquí con todas sus facultades. Le conozco y respondo de él. Pero una de las facultades, la voz, no la puede usar. Fray Fidelis es mudo.

—No porque sus plegarias sean silenciosas será peor recibido —dijo Radulfo—. Su silencio puede ser más elocuente que nuestras palabras —si experimentó alguna sorpresa, supo reprimirla con tal rapidez que nadie lo advirtió. El abad Radulfo no solía desconcertarse fácilmente—. Después de este viaje —señaló—, debéis de estar los dos muy cansados y seguramente os sentiréis inquietos hasta que tengáis una cama, un lugar y alguna tarea que hacer. Id ahora con fray Cadfael, él os acompañará al prior Roberto y os mostrará todo el recinto de la abadía, el dormitorio, el refectorio, los vergeles y el herbario donde él impone su ley. Después, os ofrecerá un refrigerio y un descanso, que es lo que primero necesitáis. Y, a la hora de vísperas, podréis reuniros con nosotros para participar en los rezos.

La noticia de la llegada de aquellos monjes del sur indujo a Hugo Berengario a bajar inmediatamente de la ciudad para hablar primero con el abad y después con fray Humilis, el cual le repitió de buen grado lo que previamente había referido al abad. Tras haber averiguado todos los detalles que pudo, Hugo se fue al huerto en busca de Cadfael, que se hallaba ocupado regando las plantas. Aún faltaba una hora para vísperas, el período de la jornada en que ya se había hecho todo el trabajo necesario y en el que incluso un hortelano podía descansar y sentarse un rato a la sombra. Cadfael apartó a un lado la regadera y abandonó los soleados planteles hasta que llegara el frescor del anochecer, sentándose al lado de su amigo en el banco adosado a la alta muralla del sur.

—Bueno, por lo menos, así tendréis un respiro —dijo—. Mientras se estén agarrando del cuello el uno al otro, no podrán venir a agarraros el vuestro. Lástima que los ciudadanos, los monjes y las pobres monjas lo hayan tenido que pagar. Pero así es el mundo. La esposa del rey Esteban y sus flamencos ya deben de estar en la ciudad o muy cerca de ella en estos momentos. ¿Qué ocurrirá después? Es muy posible que los sitiadores se vean sitiados.

—Ya ha ocurrido otras veces —convino Hugo—. Quizás advirtieron al obispo que necesitaría una despensa bien abastecida, pero tal vez la emperatriz dio los suministros por descontados. Si yo fuera el general de la reina, intentaría primero cortar todas las vías de acceso a Winchester para asegurarme de que no entraran víveres. Me han dicho que vos fuisteis quien habló primero con estos dos monjes de Hyde.

—Me dieron alcance en la barbacana. ¿Qué opinión os merecen, después de haber permanecido tanto rato encerrado con ellos?

—¿Qué opinión me pueden merecer a primera vista? Un enfermero y un mudo. Mejor preguntar: ¿qué opinión les merece a vuestros hermanos esta casa? —Hugo estudió detenidamente el rostro de su viejo amigo que, en medio del calor del atardecer, estaba embotado, soñoliento e impenetrable, aunque nunca estuviera cerrado del todo para él—. El mayor es con toda certeza un noble. Y, además, está enfermo. Le imagino un pasado guerrero porque deduzco que padece viejas heridas. ¿Habéis observado que camina un poco inclinado hacia el lado izquierdo? Sufre de algo que nunca sanó. Y el más joven… comprendo muy bien que haya caído bajo el hechizo de semejante hombre y que le idolatre. ¡Una suerte para ambos! Él tiene un poderoso protector y su señor tiene un fiel enfermero. ¿Y bien? —dijo Hugo, exigiendo un veredicto con una confiada sonrisa.

—¿Aún no habéis adivinado quién es nuestro nuevo hermano? Es posible que no os lo hayan dicho todo —reconoció tolerantemente Cadfael— porque el descubrimiento se produjo casi por casualidad. Un pasado guerrero, en efecto, él mismo lo ha confesado, aunque vos lo hubierais podido adivinar de todos modos. Le calculo más de cuarenta y cinco años y tiene unas visibles cicatrices. Ha dicho también que nació aquí, en Salton, por aquel entonces un feudo de su padre. Y tiene una cicatriz en la cabeza que la tonsura ha dejado al descubierto, causada por una cimitarra selyúcida. Fue una herida superficial que debió de sanar en seguida, pero dejó su huella. Salton estaba antiguamente en manos del obispo de Chester y fue cedido a la iglesia de San Chad, dentro de las murallas de la ciudad. Más tarde, la Iglesia lo cedió a su vez hace muchos años a la noble familia Marescot. Un arrendatario de aquí lo administraba en su nombre. —Cadfael abrió un sereno ojo castaño bajo una poblada ceja tan rojiza como el otoño—. Fray Humilis es un Marescot. Yo sólo sé de un Marescot de su edad que fue a la cruzada. Hace unos dieciséis o diecisiete años debió de ser. Yo acababa de tomar el hábito por aquel entonces y una parte de mí todavía me dolía por lo que siempre me interesaban las noticias sobre aquéllos que tomaban la Cruz. Sin duda, tan ardorosos e inexpertos como yo era, y abocados a una amarga caída, pero lo suficientemente puros como para afrontar la empresa. Había un tal Godfrid Marescot que se fue con sesenta hombres de sus propias tierras. Se hizo célebre por su valentía.

—¿Y vos creéis que es él? ¿Reducido a semejante estado?

—¿Y por qué no? Los grandes son tan vulnerables a las heridas como los pequeños. Y más aún si van delante y no detrás. Dicen que éste siempre era el primero.

Aún le circulaba la sangre de cruzado por las venas y no podía por menos que despertar y reaccionar, por más que la verdad se hubiera impuesto a sus sueños y esperanzas en todos los años que estuvo allí. Otros habían creído y confiado tanto como él, para acabar más tarde estremeciéndose y apartándose de tantas atrocidades como se cometían en nombre de la fe.

—El prior Roberto estará examinando en estos momentos las crónicas de los señores de Salton —añadió Cadfael— y localizará sin duda a este hombre. Conoce la genealogía de todos los señores de los feudos de este condado y de las comarcas limítrofes hasta treinta años atrás o más. Fray Humilis no tendrá ninguna dificultad en establecerse en nuestra casa; su estancia aquí nos honra y no necesita hacer nada más.

—Tanto mejor —dijo Hugo tristemente— porque me parece que no puede hacer gran cosa como no sea morir y ser enterrado aquí. Vamos, vos tenéis mejor ojo que yo para identificar las enfermedades mortales. Este hombre lleva camino de abandonar este mundo. Sin prisa, pero el final es seguro.

—También lo es para vos y para mí —se apresuró a replicar Cadfael—. Y, en cuanto a la prisa, ni vos ni yo conocemos esta medida. Vendrá cuando vendrá. Hasta entonces, cada día es importante, el último no menos que el primero.

—¡Así será! —dijo Hugo sin ofenderse por el reproche—. Pero vendrá a vuestras manos antes de que transcurran muchos días. ¿Y qué decir del mozo… el joven mudo?

—¡No hay nada que decir! No habla y se oculta en las sombras. Dadnos tiempo —añadió Cadfael— y aprenderemos a conocerle mejor.

Un hombre que ha renunciado a sus posesiones puede moverse libremente de un refugio a otro y encontrarse como en su casa tanto en Shrewsbury como en Hyde Mead. Un hombre que viste lo mismo que otro hombre bajo la misma disciplina no tiene por qué llamar la atención más allá de un día. Fray Humilis y fray Fidelis reanudaron en aquella región del interior de Inglaterra las mismas costumbres que ya tenían en el sur y las horas del día los acompañaron con la misma firmeza y serenidad que allí. Y, sin embargo, el prior Roberto, finalizadas satisfactoriamente sus indagaciones sobre los feudos y las genealogías familiares del condado, dio a conocer muy pronto a todo el mundo, a través de su fiel eco fray Jerónimo, que la abadía había adquirido un hijo distinguido, un cruzado de reconocido valor que se había hecho célebre en la reciente contienda contra el cada vez más poderoso Atabeg Zengui de Mosul, la más reciente amenaza al reino de Jerusalén. Las ambiciones personales del prior Roberto se limitaban al claustro, pero, aun así, el prior jamás dejaba de estar atento a las fortunas del mundo exterior. Durante cuatro años, Jerusalén se había estremecido hasta sus cimientos por culpa de la derrota del rey a manos de Zengui, pero el reino había sobrevivido merced a su alianza con el emirato de Damasco. En aquella desdichada batalla, hizo saber discretamente Roberto, Godfrid Marescot había desempeñado un heroico papel.

—Ha rezado todos los oficios y ha trabajado sin descanso durante todas las horas dedicadas al trabajo —dijo fray Edmundo, el enfermero, contemplando cómo el nuevo monje cruzaba lentamente el patio en dirección a la iglesia para el rezo de completas en medio del radiante silencio y la tibieza del anochecer—. Y no nos ha pedido ayuda ni a vos ni a mí. Pero quisiera verle mejor color y un poco más de carne sobre estos largos huesos. El bronceado está apagado y no hay sangre debajo…

Le seguía la fiel sombra del flexible joven de firmes pasos, con la mano perennemente extendida hacia adelante para sujetar un codo en caso de que flaqueara o para rodear un delgado cuerpo en caso de que se tambaleara y cayera.

—Allá va uno que lo sabe todo y no puede hablar —comentó Cadfael—. Y tampoco lo haría si pudiera, sin el permiso de su señor. ¿Qué os parece? ¿Será tal vez el hijo de uno de sus arrendatarios? Algo así, sin duda. El mozo es de buena crianza y posee instrucción. Sabe latín casi tan bien como su amo.

Pensándolo bien, parecía una incongruencia llamar amo de alguien a un hombre que se llamaba Humilis y había renunciado al mundo.

—Yo imaginaba más bien —dijo Edmundo con reverente vacilación— un hijo natural. Puede que me equivoque, pero es lo que se me ocurrió pensar. Le tengo por un hombre capaz de amar y proteger a su prole, y el mozo bien podría amarle y admirarle no sólo por eso sino también por todo lo demás.

Tal vez fuera cierto. El hombre alto y el joven también alto, incluso un leve parecido en las claras facciones… lo poco que hasta entonces habían visto de las facciones del joven fray Fidelis, pensó Cadfael, el cual se movía en discreto silencio por las dependencias de la abadía, buscando pacientemente el camino en aquel lugar desconocido. A lo mejor, el cambio le hacía sufrir más que a su compañero por sentirse más inseguro e inexperto y por vivir todas las inquietudes propias de la juventud. Se aferraba a su estrella polar y todos sus movimientos estaban orientados por su luz. Ambos compartían un gabinete de estudio en el escritorio porque estaba claro que fray Humilis necesitaba una ocupación sedentaria y había demostrado poseer una mano muy delicada para copiar y unas notables facultades en el arte de la iluminación. Y, como perdía un poco el control al cabo de un rato y le temblaba un poco la mano cuando se concentraba en los detalles, el abad Radulfo había ordenado que fray Fidelis permaneciera a su lado y le prestara ayuda siempre que la necesitara.

Una mano igualaba a la otra como si ambas hubieran aprendido mutuamente la una de la otra, aunque, a lo mejor, puede que todo fuera el resultado de la emulación y el amor. Juntos realizaban una labor muy lenta, pero admirable.

—Nunca me había parado a pensar —dijo Edmundo, manifestando en voz alta sus reflexiones— lo distante y extraño que puede resultar un hombre que carece de voz y lo difícil que es llegar hasta él y tocarle. Algunas veces, he hablado de él con fray Humilis por encima de la cabeza del mozo y me he avergonzado de mi comportamiento… porque lo hacía como si él no pudiera oírnos o careciera de inteligencia. Hasta el punto de haberme ruborizado ante él. Y, sin embargo, ¿cómo se puede establecer una relación con alguien así? Nunca lo había practicado hasta ahora y me siento totalmente perdido.

—¿Y quién no? —dijo Cadfael.

Era cierto y él lo había observado. El silencio, o más bien la moderación en el lenguaje impuesta por la Regla, tenía unas características muy distintas de la quietud que rodeaba a fray Fidelis. Los que tenían que comunicarse con él tendían a utilizar demasiados gestos y muy pocas palabras o incluso ninguna, tratando de igualar su silencio. Como si el mozo careciera de oído o de inteligencia. Sin embargo, estaba claro que poseía ambas cosas, una rápida y delicada intuición y un oído muy fino capaz de captar el más leve rumor. Eso era lo más extraño. Con frecuencia, los mudos lo eran porque nunca habían aprendido los sonidos y, por consiguiente, no podían reproducirlos. Y aquel joven sabía de letras y conocía un poco el latín, lo cual denotaba una mente más ágil de lo habitual. A no ser, pensó dubitativamente Cadfael, que su mudez fuera fruto de los últimos años, causada quizá por una contracción de las cuerdas bucales o de los nervios de la garganta. O tal vez, aunque fuera un defecto de nacimiento, ¿no lo habría podido causar una tensión excesiva de las cuerdas bucales que pudiera aliviarse mediante el ejercicio, aflojarse utilizando hábilmente un cuchillo?

—Me entremeto demasiado —se reprendió a sí mismo Cadfael, apartando a un lado aquellas conjeturas que no le llevarían a ninguna parte.

Se dirigió a completas con un insólito espíritu penitencial y, como castigo, guardó silencio durante el resto de la noche.

Al día siguiente, recolectaron las purpúreas ciruelas de la fiesta del primero de agosto que habían alcanzado el punto justo de madurez. Algunas se las comerían en seguida, recién arrancadas del árbol, otras las herviría el hermano Pedro en una mermelada densa y oscura como los pasteles de semillas de adormidera, y otras se extenderían sobre los estantes del secadero para que se arrugaran y cristalizaran en un pegajoso dulzor. Cadfael tenía unos cuantos árboles frutales en un pequeño vergel dentro de las murallas de la abadía, aunque casi todos los árboles frutales se encontraban en el vergel principal del Gaye, en las ricas tierras que bordeaban el río. Los novicios y los monjes más jóvenes arrancaban los frutos y los oblatos y escolares podían ayudarles; y, si unas cuantas iban a parar a las pecheras de las túnicas en lugar de a los cestos, Cadfael hacía la vista gorda siempre y cuando las depredaciones fueran razonables.

Hubiera sido una exigencia excesiva esperar silencio en un día tan hermoso y en medio de una ocupación tan placentera. Las voces de los muchachos sonaban alegremente en los oídos de Cadfael mientras éste trasegaba vino en su cabaña e iba de un lado a otro arrancando malas hierbas y regando las plantas que crecían a la sombra del muro. ¡Qué sonido tan delicioso! Podía distinguir las voces conocidas, las agudas y cantarinas de los niños y toda la variada serie de tonos de los mayores. Aquélla clara y cálida llamada era de fray Rhun, el novicio más joven de dieciséis años que había iniciado el período de prueba hacía apenas dos meses y aún no había recibido la tonsura por si se lo pensara mejor y se desdijera de su impulsiva decisión de abandonar un mundo apenas entrevisto. Pero Rhun no se arrepentiría de su elección. Había llegado a la abadía para la fiesta de santa Winifreda, lisiado y acosado por el dolor, y por su gracia, ahora caminaba alto, ágil y erguido, derramando su felicidad sobre todos los que se acercaban a él. Tal como debería de estar haciendo sin duda en aquel momento sobre quienquiera que fuera su compañero junto al más cercano ciruelo. Cadfael se aproximó al límite del vergel para mirar y vio al muchacho antaño cojo, encaramado gozosamente a las ramas, tomando los frutos con sus hábiles manos con tal delicadeza que los dedos apenas rozaban la pelusilla e inclinándose después hacia el cesto que estaba levantando hacia él un monje de elevada estatura que, por encontrarse de espaldas, no pudo reconocer de inmediato hasta que se volvió para seguir los movimientos de Rhun y entonces mostró el rostro de fray Fidelis.

Era la primera vez que Cadfael le veía la cara con tanta claridad a la luz del sol y con la cogulla echada hacia atrás. Al parecer, Rhun era una de las pocas criaturas que no sólo no tenían la menor dificultad en acercarse al mudo, sino que le hablaba alegremente y no se extrañaba de su silencio. Rhun se inclinó hacia abajo entre risas y Fidelis levantó los ojos sonriendo como si un semblante reflejara al otro. Las manos de ambos se rozaron en el asa del cesto mientras Rhun la sujetaba con el brazo extendido y Fidelis arrancaba un racimo de frutos de una rama baja que apuntaba hacia él.

En fin de cuentas, pensó Cadfael, era de esperar que aquella valiente inocencia se adelantara con audacia, pisando un terreno en el que la mayoría de los monjes no se hubieran atrevido a poner los pies. Además, Rhun había vivido casi toda su existencia con un cruel defecto que lo aislaba de la gente sin que ello le causara la menor amargura, y era comprensible que avanzara sin temor y le tendiera la mano a otro ser aislado. ¡Bendito fuera Dios por el valor que infundía a los jóvenes!

Cadfael regresó a su tarea con aire pensativo, recordando el sereno rostro iluminado por el sol de alguien que habitualmente solía ocultarse en las sombras. Un rostro ovalado de firmes facciones y serio por naturaleza, con una despejada frente, unos pronunciados pómulos y una clara tez marfileña con toda la tersura de la juventud. Allí en el vergel aparentaba la misma edad que Rhun, aunque sin duda debía llevarle a éste unos cuantos años. El halo de ensortijado cabello que le rodeaba la tonsura era de un castaño otoñal con unos intensos reflejos no enteramente rojizos, y sus grandes y bien separados ojos bajo unas cejas suavemente dibujadas eran de un luminoso color gris, por lo menos en aquella radiante luz que lo envolvía. Un joven muy apuesto, como un empañado reflejo de la soleada hermosura de Rhun. La conjunción del mediodía y el crepúsculo.

Los recolectores de fruta aún estaban trabajando, pese a que ya casi habían recogido toda la cosecha, cuando Cadfael dejó la azada y la regadera y fue a prepararse para vísperas. En el gran patio reinaba el habitual ajetreo del atardecer, monjes que regresaban de su labor en el Gaye, el bullicio de las llegadas en la hospedería y el patio de los establos y en el claustro, el sonido del pequeño órgano portátil de fray Anselmo, ensayando una nueva melodía. Los iluminadores y los copistas estarían dando los últimos toques a sus trabajos de la tarde y limpiando sus plumas y pinceles. Fray Humilis debía de estar solo en su gabinete, habiendo enviado a Fidelis a la placentera tarea del vergel, pues ninguna otra cosa hubiera inducido al mozo a dejarle. Cadfael tenía intención de cruzar el jardincillo del claustro para dirigirse al estudio del chantre y sentarse cómodamente con Anselmo un cuarto de hora hasta que sonara la campana de vísperas, conversando y tal vez discutiendo con él sobre cuestiones familiares. Pero el recuerdo del joven mudo, tan generosamente enviado a gozar de aquel breve placer en el vergel entre sus compañeros, surgió en su mente cuando entró en el claustro, induciéndole a evocar a su vez el enjuto rostro de fray Humilis, callado, sin manifestar la menor queja y orgullosamente solitario. ¿O acaso hubiera sido mejor decir humildemente solitario? Ésa era la cualidad que reclamaba para sí mismo y por la cual deseaba ser aceptado. Una exigencia muy dura, tratándose de alguien tan famoso. No había nadie allí dentro que no conociera su reputación.

Si él ansiaba huir de ella y ser tan mudo como su servidor, habría sufrido una cruel contrariedad.

Cadfael se desvió de su intento y se encaminó en su lugar al pasillo norte del claustro donde los gabinetes del escritorio aún disfrutaban de la luz del sol a pesar de lo avanzado de la hora. A Humilis le habían asignado uno en el que la luz asomaba más temprano y desaparecía más tarde. Allí todo estaba muy tranquilo y los suaves acordes del órgano portátil de Anselmo sonaban muy distantes y sosegados. La hierba del jardincillo central del claustro estaba agitada y reseca a pesar de los riegos diarios.

—Fray Humilis… —dijo Cadfael en un susurro, deteniéndose a la entrada del gabinete.

La hoja de pergamino estaba torcida sobre el escritorio, un pequeño tarro de oro había derramado unas gotas sobre el pavimento al rodar, Fray Humilis permanecía inclinado sobre el escritorio, sujetando la madera con el brazo derecho extendido mientras con la mano izquierda se comprimía fuertemente la ingle, al tiempo que apretaba la muñeca contra el costado. La cabeza permanecía apoyada sobre el pergamino, con la mejilla izquierda manchada de azul y escarlata, tenía los ojos cerrados y apretados para controlar mejor la conciencia del dolor. No había emitido el menor quejido.

De haberlo hecho, los que estaban cerca le hubieran oído. Lo que tuviera, lo reprimía. Y lo seguiría haciendo.

Cadfael le rodeó debidamente el cuerpo con los brazos. Los párpados surcados por azules venas se levantaron en sus altas bóvedas y unos ojos brillantes e inteligentes escudriñaron el rostro de Cadfael tras los velos del dolor.

—¿Fray Cadfael…?

—Quedaos aquí un momento —dijo Cadfael—. Voy por Edmundo, el enfermero…

—¡No! Hermano, acompañadme a mi cama… eso se me pasará… no es ninguna novedad. ¡Ayudadme a caminar, pero con mucha discreción! No quiero dar un espectáculo.

Era más rápido y discreto ayudarle a subir por la escalera nocturna desde la iglesia hasta su celda del dormitorio, que cruzar el gran patio para acompañarle a la enfermería, y eso era lo que él deseaba con toda su alma, que no hubiera ninguna alarma general ni se armara un revuelo a su alrededor. Se levantó, impulsado más por la fuerza de voluntad que por la fuerza física y, pasando un brazo alrededor de los hombros de Cadfael, mientras éste le rodeaba la cintura con un poderoso brazo, ambos entraron sin que nadie les viera en la fría oscuridad de la iglesia y empezaron a subir muy despacio por la escalera. Una vez tendido en su cama, Humilis se sometió con una leve y paciente sonrisa a los cuidados de Cadfael y no protestó cuando éste le quitó el hábito y dejó al descubierto la mancha de sangre mezclada con pus que le cruzaba el lado izquierdo de los calzones de lino y le bajaba hacia la ingle.

—Se abre —dijo un sereno hilillo de voz desde la almohada—. De vez en cuando, supura… lo sé. El largo viaje a caballo… ¡Disculpad, hermano! Sé que el olor ofende…

—Tengo que avisar a Edmundo —dijo Cadfael, desatando la cinta para quitar la camisa. Aún no había visto lo que había debajo—. El monje enfermero tiene que saberlo.

—Sí… ¡pero nadie más! ¿Para qué tienen que saberlo los demás?

—¿Excepto fray Fidelis? ¿Él lo sabe todo?

—¡Sí, todo! —contestó Humilis, esbozando una leve sonrisa de afecto—. No debemos temer nada de él, aunque pudiera hablar, no lo haría, pero no hay nada de las dolencias que me afligen que él no sepa. Dejadlo descansar hasta que termine el rezo de vísperas.

Cadfael le dejó con los ojos cerrados y algo más aliviado, pues los músculos de su rostro se habían relajado y ya no se contraían en una mueca de dolor. Bajó en busca de fray Edmundo justo a tiempo de arrancarle el rezo de vísperas. Los cestos repletos de ciruelas se encontraban junto al seto del vergel, listos para ser retirados en cuanto terminara el oficio, y los recolectores ya debían de estar en la iglesia, tras haber hecho unas apresuradas abluciones. ¡Mejor! Quizá fray Fidelis se molestaría al principio si viera que otros habían asumido la tarea de atender a su amo. Cuando le encontrara más tarde recuperado y bien cuidado, aceptaría mejor lo que ellos hubieran hecho. Era un medio de ganarse su confianza tan bueno como cualquier otro.

—Ya sabía yo que no tardaría en necesitarnos —dijo Edmundo, encabezando vigorosamente la marcha por la escalera diurna—. ¿Unas viejas heridas, creéis vos? Vuestros conocimientos serán más útiles que los míos porque vos habéis arado también este campo.

La campana ya había enmudecido. Oyeron las primeras notas del oficio del anochecer elevándose débilmente desde el interior de la iglesia en el momento en que entraron en la celda del enfermo. Éste abrió lentamente los pesados párpados y les miró con una sonrisa.

—Hermanos, siento molestaros…

Los profundos ojos volvieron a cerrarse, aunque él era consciente de todo y se sometía dócilmente a las curas.

Retiraron el lienzo que le cubría de cintura para abajo y descubrieron la devastación de su cuerpo. Un desdichado mapa de tejido cicatricial se extendía desde la cadera izquierda, donde el hueso había sobrevivido por milagro, en una trayectoria oblicua que le atravesaba el vientre hasta hundirse profundamente en la ingle. Las cicatrices mostraban el pálido color de la piedra caliza y se observaban unas estrías por debajo de la zona donde su cuerpo estaba destripado, pero pétreamente curado. Sin embargo, la parte superior estaba intensamente enrojecida y el vientre inflamado había estallado en una herida de húmedos bordes de la que brotaba una pestilente jalea mezclada con restos de sangre.

La cruzada había dejado a Godfrid Marescot mutilado y sin posibilidad de recuperación, aunque no de supervivencia. Los leprosos sin rostro y sin dedos que llegan arrastrándose a San Gil, pensó Cadfael, no están en peores condiciones. Aquí termina su linaje, en una noble planta incapaz de dar fruto. Pero ¿de qué sirve la virilidad si ya no es un hombre?