gosto. Llegó aquel verano de 1141 tan dorado como un león y tan soñoliento y ronroneante como un gato a la vera del fuego. Después de las copiosas lluvias primaverales, el tiempo se había asentado en una angélica y soleada calma para la festividad de santa Winifreda, conservando aquel benigno semblante a lo largo de toda la cosecha del trigo. Por una vez, la fiesta de la recolección de la cosecha, tradicionalmente celebrada el primero de agosto, coincidía exactamente con su día, pues los campos de trigo ya estaban limpios y espigados, a entera disposición de los rebaños de vacas y ovejas que serían conducidos a ellos para que aprovecharan la segunda siega de la estación. La misa de acción de gracias se había celebrado con gran regocijo y las primeras ciruelas del vergel de la orilla del río ya estaban adquiriendo el color oscuro de la madurez. Los graneros de la abadía estaban llenos, la paja seca, bien atada, estaba amontonada, y, aunque todavía no hubiera caído una lluvia que hiciera brotar en los campos segados el verde forraje para las ovejas, los rocíos de la mañana eran muy abundantes. Cuando aquel tiempo tan apacible se perturbara, quizás estallarían violentos temporales, pero, de momento, los cielos seguían claros y despejados y su color era del azul más pálido que se pudiera imaginar.
—Sonrisas complacidas en los rostros de los labradores —dijo Hugo Berengario, recién llegado de su propia cosecha al norte del condado y con la piel tan morena como una nuez después de sus tareas en los campos— y caos entre los reyes. Si tuvieran que cultivar su propio trigo, moler su propia harina y cocer su propio pan, puede que no les quedara tiempo para todas estas disputas y matanzas. En fin, agradezcámosle a Dios sus presentes dádivas y que Él mantenga las matanzas bien lejos de los que estamos aquí. Y no es que no considere una desgracia el hecho de que éstas se produzcan en el sur, pero este condado se encuentra bajo mi responsabilidad, y mi obligación es proteger a sus gentes. Bastantes preocupaciones tengo ya en la cabeza. Cuando veo a estas gentes morenas, sonrosadas y bien alimentadas, con los graneros y los establos llenos y varias docenas de vellones de buena calidad, me doy por satisfecho.
Se habían cruzado por casualidad en uno de los extremos de la muralla que salvaguardaba la abadía, allí donde la barbacana giraba a la derecha hacia San Gil, al lado del vasto triángulo herboso de la feria de caballos, pálido y cacarañado bajo el sol. La feria anual de San Pedro, de tres días de duración, se había celebrado hacía más de una semana; los puestos ya se había retirado y los mercaderes marchado. Hugo iba montado en su huesudo e irritable caballo tordo, lo bastante alto como para resistir el peso de un hombre corpulento en lugar de aquel delgado y liviano joven cuyo dominio toleraba, pese a no mostrar el menor afecto por ninguna otra criatura humana. El gobernador del condado de Shrop no tenía por qué comprobar personalmente que el recinto de la feria estuviera debidamente desalojado después de los tres días de ocupación, pero, aun así, a Hugo le gustaba comprobarlo por sí mismo. Sus oficiales eran los encargados de mantener el orden en aquel lugar, cerciorándose de que los administradores de la abadía no fueran estafados en el cobro de las cuotas, ni robados o engañados de cualquier otra forma. Aquello ya quedaba ahora para otro año. Se observaban todavía las huellas, los hoyos de los postes, las alargadas y pálidas señales de los puestos, los bordes verdes y los caminos pisoteados y pelados entre las casetas. Desde una palidez hambrienta de sol pasando por el exuberante verdor, con manchas formadas por tréboles resistentes, aplastados, que habían sobrevivido en los hollados caminos cual si fueran las pisadas redondas y verdes de alguna bestia extraña.
—Un buen aguacero lo arreglaría todo —dijo fray Cadfael, contemplando con ojos de hortelano el curioso tablero de ajedrez de escaques claros y oscuros—. No hay nada en el mundo más fuerte que la hierba.
Se dirigía desde la abadía de San Pedro y San Pablo a la capilla y hospital de San Gil a un cuarto de legua escaso de distancia, justo en las afueras de la ciudad. Una de sus tareas era mantener los armarios de medicinas de allí bien surtidos de todos los remedios que los pacientes pudieran precisar, por lo que hacía aquel viaje cada dos semanas o, más a menudo, en tiempos de necesidad o de incremento del número de huéspedes. Aquella mañana de agosto en particular le acompañaba el joven fray Oswin, que había trabajado con él en el herbolario durante más de un año y ahora pondría en práctica sus conocimientos entre los más necesitados. Oswin era fuerte, tenía muy buena planta y rebosaba entusiasmo. Atrás quedaban los días difíciles, las vasijas rotas, las marmitas quemadas sin posibilidad de recuperación y hierbas engañosas recogidas por error o confundidas con otras de apariencia semejante. Todo aquello había terminado. Lo único que ahora necesitaba el mozo para convertirse en alguien imprescindible para el hospital era mayor sensatez y capacidad de refrenar su ardor. La abadía tenía derecho de designación y el seglar que había nombrado para aquel puesto estaría en perfectas condiciones de afrontar la exuberante energía de fray Oswin.
—Tuvisteis una buena feria en general —dijo Hugo.
—Mejor de lo que yo esperaba, habida cuenta de que el sur se encuentra aislado por los acontecimientos de Winchester. Ha venido gente de Flandes —comentó Cadfael con satisfacción.
El este de Inglaterra no resultaba un lugar muy pacífico en aquellos momentos, pero los mercaderes de lana eran una raza muy fuerte y no permitían que el peligro de posibles ataques les apartara de unos buenos beneficios.
—Ha sido una trasquila muy abundante.
Hugo tenía rebaños propios en su feudo norteño de Maesbury y sabía distinguir la calidad de los vellones del año. También se habían hecho compras muy provechosas en Gales, a lo largo de toda la frontera. Shrewsbury tenía vínculos de sangre, afinidades e intereses comunes con los galeses de Powys y Gwynedd por más que algunas veces las explosiones de exaltación racial rompieran la mesurada paz. Aquel verano la paz con Gwynedd se mantenía estable bajo la capacitada mano de Owain Gwynedd, quien compartía con el vecino condado el interés por refrenar las ambiciones del conde Ranulfo de Chester. Powys era menos previsible, pero en los últimos tiempos habían escondido los cuernos tras habérselos astillado dolorosamente varias veces en sus arremetidas contra las precauciones de Hugo.
—Y la cosecha de trigo ha sido la mejor en muchos años. En cuanto a la fruta… tiene buen aspecto —dijo cautelosamente Cadfael—, esperemos que llueva pronto para que se desarrolle y que no se produzcan tormentas antes de la recolección. Bien, el trigo ya está guardado y la paja amontonada. Es la mejor cosecha de heno que yo recuerde. No me oiréis quejarme.
A pesar de ello, pensó Cadfael, recordando los recientes acontecimientos, había sido un año malhadado en el que las tornas de los reyes y las emperatrices habían cambiado no una vez sino dos, mientras la fortuna sonreía benévolamente sobre las festividades de la Iglesia y las esperanzadas tareas de los hombres corrientes, por lo menos allí, en las regiones interiores del país. En febrero, el rey Esteban había sido hecho prisionero en la desastrosa batalla de Lincoln y encerrado en el castillo de Bristol por su archienemiga, prima y pretendiente rival al trono de Inglaterra, la emperatriz Matilde. Muchos habían cambiado apresuradamente de partido tras los primeros disturbios, entre ellos nada menos que el hermano de Esteban y primo de Matilde, Enrique de Blois, obispo de Winchester y legado papal, quien había modificado cuidadosamente su apuesta, situándose en el bando vencedor para acabar descubriendo que le hubiera convenido más esperar un poco. La insensata mujer, con la mesa preparada para ella en Westminster y la corona casi rozándole el cabello, había decidido comportarse con tal arrogancia y altanería en sus tratos con los ciudadanos de Londres que éstos se habían levantado contra ella furiosos y la habían obligado a huir ignominiosamente, permitiendo que la valerosa consorte del rey Esteban ocupara su lugar en la ciudad. Y no es que aquel último giro de la rueda pudiera liberar al rey Esteban. Muy al contrario, se decía que ello había inducido a sus carceleros a colocarle más cadenas como medida de seguridad, tratándose de la única arma eficaz que aún le quedaba a la emperatriz. Pero ciertamente había alejado la corona de la cabeza de Matilde, probablemente para siempre, y había servido para que perdiera el considerable apoyo del obispo Enrique, el cual no era un hombre capaz de cambiar apresuradamente de alianza dos veces en un año. Corrían rumores de que la dama había enviado a Winchester a su hermanastro y mejor paladín el conde Roberto de Gloucester para que resolviera las diferencias con el obispo Enrique y lo atrajera de nuevo a su lado, sin que éste hubiera obtenido una respuesta directa. También corrían rumores, probablemente fundados, de que la esposa de Esteban ya se le había adelantado en una reunión privada con Enrique de Guildford, consiguiendo de él una reacción más favorable que la obtenida por la emperatriz. Sin duda, Matilde ya se habría enterado. Las noticias más recientes, traídas a la feria de la abadía por los rezagados del sur, decían que la emperatriz, con un ejército reunido a toda prisa, se había trasladado a Winchester, instalando su residencia en el castillo real. Su próxima jugada debía ser motivo de una angustiada conjetura por parte del obispo Enrique, aun en su propia ciudad.
Entre tanto, en Shrewsbury brillaba el sol, la abadía celebraba la fiesta de su santa virgen con gozosa solemnidad, los rebaños prosperaban, las cosechas palidecían y se recolectaban en medio de un tiempo espléndido, la feria anual proseguía su sereno curso durante los tres primeros días de agosto y los mercaderes de lejanas tierras hacían rápidos negocios, obteniendo sus beneficios, efectuando astutas compras y dispersándose después en paz para regresar a sus hogares como si no existieran ni el rey ni la emperatriz o como si éstos no tuvieran poder para impedir sus movimientos o amenazar las vidas de los sensatos hombres corrientes.
—No habréis oído nada nuevo desde que se fueron los mercaderes, ¿verdad? —preguntó Cadfael, contemplando las pálidas huellas dejadas por las casetas.
—Todavía no. Parece que se están vigilando el uno al otro desde ambos extremos de la ciudad, esperando a que el otro dé algún paso. Winchester debe de estar conteniendo la respiración. Las últimas noticias indican que la emperatriz ha invitado al obispo Enrique a visitarla a su castillo y que éste le ha contestado con evasivas, alegando que tiene que prepararse para el encuentro. Pero, de momento, no ha movido ni un pie para acercarse a ella. A pesar de todo —añadió Hugo con aire pensativo—, apuesto a que se está preparando. Como ella ha reunido sus fuerzas, él reunirá las suyas antes de ir a verla… ¡si es que va!
—Y, mientras ambos contienen la respiración, vos podréis respirar más tranquilo —comentó astutamente Cadfael.
Hugo soltó una carcajada.
—Mientras mis enemigos disputen entre sí, no pensarán en mí. Aunque vuelvan a hacer las paces y ella consiga recuperarle, el bando del rey dispondrá por lo menos de unas cuantas semanas de respiro. En caso contrario… mejor que se destrocen el uno al otro en lugar de guardar sus flechas para nosotros.
—¿Creéis que él volverá a enfrentarse con la emperatriz?
—Ella le trató con altivez, tal como suele hacer con todos los hombres, cuando él le prestó un buen servicio. Ahora que la ha desafiado, es muy posible que Enrique comprenda que ella no soporta los desaires y piense que un obispo puede ser encadenado con tanta facilidad como un rey, tan pronto como la emperatriz consiga echarle el guante. No, creo que su señoría está preparando su castillo de Wolvesey para resistir un asedio, en caso de que éste se produzca, y que ha llamado con urgencia a sus hombres. El que quiera tratar con la emperatriz, será mejor que lo haga arropado por un ejército.
—¿El ejército de la reina? —preguntó perspicazmente Cadfael.
Hugo ya estaba dando la vuelta con su caballo para regresar a la ciudad, pero aún se volvió a mirar por encima de un moreno hombro desnudo mientras en sus ojos negros se encendía un destello.
—¡Eso ya lo veremos! Me imagino que el primer correo que habrá enviado en demanda de ayuda lo habrá dirigido a la reina Matilda, la esposa de nuestro señor el rey Esteban.
—Fray Cadfael… —dijo Oswin, trotando airosamente a su lado mientras ambos se dirigían a las afueras de la ciudad donde se levanta el sencillo hospital de piedra gris con su capilla, dentro de una valla de mimbres.
—Dime, hijo.
—¿Se atrevería realmente la emperatriz a poner las manos sobre el obispo de Winchester? ¿El legado papal?
—¿Quién sabe? Pocas son las cosas que la emperatriz no se atreva a hacer.
—Pero… podría desencadenarse una lucha entre ambos… —Oswin hinchó sus redondos y tersos carrillos, lanzando un gran suspiro de asombro y desaprobación. Semejante posibilidad se le antojaba inimaginable—. Hermano, vos conocéis el mundo y tenéis experiencia en guerras y batallas. Yo sé que algunos obispos y grandes hombres de la Iglesia guerrearon por el Santo Sepulcro tal como hicisteis vos, pero ¿les sería lícito combatir por causas de menor importancia?
Si les sería lícito o no, pensó Cadfael, son ellos quienes deben juzgarlo, pero que lo hacen, lo han hecho y lo seguirán haciendo, de eso no cabe la menor duda.
—Para no faltar a la caridad —manifestó cautelosamente—, es posible que en este caso su señoría considere que su libertad, su seguridad y su vida son una causa muy digna. Algunos han aceptado humildemente el martirio, aunque eso no debe hacerse por ninguna causa inferior a la defensa de su fe. Un obispo muerto de poco le serviría a la Iglesia y un legado encerrado en una prisión poco provecho le reportaría al Santo Padre.
Fray Oswin permaneció en silencio un momento, asimilando la explicación sin acabar de convencerse o, por lo menos, sospechando que no había comprendido plenamente el razonamiento. Después, preguntó candorosamente:
—Hermano, ¿volveríais vos a tomar las armas? ¿Tras haber renunciado a ellas? ¿Por cualquier causa?
—Hijo mío —contestó Cadfael—, tienes el don de hacer preguntas que no se pueden contestar. ¿Qué sé yo lo que haría en caso de extrema necesidad? Como monje de la orden, quisiera mantener las manos apartadas de la violencia, pero, aun así, confío en que no volvería la espalda si viera maltratado a algún inocente o desvalido. Ten en cuenta que hasta los obispos llevan un báculo destinado no sólo a proteger el rebaño sino también a guiarlo. Dejemos que los príncipes, las emperatrices y los guerreros se ocupen de sus asuntos; tú, ocúpate de los tuyos y nunca errarás.
Se estaban acercando al trillado sendero que conducía por una empinada y herbosa pendiente a la verja abierta de la valla de mimbres. La modesta torre de la capilla los contemplaba por encima del tejado del hospicio. Fray Oswin subió brincando por la ladera con su rostro de querubín rebosante de confianza. Se disponía a iniciar una nueva tarea y estaba seguro de que conseguiría dominarla. Aunque tropezaría sin duda con muchos escollos, ninguno de ellos lo retendría mucho tiempo ni apagaría su insaciable ardor.
—Recuerda bien todo lo que te he enseñado —dijo Cadfael—. Obedece a fray Simón. Trabajarás algún tiempo bajo sus órdenes, tal como hizo él bajo las de fray Marcos. El superior es un laico de la Barbacana, pero tú apenas le verás entre sus ocasionales visitas e inspecciones. Es un buen hombre y presta atención a los consejos. Yo vendré de vez en cuando, por si me necesitaras. Ven, te enseñaré dónde están todas las cosas.
Fray Simón era un hombre afable y rollizo de unos cuarenta y tantos años. Salió a recibirles al porche, llevando de la mano a un larguirucho niño de unos doce años. Los ojos del niño estaban empañados por la blanca membrana de la ceguera, pero, por lo demás, el muchacho parecía sano y no constituía en modo alguno el espectáculo más triste de aquel lugar donde los enfermos infecciosos podían hallar un refugio o una prisión para sus dolencias, pues no estaban autorizados a mezclarse entre la población sana, llevando el contagio a las calles de la ciudad. Había tullidos tomando el sol en el pequeño huerto de la parte posterior del hospicio, hombres picados de viruela y ajadas mujeres, trenzando cintas para las fajinas de paja que se amontonarían en el granero. Los que podían trabajar un poco se alegraban de poder hacerlo a cambio de su manutención y los que no podían permanecían tumbados al sol, a no ser que padecieran salpullidos dado que el calor agravaba su dolencia. Éstos se tendían a la sombra de los árboles frutales o se iban al frescor de la capilla.
—De momento, tenemos dieciocho —explicó fray Simón—, lo cual no es demasiado tratándose de una estación tan calurosa. Tres pueden valerse por sí mismos y ya están sanando de sus enfermedades, que no eran contagiosas. Se irán dentro de unos días. Pero habrá otros, muchacho, siempre habrá otros. Van y vienen. Algunos vienen por los caminos, huyendo de las maldiciones de este mundo. Confío en que ninguno se arrepienta de haber cruzado la puerta de este lugar.
Fray Simón utilizaba un recargado estilo de predicador que inducía a Cadfael a sonreír en su fuero interno, recordando la deliciosa simplicidad de Marcos. Pero era un buen hombre, compasivo y trabajador, cuyas grandes manos cuidaban hábilmente a los enfermos. Oswin absorbería sus solemnes homilías con reverencia y asombro y se entregaría incondicionalmente a sus tareas reconfortado por sus palabras.
—Yo mismo le enseñaré al mozo todo esto, con vuestro permiso —dijo Cadfael, mostrando la abultada bolsa que llevaba colgada del cinto—. Os he traído todos los medicamentos que me pedisteis y otros que, a mi juicio, os podrán ser útiles. Nos reuniremos con vos cuando hayamos terminado el recorrido.
—¿Qué sabéis de fray Marcos? —preguntó Simón.
—Marcos ya ha sido ordenado diácono. Ya sólo me faltan unos cuantos años para poder hacer mi más temida confesión y entonces, si fuera necesario, me podría morir en paz.
—¿Según las palabras de Marcos? —preguntó Simón, revelando unas insospechadas profundidades que en seguida se apresuró a suavizar con una sonrisa.
No solía hacer comentarios aventurados.
—Bien —contestó Cadfael con aire pensativo—, la palabra de Marcos siempre ha sido suficiente para mí. Puede que tengáis razón —añadió, dirigiéndose a Oswin, el cual había seguido aquel intercambio con la debida atención y con una perpleja sonrisa en los labios, deseoso de comprender algo que se le escapaba como un vilano de cardo—. Ven, muchacho, vamos a descargar primero los medicamentos para librarnos de su peso y después te enseñaré todo lo que se hace aquí, en San Gil.
Cruzaron la sala que se usaba como comedor y dormitorio y a la que no tenían acceso los enfermos más graves que no podían quedarse solos entre sus compañeros más sanos. Había un gran armario cerrado del que Cadfael tenía la llave y cuyos estantes estaban llenos de jarras, frascos, botellas, cajas de madera para tabletas, ungüentos, jarabes y lociones, todos ellos procedentes del herbario de Cadfael. Descargaron las bolsas y llenaron los huecos de los estantes. Oswin se admiró de la importancia del misterio en el que había sido iniciado y que ahora debería poner en práctica.
En la parte de atrás del hospicio había una pequeña cocina en el huerto, un vergel y unos graneros. Cadfael acompañó a su pupilo en un recorrido por todo el recinto y, al terminar, ambos observaron que tres de los pacientes se les habían acercado y les miraban con curiosidad: el viejo que cultivaba los repollos y mostraba sus productos con orgullo, un joven tullido que se desplazaba hábilmente con dos muletas y el niño ciego que se había apartado de fray Simón para asir el cinto de Cadfael, cuya voz conocía.
—Éste es Warin —dijo Cadfael, tomando al niño de la mano mientras regresaban al pequeño escritorio que fray Simón tenía en el porche—. Canta bien en la capilla y se conoce los oficios de memoria. Pero pronto los conocerás a todos por sus nombres.
Al verles regresar, fray Simón levantó la vista de sus cuentas.
—¿Ya te lo ha enseñado todo? Nuestra casa no es muy grande, pero hace una buena labor. Pronto te acostumbrarás a nosotros.
Oswin le miró con expresión radiante, se ruborizó un poco y dijo que procuraría cumplir con su deber de la mejor manera posible. Probablemente esperaba con impaciencia la partida de su mentor para poder iniciar sus nuevos deberes sin la inquietud del pupilo obligado a actuar en presencia de su maestro. Cadfael le dio una cariñosa palmada en el hombro, le dijo que se portara bien con el tono propio del que no abriga la menor duda al respecto y se encaminó hacia la verja, saliendo a la luz del sol desde la sombra del porche.
—¿No habéis recibido nuevas noticias del sur?
Los residentes de San Gil, que vivían en las afueras, solían enterarse de todo antes que los habitantes de la ciudad.
—Nada importante. Y, sin embargo, hay razones para las conjeturas. Hace tres días vino un mendigo, pero sólo se quedó una noche para descansar. Era un hombre sano, pero ya se estaba haciendo viejo. Venía de Staceys cerca de Andover, un tipo muy raro, tal vez no andaba muy bien de la cabeza, ¿quién sabe? Al parecer, tiene revelaciones que le inducen a cambiar de lugar y, cuando se producen, se marcha sin más. Dijo que algo le movía a dirigirse hacia el norte antes de que fuera demasiado tarde.
—Es posible que un hombre de aquellas comarcas sin ningún bien que lo ate a la tierra tenga la misma ocurrencia sin que por ello deba estar mal de la cabeza —comentó tristemente Cadfael—. Es más, puede que su cordura le aconsejara marcharse.
—Es posible. Pero este hombre dijo, si es que no lo soñó, que el día en que se fue, miró hacia atrás desde lo alto de una colina y vio unas nubes de humo sobre Winchester y que, a la noche siguiente, vio sobre toda la ciudad un resplandor rojizo que tintineaba como si de llamas se tratara.
—Podría ser cierto —señaló Cadfael, mordiéndose el labio inferior con expresión ensimismada—. No sería nada extraño. Las últimas noticias fidedignas que tuvimos indicaban que la emperatriz y el obispo se mantenían a una cautelosa distancia el uno del otro, y que tanteaban sus posiciones. Con un poco de paciencia… pero, al parecer, la emperatriz nunca ha sido una mujer paciente. No sé si habrá puesto asedio al obispo. ¿Cuánto tiempo llevaba este hombre por los caminos?
—Aunque se desplazaba con la mayor presteza posible —contestó Simón—, debía de llevar unos cuatro días por lo menos. Eso significa que los hechos se debieron de producir hace una semana, pero aún no tenemos ninguna noticia que los confirme.
—Si es verdad, ya la recibiremos —dijo Cadfael con expresión sombría—, ¡tened por cierto que la recibiremos! ¡De todo lo que corre por el mundo, las malas noticias son las que nunca dejan de llegar!
Cuando Cadfael emprendió el camino de regreso a lo largo de la barbacana, aún meditaba sobre aquellos siniestros presagios y era tal su preocupación que sólo respondía a los saludos de aquéllos que le conocían, con lentitud y aire ausente. Era media mañana, el polvoriento camino estaba muy concurrido y eran pocos los habitantes de la parroquia de la Santa Cruz, que caminaban fuera de las murallas de la ciudad, que él no conociera. Durante sus años de permanencia en el claustro había tratado a muchos de ellos o a sus hijos en alguna que otra ocasión y, a veces, incluso a sus bestias, porque el que sabe de enfermedades humanas no tiene más remedio que adquirir algún conocimiento sobre las enfermedades de los animales, criaturas éstas con tanta capacidad de sufrimiento como la de sus amos y con muchas menos posibilidades de quejarse, dejando aparte su menor inclinación a hacerlo. Cadfael pensaba a menudo que ojalá los hombres trataran mejor a su animales y procuraba inculcarles la conveniencia de hacerlo. El trato que recibían los caballos en el campo había provocado en parte aquel curioso y lento proceso interior que le había llevado finalmente a abandonar el ejercicio de las armas y tomar el hábito.
Y no es que los abades y los priores trataran demasiado bien a sus mulas y a sus restantes animales. Pero, por lo menos, los mejores y más sabios entre ellos lo consideraban no sólo una buena medida sino también una manifestación de la caridad cristiana.
Pero, volviendo a sus pensamientos, ¿qué habría ocurrido en Winchester para que el cielo estuviera negro de día y rojo de noche? Al igual que las columnas de fuego y humo que habían servido de guía al pueblo elegido en su camino por el desierto, aquellos sucesos habían sido la señal y la guía para que el mendigo escapara del peligro. No veía ninguna razón para dudar de la información. Las mismas inquietudes debieron de sentir muchas mentes más clarividentes en las últimas semanas, mientras el caluroso y seco verano, primo hermano del fuego, esperaba con la antorcha encendida. Pero qué necia había sido aquella mujer, intentando poner cerco al obispo en su propio castillo y en su propia ciudad mientras la esposa del rey Esteban, perfectamente capacitada para codearse con ella, se encontraba a escasa distancia al frente de un poderoso ejército, y los londinenses seguían mostrándose implacablemente hostiles a ella. Y qué inflexible debía de haberse mostrado el obispo con ella para haberse atrevido a desafiarla. Ambos personajes estarían fuertemente protegidos y conseguirían sobrevivir. Pero ¿qué decir de las criaturas de menor rango a las que estaban poniendo en peligro con sus comportamientos? ¡Pequeños comerciantes, artesanos y labriegos que no tenían fortalezas en las que cobijarse!
Había pasado de la meditación sobre el respeto que se merecían los caballos y el ganado a la meditación sobre las tribulaciones de los hombres cuando de pronto se oyó a su espalda, en un momento en que no había demasiado trasiego por la barbacana, el claro e inequívoco rumor de los cascos de unas mulas, tratando de darle alcance a paso ligero. Se detuvo al llegar a la esquina del recinto de la feria de caballos y se volvió a mirar. No tuvo que forzar demasiado la vista porque ya estaban muy cerca.
Eran dos, una alta y hermosa bestia de un blanco casi inmaculado, digna de un abad, y una criatura más ligera y liviana de color canela, caminando decorosamente a uno o dos pasos detrás de ella. Sin embargo, lo que indujo a Cadfael a mirarlos con interés, esperando con sorprendido gesto de bienvenida a que se acercaran, fue el hecho de que ambos jinetes vistieran el negro hábito benedictino y fueran por tanto hermanos suyos y hermanos entre sí. Habrían visto su hábito a lo lejos y espoleado a sus bestias para darle alcance porque, en cuanto él se detuvo y les identificó por lo que eran, aminoraron el paso y se acercaron sin prisa.
—¡Dios os guarde, hermanos! —les saludó Cadfael, mirándoles con interés—. ¿Venís a nuestra casa de Shrewsbury?
—Él sea con vos, hermano —contestó el primer jinete con una profunda voz en la que se advertía, sin embargo, un ligero crujido, como si su caja torácica creara un chirriante eco.
Cadfael aguzó el oído. Había auscultado la respiración de muchos ancianos expuestos a una vida a la intemperie, y en la que de aquel hombre se advertía el mismo eco chirriante, a pesar de que no era viejo.
—¿Pertenecéis a la casa de San Pedro y San Pablo?
—Sí, allí nos dirigimos con cartas para el señor abad. Supongo que ésa es la muralla de sus límites, ¿verdad? En tal caso, no está lejos.
—Muy cerca —dijo Cadfael—. Os acompañaré porque regreso a la misma casa. ¿Venís de muy lejos?
Estaba contemplando un rostro tenso y enjuto pero de hermosas facciones y expresión autoritaria, con unos profundos y serenos ojos intensamente negros. La cogulla estaba echada hacia atrás sobre los hombros del desconocido y la alargada y descarnada cabeza aparecía enmarcada por un lacio cabello negro a modo de corona. Un hombre alto y vigoroso, pero demacrado. Su piel ostentaba un desteñido bronceado de tierras más cálidas que la inglesa y adquirido sin duda a lo largo de muchos años, pero que ahora ya estaba un poco apagado, y, aunque se mantenía tan erguido en la silla de montar como si hubiera nacido en ella, sus movimientos eran lánguidos y se observaba en su rostro un resignado cansancio más propio de un anciano. Aquel hombre debía de tener unos cuarenta y tantos años, sin duda no muchos más.
—De bastante lejos —contestó el desconocido, esbozando una leve sonrisa—, pero hoy sólo venimos de Brigge.
—¿Y os dirigís más lejos u os quedaréis con nosotros algún tiempo? Vos y este joven hermano seréis bien recibidos.
El jinete más joven se mantenía un poco apartado, como hubiera hecho un criado con su amo. Apenas habría rebasado los veinte años y era alto y esbelto, aunque su compañero le hubiera superado en una cabeza, puestos el uno al lado del otro. Tenía el terso y ovalado rostro de un mozo de su edad, aunque firme y muy bien perfilado a pesar de la suavidad de sus planos. Llevaba la cogulla echada sobre el rostro, tal vez para protegerse de los rayos del sol. Unos grandes y sombreados ojos miraban desde el interior del capuchón, fijamente clavados en su compañero. Sólo dirigió a Cadfael una fugaz mirada, e inmediatamente apartó los ojos.
—Quisiéramos permanecer aquí algún tiempo, si el señor abad nos ofrece cobijo —dijo el mayor—, porque hemos perdido nuestro techo y tenemos que suplicar que nos acojan en otro.
Habían reanudado la marcha muy despacio y los cascos de las mulas pisaban el fino polvo de la barbacana. El joven dejó que los demás tomaran la delantera y les siguió humildemente a unos pasos de distancia. A los amables saludos que les dirigieron por el camino donde todo el mundo conocía a Cadfael y donde sus dos acompañantes eran objeto de amistosa curiosidad, el mayor de los viajeros respondió con serena cortesía. El joven, en cambio, no dijo ni una sola palabra.
La caseta de vigilancia y la iglesia de la abadía se levantaban a la izquierda, y el calor reverberaba en las piedras de la cercana muralla. El jinete aflojó las riendas en el cuello de su montura, cruzó unas morenas manos de largos dedos surcadas por visibles venas y lanzó un profundo suspiro. Cadfael se detuvo.
—Perdonadme que responda casi con grosería, hermano, pero no es ésa mi intención. Después de la costumbre y la cotidiana compañía del silencio, la conversación constituye un esfuerzo. Y, después de un holocausto y de los incendios de la destrucción, la garganta está demasiado seca para poder articular palabras. Me habéis preguntado si venimos de muy lejos. Llevamos unos cuantos días de camino, porque últimamente no puedo cabalgar mucho. Venimos del sur como unos pordioseros…
—¡De Winchester! —exclamó Cadfael con certidumbre, recordando los presagios de la nube y el fuego.
—De lo que queda de Winchester —las cansadas pero musculosas manos estaban inmóviles y habían cedido a Cadfael la tarea de guiar a la mula, doblando el extremo occidental de la iglesia y entrando a través del arco de la caseta de vigilancia. No era el dolor o la pasión lo que impedía hablar a aquel hombre que, sin duda, habría visto en su vida cosas mucho peores que las que en aquellos momentos estaba evocando. Sus cuerdas vocales crujían por la falta de uso y se detenían con un eco chirriante. En sus tiempos, antes de que el terciopelo se desgastara, debió de ser una hermosa voz—. ¿Será posible —se preguntó con asombro— que nosotros seamos los primeros? Pensé que la noticia habría llegado al norte hace por lo menos una semana, aunque bien es cierto que la huida desde allí no habrá sido muy fácil. Entonces, ¿tendremos que ser nosotros quienes comuniquemos la noticia? Los grandes cayeron sobre nosotros. ¿Quién soy yo para quejarme, habiendo hecho otro tanto en otros lugares? La emperatriz puso cerco al obispo en su castillo de Wolvesey en la misma ciudad, y el obispo arrojó sus flechas de fuego sobre los tejados más que sobre sus enemigos. La ciudad ha sido destruida. Un monasterio de monjas ha ardido por completo, las iglesias han sido arrasadas y mi priorato de Hyde Mead que tanto ambicionaba poseer el obispo Enrique, ha sido pasto de las llamas. Estamos aquí los dos sin hogar y pidiendo cobijo. Los monjes se han desperdigado por todas las abadías benedictinas de la comarca con las que tienen vínculos de sangre o de amistad. Nadie regresará jamás a Hyde.
Era cierto. El dedo de Dios había indicado a un pobre diablo el medio de escapar de aquella trampa y, desde lo alto de una loma, éste había contemplado el resplandor escarlata y la negrura del fuego y el humo que devoraban la ciudad. La ciudad del obispo Enrique a la que él mismo había prendido fuego con sus propias manos.
—¡Que Dios los castigue a todos! —exclamó indignado Cadfael.
—¡No os quepa duda de que lo hará!
La voz de melosa suavidad y chirriante eco resonó bajo la arcada de la caseta de vigilancia. El monje portero salió, esbozando una sonrisa de bienvenida, y un mozo se acercó a toda prisa para hacerse cargo de las monturas al observar la presencia de unos fraternos visitantes. El gran patio se abría sereno bajo el sol en medio de un incesante ir y venir de atareadas personas, monjes, hermanos legos, administradores, todos ellos ocupados en sus habituales asuntos. Los niños oblatos y los escolares, una vez finalizados los estudios de la jornada, estaban jugando a la pelota y sus alegres y estridentes voces atravesaban el aire en la media hora que todavía faltaba para el mediodía. Allí la vida se dejaba oír, sentir y ver con tanta regularidad como la sucesión de las estaciones.
Los tres se detuvieron en la caseta. Cadfael sujetó innecesariamente el estribo pues el desconocido desmontó con tanta naturalidad como un pájaro que se posara y doblara las alas, aunque lo hizo muy despacio y con lánguida gracia, desplegando después un largo cuerpo de gran prestancia, pero muy debilitado, cuya altura debía superar con creces el metro ochenta y cuya apariencia semejaba la de una enhiesta y delgada lanza. El joven saltó de la silla en un instante y permaneció de pie haciendo nerviosos gestos como si tuviera celos de la servicial mano de Cadfael. Pero seguía sin decir nada, ni para dar las gracias o para protestar.
—Seré vuestro heraldo ante el abad Radulfo —dijo Cadfael—, si me dais vuestra venia. ¿Qué deberé decirle?
—Decidle que fray Humilis y fray Fidelis, del antiguo priorato de Hyde Mead, que ha sido totalmente arrasado, solicitan audiencia y protección de su benignidad en toda sumisión y en nombre de nuestra regla.
Aquel hombre habría conocido muy poco la humildad y menos la sumisión en su vida pasada, aunque ahora había abrazado ambas cosas en todo su corazón.
—Así se lo diré —dijo Cadfael, volviéndose para mirar un instante al joven monje como si esperara su amén. La cabeza oculta bajo la cogulla se inclinó modestamente con el ovalado rostro escondido entre las sombras, pero no hubo ni una sola palabra.
—Disculpad a mi joven amigo —dijo fray Humilis, erguido junto a la blanca cabeza de su mula— si no os puede expresar su gratitud. Fray Fidelis es mudo.