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—¿Por qué? —preguntó Simcor Beddle.

Calibán no tuvo necesidad de pedirle que explicara a qué se refería. Sabía lo que el hombre deseaba saber.

El aeromóvil atravesaba el espacio, viajando en órbita sincrónica del planeta. Muy abajo, las doce heridas rojas abiertas en la superficie del planeta comenzaban a enfriarse. Ni el hombre ni el robot podían apartar la mirada de aquel espectáculo increíble y aterrador.

—No le he salvado la vida porque sea usted humano —dijo Calibán—. Fui en su busca por las razones que expliqué delante de Prospero. Tarde o temprano, otros habrían deducido lo que yo deduje: que un desquiciado robot Nuevas Leyes había encontrado la manera de burlar las Nuevas Leyes e inventado un modo de matar humanos. Al cabo de treinta horas no habrían dejado un robot Nuevas Leyes con vida, y sospecho que también habrían atentado contra mí. La noticia de lo que Prospero intentó se difundirá, desde luego, pero usted no ha muerto, y el robot loco sí.

—Pero por un instante… —protestó Beddle—. Admito que entonces no pensaba con claridad, pero por un instante Prospero presentó la situación como una opción entre él y yo. ¿Por qué me elegiste a mí? ¿Por qué elegiste a un enemigo humano en vez de un amigo robot? Podrías haberme matado sin riesgo de detección legal. ¿Por qué no lo hiciste?

—Era claro que no podía dejar que ambos viviesen. No deseaba matarlos a los dos. No soy carnicero. Tenía que elegir; pero no había mucho que elegir —dijo Calibán—. No creo que Prospero hubiese sobrevivido si usted hubiera muerto por su culpa. La Primera Nueva Ley lo habría sometido a un estrés fatal. El creer que no la infringiría produjo en él una tensión insoportable. Si hubiera cumplido su cometido, no lo habría resistido. Habría enloquecido y muerto. Pero eso era incidental. Usted tiene razón. Cuando Prospero lo presentó como una elección entre los dos, yo necesitaba un motivo razonable para escoger, y entonces pensé en los robots, tanto en los Tres Leyes como en los Nuevas Leyes, que Prospero había matado por el simple delito de interponerse en su camino. Eso fue lo que hizo que me decidiese.

—Entiendo —dijo Beddle. Tras titubear por un instante, añadió—: Hablaré con más franqueza que sabiduría, supongo, pero de un modo u otro hablaré. Debo encontrarle algún sentido a lo que ha ocurrido hoy, de lo contrario una parte de mí se pasará la vida preguntándose por qué Calibán, el robot Sin Leyes, no me mató cuando tuvo la oportunidad. Sabes muy bien que he destruido robots siempre que me convenía hacerlo. Entonces, ¿qué diferencia existe?

—Ínfima —respondió Calibán—, tanto que apenas si existe. Usted estaba dispuesto a matar robots, y él estaba dispuesto a matar humanos, lo cual constituía un burdo equilibrio del mal; pero Prospero estaba dispuesto a matar robots, incluso de su propia especie, para obtener una ganancia. Los humanos como usted le mostraron que a la sociedad no le importaba que los robots murieran por capricho. Él aprendió bien la lección, y no hay duda de que cometió muchos crímenes espantosos contra los robots. Usted es en parte responsable de ello, pero en definitiva, yo no tenía pruebas de que estuviera dispuesto a matar humanos por conveniencia.

Simcor Beddle miró a Calibán, cuyo perfil se recortaba contra los fuegos que ardían en Inferno. Calibán había juzgado que él era levemente menos aborrecible que un asesino múltiple que probablemente hubiera muerto de todos modos, y por lo tanto tenía más derecho a vivir. Y aun así había realizado un gran esfuerzo, y corrido un gran riesgo, para salvarlo.

Simcor Beddle tuvo un pensamiento que en muchos sentidos lo hacía sentirse humilde al tiempo que, paradójicamente, lo llenaba de orgullo.

Calibán no estaba dispuesto a admitirlo ante Simcor Beddle, pero sin duda sus actos decían a las claras que había aprendido que la vida de un ser humano, aun la de un enemigo, tenía un valor inapreciable.

Tal vez, pensó, ese fuera el mensaje que todos debían captar en las tres leyes originales de la robótica.