21

Kresh permaneció en el despacho, a solas con la unidad Dee.

No tenían mucho que decirse, pero Kresh no encontraba otro lugar donde ser útil, y no había mucho más que hacer. Sólo aguardar, sosteniendo la mano imaginaria de la unidad Dee, con la esperanza de que ella…

—Perdón, gobernador Kresh.

—Sí, Dee. Estoy aquí. ¿De qué se trata?

—Hay una novedad. Se está repitiendo un mensaje por una frecuencia general de hiperonda reservada para uso robótico. La emisión se origina en un aeromóvil que vuela velozmente por la zona de impacto proyectada para el primer fragmento. Le pido que escuche.

Una nueva voz, que Kresh conocía muy bien, salió por los auriculares.

«Aquí Calibán, robot número CBN-001…».

Kresh oyó el mensaje por dos veces, atónito. ¿Qué demonios se proponía Calibán? ¿Por qué creía que él podía encontrar a Beddle cuando los demás no podían? ¿Por qué sobrevolaba la zona donde se produciría el impacto?

—¿Ha oído suficiente, gobernador Kresh? —preguntó Dee.

—¿Qué? ¿Qué? Sí, sí, desde luego.

—Según mi información —prosiguió Dee—, Calibán es un robot Sin Leyes, por lo que carece de restricciones de conducta. Es capaz de mentir, robar, engañar y asesinar… igual que un humano. ¿Correcto?

—En lo esencial, sí. Al igual que un humano, no tiene restricciones de conducta, salvo las que él se imponga.

—Me pregunto de qué servirán tales restricciones —dijo Dee con desdén—. Muy bien. Al parecer Calibán cree que puede salvar a Simcor Beddle antes de la colisión. Responda sinceramente, por su honor. ¿Usted le cree?

«Sólo la verdad puede salvarnos», se dijo Kresh. Creía saber —o eso esperaba— qué pasaba por la mente de Dee. Si Calibán podía salvar a Beddle, el requerimiento Primera Ley de que Dee protegiera a Beddle quedaría disminuido. Con una disminución suficiente, quizá permitiera que Dee actuara y ejecutase el paquete terminal de descenso. ¿O se equivocaba? ¿La induciría a ejecutar el programa Última Instancia? ¿O el peligro para Beddle era una especie de escudo que Dee utilizaba para salvarse de una elección imposible? No había modo de saberlo.

¿Y si le decía lo que ella quería oír, y el efecto resultaba ser el contrario? ¿Y si le mentía, y luego Calibán transmitía un nuevo mensaje, diciendo algo que mostraba a Kresh como un mentiroso?

No. No había modo de conocer el resultado, dijera lo que dijese. La verdad, pues. Si el planeta debía vivir o morir según lo que él dijera, que esas palabras fueran la verdad.

Pero ¿qué diablos era la verdad? ¿Calibán hablaba en serio? ¿Juzgaba bien la situación? ¿O acaso, en un intento descabellado, procuraba salvar el planeta con su muerte? Kresh sabía que Calibán podía mentir, pero ¿lo haría? ¿Estaba mintiendo? Kresh ignoraba qué se proponía aquel robot Sin Leyes, cuáles eran sus motivos.

—Gobernador Kresh, necesito su respuesta.

—Lo sé Dee. Déjame que la medite cuidadosamente.

—Muy sabio, señor, pero el tiempo apremia.

Como si necesitara que se lo aclarasen.

—Sólo un instante —dijo Kresh. Ojalá supiera por qué la unidad Dee necesitaba ese dato en ese momento.

Ojalá Fredda estuviera allí para guiarlo con su pericia. Pero la unidad Dee quería estar a solas con él, y Kresh no se atrevía a romper ahora ese trato, ni siquiera por los sabios consejos de Fredda…

«Un segundo. Fredda». Calibán había mencionado el honor de Fredda. Allí estaba la respuesta. Eso era. Alvar Kresh nunca había sabido qué pensar de Calibán. Desde la perspectiva de Kresh, el robot Sin Leyes había sido muchas cosas, fugitivo, víctima, héroe, villano, conspirador, portavoz de la decencia, portavoz de la rebelión, pero siempre había un fondo de integridad. Aunque Calibán no se regía por leyes externas, siempre era fiel a las leyes que él mismo se había impuesto.

Y siempre había tratado a la doctora Fredda Leving, su mentora, su creadora, con el mayor respeto y deferencia. Siempre la había honrado, de modo que no mentiría en nombre de ella.

—Calibán es de fiar —dijo al fin—. Es sincero en sus palabras, y puede hacer lo que cree que puede hacer.

—Gracias, gobernador. Le creo, y creo que está en lo cierto. Aguarde, por favor.

Se produjo una breve pausa y luego la voz conjunta de Dee y Dum habló una vez más.

—La fassse inicial de la aprrroximaciónnn terminal preprogrrramada comenzará dennntro de una hora, veinte minutosss.

Kresh respiró de nuevo… y entonces advirtió que había contenido el aliento. Todo sucedería tal como Davlo Lentrall había dicho.

Ahora sólo tenían que habérselas con una docena de colosales fragmentos cometarios estrellándose contra Inferno.

Nunca habían encontrado Valhalla, y a menos que se molestaran en rastrear aquel aeromóvil, jamás lo harían.

Calibán retomó el control del aeromóvil mientras se aproximaba a la zona de impacto. Allí estaba, el lago Loki. Era uno de los cientos o miles de lagos diminutos que moteaban aquella región, cada uno de ellos exactamente igual a los demás. Pero Loki era diferente de los demás. Todos se habían concentrado siempre en la idea de que Valhalla estaba bajo tierra, y así era.

Sólo que también estaba bajo el agua.

Calibán guio el aeromóvil en una curva cerrada y elevó la nariz del vehículo. La zona estaba llena de pistas ocultas, centros de reparaciones camuflados y refugios subterráneos que podían ocultar aeromóviles. Nada de ello importaba ahora. Daba igual que todos los satélites en órbita del planeta detectaran que él aterrizaba allí, pues al cabo de tres horas nada de aquello existiría. Calibán descendió a orillas del lago.

Sacó la pistola de la guantera y hurgó en los compartimientos de almacenaje hasta encontrar un recipiente hermético donde meter el arma. Vació el recipiente, guardó el arma, lo cerró. Lo más probable era que la inmersión no dañase el arma, pero no era el momento de correr riesgos innecesarios. Se puso el recipiente bajo el brazo, abrió la escotilla y se apeó. Anochecía, y pasó a visión infrarroja. En la costa descubrió otras dos pruebas de que había acertado. Una de ellas era un hangar camuflado, diseñado para impedir que los vehículos fueran detectados desde el aire, pero que era perfectamente visible desde el suelo. La otra, un aeromóvil que reconoció. Miró el aparcamiento y advirtió que faltaba uno de los vehículos de carga.

Aquello no era una buena señal. Todo era tal como había creído, pero algo fallaba. Nunca le había disgustado tanto tener razón. Se dirigió hacia la costa. Había muchos modos de entrar en la ciudad y salir de ella, pero esa era la entrada principal.

La vereda era del mismo color que la costa arenosa. Estaba bien camuflada y resultaba difícil de distinguir aun en el suelo. Era imposible detectarla desde el aire. Calibán la encontró fácilmente, la siguió bordeando la costa y se adentró en el agua. Caminó con el agua hasta los tobillos, hasta las rodillas, hasta la cintura, hasta quedar totalmente sumergido.

La gente flota, los robots se hunden. Un robot podía caminar por la senda que seguía Calibán, moviéndose más despacio bajo el agua, pero sin ningún otro problema. Un humano subiría a la superficie. Un humano que llevara suficiente lastre y el equipo necesario para respirar habría podido caminar por esa senda, pero no con facilidad. La principal ventaja de la entrada subacuática era, precisamente, que un humano no habría pensado que allí había una entrada.

Calibán siguió andando, internándose cada vez más. Al fin llegó a la serie de cámaras de descompresión que constituían la entrada principal de la ciudad de Valhalla. Escogió las cámaras más cercanas, junto a la sección de cargamento, y entró, cerrando la puerta externa y esperando a que el sistema de bombeo extrajera el agua de la cámara e introdujera el aire del interior de la ciudad. Al fin la puerta interior se abrió y Calibán pasó.

Allí estaba. Había esperado encontrarlo, pero no le complacía. El vehículo de carga, una caja hermética que podía arrastrarse tirando de una barra soldada en la parte delantera. Tenía la forma y el tamaño de un ataúd de acero sobre ruedas, lo cual resultaba una comparación poco feliz. Calibán miró el interior de la caja. Sí. Allí estaba. Una botella de aire comprimido, máscara y un purificador de dióxido de carbono. Todo tenía sentido. El secuestrador no querría dañar a su víctima; pero el tiempo apremiaba. Calibán sacó la pistola del recipiente hermético y la empuñó con la mano derecha mientras avanzaba, saliendo de la zona de cámaras de descompresión para internarse en los corredores de la ciudad subterránea. Aunque creía saber dónde buscar a Beddle, no podía estar seguro. Tal vez tuviera que recorrer buena parte de la ciudad para encontrarlo. Debería trabajar deprisa.

Encontró al primer robot Nuevas Leyes a pocos cientos de metros de las cámaras de descompresión. Estaba despatarrado y boca arriba en el suelo, con un disparo en la nuca, igual que las víctimas del aeromóvil. Calibán se arrodilló y lo movió. Era Lacon-03, la protegida de Prospero. Al parecer Lacon se había cruzado en el camino de alguien.

Sin embargo, nada podía hacer por ella, y cada vez quedaba menos tiempo. Tenía que seguir en movimiento. Localizó otros tres Nuevas Leyes asesinados. En la ciudad sólo habían quedado algunos encargados de los detalles de último momento. Al parecer los secuestradores los habían liquidado a todos.

Cada uno de ellos sería llorado, alabado, recordado… pero el tiempo apremiaba. Calibán echó a correr en dirección a la aséptica ciudad desierta. Cada pasaje —pulcro, inmaculado, sensato, utilitario, cuidadosamente configurado—, cada calle y cada edificio era ahora inútil, inservible. La ciudad vacía de Empalme parecía un lugar moribundo, perdido, abandonado. La ciudad vacía de Valhalla parecía un lugar donde nadie había vivido nunca. Calibán ahuyentó esos pensamientos y subió por una rampa que conducía al nivel superior, la enorme y semicilíndrica galería principal de Valhalla. Corrió por el bulevar central y entró en el principal edificio administrativo. Aminoró el paso y avanzó con mayor cautela por la anchurosa rampa que llevaba al piso superior del edificio y las oficinas.

De pronto percibió una voz. Una voz humana. La voz de Beddle. Aguzó el oído. Al principio sólo entendió algunas palabras aisladas: «Lo que quieras saber… te prometo eso…». Se aproximó a la puerta y oyó que Beddle decía:

—Haré las promesas que quieras, y las pondré por escrito. Sólo déjame salir de aquí. Me has convencido de que tu causa es justa. Déjame partir y…

—Si te dejo partir, demostrarás que eres un mentiroso —dijo otra voz.

Era la voz de Prospero.

Calibán sintió una nueva oleada de asco. Lo sabía, estaba seguro, pero el conocimiento y la prueba eran dos cosas diferentes. Hasta ese momento, había rogado estar equivocado. Sin embargo, ahora había perdido esa esperanza.

Entró en el despacho, el despacho de Prospero, arma en mano.

—Mentiroso o no —dijo Calibán—, dejarás ir a este humano.

Un cuadro surrealista saludó a Calibán cuando entró en la habitación, una serie de complejos detalles que asimiló en menos de un segundo. Prospero estaba en un lado de la estancia, frente a su escritorio, ante una gran ventana que ofrecía una magnífica vista de la ciudad. Un sistema de fotosensores dividía la habitación en dos. Los sensores estaban empotrados en una larga pared, a unos veinte centímetros el uno del otro, dispuestos en una línea vertical que iba del cielo raso al suelo. La pared opuesta estaba bordeada de emisores de haces, tan brillantes que eran perfectamente visibles, que apuntaban a los fotosensores.

Un dispositivo aparatoso, con forma de torpedo, pero con un potente taladro en la punta, se encontraba a los pies de Prospero. Un cable unía el dispositivo a una caja de empalmes. Otro cable unía esta a los fotosensores.

Detrás de la barrera óptica formada por los fotosensores, se hallaba Simcor Beddle, jefe de los Cabezas de Hierro. Se lo veía ojeroso y demacrado, con una expresión de temor en los ojos desorbitados. Estaba tan aterrado que no parecía darse cuenta de que alguien más había entrado en el despacho.

Beddle presentaba un espectáculo lamentable. Estaba sin rasurar, con el cabello desgreñado. Vestía un mono gris y amorfo que le colgaba desmañadamente. Tenía manchas de sudor en las axilas, y una pátina de sudor grasiento cubría su cara. Su poder, su autoridad y su arrogancia se habían evaporado.

Parecía aturdido, confuso. Miró a Calibán como si mirase a través de él.

—¿Quién está ahí? —preguntó—. ¿Quién está en la puerta?

Calibán hizo caso omiso de él y siguió mirando la estancia. En el lado donde estaba Beddle había un refrescador portátil, y en el otro una provisión de botellas de agua y raciones de supervivencia. En el centro de la habitación vio un catre precario, con una manta y una almohada. Calibán comprendió de pronto que el dispositivo con forma de torpedo era la bomba punzón. Estaba conectada a los fotosensores. Si Beddle intentaba cruzar la barrera formada por estos, la bomba estallaría, o al menos Prospero lo había convencido de que estallaría. Para el caso, daba lo mismo.

Calibán también entendió algo más. Un robot no podía lastimar a un ser humano. En eso consistía la Nueva Primera Ley, y, al menos en la menos generosa de las interpretaciones, Prospero no había dañado a Beddle literalmente. Sin duda había llevado un anestésico seguro al ocultarse a bordo del aeromóvil de este. Se había encargado de que el inconsciente Beddle tuviera aire suficiente para su viaje por el fondo del lago en el vehículo de carga, y le había procurado abundante agua y comida, así como instalaciones sanitarias adecuadas, ropas y una cama decente. No le había hecho el menor daño en un sentido físico.

Si Beddle optaba por permanecer donde estaba, no sufriría ningún daño por parte de Prospero, y si cruzaba la barrera de fotosensores, no sería este sino él mismo el que activaría la bomba que lo destruiría, la misma con la que había pensado destruir una ciudad llena de robots Nuevas Leyes.

Prospero no estaría obligado a intervenir. La segunda cláusula de la Primera Ley original requería que un robot actuara para impedir que un humano resultase dañado.

Un robot Tres Leyes no podría permanecer ocioso si Beddle se ponía en peligro, pero no ocurría lo mismo con los robots Nuevas Leyes.

Prospero podía, por medio de su inacción, permitir que un humano resultase perjudicado.

Cuando el cometa cayera Beddle moriría, sin duda, pero no a causa de lo que Prospero hiciera, sino de las acciones de otros, entre ellos Davlo Lentrall, Alvar Kresh y los ingenieros, diseñadores y pilotos que desplazaban el cometa.

Prospero había encontrado una laguna en la Nueva Primera Ley, un modo de matar sin matar. Sólo se requería una interpretación mezquina e insidiosa, y también que Prospero estuviera medio loco.

El líder de los robots Nuevas Leyes se volvió hacia Calibán, y fue evidente que aquel podía satisfacer ese requerimiento sin la menor dificultad. Sus ojos anaranjados relucían con inusitada intensidad. Los dedos de su mano izquierda temblaban espasmódicamente. Su rebuscada interpretación de la Nueva Primera Ley lo sometía a un tremendo estrés, y obviamente Prospero no había soportado la presión.

—¡Calibán! —exclamó complacido—. Sabía que serías tú. Nadie más sería capaz de descifrarlo.

—Estás loco, Prospero —dijo Calibán—. Pon fin a todo esto ahora mismo y deja que nos vayamos.

—¿Cómo lo has deducido? —preguntó Prospero, haciendo caso omiso de las palabras de Calibán. Se volvió hacia él con excesiva rapidez y a punto estuvo de perder el equilibrio—. ¿Cuál ha sido la pista que te ha traído hasta aquí?

—Norlan Fiyle dijo que quien había matado a los robots del aeromóvil odiaba a los robots Tres Leyes. Tú siempre los has despreciado.

—No son más que esclavos voluntarios —masculló Prospero—. Colaboran en su propia opresión. Ellos no importan.

—¿Y qué hay de Lacon-03 y los otros robots Nuevas Leyes que yacen muertos en los pasillos de Valhalla?

—Lamentable pero necesario. Habrían intentado detenerme. Tenía que escoger el mayor bien para el mayor número posible. Ahora no pueden detenerme. —Prospero volvió la mirada hacia el escritorio, sobre el que había una pistola.

Calibán no hizo caso de la amenaza implícita.

—Yo puedo detenerte —dijo—. Y lo haré.

—No —replicó Prospero—. No puedes hacerlo.

—No me dejas elección. Otros deducirán la verdad igual que lo he hecho yo. En cuanto los humanos comprendan que un robot Nuevas Leyes planificó la muerte de un ser humano, los robots Nuevas Leyes serán exterminados.

—Yo no he planificado su muerte —protestó Prospero con voz repentinamente aguda— ni he dañado a ningún ser humano. Tan sólo ofrecí opciones a otros.

—Opciones que eran malas o imposibles para los demás, y sólo buenas para ti. Si pagaban el dinero del rescate, Gildern y los Cabezas de Hierro quedarían en descrédito. Si desviaban el cometa, la ciudad de Valhalla se salvaría, a expensas del futuro del planeta. Si se negaban a hacer ambas cosas, Simcor Beddle, el mayor enemigo de los robots Nuevas Leyes, el hombre que quería destruiros, moriría, y los Cabezas de Hierro quedarían debilitados. Esa parte del acertijo me llamó la atención. Tú eras el único sospechoso que podía obtener ventaja tanto si las exigencias del rescate se cumplían como si se rechazaban.

»Desde luego, no liberarías a Beddle aunque cumplieran todas tus exigencias. Él habría hablado. Sucediera lo que sucediese, tendría que morir, y eso fue lo que me dio la certeza de que eras el culpable. La última línea del mensaje de rescate decía “O Beddl muere”. No que tú lo matarías, sino que moriría. No podías expresar una amenaza de homicidio… aunque sospecho que te has degenerado tanto que ahora podrías hacerlo.

—Oh, sí —dijo Prospero, con un destello en los ojos—. Matar, matar. M-matar un humano. Ahora puedo decirlo con relativa facilidad. Pero no puedo hacerlo. Sólo puedo planear, conspirar, aprovechar oportunidades.

—¿Fiyle lo sabía? —preguntó Calibán, señalando a Beddle—. Él te habló del plan de la bomba punzón, pero ¿sabía lo que habías decidido hacer?

—No —respondió Prospero con desdén—. Porque optó por no saber. Cuando me lo contó, sólo le dije que evacuaría Valhalla lo antes posible, y creo que eso le bastaba. Norlan Fiyle siempre ha sabido ignorar los hechos inconvenientes y convencerse de lo que quería creer. Como la mayoría de los humanos.

—¡Tú! ¡El otro robot! —exclamó Beddle, que al parecer había recobrado la lucidez y comprendía lo que estaba pasando—. ¡Te ordeno que me liberes! Desactiva la bomba y rescátame de inmediato. Sácame de aquí.

—¿Por qué razón, Simcor Beddle? —preguntó Calibán en un arrebato de furia—. ¿Para que puedas abogar apasionadamente por mi destrucción?

—¿Qué? —preguntó Beddle, desconcertado—. ¿A qué te refieres?

—¿No me conoces? ¿No reconoces al robot Sin Leyes que has mencionado en todas tus denuncias? Has demostrado un odio implacable hacia mí. ¿Ni siquiera me conoces?

—¡Espacio ardiente! —exclamó Beddle, horrorizado—. Calibán… Tú… —Pareció recobrar la compostura y, con voz colérica, añadió—: Debí saber que estabas en esto. Tú eres el robot que puede matar. ¿A eso has venido? ¿A asestarme el golpe de gracia?

—¡Sí! —exclamó Prospero—. Magnífica sugerencia. Hazlo. Hazlo, amigo Calibán. Agarra esa pi… pistola y dispara.

—¡Basta, Prospero! —gritó Calibán.

—¡Estoy harto de esta insensata pasividad que me imponen las Nuevas Leyes! ¡Hazlo en forma directa y expeditiva! Tú eres el robot que puede matar. ¡Pues ma… mata! ¡Mata al hombre que ha jurado destruirnos! ¡Dispara y termina de una vez!

Calibán miró a Simcor Beddle y a Prospero, y luego la pistola que empuñaba y la pistola que estaba en el escritorio. Era evidente que no todos sobrevivirían a ese día. La única pregunta era quién o quiénes morirían. Calibán miró nuevamente a Beddle y a Prospero. ¿Qué clase de locura y odio elegiría salvar? Tal vez debía liquidarlos a ambos y terminar con aquello de una vez.

Pero no. No se convertiría en lo mismo que despreciaba. Había muy poco que escoger entre ambos, y aun así tenía que escoger.

El tiempo apremiaba.

Los tres permanecieron inmóviles como estatuas; sólo se oía la respiración jadeante de Beddle. Tenía que escoger. Escoger entre la justicia y la venganza.

Pasó un instante más, y otro.

Calibán alzó la pistola.

Y disparó.

Prospero, jefe de los robots Nuevas Leyes, héroe de su causa, cayó pesadamente al suelo con un estrépito que resonó largamente en la estancia y resonaría para siempre en la mente de Calibán.

—Secuencia de fragmentación inicial lista —anunció la unidad Dee—. Haré detonar las cargas del fragmento uno… ahora.

Alvar y Fredda estaban en la sala principal del Centro de Control de Terraformación contemplando la gran pantalla. Una silenciosa floración de luz estalló detrás del cometa Grieg, y un gran trozo de este se desprendió de golpe y se alejó. El parasol se hizo jirones en varias partes y una nube de escombros, polvo y gas oscureció la visión.

—Activando impulsores del fragmento uno —dijo Dee.

El fragmento desprendido comenzó a moverse con mayor deliberación, cambiando imperceptiblemente de rumbo. Tras una breve pausa se oyó la voz grave de la unidad Dum.

—Desvío exitoso del fragmento uno. Masa real dentro del tres por ciento de la proyectada. Margen de error del impacto estimado en tres kilómetros.

Era un muy buen comienzo. El primer impacto no se produciría a más de tres kilómetros del punto fijado. Para lograr ese milagro, Dee y Dum habían realizado mediciones en tiempo real de la masa del fragmento y su trayectoria durante la ignición del impulsor, y habían realizado correcciones sobre la marcha. Alvar Kresh sacudió la cabeza, maravillado. ¿Cómo diablos había soñado con lograr semejante precisión con control manual?

—Veinte segundos para la detonación de las cargas del segundo fragmento —anunció Dee con calma—. Hasta ahora, todo bien.

—Esperemos que siga así —musitó Fredda, tomando a Alvar de la mano.

—Para bien o para mal —dijo él—, pronto todo habrá terminado.

A simple vista era obvio que Prospero había conectado correctamente la bomba, pues si Beddle hubiera cruzado los haces esta habría estallado. Calibán examinó toda la instalación con suma atención. Cuando se trataba de desactivar bombas, era aconsejable estar muy seguro antes de actuar.

—¡Deprisa! —exclamó Beddle—. ¡Por favor!

Calibán se concentró en su tarea, como si no lo hubiese oído. Al menos Prospero no había puesto trampas cazabobos, o él no veía ninguna. Allí estaba. El canal de potencia de la bomba. Primero lo cortaría, luego pasaría a las fotocélulas y por fin a los haces sensores. Calibán tocó los interruptores, y los haces se desvanecieron. El arma era inofensiva.

—¿Eso es todo? —preguntó Beddle, aterrorizado—. ¿Estamos a salvo?

—Sólo hasta que una montaña de hielo caiga sobre nosotros —respondió Calibán. Caminó hacia la puerta, se detuvo para echar un último vistazo al robot que había matado y añadió—: Sígame. Tenemos que darnos prisa.

El cometa Grieg estaba desgarrándose. Como todos los demás en el campo de evacuación, Davlo Lentrall dividía su atención entre la imagen de la pantalla y el gran punto de luz en el cielo. Los fragmentos se alejaban de esa mole reducida siguiendo las trayectorias programadas. Él había hecho todo lo posible para impedirlo, pero había pecados para los que no había redención.

Ahora sólo le quedaba confiar en que las unidades Dum y Dee fueran menos falibles que los humanos que las habían diseñado.

Simcor Beddle miró aterrado el vehículo de carga.

—No puedo meterme de nuevo en ese carromato —masculló—. Cuando desperté ahí dentro creí que había muerto. Parece un ataúd.

—Pues se equivocaba —dijo Calibán—. Venga, entre.

—No puedo.

—Entonces morirá, y solo. Deseo sobrevivir a este día, y para ello debo marcharme, con o sin usted.

Simcor Beddle miró a Calibán con ojos desorbitados, tragó saliva y entró en el vehículo de carga. Calibán cerró la tapa con más fuerza de la necesaria, verificó que los sellos se hubieran trabado y metió el vehículo en la cámara de descompresión.

Gubber Anshaw se detuvo antes de encaminarse hacia los refugios ubicados en los túneles, debajo de la ciudad de Hades.

«Todos al refugio, todos al refugio, todos al refugio…».

La voz mecánica repetía el mensaje una y otra vez, y las palabras resonaban en las calles vacías. Por todas partes los robots conducían a la gente a sectores reforzados del sistema de túneles subterráneos. Los impactos iniciales apenas se sentirían allí, en el extremo opuesto del planeta, pero habría varias horas de peligro a causa de los desechos secundarios, rocas y escombros arrojados por la colisión. Después habría tormentas, nubes de polvo sofocante, desarreglos climáticos. Siempre que todo saliera bien, porque de lo contrario… Gubber prefería no pensar en ello. Miró a Tonya, a su lado. Gubber no le envidiaba las pesadillas que había soportado.

Ahora era tiempo de esperar. Podían haber ido a los sectores subterráneos de Ciudad Colono, pero debía permanecer con la gente de la ciudad, no aislarse y ocultarse en su conejar. Muchos colonos habían optado por refugiarse en los túneles de Hades.

Gubber elevó la vista al cielo. Desde allí no se divisaba el cometa Grieg, pero se veían otras cosas, algunas por última vez; por ejemplo, Hades tal como había sido. Cuando salieran, Hades se alzaría en un Inferno nuevo, un mundo totalmente cambiado, dispuesto a evolucionar hacia una nueva esperanza, o a derrumbarse.

—Vamos, Tonya —dijo Gubber—. Es hora de irnos.

Tonya lo siguió. Gubber encabezó la marcha, preguntándose cómo sería el nuevo Inferno.

Con un último esfuerzo, Calibán sacó el vehículo de carga del agua. Había tardado más de lo esperado en arrastrarlo por el fondo del lago. Aflojó los sellos y abrió la tapa. Simcor Beddle salió con desesperación, jadeando convulsivamente. Tal vez la botella de aire comprimido tuviera poco oxígeno. Tal vez Beddle fuera claustrofóbico. Tal vez su fatiga se debiera al pésimo estado físico en que se encontraba. Daba igual. Ahora sólo importaba escapar. La única pregunta era cómo.

Calibán no sabía si el aeromóvil que había robado en el garaje de los Cabezas de Hierro sería lo bastante veloz para salir a tiempo de la zona de impacto. Para estar a salvo tendrían que alejarse varios cientos de kilómetros, e incluso así deberían buscar algún refugio cuando descendiesen. Calibán no deseaba pilotar un aeromóvil mientras una onda expansiva supersónica rasgaba el cielo. Todo lo que estuviera en el aire sería despedazado o derribado.

—¡Astros ardientes! —exclamó Beddle. Calibán observó que contemplaba el cielo del amanecer.

Miró hacia arriba y se sintió maravillado y aterrorizado a la vez. Allí estaba el primer fragmento, el más grande, un gordo punto de luz que aumentaba de tamaño por momentos. Y detrás de él, como las cuentas de un collar, aureolados en un tenue nimbo de polvo, los otros fragmentos extendiéndose hacia el norte.

Se produjo un fogonazo y Calibán vio que el otro fragmento se partía en dos mientras se desencadenaba una serie de explosiones.

El tiempo ya no apremiaba. El tiempo se había acabado. No había modo de escapar de esas aterradoras maravillas del cielo.

Sin embargo… ¡Prospero! Prospero debía de haber planeado un modo de escapar con rapidez. Tendría que haberse quedado hasta el último momento, para regodearse con la angustia de su víctima, y para asegurarse de que Beddle no tuviera oportunidad de escapar.

El aeromóvil de Prospero. Debía de ser lo suficientemente veloz como para que le permitiese escapar.

—Vamos —le dijo a Beddle, agarrándolo del cuello sin demasiada amabilidad.

Cuando llegaron al aeromóvil de Prospero arrojó a Beddle dentro de este. Se trataba de un modelo pequeño, elegante, biplaza. Calibán se sentó ante los mandos y de pronto comprendió cómo planeaba escapar Prospero. Aquel vehículo era capaz de alcanzar la órbita planetaria.

—Sujétese —dijo Calibán mientras activaba la máquina.

Beddle se abrochó el cinturón de seguridad con manos temblorosas. Era la primera vez que un robot no lo hacía por él.

—Listo —tartamudeó.

Calibán no respondió. El aeromóvil carreteó bajo el techo camuflado del hangar y al cabo de un instante sobrevolaba el lago, arrojando una vibrante neblina de agua que rodeó el vehículo.

Calibán se elevó sobre la neblina y miró el paisaje que estaba por morir. En pocos minutos más todo aquello desaparecería para siempre. Él y Simcor Beddle serían los últimos seres en contemplarlo.

Calibán se demoró un momento más y aceleró, apuntando la nariz del aeromóvil hacia arriba y hacia el este.

«El este», pensó Calibán mientras guiaba el aeromóvil hacia la seguridad. El este, morada del alba y de nuevos comienzos. Se preguntó si viviría el tiempo suficiente para presenciar otro amanecer.

—Todos los fragmentos en curso —anunció la unidad Dum— y descendiendo dentro de los parámetros proyectados. La operación se desarrolla de acuerdo con los planes previstos. Impacto del primer fragmento dentro de cinco minutos, veintidós segundos.

Fredda Leving sentía los latidos de su corazón y la boca cada vez más seca. Iban a hacerlo. Realmente iban a hacerlo. Aquella idea descabellada había pasado de la improbable teoría a los hechos innegables. Estaban por arrojar un cometa contra su propio mundo. Se sintió abrumada por la osadía, el coraje, la desesperada voluntad de intentar algo, lo que fuese, para salvar el planeta. Nadie en el universo hubiese pensado que los espaciales eran capaces de hacer algo así.

Fredda pensó que tal vez ya no fueran espaciales. Inferno estaba por cambiar hasta resultar irreconocible. Quizá sus habitantes también cambiaran.

Ese pensamiento le inspiró una reacción totalmente antiespacial. Se suponía que los espaciales eran cautos, conservadores y temerosos del cambio, pero la idea del cambio no la intimidaba, sino todo lo contrario. Lo aguardaba con impaciencia. Miró el reloj de la cuenta regresiva y deseó que los cinco minutos y diez segundos pasaran cuanto antes. Ansiaba que llegara el futuro.

Descendían sobre el planeta a una velocidad extraordinaria. Doce de ellos, desplazándose muy cerca el uno del otro, como las cuentas de un collar, desperdigados en una línea norte-sur, atravesando la oscuridad, el silencio y su destino.

El primer fragmento llegó al límite superior de la atmósfera, y de pronto el tiempo de oscuridad y silencio terminó. El fragmento chocó con el aire al doble de la velocidad orbital y de inmediato centelleó con los fuegos de la inmolación. La mole colosal descendió como una antorcha flamígera que abría un boquete en la atmósfera, arrojando una columna de aire supercaliente mientras se precipitaba al suelo.

Tardó sólo diez segundos en atravesar la atmósfera, pero antes de que se estrellara contra el suelo, el segundo fragmento chocó con la atmósfera y fue absorbido por la onda expansiva causada por el primero. El segundo fragmento descendió en un ángulo más oblicuo, y así tuvo que recorrer una distancia mayor por el aire más denso. El primer fragmento colisionó cuando el segundo estaba a mitad de camino en su tránsito atmosférico, y el tercero penetraba en la atmósfera.

El contacto atmosférico había inducido una liberación energética de luz y calor, pero el impacto contra la superficie hizo que lo anterior pareciera trivial. El primer fragmento chocó con una fuerza increíble, despedazando la superficie mientras se partía en millones de esquirlas, hielo, polvo y vapor rugiendo a velocidad supersónica.

El segundo fragmento chocó con fuerza igualmente destructiva, y también el tercero, y el cuarto, uno tras otro, semejantes a doce enormes martillos que empuñara un olvidado dios de la guerra. Era una lluvia de piedra, hielo y fuego que marchaba hacia el norte por Tierra Grande, desde las costas del Océano Meridional hasta las tierras de la Depresión Polar.

El último fragmento se estrelló en el límite meridional del casquete de hielo septentrional de Inferno, y de pronto el cielo polar fue una tormenta de vapor, humo, fuego y hielo que no tuvo tiempo de derretirse antes de desaparecer en forma de vapor. El agua de mar arrojada por el primer impacto en las costas del Océano Meridional se precipitó en el torbellino humeante de la Depresión Polar mientras astillas del casquete de hielo que habían sobrevivido al impacto inicial caían en las profundidades del Océano Meridional. El agua del sur llegó al norte, y viceversa.

Mientras una docena de nuevos cráteres refulgían con un rojo furibundo, eructando fuego al cielo, provocando llamaradas y causando estragos en el terreno, ya se iniciaba el nuevo patrón de circulación del agua.

Las llamas ardían con el mismo furor que en el infierno que había dado su nombre al planeta, pero algunas llamas alumbran el camino de la esperanza, y para el planeta Inferno el futuro al fin había comenzado.