Mientras se disponía a gozar de un postergado descanso y su esposo se acostaba junto a ella, Fredda Leving se preguntó si había hecho lo correcto. La llamada a Devray no había implicado problemas morales profundos ni permanentes, y la búsqueda de Donald había sido infructuosa. Pero ella había efectuado una segunda llamada, sin atreverse a decírselo a Alvar.
De hecho, se engañaba a sí misma. Sabía muy bien que no había hecho lo correcto. Había interferido en una investigación policial. Sin embargo, su deuda como creadora se había impuesto. Conocía a Justen Devray y sabía qué opinión le merecían Calibán y los robots Nuevas Leyes. En cuanto se presentase la oportunidad, Devray dispararía primero y preguntaría después. Si no lo hacía él, lo haría otro, y ella les debía algo mejor a los robots, sus creaciones.
Equivocada o no, no había tenido más opción que hacerlo. Alguien debía avisarles.
Calibán tomaba la situación con similar ambigüedad.
Estaba sentado ante su escritorio de la oficina de los robots Nuevas Leyes de Empalme, observando el ajetreo que lo rodeaba.
Simcor Beddle le inspiraba muy poca compasión. Era difícil preocuparse por un hombre que deseaba exterminarlo, pero desde el punto de vista de los robots Nuevas Leyes, la seguridad de Beddle no era el problema central. Parecía inevitable que una gran operación policial en las inmediaciones de Valhalla tuviera consecuencias en la evacuación de la ciudad de los robots Nuevas Leyes. La pregunta era cuántas y de qué tipo.
Calibán se levantó y cruzó la atestada habitación para dirigirse hacia el despacho de Prospero, en la parte delantera del edificio. Los robots Nuevas Leyes estaban trabajando a toda velocidad, apresurándose a encontrar medios de transporte para sus compañeros.
Calibán entró en el despacho de Prospero y descubrió que otros dos robots aguardaban para comentar otros problemas con su líder. Prospero estaba terminando una llamada de audio.
Su líder. Interesante. Calibán observó a Prospero. Este ponía punto final a su llamada y se volvía hacia el primer robot. En un tiempo el liderazgo de Prospero sobre los robots Nuevas Leyes había sido frágil, y aunque poco a poco había ganado aceptación, nada había contribuido tanto a su prestigio como el cometa Grieg. Era como si la crisis le hubiese dado un nuevo poder que lo impulsaba hacia adelante mientras guiaba a los robots Nuevas Leyes para escapar del peligro. Tal vez lo que ocurría era que ahora los robots Nuevas Leyes realmente necesitaban un líder, y Prospero estaba disponible. O quizás hubiera algo en este que los atraía.
Últimamente había estado muy ocupado viajando entre Valhalla y Empalme, persuadiendo a los funcionarios de que le brindasen medios de transporte, siempre en movimiento, siempre dispuesto a aparecer donde era más necesitado.
Y ahora la tarea estaba a punto de concluir. Calibán miró la calle por la gran ventana. Ya no había tanto tráfico, y los edificios, despojados de todo aquello que pudiera moverse, estaban vacíos. La brisa empujaba los desperdicios. Empalme, toda la región de Utopía, se vaciaba por momentos, y los robots Nuevas Leyes también se marchaban. Casi la mitad de ellos había llegado a sitios seguros, gracias a Prospero. Él los había organizado, él los había unido, y ahora que había terminado con los otros robots, estaba dispuesto a hablar con Calibán.
Calibán cerró la puerta y se acercó al escritorio.
—Entre los robots Nuevas Leyes no hay mucho lugar para el secreto, amigo Calibán —dijo Prospero, señalando la puerta cerrada.
—Pero en ocasiones es necesario, amigo Prospero. Fredda Leving me ha pedido que te comunique ciertas instrucciones, a condición de que no las repitas en otras partes. Nadie más debe saberlo. Ya he dado mi palabra de comunicártelas sólo a ti.
—¿De veras? Me intrigas, Calibán. En general no eres propenso al melodrama. Muy bien. Tienes mi palabra de que guardaré el secreto. ¿De qué se trata?
—Han secuestrado a Simcor Beddle.
—¿Qué? —Prospero miró a Calibán con renovada intensidad—. ¿Lo han secuestrado? ¿Quién? ¿Porqué? ¿Cómo? ¿Qué significa eso?
—Ignoro cómo responder a esas preguntas. La doctora Leving sólo me ha revelado que el secuestro se produjo al sur de Empalme. La noticia se mantendrá en secreto el mayor tiempo posible para impedir que cunda el pánico entre los robots Nuevas Leyes. Ella ha infringido varias reglas con el objeto de informarnos.
—Ocurra lo que ocurra, los humanos siempre se preocupan por sus esclavos robots —dijo Prospero con ironía, recobrando la compostura—, pero esa es una cuestión secundaria. Estoy seguro de que no has pasado por alto la importancia de esa posición geográfica. Es probable que haya mucha actividad policial, incluidas misiones de búsqueda, en la zona de Valhalla. Quizá no podamos hacer mucho, pero debemos reflexionar sobre el mejor modo de mantener oculta la ciudad. Es necesario que hagamos todo lo posible para proteger a los robots Nuevas Leyes.
—La necesidad de ocultarla es ahora cuestionable —objetó Calibán—. Sobre todo teniendo en cuenta que has ordenado que Valhalla fuera evacuada con mucha antelación. No fue fácil realizar la tarea, pero la mayoría de la población ya ha abandonado la ciudad. Están todos aquí, aguardando en Empalme, esperando un transporte. En Valhalla no queda nadie salvo algunos cuidadores que se encargan del traslado de equipo de último momento. ¿Para qué preocuparse por ocultar la ciudad cuando está a punto de ser destruida?
—No me disculpo por apresurar la evacuación de Valhalla. Había naves de transporte disponibles, y me ha parecido prudente emplearlas, pues temía que no estuvieran allí cuando las necesitáramos. Un cambio de planes favorable para nosotros me recordó que lo contrario podía ser igualmente posible.
—Acepto tu argumento —dijo Calibán.
—En cuanto a la necesidad de mantener oculta la ciudad —prosiguió Prospero—, bien podríamos valernos de la misma técnica de ocultación en el futuro. Más aún, debemos tener en cuenta el punto de vista humano. La historia de la ciudad que nunca encontraron podría brindarnos una ventaja psicológica. Incluso podríamos fomentar la leyenda de que la ciudad aún existe, que todos estaban buscando en el lugar equivocado. Eso sería útil algún día. Además, un examen de Valhalla podría enseñarles cosas sobre nosotros. Ya tenemos bastantes flaquezas y puntos vulnerables como para ofrecer a los humanos más ventajas sobre nosotros.
Calibán reflexionó. Una vez más, le impresionaba la meticulosidad de Prospero.
—Tus argumentos son correctos, amigo Prospero. Tienes toda la razón. Debemos hacer lo que podamos. Ahora te permitiré continuar con tu trabajo.
—Gracias por comunicarme esta novedad, amigo Calibán. También debo agradecer a la doctora Leving, desde luego… una vez que no suponga riesgos el hacerlo. Entre los humanos, ella es al menos una mujer digna de confianza.
—Sí —convino Calibán—, es una mujer admirable. Adiós por ahora, amigo Prospero.
—Pero no por mucho tiempo, sin duda —repuso Prospero, que ya estaba pensando en el nuevo tema que requería su atención.
Calibán abrió la puerta y se marchó. Se dirigió hacia la planta baja y salió a la bulliciosa calle. Elevó la vista hacia el brillante punto de luz que crecía por momentos. Estaba cada vez más cerca.
Quedaba muy poco tiempo.
¿Qué había dicho Prospero? «Debemos hacer todo lo posible para proteger a los robots Nuevas Leyes». En los últimos días Calibán había vuelto a sentirse atraído por su causa. Cuanto menos tiempo e interés les dedicaba el mundo, cuanto más dispuesto parecía a dejarlos morir si eso le convenía, más simpatizaba con ellos. «Todo lo posible». Tendría que incumplir la promesa que le había hecho a Fredda Leving. Tendría que causarle un mínimo daño, pero nada de lo cual no pudiera recobrarse. Impediría una brutal purga de robots Nuevas Leyes. Calibán era un robot Sin Leyes —el único en su especie—, y como tal sin compulsiones. Sin embargo, las leyes preprogramadas no eran el único modo de impulsar una acción.
Calibán echó a andar hacia el cuartel general temporario de la Policía Infernal Combinada, en la vieja oficina del alguacil Bukket.
Donald 111 esperaba, oculto en el bosque a un par de kilómetros de la Residencia de Invierno. La grieta de una gran roca le permitía ocultarse de los detectores infrarrojos. Mientras operase con un mínimo de potencia, reduciendo las emisiones térmicas, podría permanecer escondido el tiempo suficiente, aunque no sabía cuánto.
Había desobedecido la orden específica de su amo. La Primera Ley lo había obligado a ello, pues de lo contrario el gobernador lo habría desactivado para impedir que dijera lo que sabía a otros robots Tres Leyes. Consentirlo habría significado una inacción potencialmente dañina para un ser humano. Si lo desactivaban no podría actuar para salvar a Beddle, aunque todavía no había hecho nada al respecto. Por el momento no era necesario. Aun cuando Beddle estuviese en la zona de impacto —y no había motivos para pensar que así era—, quedaban más de tres días para que los humanos intentaran salvarlo. Donald entendía perfectamente que cualquier acción dirigida a salvar a Beddle podía dañar a otros seres humanos, por ejemplo, al obligar a robots pilotos a no transportar equipo vital mientras se sumaban a la búsqueda. Cuantos más robots hubiera en la zona de impacto a tan poco tiempo de la llegada del cometa, mayor sería la cantidad de robots que serían sorprendidos por el impacto. Una escasez de mano de obra robotizada después del impacto podía perjudicar gravemente a los humanos.
En resumidas cuentas, distraer a los robots que trabajaban en la evacuación podía causar desastres de enorme magnitud. Además, la intención de la orden del gobernador Kresh había sido impedir que Donald hablara. Al desobedecer sólo una parte de esa orden, su violación de la Segunda Ley no había sido completa. Donald había hecho lo posible para equilibrar todas las demandas conflictivas, reteniendo la opción de enviar una advertencia a los demás robots Tres Leyes mientras se abstenía de hacerlo en los hechos.
No obstante, sabía que tarde o temprano el momento llegaría. A menos que Beddle fuera rescatado a tiempo, la Primera Ley obligaría a Donald a actuar para salvarlo, superando la conflictiva exigencia de silencio de las leyes Primera y Segunda. Era inevitable que en un momento dado tuviese que intervenir. Comprender la compulsión no reducía la fuerza de la misma.
Tendría que hacer algo. Pero ignoraba qué.
Norlan Fiyle era un experto en interrogatorios. Había sido sometido a ellos muchas veces. Mientras esperaba, en la improvisada sala de la oficina de la PIC en Empalme, a que entrara el comandante Devray, se le ocurrió que quizás él hubiera participado en más interrogatorios que Devray, aunque desde el otro lado de la mesa. Aquello le resultaría útil.
Fiyle había aprendido un par de cosas sobre los interrogatorios. Ante todo, era importante no revelar todo lo que se sabía, aunque uno estuviera dispuesto a cooperar. Un interrogatorio era una negociación, un regateo. Se trataba de dar algo a cambio de algo. No era inteligente decir demasiado y demasiado pronto, aunque uno quisiera hablar, pues así se perdía la oportunidad de hacer un trato, de modo que rara vez convenía decir toda la verdad desde el principio. Ellos se sentían mejor si tenían que sonsacarla, pillar al interrogado en un par de pifias. Una vez que uno era sorprendido mintiendo, los interrogadores estaban más preparados para creer la verdad cuando la oyeran. Norlan sabía que todo aquello guardaba más relación con el instinto que con el pensamiento consciente.
Sin embargo, en un caso como ese también era importante demostrar deseo de cooperar, lo cual no era fácil si se guardaban un par de secretos… ¿y quién no tenía un secreto? A veces lo mejor era tratar de despistar al interrogador. No habría cometido la tontería de intentar esa treta con un veterano como Alvar Kresh, pero con Justen Devray las cosas tal vez fuesen diferentes. Aunque Devray era listo, no tenía mucha experiencia. Durante el arresto había llegado al extremo de revelarle que habían secuestrado a Beddle, en vez de callárselo para averiguar cuánto sabía Fiyle. Un hombre que cometía ese error podía cometer otros.
La puerta se abrió y entró Devray. Solo. Sin un robot asistente. Eso era interesante. Fiyle sonrió y se reclinó en la silla mientras Devray se sentaba y disponía sus papeles sobre la mesa.
—Me preguntaba cuánto tardaría en llegar a mí —dijo, haciendo lo posible para aparentar aplomo.
—No mucho, en realidad —repuso Devray—. Usted está vinculado con casi todos los sospechosos de este caso.
—Es verdad. Conozco a mucha gente.
—Y casi todos ellos lo contrataron como informador en un momento u otro.
—Incluida la PIC —puntualizó Fiyle—, aunque no figure en los archivos. Algunos trabajos fueron pagados en efectivo, pero ustedes no soltaron el dinero en balde.
—Espero que no. De todos modos, eso es agua pasada, suponiendo que sea verdad. Lo que quiero saber es quién le paga hoy a cambio de información.
—Nadie —contestó Fiyle, y en eso, al menos, no mentía. Siempre era bueno decir la verdad de vez en cuando, si se presentaba la ocasión—. Ahora sólo trabajo para Gildern, y no me molestaría dejar de hacerlo.
—¿No aceptó el trabajo voluntariamente?
—Digamos que Gildern me convenció de que le debía un favor.
—Pero al margen de eso usted sabía que Beddle realizaría una gira.
—Sí, lo sabía. Beddle debía usar el aeromóvil de Gildern para recorrer los poblados más pequeños.
Devray sacó una serie de imágenes fijas de su archivo y se las dio a Fiyle.
—¿Este es el aeromóvil de Gildern?
Fiyle miró las fotos. Cuatro robots, con un disparo en la nuca y tendidos de bruces en el suelo frente a un aeromóvil. Un primer plano de uno de los robots muertos. Otra toma del exterior del vehículo. Una foto de la cabina de mando, en la que aparecía el robot piloto muerto y los registradores de vuelo destruidos. Otra foto mostrando el mensaje de rescate. Devray seguía cometiendo errores, pues debería haberle mostrado una imagen del exterior del aeromóvil y esperar. No tenía por qué dejarle estudiar todas las imágenes.
—Es el coche de Gildern, en efecto —respondió Fiyle. Era el momento ideal para despistar a Devray, hacer que se olvidara de él y se interesara en otra persona, así que preguntó con tono casual—: ¿La bomba todavía estaba en el aeromóvil cuando llegaron ustedes?
Justen Devray no sabía qué pensar. Regresó a su despacho y se sentó a meditar. Si Fiyle decía la verdad, o parte de ella, los Cabezas de Hierro habían planeado una matanza en gran escala de robots Nuevas Leyes. Justen no sentía gran simpatía por los Nuevas Leyes, pero no por ello aprobaba su exterminio al margen de la ley.
Si el gobierno decidía eliminarlos de manera legal, muy bien, pero aquello era diferente. Si la gente comenzaba a tomarse la justicia por su mano, la sociedad se sumiría en el caos.
En el caso de que Fiyle dijese la verdad, habría un nuevo motivo para el crimen. Muchas personas podrían tener interés en poseer o usar una bomba punzón. No había rastros de semejante objeto en el aeromóvil, lo cual significaba que o bien nunca había estado allí o bien los secuestradores se la habían llevado, lo que sugería que sabían que estaba allí.
¿Y si el secuestro y el pedido de rescate no eran más que una pista falsa? ¿Y si habían matado a Beddle y, tras deshacerse del cuerpo, se habían ido con la bomba, dejando que la PIC buscara en la dirección errónea?
De pronto las posibilidades se multiplicaban, siempre que Fiyle dijera la verdad. Pero había muy poco que él pudiera hacer para comprobarlo. Quizá fuera posible hacerlo indirectamente. Ciertos aspectos del caso apuntaban a un sospechoso. Uno que tuviera más influencia que Fiyle, uno que pudiera ser más difícil de arrestar y de mantener entre rejas si resultaba ser menos servicial que Fiyle.
Justen tendría que reunir algunas pruebas para actuar contra ese sospechoso.
Y había llegado el momento de hacerlo.
El pedido de rescate, el dinero… Justen sabía que los casos de secuestro solían resolverse en el momento en que se procedía a entregar el rescate, pues los delincuentes tenían que exponerse para recogerlo. En el pasado remoto, antes de las transferencias electrónicas de fondos, ese había sido un problema casi insoluble para los secuestradores. Aun con dinero electrónico era posible rastrear una transferencia. Pero en este caso los secuestradores habían sido bastante listos. Devray tenía la esperanza de que no lo fueran tanto. Tenía imágenes de la escena del delito en su ordenador portátil, y echó un vistazo a la imagen del mensaje.
DETENGAN COMETA + PONGAN 500.000 CDM
CTA BPI 18083-19109 O BEDDL MUERE
Sabía un par de cosas acerca el BPI, el Banco Planetario de Inferno. Una era que las cuentas de doble número podían ser programadas para hacer varias cosas interesantes, tales como realizar transferencias encriptadas. Un depósito en una cuenta bien programada haría que la cuenta activara una rutina de descriptación simultánea de doble clave para descifrar el programa de transferencia. Eso a la vez transferiría los fondos a una segunda cuenta cuyo número estaba almacenado en el programa encriptado. Luego ambos programas se borrarían, como resultado de lo cual los fondos serían transferidos a una segunda cuenta oculta, tal vez en otro banco, y no habría manera de rastrearla.
A menos que uno fuera el comandante de la PIC, con poder para congelar todas las cuentas bancarias durante una investigación. Estaba por hacer uso de ese poder, pues al fin y a la postre se trataba de un caso extremo. Lo que tenía en mente sólo funcionaría en un planeta con una economía relativamente pequeña y un sistema de compensaciones bancarias muy centralizadas, pero sucedía que Inferno encajaba perfectamente en esa descripción.
Conectó su ordenador portátil con la base de datos del Banco Central de Compensaciones vía hiperonda encriptada y puso manos a la obra. Cada transacción electrónica del planeta pasaba por el BCC, de manera que este era un lugar ideal para rastrear transacciones ilícitas.
Llevaba más tiempo preparar los pasos adecuados que llevarlos a cabo. Primer paso: ordenar un congelamiento total en todas las transferencias salientes de todo el planeta, excepto en dos cuentas, la general de la PIC y la 18083-19109 del BPI. Segundo paso: ordenar al sistema del BCC que obtuviera el balance actual de cada cuenta del planeta. Esa tarea era compleja y el sistema del BCC tardaría varios segundos en completarla. Tercer paso: gastar un poco de dinero. Justen titubeó sólo por un instante, armándose de valor. Más tarde recobraría los fondos, y nadie saldría perjudicado. Pero ¿y si no podía?, ¿y si los secuestradores cogían el medio millón en fondos del gobierno y se esfumaban?
Justen sonrió y sacudió la cabeza. ¿Qué importaba? ¿Qué haría Kresh? ¿Descontárselo del sueldo? Impartió la orden y miró la pantalla mientras quinientos mil en créditos de demanda mercantil desaparecían de la cuenta de la PIC, se materializaban brevemente en la cuenta 18083-19109 del BPI y volvían a desaparecer con rumbo a otra cuenta oculta. Era justo lo que él había esperado, pero aun así sintió un retortijón de miedo en el estómago. ¿Y si algo se le había pasado por alto?
No importaba. Sólo había un modo de averiguarlo. Cuarto paso: ordenar al sistema del BCC que realizara un segundo inventario de los balances de cuenta, e informar si alguno había cambiado.
Teóricamente, con todas las transferencias salientes congeladas, excepto en dos cuentas, tendría que haber sólo tres cuentas con cambios. En la práctica… bien, había un solo modo de averiguarlo. Pidió la lista de cuentas con balances modificados y dejó escapar un suspiro de alivio. Sólo había tres. La cuenta de la PIC, la del BPI y una tercera, que reflejaba un depósito de quinientos mil créditos de demanda mercantil pocos segundos antes.
Quinto paso: Devray instaló un rastreador encubierto en esa cuenta, de modo que no pudiera haber ningún desplazamiento de fondos sin que él lo supiera. Apenas recordaba el sexto paso: descongelar el resto del sistema bancario del planeta. Si se hubiera olvidado de hacerlo, habría cargado en su conciencia con un crac financiero de dimensiones planetarias. De ese modo, el sistema había estado suspendido por menos de tres minutos. Ni siquiera el más rico de los especuladores, con la cuenta más abultada, notaría la pérdida de tres minutos de interés.
Sólo quedaba abrir la cuenta en cuestión y averiguar quién era el titular. Luego todo habría acabado. Sabría quién había recibido el rescate y, en consecuencia, quién era el culpable del secuestro.
Justen tenía la certeza de que sería un error y un salto lógico inapropiado, pero eso no importaba. Se prestaría al juego de todos modos.
Estaba tan seguro del nombre que surgiría en la pantalla cuando formulase la pregunta, que cuando comprobó que lo había adivinado sintió algo muy parecido a la decepción. Era la última pieza del rompecabezas. Todo encajaba. Todo apuntaba a ese sospechoso.
Precisamente por eso Justen Devray estaba seguro de que el sospechoso era totalmente inocente, pero no tenía sentido permitir que el culpable lo supiera. Se levantó y fue a la oficina externa.
—Sargento Sones —le dijo al suboficial de turno—. Envíe un equipo de detención. Arreste a Jadelo Gildern por el secuestro de Simcor Beddle.
—¿Jadelo Gildern? —preguntó el asombrado suboficial.
—Entiendo sus dudas, pero confíe en mí. Tenemos más pruebas de las que necesitamos. Mándelo buscar. —Regresó a su despacho y se sentó al escritorio. Necesitaba reflexionar. Por un brevísimo instante se preguntó si sus deducciones habrían sido correctas. Trabajaba sobre el supuesto de que Gildern era víctima de una trampa, pero ¿y si Gildern lo había hecho? Al fin y al cabo tenía los medios, el motivo y la oportunidad.
No. Era ridículo. Jadelo Gildern robaba los secretos ajenos para ganarse el sustento. Habría sabido borrar mejor sus propias huellas. Había resultado demasiado fácil de rastrear. Devray estaba seguro de que cuando Gildern montaba una operación de lavado de dinero, este llegaba limpio y así permanecía. Nunca habría organizado las cosas para transferir la suma del rescate a una cuenta nominal.
No. La idea era que Justen rastreara los fondos. El pedido de dinero estaba destinado a encauzar la investigación hacia la cuenta de Gildern, para desacreditarlo. Justen estaba seguro de ello. Sin duda los auténticos secuestradores estaban vigilando a Gildern y sabrían que lo habían arrestado. Bien. Que pensaran que Devray seguía una pista falsa.
El problema era que Justen no estaba tras ninguna otra pista. Simcor Beddle continuaba desaparecido, al igual que la bomba, y un cometa se dirigía hacia Inferno.
No tenía la menor idea de cómo encontrar los dos primeros artículos de esa lista antes que el tercero abriera un boquete enorme encima de todos ellos.
Fiyle. Tendría que interrogarlo de nuevo. Ese hombre sabía mucho más de lo que decía. Devray empezaba a comprender que no había recibido respuestas a muchas preguntas, en general por la excelente razón de que nunca las había formulado. Era hora de volver allí, interrogarlo desde el principio y luego…
Llamaron a la puerta y el sargento Sones asomó la cabeza.
—Disculpe la interrupción, señor, pero he creído que debía saberlo. Un robot llamado Calibán ha venido a verlo. Dice que quiere entregarse.