17

La alarma sonó una vez más. El alguacil Pherlan Bukket abrió un ojo somnoliento y miró el reloj. Eran apenas las siete. Bukket estaba acostumbrado a dormir hasta las ocho como mínimo. Hasta hacía un mes eso no sólo era posible, sino habitual. Hasta hacía un mes casi todas las cosas agradables eran habituales. Ahora nada era agradable, ni habitual.

Hasta hacía un mes el alguacil Bukket disfrutaba de su trabajo, sobre todo porque era el único que lo hacía. Pherlan Bukket era responsable de la ley y el orden en Empalme, o al menos lo había sido hasta un mes atrás, cuando en Empalme nadie perturbaba la ley ni el orden.

Ahora era distinto. Se producían situaciones de alerta a toda hora del día y de la noche, que obligaban a la PIC a intervenir, y ese era el motivo por el que Bukket había tenido que cederles su oficina de la ciudad.

Era natural que lo hiciese, ya que el alguacil no tenía los recursos para hacer frente a los problemas que se presentaban. Aun así, la situación era frustrante.

Apagó la alarma de una palmada y cogió el micrófono.

—Aquí el alguacil Bukket —dijo, sin molestarse en disimular su voz de dormido—. ¿Quién es y para qué?

—Aquí Control de Tráfico Aéreo de Empalme —respondió la voz de un robot—. Tenemos una señal de desastre trescientos kilómetros al sur.

—¿Y para qué me llamas? —rezongó Bukket—. No está en mi jurisdicción.

—Lo he llamado, señor, porque mis órdenes así lo requieren. Le enviaré un texto con los detalles del incidente. Si los lee en la pantalla de alerta, comprenderá.

Bukket meneó la cabeza con irritación. Algún día alguien impartiría órdenes sensatas. Encendió la pantalla de alerta.

Tres segundos después supo dos cosas. Los robots de Control de Tráfico Aéreo de Empalme habían tenido mucha razón en llamarlo.

Y él se sentiría muy feliz de endosarle aquel problema a la PIC.

Donald 111 recibió la llamada de máxima prioridad cuando el gobernador Kresh y la doctora Leving se disponían a cenar en la Residencia de Invierno.

Donald rara vez se preocupaba por las comidas del gobernador, ya que este les prestaba poca atención, pero esa noche era excepcional pues sería la última en mucho tiempo en que él y su esposa tendrían la oportunidad de compartir una comida civilizada. Ambos habían trabajado sin cesar en los preparativos previos al impacto, y sin duda tendrían que trabajar aún más al aproximarse el cometa. La doctora Leving los había sometido a un esfuerzo mayor al insistir en desviar una parte de la asistencia a los seudorrobots Nuevas Leyes, tarea esta que Donald consideraba contraproducente.

El mundo sólo se beneficiaría cuando los robots Nuevas Leyes fueran eliminados.

Sin embargo, aunque los últimos días de trabajo habían sido intensos, y seguirían siéndolo hasta que llegara el cometa, los días posteriores al impacto serían más intensos aún. Aquella sería su última oportunidad de descansar, y Donald había decidido que era una noche para hacerlo todo bien. Había supervisado personalmente la disposición de la mesa, las velas, la música de fondo, el menú y la elegante presentación. Cuando el gobernador y la doctora Leving entraron en el comedor, reaccionaron tal como él había esperado. Ambos sonrieron, quizá por primera vez en varios días, olvidándose de sus preocupaciones.

—Encantador, Donald —dijo la doctora Leving mientras su esposo la ayudaba a sentarse—. Muy considerado de tu parte.

—Buen trabajo —convino Kresh mientras tomaba asiento—. Era la noche ideal para hacer esto.

—Ambos son muy amables. —Donald estaba a punto de indicar a la cocina que trajera el primer plato cuando llegó la llamada.

En menos de una centésima de segundo, Donald la recibió, la descodificó y la identificó como de emergencia prioritaria. Otra más. En las últimas semanas eran incesantes.

Donald pensó en enfrentar esta situación por su cuenta o negarse a responder, pero las órdenes del gobernador eran claras y específicas, y las había reforzado varias veces en los últimos días. Donald no tenía opción. Con un leve pestañeo que podía considerarse el equivalente robótico de un suspiro, Donald se resignó a lo inevitable.

—Señor, lamento informarle de que hay una llamada de emergencia. Está cifrada, y la identidad del emisor se desconoce.

—Demonios ardientes —rezongó Kresh—. ¿Nunca dejan de llamar? Conéctala, Donald. Terminemos con esto de una vez. Tal vez sólo sea otro granjero que se niega a dejar sus tierras.

—Sí, señor. Conectando. Ya.

—Aquí Kresh —dijo el gobernador—. Identifíquese y diga qué desea.

—¡Señor! —respondió una voz nerviosa—. No quería contactar con usted, pero el sistema de gestión de prioridades me ha traído aquí. Trataba de comunicarme con el comandante Justen Devray.

—Está hablando con el gobernador de Inferno y no con un contestador automático. ¿Quién es usted?

—El alguacil Bukket, de Empalme. Repito que ha sido el sistema de codificación de prioridades el que me ha conectado con usted.

—Eso sólo lo hace cuando la situación requiere mi atención inmediata —dijo Kresh—. ¿Cuál es la situación?

Se produjo un breve silencio y luego una especie de carraspeo.

—El aeromóvil de Simcor Beddle se ha estrellado, señor. Al menos eso creemos. Control de Tráfico Aéreo de Empalme lo ha perdido, y se ha activado la señal de desastre, irradiada desde una posición que está en el centro de la zona de impacto primaria.

—¡Demonios ardientes! —exclamó Kresh, poniéndose de pie—. ¿Búsqueda y rescate?

—Han salido hace cuatro minutos. Llegarán al lugar dentro de cinco minutos. Sé que donde está usted es de noche, pero aquí es de madrugada. En la zona amanecerá dentro de veinte minutos, y es terreno muy peligroso, así que…

—Así que quizá tengan que esperar la luz del día para aterrizar. Muy bien. Use la senda de datos del canal lateral de esta frecuencia y envíe todos los datos que tenga. Gracias por su informe. Nos comunicaremos cuando sea necesario. Kresh fuera. —El gobernador le hizo una seña a Donald, que cortó la comunicación—. Maldición, alguien ha atentado contra Beddle.

Fredda Leving palideció.

—¿Cómo lo sabes? —protestó—. Tal vez se haya tratado de un accidente. Su aeromóvil pudo tener un fallo. El piloto pudo cometer un error.

—¿Tú crees eso, Donald? —preguntó Kresh.

—No, señor. El mantenimiento preventivo de los vehículos es uno de los medios básicos para impedir que los humanos resulten dañados. El porcentaje de averías mecánicas en los vehículos aéreos es extremadamente bajo. Tampoco es probable que se debiese a un error del piloto, menos aún tratándose de un piloto robot.

—Y es imposible que Simcor Beddle fuese quien pilotaba —dijo Kresh—. Aunque supiera cómo hacerlo, cosa que dudo, iría contra sus principios realizar una tarea destinada a un robot.

—Pero no es imposible que haya sido un accidente —apostilló Fredda—. Estrellas ardientes… No pensé que tuviéramos que vérnoslas con una situación política parecida a la que se produjo con la muerte de Grieg.

¿Qué sucedería si las cosas salían mal? Los Cabezas de Hierro culparían al gobierno, o a Alvar personalmente. A menos que acusaran a los colonos. Los Cabezas de Hierro se alzarían en armas, eso era seguro. Marchas, disturbios, arrestos, manifestaciones, lunáticos y ciudadanos cuerdos sospechando de toda clase de conjuras y conspiraciones. ¿Cómo demonios se enfrentarían a todo eso y al impacto del cometa al mismo tiempo?

—¿Pudo haber sido un accidente, Donald? —preguntó Fredda, tratando de encontrar un rayo de esperanza.

—Aunque admito que existe una posibilidad teórica de fallo mecánico o del piloto, convengo con el gobernador en que la explicación más verosímil es un acto delictivo, lo cual resulta doblemente perturbador, dadas las consecuencias políticas del caso.

—¿Perturbador? Donald, eres un maestro de la circunspección. Tenemos que actuar rápidamente. Fredda, la cena tendrá que esperar. Donald, llama a Justen Devray. Lo quiero en ese lugar cuanto antes.

La señal de llamada seguía sonando horas después del accidente, y la luz de localización del aeromóvil aún centelleaba. Sin duda la señal hiperonda también continuaba activada.

El comandante Justen Devray le hizo una seña a Gervad, su robot personal.

—Encuentra los interruptores y apaga esas malditas señales. Sabemos dónde está el vehículo.

—Sí, señor —dijo Gervad con la calma y la deferencia acostumbradas. Se dirigió hacia la pista y subió al aeromóvil. Al cabo de unos minutos el ruido se interrumpió.

Bien. Impartía una orden y alguien la cumplía. Al menos algo sucedía tal como debía suceder. Justen Devray bostezó, combatiendo el agotamiento. Allí era mediodía, pero en la ciudad de Hades, en las antípodas del planeta, era plena noche. Menos de dos horas antes Justen estaba preparándose para acostarse.

Los agentes locales aún estaban allí, si podía definir como «local» al personal de Empalme, que estaba a más de trescientos kilómetros. Eran los que habían detectado la señal, encontrado el aeromóvil y enviado una llamada prioritaria a Hades. Kresh había ordenado que Justen acudiera de inmediato, y Justen había obedecido con la celeridad del robot más dócil. Diez minutos después de la llamada de Kresh viajaba al puerto espacial de Hades. Quince minutos más tarde iniciaba un vuelo suborbital con el equipo de investigación, sobrevolando el planeta en una vertiginosa trayectoria de emergencia. Habían aterrizado en Empalme, se habían trasladado a sus aeromóviles y se habían dirigido a toda velocidad hacia el vehículo accidentado. Justen había llegado rápidamente, pero no estaba del todo despierto.

Se había ido a acostar esperando la primera noche de sueño decente en semanas. Sintió una furia irracional contra el culpable de aquello. ¿Por qué no podía haber esperado unas horas más, para dejarlo descansar un poco?

Tal vez los secuestradores tuviesen prisa, como todo el mundo en los últimos meses. Justen Devray hizo lo que todo el mundo hacía ahora: miró el cielo, buscando el punto cuyo brillo aumentaba por momentos. Allí estaba, en el cielo del oeste, el cometa, que se dirigía hacia Inferno, concretamente hacia la zona donde se encontraba Justen Devray. Al cabo de cinco días estaría allí, y entonces todo habría terminado.

Justen dejó de mirar el cometa para seguir estudiando los restos del aeromóvil, si «restos» era la palabra apropiada. Restos implicaba una colisión, un accidente, y aquel aeromóvil había aterrizado aparentemente sin problemas. El daño se había producido después del descenso, y había sido deliberado.

Alguien había secuestrado a Simcor Beddle, y Justen Devray sólo tenía cinco días para encontrar al hombre, antes de que llegara el cometa.

Devray se aproximó y estudió el exterior del vehículo. El aeromóvil había aterrizado en la cima de un cerro que se alzaba en una comarca accidentada y desierta, llena de rocas y chaparros. El poblado más cercano estaba a cuarenta kilómetros. Devray estudió la planicie agreste que allí llamaban «campiña». El cerro, que sobresalía entre una pila de rocas y malezas, quizá fuera el terreno más liso en veinte kilómetros a la redonda. Beddle y sus secuestradores no podían haberse ido caminando. Se necesitaba un experto montañista para avanzar por esa clase de terreno.

Devray sacudió la cabeza. La búsqueda había comenzado de inmediato, pero no encontrarían nada, ni huellas ni ramas rotas ni trozos de tela colgando de un arbusto. Se habían ido volando.

Sin embargo, había otro factor. Cuando se activaba una señal de desastre, toda estación de rastreo en un radio de trescientos kilómetros pasaba automáticamente a modo de sensibilidad máxima. El desierto circundante afectaba la señal de los sensores cercanos a la tierra y permitía evadir la detección a baja altura, pero el desierto estaba rodeado de cerros y mesetas, por lo que la detección resultaría sencilla. Cualquier aparato que se alejara volando habría sido detectado, y no habían dado con ninguno. Tal vez no se hubieran ido caminando, pero tampoco podían haber volado muy lejos. Era probable que Beddle y sus captores aún estuvieran en el desierto que se extendía al sur de Empalme.

El que había planeado aquello había escogido cuidadosamente el lugar antes de dejar preparado un vehículo para escapar. A simple vista, eso indicaba la presencia de al menos dos secuestradores para realizar los vuelos, pero no necesariamente. Uno solo podría haber llegado en el vehículo de escape con un aerociclo amarrado al portaequipaje, aparcar el vehículo de escape y partir en el aerociclo en la dirección que fuese. Luego era cuestión de llegar a donde estaban Beddle y su aeromóvil.

¿Dónde aterrizaría el vehículo de escape? Devray dio la espalda al aeromóvil y estudió el terreno. Allí. Ese tenía que ser el lugar. Ese declive hueco. Un vehículo habría sido invisible allí a menos que uno sobrevolara el terreno, y llegar de un punto al otro sería relativamente fácil, lo cual era de la mayor importancia cuando uno trataba con una víctima de secuestro que no estaba dispuesta a cooperar. Devray quería verificarlo personalmente, pero no tenía sentido complicar las cosas cuando un robot podía hacerlo mejor.

—¡Tú! —llamó al robot investigador más próximo—. Examina ese declive. Busca indicios del descenso de un aeromóvil.

El robot asintió con gesto grave y se encaminó hacia el declive. Justen asintió con la cabeza. Comenzaba a comprender cómo lo habían hecho. Habían descendido allí con el vehículo que habían dispuesto para escapar y luego… No. Un momento. A esas alturas no convenía hacer presunciones. Tal vez hubiesen llevado allí a Beddle, y los secuestradores hubieran esperado en tierra con el vehículo en el que huirían.

Tal vez no hubiese ningún aeromóvil. Tal vez hubieran empleado otro medio para escapar. Tal vez los secuestradores y su víctima no hubiesen escapado y en ese momento se encontraran en un escondrijo a cientos de metros de allí. Sin embargo, Devray estaba seguro de que el ataque había sido cuidadosa y metódicamente planeado. Así lo indicaban ciertos detalles de la escena del delito. Casi se imaginaba a los secuestradores usando una lista, tildando cada ítem a medida que daban el paso correspondiente.

En efecto, habían sido muy metódicos. Se aproximó al aeromóvil; delante había cuatro robots alineados, mirando hacia el otro lado. Les habían disparado en la nuca. Se arrodilló junto a los cuerpos agujereados. Cada uno había recibido un disparo, y muy preciso por cierto.

Devray dejó que los robots investigadores grabaran las imágenes. Se levantó y subió al aeromóvil.

Era un modelo de gran autonomía de vuelo, capaz de dar la vuelta al planeta e incluso de ponerse en órbita, y contaba con toda clase de suministros de emergencia. Los secuestradores se habían llevado un buen número de ellos. Tal vez, cuando verificase el inventario del vehículo lograse adivinar qué tenían en mente los secuestradores. A menos que el robo de provisiones sólo fuera para despistar.

Justen se acercó a la cabina. El robot piloto estaba en el suelo, con un disparo en la nuca. ¿Cuándo había sucedido todo aquello? ¿El atacante había salido de un escondrijo y, tras disparar al piloto, había hecho aterrizar el aeromóvil? ¿O le había disparado en tierra, después del descenso? No había modo de deducirlo. Tal vez los robots investigadores encontraran algo. Tal vez fuese un punto clave. Tal vez no significara nada.

Justen miró el resto de la cabina. Los aeromóviles tenían registradores de vuelo y otros instrumentos para consignar datos. Tal vez le permitieran averiguar algo. Pero cuando encontró los registradores desechó la idea.

También les habían disparado, con la misma precisión demostrada con los robots y el piloto.

Todo había sido ejecutado con suma pulcritud, una cosa después de la otra. En algún momento el atacante se había llevado la víctima a rastras y había activado el sistema de alarma para atraer a las autoridades. Sin duda esas tareas también figuraban en la lista. Todo muy, muy metódico.

La pista más importante, sin embargo, era también la más obvia y deliberada: un mensaje pintado en el tabique posterior de la cabina, en letras toscas.

DETENGAN COMETA + PONGAN 500.000 CDM

CTA BPI 18083-19109 O BEDDL MUERE

Devray no dudaba de que aquella torpe escritura sólo era para despistar. Prácticamente no había analfabetos en Inferno, y menos aún entre los calificados técnicos colonos. Además, ¿qué analfabeto habría podido planear semejante operativo? Aquel trabajo requería alguien que pudiera leer mapas, estudiar el itinerario de Beddle y pilotar aeronaves. No, se trataba de una pista falsa, o de una treta para impedir que el autor de la nota fuese identificado. La escritura a mano así lo sugería. Las letras eran demasiado regulares para un analfabeto carente de práctica. Parecían típicas de alguien que tratara de fingir torpeza. Los robots ya habían copiado el mensaje y tomado muestras de la pintura. Devray se encogió de hombros y no pensó más en las características del mensaje. Que sus peritos calígrafos, sus expertos en pintura y sus psicólogos lo analizaran; de todos modos, Justen estaba seguro de que no descubrirían nada.

Pero ¿qué les revelaba el mensaje en sí? La interpretación básica era sencilla: «Detengan la caída del cometa y depositen quinientos mil créditos de demanda mercantil en la cuenta 18083-19109 del Banco Planetario de Inferno. De lo contrario mataremos a Beddle».

Eso estaba claro, pero sin duda había algo más, algo que se debía leer entre líneas.

Gervad se hallaba en la cabina, examinando los registros de vuelo, y no encontraba nada revelador.

—¿Cómo interpretas esto, Gervad? —le preguntó Justen a su robot personal, señalando el mensaje.

Gervad estudió las palabras pintadas en el tabique.

—Alguien se ha llevado a Simcor Beddle, señor. Tenemos que recobrarlo.

—Eso parece bastante acertado —convino Justen, aunque no era el análisis detallado que esperaba. Bien, Gervad nunca había sido muy locuaz. No había tenido mucho sentido hacerle aquella pregunta. Lo que le molestaba era que el mensaje no planteaba ninguna de las exigencias típicas: que nadie llamara a la policía, que no se realizaran búsquedas, que se evitara darlo a publicidad. ¿Por qué los secuestradores no se habían molestado con esas cosas?

Desistió. No había manera de saberlo.

—Ven conmigo —dijo, saliendo del aeromóvil. Gervad lo siguió.

—¡Comandante Devray! ¡Señor! —Uno de los robots investigadores estaba llamándolo.

Justen advirtió que se trataba del mismo que había enviado al declive del terreno.

—Sí, ¿qué ocurre? —preguntó.

—Hay claros indicios de que un aeromóvil estuvo aquí recientemente, señor. Localizamos huellas de aterrizaje muy claras. Pronto determinaremos la marca y el modelo del vehículo, y tal vez su peso. También hay indicios de que alguien procuró eliminar las huellas de los pies. Hay un par de marcas borrosas. No creo que nos sirvan de mucho.

—Al menos es un comienzo —dijo Justen—. Bien. Adelante con eso.

Se quedó mirando a los robots que trabajaban en la escena del delito. Era evidente que él no podría localizar nada que ellos pasaran por alto, pero no sabía qué hacer. Aparte de impedir que se llevaran a Lentrall, nunca había trabajado en casos de secuestros. De hecho, en Inferno nunca había habido intentos en ese sentido, a excepción, justamente, del sufrido por Lentrall. Había ejemplos en los libros y los bancos de datos, desde luego. Él había estudiado varios casos de otros mundos y, al menos en teoría, sabía cómo proceder, pero ¿sería suficiente con la teoría?

Más le valía que sí.

—Encuéntrame un aeromóvil y llévame a Empalme —le ordenó a Gervad—. Trabajaremos en el caso desde allí. Empezaremos a interrogar personas.

—Sí, señor. ¿Puedo preguntar a quién?

—Todavía no lo sé —admitió Justen. De todos modos, apenas si importaba. A veces, cuando uno no sabía por dónde empezar, lo mejor era escoger a alguien al azar y empezar por él—. Ya lo decidiré durante el vuelo.

—Muy bien, señor. Hay un vehículo disponible por allá, si desea seguirme.

Justen siguió al robot y subió al aeromóvil. Eligió un asiento y se sujetó el cinturón, pensando en otra cosa. ¿A quién demonios citaría?

No tenía la menor idea de quiénes eran los secuestradores ni para quién trabajaban. Había muchísimos sospechosos para elegir.

Alvar Kresh le había ordenado que abandonara la investigación del episodio de la Torre de Gobierno, pero había algunos casos de tal envergadura que uno no podía pasarlos por alto aunque quisiera. Tres sospechosos arrestados por otros cargos habían presentado información fiable relacionada con ese ataque, y todo apuntaba a los colonos. Tal vez la gente de Tonya Welton también estuviese intentando detener el cometa. Tal vez el motivo fuese el miedo y la preocupación, o quizás el deseo de mantener su posición de predominio en el planeta. Según la información de que Justen disponía Cinta Melloy había pasado mucho tiempo en Empalme. Tanto que Justen no podía evitar preguntarse por qué. Tal vez ahora tuviera su explicación. Podían haber sido los mismos Cabezas de Hierro, o un grupo disidente que había secuestrado a Beddle como parte de una compleja lucha por el poder, o que simulara un secuestro con la cooperación de Beddle por alguna intrincada razón que aún no estaba clara. Justen había pensado en consultar a Gildern, pero ahora estaba pensando en no hacerlo. Sería mejor dejar tranquilo a Gildern. Quizá ni siquiera le informara de que habían capturado a Beddle.

Lo más probable era que sólo pudiesen ocultar la historia durante unas horas, pero quizá fuera suficiente. Si Gildern disponía de conocimientos incriminatorios tal vez apareciera de algún modo. Lo mejor sería hacerlo vigilar de inmediato.

También era posible que el tardío arrepentimiento de Davlo Lentrall por lo que había hecho lo condujera a un acto desesperado. El antiguo Lentrall habría sido capaz de hacer ese trabajo. Todo estaba hecho con la meticulosidad de un científico.

¿Sería el nuevo Lentrall, traumatizado por el intento de secuestro de que había sido objeto, la muerte de su robot y su propia culpabilidad, tan estable y racional como para manejar la situación? No obstante, si un Lentrall trastornado lo había hecho, la simetría de la víctima transformándose en secuestrador tenía su retorcida lógica de venganza. ¿Había dicho Lentrall en alguna ocasión algo que sugiriese que culpaba a los Cabezas de Hierro del ataque contra él? La investigación tendría que corroborarlo.

Desde luego, podía haber sido cualquiera con el muy comprensible motivo de no querer que le arrojaran un cometa encima. El proyecto había generado mucha oposición entre los habitantes de Inferno, sobre todo en la zona de Empalme, y Beddle se había pronunciado a favor del plan.

Salvo… «Un momento —se dijo Justen—. Piensa en el rescate». Detener el cometa y quinientos mil en créditos de demanda mercantil. Una exigencia política y económica. Justen no era un experto en secuestradores, pero sabía que esas dos exigencias no iban juntas. La clase de persona que podía realizar ese secuestro por el errado aunque heroico deseo de salvar el planeta no sería de los que buscaban dinero. Por otra parte, quienes tuvieran motivos mercenarios no estarían muy interesados en actos altruistas. Las dos exigencias resultaban incompatibles.

Sería mejor olvidar ese detalle por el momento. Nombres. Necesitaba nombres. Tenía algo en el fondo de la mente. Algo vinculado con todos los nombres juntos. Lentrall. Gildern. Los colonos. Los Cabezas de Hierro. Alguien o algo que…

Y entonces lo tuvo. Sí. Había una persona que aparecía relacionada con todos ellos. Y supo a quien llamaría primero.

Miró por la ventanilla y advirtió que se aproximaban a Empalme. Bien. Podrían empezar de inmediato.

Se sentiría muy sorprendido si Norlan Fiyle no tenía nada que decirle acerca de todo aquello. Enviaría un equipo de detención de inmediato.

Mientras lo esperaba, Justen hablaría con Kresh para mencionarle las dos exigencias del secuestrador. No podría detener el cometa, pero tal vez pudiera hacer algo en lo que al rescate se refería. Empezaba a hacerse una idea.

—¡Proceda como le parezca con el asunto del rescate! —le dijo Kresh a la pantalla de la consola de comunicaciones—. Podemos contar con el dinero, si es necesario, y convengo en que no estaría mal mantener a Gildern oculto. Sin embargo, ese cometa sigue su curso, y no podemos evitarlo.

—Comprendido, señor —respondió Devray—. Gracias por la autorización. Lo mantendré informado. Devray fuera. —Su imagen desapareció de la pantalla.

—¿Cuánto tiempo falta, Donald? —preguntó Kresh.

—El impacto inicial del cometa Grieg está proyectado para dentro de cuatro días, dieciocho horas, quince minutos y nueve segundos, señor. En cuanto al rescate de Simcor Beddle, creo que sería aconsejable acudir a la escena…

—Donald —lo interrumpió Fredda con voz enérgica—, abandona esta sala de inmediato. Espera en el estudio y no regreses ni realices ninguna acción de ninguna clase hasta que te llamen.

Donald se volvió hacia Fredda y la miró por espacio de diez segundos antes de responder.

—Sí, señora. Desde luego. —Dio media vuelta y se marchó de la habitación.

—La Primera Ley lo obliga a salvar a Beddle, aunque Devray y su gente estén allí. Supongo que era de esperar —comentó Kresh.

—Yo lo esperaba —dijo Fredda—. El cometa Grieg ya es suficiente para provocar un gran estrés relacionado con la Primera Ley en cualquier robot, pues supone un riesgo enorme para los humanos. Un robot sólo puede hacer frente a la situación trabajando, participando en el esfuerzo de impedir que los humanos sufran daño. Donald ha sido parte de ese esfuerzo, por eso ha podido sobrellevarlo relativamente bien. Ahora la amenaza es general, y existe la posibilidad de que algo salga mal y algún humano resulte perjudicado. En tal caso, una acción preventiva es suficiente. El esfuerzo general y colectivo de los robots basta para enfrentar la amenaza general y colectiva.

—Pero ahora todo es diferente —dijo Kresh.

—Lo es, en efecto —convino Fredda—. Ahora existe una amenaza específica y extrema contra un individuo conocido. Normalmente eso no bastaría para causar una crisis asociada con la Primera Ley. Un robot de este lado del mundo sabría que los robots de aquel lado del mundo harían todo lo posible, pero con el estrés producido por el cometa Grieg, más la elevada probabilidad de que Beddle se encuentre en la zona de impacto, la Primera Ley podría impulsar a cualquier robot a la acción.

—¿Qué quieres decir con acción?

—Cualquier cosa. Todo. Ni siquiera puedo imaginar todas las permutaciones entre este momento y el impacto, pero lo importante es que la desaparición de Beddle podría crear una tremenda crisis de Primera Ley en todos los robots del planeta. Si Beddle se encuentra en la zona de impacto, o si hay razones para creer que lo está, cualquier robot que sea consciente de las circunstancias podrá, teóricamente, acudir a su rescate o buscar otro modo de salvarlo, quizá tratando de impedir la caída del cometa. Supongamos que un equipo de robots capturase una nave espacial y se dirigiera hacia el Grieg para tratar de destruirlo. Por supuesto, los robots más evolucionados comprenderán que el intento de detener el cometa podría acabar con las esperanzas de salvar el ecosistema del planeta, ya que eso sin duda perjudicaría a gran número de seres humanos, muchos de ellos aún no nacidos.

»Sin embargo, es imposible presentar una prueba negativa. Aun con el mejor sistema de rastreo del universo, a menos que Beddie logre marcharse, no habrá modo de tener la certeza absoluta de que no se encuentra en la zona de impacto ni en la zona de peligro circundante. Teóricamente, pues, es posible que esté a salvo. En tal caso, trabajar para salvar a Beddie es un derroche de esfuerzo, y de hecho podría poner en peligro a otros seres humanos al impedir que se los evacué debidamente. Es justo la clase de crisis Primera Ley que podría paralizar a un robot, incluso al extremo de provocar un daño permanente. Es un fárrago de incertidumbres complejas, sin ninguna acción correcta y clara. No hay modo de saber cómo se las apañaría un robot para equilibrar todas las exigencias conflictivas de la Primera Ley.

—Entonces ¿qué hacemos?

—Excluir a los robots —respondió Fredda—. Hasta ahora hemos logrado controlar la situación. Sabes tan bien como yo que el procedimiento policial normal consiste en ocultar esta clase de delitos para impedir que los robots se lancen al rescate. Imagina si todos los robots Tres Leyes que trabajan en la zona de Utopía abandonaran sus tareas y se dirigieran a la zona de búsqueda. Debemos impedir, pues, que los robots se enteren. Donald es el único robot de aquí que está al corriente. Supongo que los robots investigadores, los robots de Control de Tráfico Aéreo y los robots personales de Devray son los únicos que saben o podrían deducir que se trata de un secuestro. Es preciso desactivarlos de inmediato y mantenerlos así hasta que esto haya terminado.

Kresh frunció el entrecejo y se puso a caminar de un lado a otro.

—¡Demonios ardientes de la condenación! Odio admitirlo, pero tienes razón. Llama a Devray, manualmente. Habla directamente con él y cerciórate de que ningún robot te oiga. Transmítele lo que me has dicho. Será bastante difícil arreglarse durante estos días sin Donald, pero creo que no tengo elección. Iré a encerrarme en el estudio.

—De acuerdo —dijo Fredda. Era un plan muy sencillo. Mientras se volvía hacia la pantalla de la consola de comunicaciones para hacer la llamada, se preguntó si en efecto sería tan fácil.

—¿Donald? —llamó Kresh mientras entraba en el estudio. Era extraño. Donald debía haber estado en el centro de la sala, esperando—. ¿Donald? —No hubo respuesta—. Donald, ¿dónde estás? Te ordeno que respondas.

Silencio.

Él le había dado a Donald una orden directa, clara y específica. Nada podía haberle impedido obedecerla, excepto…

Alvar Kresh se maldijo por su necedad. Desde luego. Era dolorosamente obvio. Si ellos podían llegar a esas conclusiones, también Donald podía, y eso incluía la idea de desactivar a los robots que estuvieran al corriente del secuestro de Beddle.

En ese caso, la Primera Ley le exigiría impedir que lo desconectasen, si ese era el único modo de evitar que un humano resultase dañado. Se había ido. Se había fugado.

Y sólo el demonio sabía qué tenía en mente.