16

Cinta Melloy recorría las caóticas calles de Empalme esquivando el rugiente tráfico. Allí estaba de nuevo, adelante. Dobló una esquina mientras su hombre miraba hacia atrás. Estaba casi segura de que él no la había visto. Era receloso, sin duda, pero también era un aficionado, y eso conspiraba contra su eficacia. Cinta miró mientras Davlo Lentrall se detenía para pegar otro de sus ridículos carteles. Ella ni siquiera se había molestado en echarles un vistazo, y en cambio optaba por vigilarlo a él. Además tenía una idea de lo que decían: ¡DETENED EL COMETA! ¡DETENED ESTA LOCURA! ¡PROTESTAD AHORA! ¡DEJAD EL PLANETA EN PAZ! ¡REUNIÓN MASIVA MAÑANA!

Todo era en vano. Aunque Cinta coincidía con los sentimientos expresados en los carteles, sabía que era demasiado tarde. Todo estaba hecho. Cinta no se permitía esas ilusiones. Sabía que el cometa llegaría, y Lentrall supuestamente también lo sabía. La gente lo sabía. Los únicos que se presentaban en los mítines eran Lentrall, algunos chiflados solitarios y un grupo de espías y confidentes, algunos del SCS, otros fácilmente reconocibles por las fotos de vigilancia.

¿Para qué se molestaba Lentrall? ¿O todo ese disparate era un modo de encubrir otra cosa? Y de ser así ¿qué pretendía encubrir?

Lentrall miró de nuevo hacia atrás y Cinta volvió a ocultarse, o al menos lo intentó. Ni siquiera sabía para qué iba tras él. Sencillamente lo había visto en la calle y había empezado a seguirlo.

Apareció otro letrero. Ella sacudió la cabeza, dio media vuelta y emprendió el regreso. Por un instante se sintió tentada de poner a Lentrall bajo vigilancia, asignar la tarea a observadores menos obvios y más diestros que ella. Lo habría hecho de haber tenido más personal, pero había muchos otros a quienes observar.

Al menos la evacuación parecía avanzar de manera ordenada y sensata. Los transportes, las cuadrillas de construcción, la incesante serie de servicios auxiliares —emergencias médicas, reparaciones de automotores, cartografía preimpacto, suministros, alojamiento y sanidad para los cuerpos complementarios—, todo parecía funcionar. Estaba claro que esas unidades Dee y Dum con las que trataba Kresh conocían su oficio.

Sin embargo, también sucedían otras cosas, y ninguna de ellas promisoria. Melloy había asignado un destacamento SCS a la campaña de evacuación, siguiendo órdenes de Tonya Welton, y había volado a Empalme para encargarse personalmente, pero nada de ello andaba muy bien. Aunque el SCS estaba ahí, haciendo su trabajo, también tenía otros propósitos. Debía observar a los demás participantes del juego, y estos les estaban dando mucho que observar.

La PIC tenía sus propios agentes de seguridad, y observaba al SCS, como era de esperar. Al fin y al cabo, el ataque a la Torre de Gobierno aún no estaba resuelto. Los uniformes negros de los Cabezas de Hierro parecían estar en todas partes. Uno de los grupos de observación del SCS incluso había localizado a su viejo amigo Norlan Fiyle, que abiertamente entraba y salía de la sede local de los Cabezas de Hierro. Además, no había que perder de vista las hordas de robots Nuevas Leyes, que conducían frenéticamente su propia evacuación desde sus pequeñas oficinas de la calle Embarque. El SCS tenía gran cantidad de imágenes de Calibán, el robot Sin Leyes, entrando y saliendo de allí, y también varias tomas de Prospero, aunque él no aparecía tan a menudo y se quedaba por menos tiempo.

Tal vez todos ellos fuesen cándidos e inocentes. Tal vez sólo pensaran en hacer buenas acciones y convertir el planeta Inferno en un paraíso. Cinta dudaba que semejante cosa fuera posible, pero aun las mejores intenciones podían conducir al desastre, y estaba segura de que por lo menos alguien, en esa ciudad, tenía intenciones que distaban de ser las mejores.

Simcor Beddle sonrió mientras miraba por la ventanilla del aeromóvil. Lo aguardaba una multitud, bastante numerosa teniendo en cuenta que Empalme era una ciudad pequeña y estaba alejada de la civilización. Simcor Beddle había pasado las últimas tres semanas viajando entre Hades y Empalme, pero cada vez que regresaba a esta las muchedumbres seguían allí.

«Gracias a Gildern», se dijo Beddle. Ese hombre era indispensable.

Sería mejor, no obstante, que la multitud esperara. Tendría que darse prisa para prepararse. O, mejor dicho, para que los robots lo preparasen.

El robot piloto completó la verificación de seguridad estándar para el aterrizaje. Un robot asistente lo liberó de sus amarras mientras otro lo ayudaba a levantarse. Simcor se puso de pie, rodeó su asiento y se detuvo en el centro de la cubierta plana del aeromóvil mientras los dos asistentes lo despojaban de su ajado mono de viaje. Entró en el refrescador compacto y esperó a que el primer asistente encendiera el sistema. Los chorros de agua se activaron.

No había tiempo para una ducha prolongada, y el refrescador del aeromóvil no incluía todas las comodidades que a él le agradaban, pero de vez en cuando había que afrontar ciertos inconvenientes. Aun así, unos segundos bajo el rociador del refrescador bastaron para revivirlo. Se secó bajo los chorros de aire caliente y regresó a la cabina principal.

Los robots asistentes tardaron sólo unos instantes en vestir a Beddle con el negro uniforme de los Cabezas de Hierro. En un santiamén estuvo preparado, con las condecoraciones relucientes, las botas lustrosas como espejos, el cabello perfectamente peinado bajo la gorra perfectamente colocada.

Un robot asistente puso delante de él un espejo, y Beddle asintió satisfecho. Era importante presentar un buen aspecto. Indicó al segundo robot que abriera la portezuela del aeromóvil y se dispuso a enfrentar a la entusiasta multitud.

Allí estaba Gildern, de pie en una plataforma baja, dirigiendo los aplausos. Las cámaras lo registraban todo y lo retransmitían a las emisoras controladas por los Cabezas de Hierro. Beddle sonrió, bajó del vehículo y fue hasta el podio, seguido por sus dos robots.

Le dio las gracias a Gildern y se volvió hacia la multitud.

—Bien —comenzó con voz potente—. Aquí estoy de nuevo. —Eso provocó las risas cómplices que esperaba. Señaló el cielo y prosiguió—: Sin embargo, también hay alguien más, o algo más, en camino. El cometa Grieg llegará dentro de diez días, y para entonces todos tendremos que estar fuera de aquí. Los Cabezas de Hierro sabemos que los habitantes de la región de Utopía tendrán que renunciar a muchas cosas. Sabemos también cuan grande será la recompensa para todo el planeta, pero por grande que sea esa recompensa para otros, no es justo que la gente de aquí pague el precio, y me ocuparé de que no sea así.

»No creo que el gobernador Alvar Kresh vea las cosas de esa manera. Y por cierto, ¿ha visitado Kresh Utopía? ¿Vendrá aquí antes de que la región deje de existir? Os prometió fondos para reubicaros, y eso está muy bien, pero no es suficiente. Los Cabezas de Hierro estamos dispuestos a ir mucho más lejos. Nos ocuparemos de que todos seáis reubicados como corresponde, de que vuestro alojamiento provisorio sea lo mejor posible, y de que podáis llevar vuestros bienes muebles… y no sólo las propiedades “esenciales” que Alvar Kresh ha sostenido que podéis conservar.

Aquellas palabras provocaron las ovaciones que Beddle esperaba. No importaba si el cumplimiento de la mitad de esas promesas llevaría al partido de los Cabezas de Hierro a la bancarrota. No importaba si la aportación de los Cabezas de Hierro al transporte, el refugio y demás era digna de mención. Cuando todo eso se aclarase, la gente estaría demasiado ocupada reorganizando su vida para preocuparse por los detalles de las promesas políticas, y Beddle habría acumulado gran cantidad de capital político como el hombre que no se olvidaba del ciudadano de a pie mientras el gobierno sólo se ocupaba de sus grandes proyectos.

Beddle aguardó unos instantes y, tras alzar las manos para pedir silencio, añadió:

—Amigos, todos sabemos que el tiempo apremia, así que os agradezco vuestra presencia, pero debéis comprender que he de ser breve. Todos tenemos trabajo que hacer. Vayamos a hacerlo.

Eso no quería decir mucho, pero la multitud vitoreó de todos modos. Beddle sonrió para las cámaras y saludó a la muchedumbre. Después dejó que Gildern lo guiara hacia un vehículo abierto.

—Bonito discurso, señor —dijo Gildern.

—Suficiente para nuestros propósitos —repuso Beddle. Los elogios de Gildern lo incomodaban. Parecían fuera de lugar—. Vamos a donde debemos ir, por favor.

—Sí, señor. Hay ciertas noticias que pueden interesarle.

Subieron a la parte trasera del vehículo y el robot conductor lo puso en marcha. Beddle miró en torno con interés mientras recorrían las calles de la pequeña ciudad. Le sorprendía la lentitud con que avanzaban. El tráfico era un engorro. Empalme parecía un hormiguero, para emplear una de esas imágenes «naturales» que habían cobrado tanta popularidad con el proyecto de terraformación.

Simcor Beddle reflexionó. Era extraño pensar que, tan sólo cinco años atrás, la imagen de la comparación se habría referido a los robots. «Atareado como un robot», o algo similar. Los tiempos habían cambiado, no sólo en las cosas grandes, sino en temas sutiles y pequeños.

Él y Gildern habían conspirado sin cesar para eliminar a los robots Nuevas Leyes y deshacerse de los colonos, para librarse de influencias perturbadoras, para que la vida volviera a la normalidad, al modo en que debían vivir los espaciales.

En tiempos recientes, sin embargo, Beddle había pensado que las cosas pequeñas podían ser las más difíciles de cambiar. Tal vez los Cabezas de Hierro pudieran reconstruir un mundo sin colonos, robots Nuevas Leyes ni escasez de mano de obra robotizada, pero ¿cómo podrían borrar el recuerdo de esas cosas?

En los viejos tiempos los habitantes de Inferno sólo habían conocido un modo de hacer las cosas, de vivir la vida: que lo hicieran los robots. Era la respuesta a todo, y había funcionado. Ahora no sólo habían visto otras posibilidades, sino que también habían comprendido que estas podían funcionar. Pocos años antes nadie en ese planeta habría concebido otro modo de vida. Ahora un modo de vida basado únicamente en la mano de obra robotizada era sólo una opción entre muchas. ¿Cómo modificar eso, sobre todo cuando algunas almas desorientadas tenían tan mal gusto y tal falta de criterio que preferían hacer las cosas por sí mismos y disfrutaban de la compañía de los colonos?

Aun este renovado interés en el mundo natural era disgregador. Se suponía que los robots creaban una especie de barrera que permitía mantener a raya el mundo exterior. Uno podía vivir una vida muy satisfactoria sin siquiera asomarse a este, siempre que los robots cumplieran con su deber. Con el más elemental de los sistemas de comunicaciones, nadie necesitaba viajar, ni siquiera para hacer negocios o visitar amigos.

Ahora, empero, la gente se relacionaba con la naturaleza, y no sólo con la idea de la naturaleza, sino con su realidad, y a muchos parecía gustarles.

Simcor Beddle recordó que hacía años que no salía, salvo para viajar de un lado a otro. Una diminuta parte de él, un aspecto olvidado y sofocado, de pronto ansiaba salir de ese vehículo, caminar y seguir andando hasta el horizonte. El viento cambió y trajo el fresco y dulce aroma de un arroyo. Súbitamente deseó encontrar ese arroyo, quitarse las botas y sumergir los pies en el agua.

El vehículo dio un barquinazo en un bache del camino y Simcor Beddle pestañeó y recobró el juicio. ¡Tonterías! La mera idea de estar descalzo a orillas de un arroyo era absurda. Beddle olvidó esos extravagantes impulsos de su mente. No había recorrido un camino tan largo para incurrir en esas necedades, pero si un breve paseo desde una pista de aterrizaje hasta una oficina era suficiente para provocarle a él esa reacción, no debía sorprenderle que otros se sintieran tentados de mirar el ancho mundo de fuera.

—Vamos —le ordenó al robot conductor—. En marcha. ¿Qué demonios nos demora tanto?

—Demasiado tráfico —dijo Gildern—. El trabajo es mayor de lo que usted supone. Hay muchas operaciones de transporte en la región de Utopía, y Empalme es el punto focal. La evacuación es una empresa enorme. Considerando que esta es la zona subdesarrollada del planeta, hay muchas herramientas, utensilios hogareños y quién sabe qué más para empaquetar y transportar.

Beddle podía verlo con sus propios ojos. Por todas partes era igual. Los robots desmantelaban y guardaban maquinarias y equipos, desmontaban edificios enteros, llenaban camiones, aeromóviles y toda clase de vehículos.

—Los cambios que se han producido aquí en el último mes son increíbles —comentó Gildern—. Usted sólo ha venido algunas veces, y por poco tiempo. Yo llevo aquí desde siempre, y lo he presenciado todo desde el principio. Cuesta creer que hayan llevado a cabo todo este trabajo.

Beddle podía comprobarlo, en efecto. La actividad era febril, o eso parecía. Los transportes eran despachados a Empalme parte por parte, y ensamblados allí. Tenían que construir barracas para supervisores humanos y centros de reparaciones y mantenimiento para el ejército de robots y el enjambre de aeromóviles que había descendido en el lugar. Un enorme tractor pasó rugiendo, y Beddle tuvo que acercarse a Gildern y gritarle al oído para hacerse oír.

—¿Qué hay del otro asunto? —preguntó.

—En la oficina —respondió Gildern—. El ruido no es protección suficiente; hay quien sabe leer los labios.

Beddle asintió. No sería la primera vez que se empleaban expertos en lectura de labios en las incesantes y complejas escaramuzas políticas de los últimos años.

Se abrió una brecha en el tráfico, y el pequeño vehículo abierto empezó a avanzar, cobrando velocidad. Cruzaron los suburbios de la ciudad y dejaron atrás aquel caos organizado que era el hirviente centro de Empalme.

Una cuadrilla de robots pasó deprisa, transportando cajas de embalaje tan grandes como ellos. Un equipo técnico trabajaba en una batería de lanzadores de sondas, que formaba parte de las investigaciones científicas asociadas con el impacto del cometa. Era extraño, pensó Beddle, considerar semejante cataclismo como si de un simple experimento se tratara, pero sin duda habría mucho que aprender del impacto. Ya se habían hecho planes para desplegar sensores volantes, orbitales y subterráneos. Aunque el impacto sin duda destruiría muchos de ellos, el patrón de destrucción sería igualmente revelador para los científicos.

El vehículo salió de la ciudad por el límite opuesto. Se detuvo frente a un edificio portátil de aspecto alegre, una semiesfera anaranjada de diez metros de altura y veinte de diámetro. A juzgar por su aspecto, el edificio no había sido erigido sino desplegado. Beddle miró alrededor y comprobó que la zona estaba llena de estructuras similares en todos los colores del arco iris. Los Cabezas de Hierro no eran los únicos que necesitaban una sede provisional en Empalme.

Gildern y Beddle se apearon y caminaron hacia la puerta del edificio. Aguardaron un instante a que los sistemas de verificación confirmaran su identidad. El pesado mecanismo crujió, y el robot que estaba en el interior abrió la puerta para dejarlos pasar. Simcor observó el equipo de verificación. Era un cubo reluciente de color gris metálico, con mandos y monitores bien expuestos y etiquetados; un cable blindado iba desde allí hasta la caja blindada que contenía el cuerpo de la cámara externa.

—Un aparato colono —masculló Beddle.

—Sí, señor, así es —dijo Gildern sin inmutarse—. No confío en los sistemas de seguridad basados en robots. Siempre existe la posibilidad de que un experto en manipulación logre convencer a los autómatas de que hay una buena razón relacionada con la Primera Ley para dejar pasar a esa persona.

Beddle miró a su subalterno con cara de pocos amigos. En otras palabras, Gildern estaba dispuesto a cometer herejías en nombre de la seguridad, y a transigir con el enemigo. Beddle podría haber dicho muchas cosas, pero no era el lugar ni el momento. Había otros problemas que resolver. Guardó silencio y siguió a su jefe de seguridad por una puerta interior que conducía a un despacho austero e impersonal. Ningún fotocubo familiar, ningún adorno, nada que diera la menor pista sobre la personalidad de Gildern. Era una oficina de campaña, no el lugar donde alguien vivía.

Sin embargo, recordó Beddle, el despacho de Gildern en la sede de los Cabezas de Hierro era igualmente espartano, aunque desordenado y, por cierto, inseguro.

En la habitación sólo había una mesa y dos sillas, bastante cómodas para cualquiera que no fuese Beddle.

—Hace una hora realicé una revisión en busca de micrófonos —informó Gildern—. Creo que aquí estamos seguros como para hablar del otro asunto.

—El otro asunto —repitió Beddle—. Si estamos tan seguros, no veo motivos para perder tiempo en eufemismos. Llamemos a las cosas por su nombre y hablemos de la eliminación de los robots Nuevas Leyes.

Si había algo que los Cabezas de Hierro consideraban peligroso, era la persistencia de esa clase de robots.

Los robots que no estaban sujetos a las Tres Leyes constituían una herejía mucho mayor que el contacto con los colonos o el uso de maquinaria de estos. Los colonos eran extranjeros, intrusos, el enemigo. Aunque alguien como Gildern tratara con ellos, él conocía los peligros y los riesgos de hacerlo. Los robots, sin embargo, constituían el meollo del estilo espacial de vida, la piedra angular de la filosofía Cabeza de Hierro. Si los habitantes de Inferno se acostumbraban a tratar con robots que no estaban dispuestos a correr riesgos y sacrificarse sin cuestionamientos por el bien de un humano, si se habituaban a robots que podían discutir una orden o seguir sus propios planes, sería el principio del fin. Si no podían confiar absolutamente en los robots, era mejor no confiar en ellos. Los robots eran más fuertes, rápidos y resistentes que los humanos, y algunos incluso más inteligentes. Sin la barrera protectora que suponían las Tres Leyes, la gente tendría buenos motivos para temerles. Esas eran al menos las razones oficiales para tratar de librarse de los robots Nuevas Leyes, cada vez que Beddle pronunciaba un discurso sobre el tema.

No obstante, existía una razón más privada. Los robots Nuevas Leyes eran, sencillamente, una amenaza para el poder de los Cabezas de Hierro. La doctrina de más y mejores robots corría peligro cada vez que alguien veía otra posibilidad.

Sin robots Nuevas Leyes, el problema desaparecía. Con esa finalidad, Gildern y su gente se habían puesto a buscar Valhalla, la ciudad de los robots Nuevas Leyes, mucho antes que nadie se hubiera enterado de la existencia del cometa Grieg. No habían tenido éxito, pero ahora las cosas eran diferentes, y Beddle deseaba averiguar en qué medida.

—De acuerdo —dijo—. ¿Qué tienes para mí?

—Más piezas del rompecabezas, señor. Como usted sabe, nunca ha sido posible buscar Valhalla directamente. En cuanto alguien intentaba una búsqueda, los robots Nuevas Leyes encriptaban su tráfico hiperonda de largo alcance, por lo que no podíamos descifrarlo. Las señales hiperonda, además, son difíciles de rastrear con precisión, pero con un buen número de señales es posible realizar un análisis estadístico, y en los últimos días ha habido suficiente tráfico como para realizar un buen trabajo. También ha habido más tráfico físico. Los robots Nuevas Leyes están poniendo tanto empeño en la evacuación como los demás, lo cual significa más tráfico de señales, más aeromóviles, más coches terrestres y transportes y demás. Y son menos cuidadosos. No tiene tanto sentido ocultar una ciudad que está a punto de ser destruida.

»En resumidas cuentas, hemos contado con muchos más datos para trabajar desde más cerca. Podemos traer robots y equipo aquí, al centro mismo de la actividad.

—¿Con qué resultado? —preguntó Beddle.

—El mejor posible —le respondió Gildern—. Confirmación absoluta de que Valhalla está dentro de la zona de impacto primario del primero y mayor de los fragmentos del cometa. Será destruida por completo.

—De eso ya estábamos casi seguros, y si los Nuevas Leyes se disponen a evacuar, ¿de qué servirá que el cometa lo destruya todo cuando ellos se hayan ido?

—De nada; pero mire alrededor, mire Empalme.

—¿A qué te refieres?

—Empalme también está siendo evacuado… y nunca ha habido tanta gente aquí. Todos saben que el lugar será arrasado, pero no hay peligro en estar aquí ahora. Sin embargo, todavía hay mucho trabajo pendiente, de modo que han traído toda clase de personas para hacerlo.

—¿Adónde quieres llegar?

—Nuestras fuentes confirman que los robots Nuevas Leyes están abandonando todos los sitios donde suelen estar; rescinden sus contratos laborales, cierran las tiendas que dirigían en los asentamientos más pequeños. Gran parte de ellos ha pasado por Empalme y estimamos que el noventa por ciento de los robots Nuevas Leyes existentes está en las inmediaciones.

—Así que crees que se dirigen a Valhalla para ayudar a rescatar lo que puedan. ¿Y con eso qué? Se irán antes que caiga el cometa.

—En efecto, pero sólo necesitamos localizar Valhalla antes que caiga el cometa, y destruirla mientras ellos todavía están allí. Creo que ambos objetivos son más alcanzables de lo que usted supone. También creo que es muy probable que usted pueda alcanzar ambos personalmente.

—¿Cómo? —preguntó Beddle, y aquella palabra encerraba todo un mundo de avidez y ambición.

—En lo que a localizar Valhalla se refiere, podemos rastrear gran parte del tráfico aéreo, terrestre e hiperonda desde aquí, pero nuestra capacidad de triangulación y búsqueda es muy limitada. Si tuviéramos una estación móvil que contase con el equipo de detección apropiado, pronto podríamos eliminar los rastros falsos y las señales extrañas.

—¿Qué tengo que hacer con una estación de rastreo móvil?

Gildern se inclinó ávidamente.

—Muy sencillo. Hemos instalado el equipo de rastreo adecuado en mi aeromóvil. Puedo ofrecerle robots adiestrados para operar el sistema que saben coordinar el trabajo con la estación de nuestra base. En suma, le indicaríamos a su aeromóvil adonde ir, su aeromóvil obtendría lecturas desde esa posición, y luego pasaría a la posición siguiente. El que usted tenga planeado visitar varios asentamientos durante esta gira es de gran utilidad para nosotros. Aterrice en un lugar y pronuncie un discurso mientras los robots barren la zona, luego vuele al siguiente lugar, y así sucesivamente. Pronto acumularemos datos suficientes para localizar Valhalla con precisión. Con esos datos podríamos obtener un margen de error de sólo cinco u ocho kilómetros, y eso sería suficiente.

—¿Suficiente para qué?

Gildern estaba por responder cuando el suelo tembló y el edificio se sacudió como si estuviera por plegarse. El aire se llenó de polvo. Se oyó un rugido distante y una detonación que parecía llegar desde un lugar lejano.

Gildern lo tranquilizó con un gesto.

—No hay peligro. Observe que ninguno de nuestros robots se ha molestado en acudir al rescate. Ahora bien, para responder a su pregunta, suficiente para uno de estos aparatos. Una bomba punzón, un detonador sísmico.

—¿Bomba punzón?

—Han hecho explotar varias por aquí. Los científicos desean comprender la geología de la zona lo mejor posible antes del impacto, a fin de interpretar mejor los resultados del mismo. Las detonaciones causan conmociones sísmicas. Las bombas están cuidadosamente calibradas. Se sepultan en la tierra y estallan a una hora y una profundidad predeterminadas. Al medir las vibraciones producidas por las explosiones desde diversas estaciones receptoras, y al comprobar los cambios, los científicos pueden determinar por qué clase de estratos han pasado las vibraciones. Es un modo inusitadamente destructivo de hacer investigaciones geológicas, pero el trabajo se hace rápido… ¿y cuál es la diferencia si el cometa destruirá todo de cualquier modo? Estamos casi seguros de que Valhalla se halla bajo tierra. Si hacemos explotar una bomba punzón a poca distancia, las ondas expansivas harán que se derrumbe toda la ciudad, matando o atrapando a quienes estén dentro.

»Hay cuatro o cinco grupos de investigación que emplean estos dispositivos. He tomado medidas para crear uno. Con la proximidad del cometa, todo se hace tan precipitadamente que me resultó fácil organizar los pasos a seguir. Nuestro pequeño grupo ya ha detonado tres bombas, siempre avisando con antelación, registrándolas debidamente y demás. Para permanecer en la legalidad, sólo hay que anunciar la explosión un par de horas antes de que se produzca. No se violará ninguna ley.

—¿Cómo es posible?

—Los robots Nuevas Leyes carecen de estatus legal. Técnicamente son propiedad abandonada, y no pueden poseer bienes. Nunca han registrado ningún título para Valhalla. ¿Cómo iban a hacerlo, cuando nadie sabe dónde está?

Beddle sacudió la cabeza con impaciencia. Los argumentos le resultaban familiares.

—Sí, sí, no tienes que convencerme de nada —dijo—, pero no seas ingenuo. Esas disputas legales nunca se han zanjado. Algunos tribunales menores han dictaminado que ellos pueden poseer tierras. Aunque las leyes se hubieran resuelto a nuestro favor, no es preciso que algo sea ilegal para causarnos problemas. —Hizo una pausa y sonrió—. Sin embargo, si significa la destrucción de casi todos los robots Nuevas Leyes, estoy dispuesto a enfrentarme a todos los problemas del mundo. El precio será alto, pero aun así sería una bicoca. —Se reclinó en la silla y reflexionó—. ¿Y crees que todo esto es viable? ¿Que tiene una razonable posibilidad de éxito?

—Sí, señor. No insultaré su inteligencia fingiendo que es seguro, pero creo que puede hacerse.

Simcor Beddle miró a su lugarteniente. Se trataba de un plan arriesgado, sin duda, y era casi seguro que los descubrirían, pero ¿sería eso tan malo? Había muchas personas, en todo el espectro político, que se alegrarían de librarse de los robots Nuevas Leyes. Aunque los Cabezas de Hierro fuesen duramente criticados, también recibirían muchos elogios. Además, ¿cómo podía desperdiciar esa oportunidad? No se presentaría de nuevo. Gildern le ofrecía sus sueños en bandeja de plata. ¿Cómo podía decir que no? ¿Por qué iba a hacerlo?

Se inclinó sobre la mesa y sonrió.

—No sólo puede hacerse, Gildern. Se hará, claro que se hará.

Norlan Fiyle también sonrió mientras escuchaba a través del delgado tabique. Jadelo Gildern rara vez cometía errores, pero cuando cometía uno era mayúsculo. Si bien una hora antes había registrado la habitación en busca de dispositivos electrónicos, eso no servía de nada ante un subalterno con un buen par de oídos y un motivo para sentir rencor, un subalterno que estaba del otro lado de una pared más destinada a ser portátil que a prueba de sonidos.

Había oído todo, y era un hombre con más motivos para hablar y para actuar que para cruzarse de brazos.

Simcor Beddle inició su gira de buena voluntad a la mañana siguiente. En dos días hizo sus cuatro primeras apariciones en cuatro localidades, llegando a cada una de ellas puntualmente. Pero no llegó a la quinta.