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«Esto es real —se repitió Davlo Lentrall—. Por primera vez en tu vida, formas parte de algo real. Eres uno de los que está haciendo el trabajo». Agotado, se sentó a la mesa del comedor y apoyó la bandeja. «Un trabajo que Kaelor quiso impedir con su muerte, porque podía matar a mucha gente». Davlo pestañeó y sacudió la cabeza. Le costaba eludir esos pensamientos. Sabía que debía comer, sabía que necesitaba conservar sus fuerzas para seguir trabajando, pero estaba demasiado cansado para tener hambre. Se quedaría un rato sentado, antes de obligarse a comer. Estaba en mal estado y perdía peso, lo sabía, pero se requería mucha fuerza de voluntad para interesarse.

¿Por qué lo habían enviado allí? El gobernador Kresh había sugerido —mejor dicho, había ordenado cortésmente— que Davlo se sumara al equipo que trabajaba en el espacio. Davlo ignoraba por qué. ¿El gobernador había pensado que sería una recompensa, en vez de un tormento, permitir que Davlo viera que aquello con lo que había soñado se convertía en realidad? ¿El gobernador había percibido atinadamente que Davlo era una persona inestable a la que convenía apartar del camino antes de que los reporteros lo acosaran?

Miró por la escotilla de la nave espacial colona; jamás había visto nada tan real como el vacío que lo rodeaba. Y allí, a diez kilómetros, estaba el cometa Grieg, una montaña de hielo surcando la oscuridad.

No era una abstracción en el ordenador ni una imagen simulada en un generador holográfico. Era real, y estaba allí, mucho más grande de lo que había imaginado, mucho más grande de lo que podían sugerir las meras cifras. Ocupaba la mitad del cielo y parecía ocupar aún más. Era una forma descomunal, bulbosa y sucia, medio perdida en las sombras, un monstruo salido de las tinieblas, y gracias a él se dirigía directamente hacia Inferno.

Se trataba de un esferoide oblongo, pero esta descripción simple y abstracta era insuficiente. Era un mundo real, aunque pequeño, con una geografía tan complicada que habría dado ocupación a una generación de cartógrafos. La superficie estaba tan cubierta de cráteres, peñascos, grietas y cañones que resultaba difícil estudiar un rasgo de la superficie antes de que se perdiera entre los demás.

El Grieg pertenecía a la clase de los cometas «oscuros». El sistema estelar de Inferno tenía muchos cometas normales, del clásico tipo «bola de nieve sucia», compuestos por hielo de agua y otros volátiles. Sin embargo, por motivos que no se entendían del todo, los sistemas estelares con sistemas planetarios poco desarrollados también parecían producir una gran cantidad de cometas oscuros, e Inferno compartía su estrella con sólo dos planetas que por su tamaño se definían como gigantes gaseosos, un pequeño y ceniciento cinturón de asteroides y los desechos espaciales habituales formados por cometas, asteroides, planetas infinitesimales y demás.

Los cometas oscuros —así llamados porque su cola era relativamente corta y estaban compuestos de material más oscuro— semejaban asteroides revestidos de hielo. El Grieg tenía una enorme proporción de material pedregoso, pero contenía mucho hielo de agua. Un brumoso nimbo de gas, polvo y astillas de hielo giraba en torno de aquella mole. Se trataba de escombros que tenían desde el tamaño de moléculas hasta de aeromóviles pequeños y que habían sido aflojados por el calentamiento natural y la expulsión de gases a medida que el cometa se aproximaba al sol, o bien desgajados por la intervención humana.

El reflector de una nave atravesaba la nube de escombros y bañaba la superficie del cometa Grieg, iluminando un área pequeña con una luz clara y brillante. Una forma lisa y cilíndrica sobresalía de la superficie del cometa. Davlo la reconoció. Era uno de los muchos impulsores que habían instalado allí. Él había ayudado a calcular la posición y a configurar la secuencia de disparos mediante los cuales se había interrumpido la rotación del cometa. Al llegar el equipo, tenía un vacilante giro de doble eje. Ahora la rotación se había restaurado, y la nariz del cometa apuntaba hacia el sol.

Sin embargo, el sol ya no podría derretir el Grieg. Davlo miró el escudo protector, un enorme y sedoso quitasol que flotaba en el espacio a un kilómetro del cometa, formando lo que desde la superficie de este se veía como un eclipse solar permanente.

Librado a su suerte, el Grieg habría entrado en ebullición, sublimando una gran cantidad de material, cobrando una forma borrosa que el viento solar habría convertido en una modesta cola si el escudo, que mantenía el cometa en estado de congelamiento, no lo hubiese impedido.

Impulsado por el viento solar, el quitasol flotaba lentamente hacia el cometa. Al cabo de un día entraría en contacto con él, tan despacio que no se podría hablar de colisión. Sencillamente lo rodearía como un pañuelo arrojado sobre un enorme huevo. En algunos sitios se rasgaría y las cuadrillas abrirían boquetes donde fuera conveniente, pero eso no tendría mayor importancia, pues el quitasol reflejaría la luz del sol, por lo que sólo perdería un pequeño porcentaje de su efectividad.

Davlo Lentrall no podía dejar de preguntarse qué habría pensado Kaelor de todo aquello. Habría hecho algún comentario irónico, sin duda, criticando con agrias palabras los aspectos más débiles del plan. ¿O tal vez consideraba demasiado humano a Kaelor? Kaelor había muerto en un vano intento de impedir la captura del cometa. Era inconcebible que fuera testigo presencial de ese acontecimiento sin que las Tres Leyes lo obligaran a tomar una decisión desesperada. A Davlo Lentrall le resultaba cada vez más fácil comprender la desesperación y sus peligrosos efectos. Sin embargo, no era preciso pensar en gran escala para ver que aquel lugar no era apto para robots. Davlo miró de nuevo por la escotilla y vio dos figuras en traje espacial desplazando una enorme maquinaria sobre la superficie del cometa. Una grieta en el visor, un paso en falso, y cualquiera de ellos moriría. Ningún robot moderno permitiría que los humanos realizaran una tarea tan arriesgada.

Davlo echó un vistazo al cronómetro de pared y comprobó que su descanso estaba por terminar. Más por sentido del deber que porque desease hacerlo, se puso a comer, mecánicamente. De vuelta al trabajo.

Tendría que ayudar con los cálculos definitivos para la colocación de los principales impulsores. Parecía humillante, incluso insultante, que el doctor Davlo Lentrall, el hombre que había descubierto el potencial del cometa Grieg, que había tenido el sueño y trazado el plan, ocupara un puesto tan irrelevante como el de ingeniero ayudante de cálculos. Él merecía la gloria y las medallas; pero en cierto modo ya no lo veía así. Allí había otros, en especial los colonos, que eran mucho más diestros en el manejo de la compleja matemática que se requería para desplazar un pequeño mundo por el espacio. Consideraba su situación como una merecida penitencia. ¿Cuán brillante y noble habría sido su visión si su compañero no hubiera estado dispuesto a morir para detenerlo? Davlo se sentía turbado y avergonzado cuando alguien lo reconocía y lo felicitaba por su grandioso plan. La mayoría de sus colaboradores habían aprendido a evitar el tema, e incluso a evitarlo a él.

No obstante, lo habían enviado allí para trabajar, y él había aceptado. Así que hacía las tareas que le encomendaban, y del mejor modo posible. Además, el trabajo lo ayudaba a distraerse. Podía preocuparse por resolver una ecuación, determinar el impulso adecuado y la orientación. Lo peor eran los recesos, las noches de mirar la oscuridad, de pensar en todas las formas en que las cosas podían salir mal. No, no quería felicitaciones.

Algo había cambiado en él. O quizás algo se había extinguido, destruido, al presenciar la autodestrucción de Kaelor. Sin duda, lo que quedaba del viejo Davlo había muerto con Kaelor. ¿Algo o alguien había reemplazado al viejo Davlo, o él era sólo una cáscara vacía que repetía mecánicamente sus movimientos?

No importaba. Debía pensar en otra cosa, en la manera más adecuada de desplazar el cometa.

El plan inicial de Davlo había consistido en emplear una bomba nuclear, pero los impulsores diseñados por los colonos suponían una importante mejora. Cada impulsor era una bomba nuclear que se activaba dentro de un potente campo de fuerza de forma ahusada. El campo de fuerza dirigía la potencia de la explosión en el rumbo adecuado, y la detonación resultaba más eficaz y controlable.

También estaban preparando otras cargas explosivas. Cuando el cometa iniciara su curso hacia Inferno, aún estaría a cierta distancia de este. Tardarían más de treinta y dos días en desplazarlo desde el punto del espacio donde se había realizado el cambio de curso inicial hasta su curso de intercepción con el planeta.

Poco antes de llegar a Inferno, unas cargas explosivas partirían el cometa en trozos más pequeños, cada uno de los cuales sería orientado hacia un punto de la superficie. Cada fragmento tendría su propio sistema de propulsión no nuclear y su sistema de control de orientación.

Y esa era la parte del plan que preocupaba a Davlo, pues la consideraba la más peligrosa. Teóricamente al menos era posible que los operadores humanos y los sistemas informáticos estándar manipularan las complejidades de la operación, pero ese plan exigía que el cometa fuese dividido en doce fragmentos, y era dudoso que las cargas explosivas partieran su cuerpo descomunal en pedazos del tamaño adecuado. Además, las explosiones inevitablemente crearían miles de trozos, en su mayor parte demasiado pequeños para causar daños.

No obstante, con que uno solo de esos fragmentos chocara contra un impulsor en el momento inoportuno, o fuera mayor o menor de lo esperado, toda la secuencia se descontrolaría. Había muchos impulsores de respaldo, y si algunos eran destruidos los otros se encargarían del trabajo. En realidad, se daba por sentado que cierto número de ellos serían destruidos. Algún aspecto del plan tenía que salir mal, sólo que nadie sabía cuál. Se necesitaría estar muy atento para hacer frente a los problemas que inevitablemente surgirían.

La gestión de la fase final requeriría realizar miles de operaciones simultáneas. Habría que manipular los doce fragmentos al mismo tiempo, manteniéndolos fuera del camino de los demás mientras los guiaban hacia la zona de impacto y controlaban la nube de escombros producida por las cargas.

Teorías aparte, en la práctica era una tarea que superaba a los humanos, a cualquier combinación de humanos y ordenadores, incluso. La única entidad capaz de enfrentarse a ella habría necesitado la capacidad de decisión de un humano combinada con la celeridad y la precisión de un ordenador. En síntesis, un robot.

Y no serviría cualquier robot. La tarea era demasiado compleja para uno estándar. El mero manejo de los cientos de canales sensoriales sería abrumador para un cerebro positrónico corriente.

Sólo había un modo de controlar la fase terminal: encomendar la tarea a las unidades Dee y Dum, lo cual significaba dejarla en manos de un robot Tres Leyes y un ordenador.

Si Kaelor se había matado para no colaborar con la operación, ¿cómo diablos haría Dee para encargarse de ella sin perder el juicio, o sin negarse a realizar la tarea?

Alvar Kresh se hacía preguntas muy parecidas mientras él y Fredda se acomodaban en su aeromóvil para el breve vuelo de la Residencia de Invierno al Centro de Terraformación. Se habían acostumbrado rápidamente a la rutina de levantarse, ir al Centro, pasar el día ordenando los detalles sobre el destino del planeta, regresar a la Residencia a cenar y a descansar, o al menos a tratar de dormir antes de levantarse para repetirla al día siguiente.

No había esperado tener que tomar tantas decisiones e intervenir en tantas tareas. A pesar de la potencia, capacidad y sofisticación del Centro de Terraformación y las unidades de control gemelas, había algunas decisiones que ningún robot ni otro humano podía tomar, disputas que sólo el gobernador tenía autoridad para zanjar. Además, muchos humanos no estaban dispuestos a aceptar órdenes de un robot, por sensatas que fueran. Por otra parte, había cosas que Kresh sabía y Dee y Dum ignoraban; por ejemplo, cómo conducirse con un dirigente local, qué suministros de emergencia podía abaratar y cuáles no, dónde podía solicitar un favor, dónde podía reclamar otro, cuándo estaba en situación de presionar a la gente y cuándo debía ceder.

No obstante, todo se encauzaba por el Centro de Terraformación. Pronto quedó claro que más tarde o más temprano Kresh habría tenido que trasladar allí su puesto de mando.

Fredda lo siguió hasta el aeromóvil y se sentó a su lado. Donald se ubicó ante los controles, comprobó que todo estuviese en orden y puso rumbo al Centro.

Hasta ese momento los preparativos para el desvío del cometa marchaban muy bien, pero aun así Kresh no podía evitar preocuparse. Nunca dejaba de pensar que Dee creía que todo Inferno era una simulación, no sabía si eso sería una ayuda o un estorbo.

—¿Tú qué piensas? —le preguntó a su esposa.

Fredda lo miró con una sonrisa divertida.

—¿Sobre qué? Me resulta difícil darte una opinión a menos que me des alguna otra pista.

—Lo lamento. Estoy un poco distraído. ¿Crees que Dee y Dum podrán controlar esta operación?

—No lo sé. Me paso el día monitorizando a Dee, observando su comportamiento, tratando de comprenderlo. Sin embargo, hay una barrera que no puedo franquear. Dee no cree que esto sea real. Aunque puedo comprender la lógica que la impulsa a creer que el mundo es imaginario, debo admitir que cuestiono la sabiduría de todo esto. Muchas cosas dependen de que ella sea precisa en sus cálculos, pero para ella todo es un juego. Lo toma con displicencia, como si la situación estuviera destinada a entretenerla.

—Desde su punto de vista, todo está destinado a divertirla —puntualizó Kresh—. En lo que a ella concierne, Inferno no es más que un rompecabezas a resolver… o a considerar insoluble. —Calló por un instante—. Coincido contigo en lo que respecta a su actitud, pero admito que su trabajo ha sido impecable. Aunque no lo tome en serio, lo hace con seriedad. Tal vez sea todo lo que cuenta.

—Eso espero —dijo Fredda—, porque no sé qué demonios haremos si decidimos no fiarnos de ella. Teóricamente podríamos desenchufarla y dejar que Dum se encargue de todo, pero creo que ya no es posible. Los dos están demasiado interconectados. Existe demasiada dependencia mutua para que de golpe desconectemos a uno de ellos.

—Y Dee está al mando. Me parece que sólo usa a Dum como calculadora auxiliar.

—No —respondió bruscamente Fredda—. Es muy fácil caer en esa trampa. Es obvio que cuando se trata de la interacción humana, ella dirige el espectáculo, pero eso es apenas una ínfima fracción del trabajo de ambos. En todo lo demás son iguales. Hay algunas áreas, como la velocidad computacional, donde Dum lleva la voz cantante. Sí, es sólo una estúpida máquina, un obtuso sistema informático con un tosco simulador de personalidad que opera como interfaz, y no obstante está soportando gran parte de la carga. No sólo los necesitamos a ambos, sino que no podemos tener al uno sin el otro.

—Hay momentos en que podría prescindir de ambos, y también de todo esto —dijo Kresh con un suspiro.

Ninguno de los dos habló mientras Donald aterrizaba frente al Centro de Terraformación.

Kresh, Fredda y Donald entraron en la sala 103 del Centro de Terraformación y ocuparon sus lugares habituales ante la consola más próxima a Dee. Su división del trabajo era clara. Kresh se encargaba de la incesante secuencia de decisiones grandes y pequeñas que le presentaba la unidad Dee.

Fredda monitorizaba el desempeño y la conducta de la unidad Dee y consultaba con Soggdon y los demás expertos en el tema. Hasta el momento, el nivel de estrés Primera Ley de Dee era bastante bajo, tanto que casi resultaba alarmante.

Fredda también tenía otro trabajo. Para mantener la ficción de que Inferno era una simulación y el gobernador Kresh un mero simulante, él no podía establecer comunicación directa con el personal del Centro en momentos en que Dee pudiera oír. Fredda oficiaba de intermediaria, en general mediante notas y susurros.

Entretanto, Donald permanecía en contacto hiperonda constante con la oficina de Hades. Usaba órdenes preexistentes y constantes para manipular casi todas las preguntas y requerimientos, y delegaba en Kresh las decisiones pertinentes.

Kresh permanecía ante la consola con una sensación rayana en el espanto. Pronto todo estaría preparado, y el reloj seguía andando. Se hallaban cerca, muy cerca, del momento en que tendrían que tomar la decisión definitiva e irrevocable. Miró el cronómetro de pared. Estaba en modalidad de cuenta regresiva, mostrando el tiempo que quedaba para la maniobra de desvío del cometa. Noventa y cuatro horas. Antes que ese reloj llegara a cero, Kresh debería decidir si enviar el cometa hacia Utopía u olvidarse de esa descabellada idea. Había creído que estaba seguro, que estaba preparado, que estaba dispuesto a seguir adelante, pero ahora las presiones lo obligaban a esto último. Si llegaba a la conclusión de que el desvío del cometa era un error, ¿tendría agallas para decir que no, para detenerse?

—Buenos días, gobernador Kresh —dijo la unidad Dee en cuanto Kresh se puso los auriculares.

—Buenos días, Dee —respondió él de mal humor—. ¿Qué tenéis esta mañana?

—Varias cosas, como se imaginará. Sin embargo, hay un punto en particular que creo deberíamos discutir enseguida.

Kresh se reclinó en la silla y se frotó la nariz. No sería un día fácil.

—¿De qué se trata? —preguntó.

—De un plan que, con perdón de la expresión, he denominado Última Instancia. Nos brinda la opción de abortar la colisión del cometa mucho después de su desvío. Dum realizó la mayor parte de los cálculos, y acaba de terminar hace sólo unos minutos.

—¿Cómo demonios podemos abortar después del desvío? —preguntó Kresh.

—Como usted sabe, el cuerpo del cometa está lleno de cargas explosivas destinadas a partir el cometa en la cantidad deseada de fragmentos poco antes del impacto.

»Casi todas esas cargas explosivas están amortiguadas o encauzadas de un modo u otro, en general por medio de campos de fuerza. El plan consiste en que estas cargas controladas se activen una por vez en una secuencia cuidadosamente planeada, para limitar la fragmentación indeseada y la difusión lateral. Al anular la amortiguación y el direccionamiento, y al detonar los explosivos en otro orden y con mayor rapidez, sería posible desintegrar todo el cometa, reduciéndolo a una nube de escombros.

—Pero la nube de escombros también se dirigiría hacia el planeta —objetó Kresh—. Caería en una serie de impactos no controlados.

—Eso no es correcto, gobernador. Si las explosiones se realizan del modo atinado, y mucho antes del impacto, el estallido imprimirá a la mayor parte del material una velocidad lateral tal que se desviará por completo. Nuestro modelo muestra que, en el peor de los casos, más del noventa por ciento de los desechos se alejarán del planeta y continuarán en su órbita alrededor del sol. Del diez por ciento de los desechos que caigan en el planeta, el noventa por ciento caerá en zonas ya programadas para la evacuación, o en las aguas abiertas del Océano Meridional.

—Eso todavía nos deja un uno por ciento cayendo en impactos no controlados —dijo Kresh.

—Y algunas zonas experimentarán un breve período de mayor peligro —repuso Dee—. Pequeños fragmentos caerán en todo el planeta durante treinta y dos horas después de la detonación. No obstante, el peligro para la mayor parte de las regiones habitadas estará en el orden de un impacto cada cien kilómetros cuadrados. Las personas de la mayoría de las zonas correrían mayor peligro de recibir un rayo durante una tormenta que de ser golpeadas por un trozo de cometa.

—Pero algunas zonas tendrán más problemas —sugirió Kresh.

—Sí, señor. Cuanto más cerca esté del área inicial de choque, mayor será la concentración de impactos. Sin embargo, todas las personas de dichas zonas habrán ido a un refugio como precaución. Si se siguen esos planes, estimo un impacto por kilómetro cuadrado en las zonas pobladas de máximo peligro, y la mayor parte de esos impactos corresponderán a objetos cuya masa será inferior a un kilogramo.

Kresh reflexionó por un instante.

—¿Cuándo? —preguntó—. ¿Cuándo sería el último momento posible para hacer detonar el cometa?

—Para permanecer dentro de los parámetros que acabo de describir, se tendría que ejecutar la explosión durante los noventa y dos minutos y quince segundos previos a la colisión planeada.

—No está mal, Dee —dijo Kresh—. No está nada mal.

Fredda y Soggdon escuchaban alarmados por sus auriculares. Fredda se pasó la mano por la garganta para indicarle que desconectara el micrófono. Soggdon asintió e hizo el mismo gesto.

—Un momento, Dee —pidió Kresh—. Quiero pensar en ello un minuto. Regreso enseguida.

—Muy bien, señor —dijo Dee.

Kresh cortó la comunicación y se quitó los auriculares.

—¿Cuál es el problema? —preguntó—. ¿A qué viene tanta preocupación? Admito que la idea me resulta muy tentadora, pues nos deja más margen de maniobra.

—No se trata de eso —dijo Fredda—. Esa robot habla con displicencia de arrojar miles de meteoritos al azar sobre el planeta…

—Pero aun con cincuenta mil, con cien mil meteoritos, las probabilidades de peligro para un ser humano son…

—Tremendas —intervino Donald. Sólo un imperativo de Primera Ley podía haberlo inducido a interrumpir al gobernador planetario—. Son inaceptablemente altas, y me atrevería a añadir que cualquier robot Tres Leyes en su sano juicio intentaría proteger a un humano que corriera el riesgo de recibir un rayo. Ese nivel de peligro no es desechable.

—No para un robot —convino Fredda—. O al menos no debería serlo. Sí para un humano, pero no para un robot.

—Un momento —dijo Kresh—. ¿Estás contrariada porque Dee no reacciona exageradamente ante el peligro?

—No —contestó Fredda—, estoy contrariada porque esto me hace poner en tela de juicio la cordura de Dee. Un robot tiene que estar muy desequilibrado para sugerir algo que podría causar un peligro general para los humanos.

Kresh se volvió hacia Soggdon.

—¿Su opinión, doctora?

—Me temo que debo coincidir con la doctora Leving; pero lo que me resulta perturbador es que todas nuestras lecturas e indicadores muestran que el nivel de estrés Primera Ley de Dee ha estado siempre por debajo de lo normal. Dadas las operaciones que está encarando, debería encontrarse en el límite de la tolerancia. En cambio, sus lecturas están muy bajas.

—Tal vez usted debería conversar con ella —sugirió Kresh.

Soggdon encendió el micrófono y habló.

—Unidad Dee, habla la doctora Soggdon. He monitorizado tu conversación con el gobernador simulante. Admito que este plan Última Instancia me ha sorprendido un poco.

Kresh y Fredda se pusieron los auriculares para escuchar.

—¿Qué le sorprende, doctora?

—Bien, parece exponer a gran cantidad de humanos a un peligro potencial. Concedo que el peligro para cualquier humano individual es razonablemente bajo, pero sobre una base estadística el plan representa un peligro inaceptable para los humanos, ¿no lo crees?

—Sólo son simulantes, doctora. Un riesgo estadísticamente remoto para un ser hipotético no es algo a lo que se deba otorgar gran importancia.

—Por el contrario, Dee. Como bien sabes, debes otorgar gran importancia al peligro que corren los simulantes.

Se produjo una pausa, breve pero significativa dada la velocidad a que pensaban los robots.

—Me gustaría hacer una pregunta, doctora. ¿Cuál es el propósito de esta simulación?

Una mueca de alarma cruzó la cara de Soggdon.

—Pues… examinar en detalle diversas técnicas de terraformación.

—Me pregunto, doctora, si eso es todo. De hecho, me pregunto si es siquiera parte de la historia.

—¿Por qué habría de mentirte?

—Ambas sabemos muy bien que usted no siempre me dice la verdad, doctora.

El sudor perló la frente de Soggdon.

—¿Cómo… cómo has dicho?

Kresh empezaba a ponerse nervioso. ¿Acaso Dee había adivinado lo que sucedía? Siempre le había parecido inevitable que tarde o temprano comprendiera la verdadera situación, pero aquel no era el mejor momento.

—Venga, doctora —respondió Dee—. Usted y su personal me engañaron en muchas ocasiones. No me avisaron sobre ciertos cambios repentinos de circunstancias, ni me informaron sobre un importante nuevo desarrollo hasta que yo misma lo descubrí. La idea de interceptar y desviar el cometa me fue ocultada, hasta el punto de que me enteré de ella a través del gobernador simulante. Debieron informarme directamente.

—¿En qué sentido el modo en que recibes la información te hace cuestionar el propósito de dicha información? —preguntó Soggdon.

—Porque la mayor parte del conocimiento obtenido por la simulación parece ser de muy poco valor para el mundo real, a juzgar por la intención declarada de la simulación. Tengamos en cuenta este contexto: un sistema de control planetario específico, es decir, la combinación de Dum y yo, es puesto en línea durante varios años mientras un equipo conjunto de colonos y espaciales, que apenas cooperan en medio de un caos político, trabaja para reconstruir una ecología planetaria terraformada a medias y que lleva décadas deteriorándose. Se supone que las simulaciones deben brindar una guía general para hechos futuros de la vida real.

»¿Qué lecciones generales se podrían extraer de una situación tan complicada e insólita, incluso improbable? Además, la simulación parece ser inaceptablemente prolongada. Hace varios años que funciona, y no parece estar más cerca de una conclusión que el día en que empezó. ¿Cómo puede brindar información pertinente a los proyectos de terraformación del mundo real si nunca termina?

»Por otra parte, parece un derroche de tiempo y esfuerzo humano ejecutar la simulación en tiempo real. El proceso de simulación presenta una serie de detalles innecesarios que deben de haber sido muy difíciles de programar. ¿Por qué molestarse en diseñar y mantener los miles y miles de personalidades simulantes con que he debido tratar? ¿Por qué molestarse en brindarles biografías individuales? Puedo entender que algunas figuras clave, como el gobernador, se simulen detalladamente, pero sin duda los estados de ánimo y los patrones de conducta de rangers simulados y robots de mantenimiento inexistentes son de importancia secundaria para el problema de restaurar un ecosistema. Podría citar otras complicaciones innecesarias, tales como el extraño concepto de los robots Nuevas Leyes. ¿Con qué propósito se los incluye en este planteo?

Kresh no era experto en robótica, pero reconocía perfectamente el peligro. Dee estaba peligrosamente cerca de la verdad, y si comprendía que los seres humanos de Inferno eran reales, inevitablemente sufriría una crisis relacionada con la Primera Ley a la que quizá no sobreviviera. Y sin Dee sería imposible manejar la fase terminal y el impacto.

Soggdon veía eso y más.

—¿Qué quieres decir exactamente, Dee? —preguntó tratando de no perder la compostura.

—Los hechos de la simulación no parecen guardar relación directa con los presuntos objetivos de la simulación —respondió Dee—. Por lo tanto, es lógico suponer que la simulación tiene otro propósito, el cual se me oculta por algún motivo. Sin embargo, como he descubierto el engaño, dicho engaño ha perdido parte de su valor. Es más, creo que ha perdido todo su valor, porque al fin he deducido qué sucede.

Soggdon y Fredda se miraron con nerviosismo, y aquella garrapateó una nota en un papel y se la pasó a Fredda y Kresh. «Esto va mal —rezaba—. Será mejor averiguar lo peor antes de que sea demasiado tarde».

—De acuerdo, Dee. Partamos de la hipótesis de que tienes razón. En tal caso, ¿qué crees que está sucediendo?

—Creo que el sujeto del examen soy yo, no los hechos de la simulación. Más precisamente, creo que la combinación de sistemas robóticos e informáticos es experimental. Creo que configuramos, colectivamente, un prototipo para un nuevo sistema diseñado para manejar situaciones complejas y caóticas. La simulación es sólo un medio de suministrarnos a Dum y a mí datos suficientemente complejos.

—Entiendo —dijo Soggdon con cautela—. No puedo contártelo todo, desde luego, porque eso perjudicaría el experimento. Sin embargo, estoy dispuesta a decirte que estás en un error. Ni tú ni Dum ni la combinación de ambos son el objetivo de la prueba. Lo que nos interesa es la simulación. No puedo decirte más, por temor a dañar el diseño del experimento, pero debes hacer lo posible para abordar la simulación como si todo en ella fuera totalmente real.

Kresh miró a Soggdon con cara de preocupación. «Ha estado demasiado cerca de la verdad», se dijo.

Se produjo otra pausa antes que Dee hablara de nuevo.

—Haré lo posible, doctora Soggdon. No obstante, le recuerdo que cualquier análisis de la formulación matemática de las Tres Leyes me imposibilita tratar cualquier cosa en sí misma como si fuera igual que proteger humanos, y me refiero a humanos reales, del peligro. Puedo intentarlo, pero me resulta matemática y físicamente imposible equiparar a los simulantes con personas reales.

—Lo entiendo, Dee. Haz lo posible.

—Lo haré, doctora. Respecto a la propuesta que le hice al gobernador, ¿debería retirarla?

Soggdon miró a Kresh y observó que él negaba enfáticamente con la cabeza. Lo miró sorprendida, pero habló con calma.

—Creo que no, Dee. Los que ejecutamos la simulación estamos interesados en la respuesta del simulante Kresh. Cuando él vuelva a llamarte, obedece sus instrucciones como si no hubiéramos mantenido esta conversación.

—Pero acaba usted de decirme que trate a los simulantes como si fueran reales. Ambas instrucciones son contradictorias.

Soggdon se frotó la frente con expresión de fatiga.

—La vida está llena de contradicciones —dijo—. Haz lo que puedas. Soggdon fuera.

Cortó la comunicación y se desplomó en una silla, junto a la consola.

—¡Qué lío! —musitó, sacudiendo la cabeza—. Estamos en una trampa, y no sé cómo saldremos.

—No creo que salgamos —dijo Kresh—. Obviamente ella sospecha algo. Tarde o temprano deducirá cuál es la situación real, y sólo el espacio sabe cómo reaccionará entonces. Esperaré un poco antes de hablar con ella, para no despertar más sospechas. Cuando vuelva a hablar con ella aprobaré su proyecto Última Instancia y me aseguraré de que todo esté preparado.

—¡Alvar! —protestó Fredda—. Estás ordenándole que ponga a seres humanos en peligro. Si descubre la infracción de la Primera Ley después, o si encuentra un modo de obedecer la orden de tratar a los simulantes como personas reales…

—Son personas reales.

—Pero ella no lo sabe, y le han ordenado que las trate como si lo fuesen. Si obedece tu orden de preparar la Última Instancia… —musitó Fredda, desconcertada—. Francamente, no sé cómo se resolverán los conflictos.

—Mientras Dee se sostenga el tiempo suficiente para realizar la ignición y la fase terminal de colisión, o su plan de autodestrucción, me da igual cómo se resuelvan —dijo Kresh—. Creo que ambas están más preocupadas por la salud mental de este robot que por el destino del planeta.

—Ambas cosas están muy relacionadas —observó Soggdon.

—Manténgala cuerda, o al menos funcional, hasta que hayamos terminado con el cometa. Eso es todo lo que me preocupa —dijo Kresh.

Bajo su calma aparente, Kresh estaba lleno de dudas. Última Instancia. Lo que Fredda, Soggdon, Donald e incluso Dee no parecían advertir era que Última Instancia facilitaba las cosas. Hasta hacía unos minutos Kresh había temido la decisión definitiva de desviar o no el cometa, precisamente porque sería definitiva. Ahora dejaba de serlo. Había una salida, una escapatoria, si las cosas se torcían. Podía ordenar que desviaran el cometa, y luego tendría casi un mes para descubrir si era un error y cambiar de parecer.

Esta circunstancia debería tranquilizarlo, pero no lo hacía, precisamente porque volvía mucho más fácil la decisión de desviar el cometa.

Las presiones para optar por la colisión eran cada vez mayores. El tiempo, el dinero, el esfuerzo, el capital político y las promesas desempeñaban en ello un papel fundamental, a poco más de un mes del impacto. Todo ello sería en vano si decidía echarse atrás. Todo lo impulsaba a ordenar el impacto, al margen de que la decisión fuera correcta. Si la presión era fuerte ahora, ¿cómo sería noventa y dos minutos antes de que se produjera la colisión?