13

A Jadelo Gildern le gustaba decir que su trabajo era adivinar, y hacerlo correctamente. El trabajo de un jefe de inteligencia no consistía en saberlo todo, pues era imposible, pero un buen jefe de inteligencia era capaz de ver todo el rompecabezas cuando muchas piezas estaban perdidas, escondidas o disfrazadas. Un buen jefe de inteligencia veía la tendencia general, aprovechaba los datos que conocía, aquello que sabía acerca de los protagonistas, y deducía el modo en que actuarían. Podía calcular qué significaban las palabras y los actos de una persona, o la ausencia de palabras y actos.

Mientras reflexionaba sobre la situación en su despacho del edificio de los Cabezas de Hierro, estaba por llegar a una interesante conclusión. Se sentía tentado de ir hasta el final. Sabía que tenían que ser los colonos los que habían atacado la Torre de Gobierno, y no se necesitaba ser muy sagaz para adivinar que buscaban a Lentrall. Gildern sabía qué otros pasos habría dado él para eliminar la información que Lentrall poseía, y daba por supuesto que los dirigentes colonos, Tonya Welton y Cinta Melloy, eran tan sensatos como él.

Todo era especulación, desde luego. Sin embargo, de algo estaba seguro: sabía adonde había ido Kresh. Los Cabezas de Hierro espiaban electrónicamente el sistema de control de tráfico aéreo, y Gildern había usado ese recurso para localizar tres vuelos de larga distancia, dos que empezaban en la residencia privada del gobernador y otro que terminaba allí. Uno, el primero, había resultado imposible de rastrear a causa de la tormenta. El vuelo de retorno del mismo vehículo había llegado desde la dirección de Purgatorio, trazando un círculo completo. Era precisamente lo que haría un robot que realizara una acción evasiva. En cuanto al tercer vuelo, cuya ruta había sido aprobada, su destino era Primer Círculo, un pequeño y lejano suburbio de Hades. En la oficina de control de tráfico aéreo de Primer Círculo no constaba la llegada del aeromóvil. O bien se había estrellado o bien había ido a otra parte. Gildern sospechaba adonde.

Tres vuelos. Uno para llevar a Kresh, otro para llevar de regreso el aeromóvil, y el tercero para llevar a otras personas, quizás a la esposa de aquel. No obstante, y aun cuando la ruta del vuelo de retorno no hubiese apuntado precisamente en la dirección contraria, Gildern habría pensado en Purgatorio. Había que pensar adonde querría ir ese hombre en esas circunstancias. Era casi inevitable que fuera a consultar a los expertos del Centro de Terraformación. No, encontrar al hombre no supondría un problema. Sin duda estaría en el Centro o en la Residencia de Invierno. Gildern podía subir a un aeromóvil y ver al hombre en cuatro horas.

Pero ¿valdría la pena el viaje? ¿Estaba su plan bien elaborado?

Afortunadamente, había un modo de averiguarlo. Simcor Beddle había tenido la bondad de informar a Gildern de lo que diría en el discurso que había decidido pronunciar. El que Beddle estuviera dispuesto a tomar medidas tan audaces había sorprendido a Gildern, pero no le molestaba valerse de su jefe cuando los actos de este convenían a sus propósitos. Gildern siempre estaba dispuesto a manipular a Beddle para llevar a cabo sus propios planes.

En esta ocasión, sin embargo, Beddle no había necesitado estímulos ni refuerzos. Por una vez, Gildern no había tenido que meterle ideas en la cabeza para luego convencerlo de que las ideas eran suyas. Por una vez, Beddle actuaba por su cuenta.

Si el discurso de Beddle no provocaba una reacción específica e inmediata por parte de Alvar Kresh, Gildern sabría, casi con certeza, que el gobernador estaba en apuros. Gildern sonrió. Sería muy agradable, pues entonces estaría en condiciones de hacer un pequeño favor al gobernador mientras al mismo tiempo servía a su propio amo.

En el universo había cosas peores que tener un gobernador que le debía un favor.

«Arriésgate —se dijo Simcor Beddle—. Un hombre sabio sabe cuándo es el momento de apostar, y el momento es ahora». Se irguió detrás del podio, sobre la pequeña tarima dispuesta para tal fin, y miró la cámara.

—Estoy aquí —dijo— para hacer dos anuncios que según creo resultarán sorprendentes.

Un murmullo llenó la sala. No había nadie allí, salvo Beddle y los robots que operaban las cámaras y el sistema de sonido, pero no era necesario que el mundo lo supiera. Y ese «aquí» no era ningún sitio en particular, sino el estudio ubicado en el sótano del edificio de los Cabezas de Hierro. No había dicho dónde estaba, pero parecería un mitin importante en un lugar importante, y eso era lo que contaba.

Tenía ayuda, desde luego. El robot que se encargaba del sistema de sonido conocía su oficio y sabía cómo crear un falso murmullo de sorpresa, un crujido de asientos inexistentes y el sordo zumbido de los ordenadores portátiles de reporteros imaginarios.

Todo aquello funcionaba en el subconsciente, pero funcionaba, y eso era lo importante. Simcor Beddle sabía cómo funcionaban los medios de comunicación en Inferno. Enviaría su discurso a las redes de información, pero nadie lo vería en directo, sino que una parte sería presentada como si fuese el todo.

Los espectadores verían noventa segundos de su discurso en los servicios de noticias, una fracción de tiempo tan breve como para que no esperasen que se les aclarase dónde lo pronunciaba ni por qué. Oirían los sonidos de fondo, verían las lujosas cortinas rojas, detectarían la insinuación de que hablaba con un grupo importante en un acontecimiento importante. Esas sutilezas impedirían que los espectadores supieran por qué lo consideraban importante, pero aun así tendrían esa impresión. Simcor Beddle, el dirigente de los Cabezas de Hierro, había hablado ante un grupo cuyo nombre no recordaban, y había lanzado sus brulotes contra un mundo expectante. Cuando uno podía controlar la fantasía, no necesitaba la realidad.

Beddle miró atentamente a su inexistente público.

—Para empezar, me gustaría confirmar el rumor que circula desde anoche. —Hizo una pausa para dotar de dramatismo a sus palabras—. Existe un plan oficial para arrojar un cometa contra Inferno. El impacto, que se producirá en la región de Utopía, contribuirá a la formación de un mar polar, el cual, a su vez, hará que mejore el clima planetario. —Los robots encargados de los efectos especiales insertaron murmullos de sorpresa—. El proyecto se encuentra en su etapa de planificación, y el gobierno aún no está plenamente comprometido con él. Sin embargo, el gobierno está haciendo preparativos, como corresponde. El tiempo apremia. El cometa en cuestión ha sido descubierto recientemente, y los preparativos deben llevarse a cabo antes de que se tome la decisión definitiva de proseguir, para contar con el tiempo necesario.

Simcor hizo otra pausa y miró fijamente a la cámara.

—Esto me lleva a mi segundo anuncio —dijo—. Algunos se sorprenderán más de este que del primero. Respaldo totalmente el plan del gobierno. He visto ciertos documentos, proyecciones de resultados y evaluaciones de riesgo. Sin duda habrá muchos peligros, y no será tarea fácil. Es preciso realizar muchos trabajos en muy poco tiempo; pero también he visto las estimaciones del probable destino de nuestro planeta, lo que sucederá si no aprovechamos esta oportunidad. Debo confesar que esas proyecciones son sombrías. Tan sombrías que he llegado a la conclusión de que debemos aprovechar esta oportunidad a pesar de los riesgos. —Guardó silencio y miró en torno con expresión significativa—. Aunque apoyo el plan, debo criticar severamente al gobierno por el modo en que se lo ha ocultado al pueblo de Inferno. Nadie puede poner en duda que este proyecto afectará a todos los hombres y mujeres de este planeta, y por ello se trata de una decisión que no debió tomarse en secreto. —Esbozó una cálida sonrisa y prosiguió—: Pero eso es agua pasada. Ahora cada uno de nosotros debe apoyar este plan audaz, pues si sale bien nos conducirá a un futuro más próspero y brillante. No obstante, y aun cuando demos este valiente paso, es importante comprender que algunos de nosotros deberán sacrificar todo lo que tienen en aras del beneficio general. Los que viven y trabajan donde caerá el cometa lo perderán todo… a menos que los ayudemos.

»El gobierno está trabajando en planes y procedimientos de evacuación para transportar mercancías y equipos fuera de la zona de impacto. Sin embargo, no puede ni quiere resolverlo todo. Por esa razón, haré un anuncio final. El Partido Cabeza de Hierro aportará todos sus recursos a esta campaña para asistir a los perjudicados por este proyecto masivo. Cuidaremos de nuestros vecinos, nuestros hermanos de la región de Utopía, en su hora de necesidad. Yo mismo supervisaré nuestro programa de asistencia, y pronto partiré de la ciudad de Hades para realizar una gira de inspección en la región de Utopía. El impacto de este cometa representa peligro y contratiempos para muchos, pero también representa una esperanza, quizá la última, para el futuro de nuestro planeta. Preparémonos para recibir este regalo del cielo.

Simcor Beddle miró nuevamente la sala vacía mientras el ruido de aplausos simulados llenaba el aire. Inclinó la cabeza con gesto de gratitud y volvió a mirar la cámara.

—Gracias a todos —dijo, y mientras la cámara se aproximaba a su rostro logró fingir que agradecía en serio.

—Bien —dijo Alvar Kresh—, pudo haber sido peor.

—Teniendo en cuenta que se trata de Simcor Beddle, has salido bien librado —observó Fredda. Bostezó, se desperezó y se levantó del sofá. Si se quedaba sentada mucho más tiempo, se dormiría.

Fredda había llegado a Purgatorio una hora antes. Había tenido un día agobiante: a la entrevista nocturna y el trabajo en casa de Davlo Lentrall se había sumado la llegada de Oberon, que tras entregarle el mensaje de Alvar le había pedido que lo acompañara. Ella y Donald habían volado rápidamente a Purgatorio siguiendo una ruta evasiva. Aun así, atardecía cuando se reunieron con Alvar en la Residencia de Invierno.

Allí estaban ahora, mientras la noche caía y arreciaban los problemas. Fredda miró alrededor y se estremeció. Al gobernador Chanto Grieg lo habían asesinado en aquella casa de un disparo, cuando estaba en su cama. Había ocurrido en otra ala de la casa, pero aun así Fredda nunca se sentiría a gusto en la Residencia de Invierno.

Tampoco su esposo. Alvar no se había resistido cuando Fredda insistió en que eligiera otros aposentos para él. Tal vez algún futuro gobernador, cuando la muerte de Grieg sólo fuera una anécdota histórica, pudiera poner su cama en la habitación donde había muerto Grieg, pero Alvar había hallado el cuerpo, y ella misma había visto el cadáver en la cama. No. Dormirían en otra parte. Que los futuros gobernadores lo hiciesen donde quisieran, si el planeta sobrevivía hasta entonces.

—Hemos salido tan bien librados que por un instante me pregunté si era Beddle —dijo Kresh, arrellanándose en el sofá frente a la pantalla—. Era su gran oportunidad de poner a la gente en contra de nosotros, pero no lo hizo. Confieso que es desconcertante tener a ese hombre de nuestra parte.

—Bien, hizo algunas objeciones —observó Fredda—. El tema del secreto nos perjudicará. Tenemos que anunciar algo.

—¿Qué? —preguntó Alvar—. ¿Que aún no hemos decidido cuál será el plan y, de paso, que hemos perdido el cometa? —Hizo una pausa y prosiguió—: Eso beneficiaría a Beddle. Supongamos que él sabe que desconocemos la posición del cometa. En ese caso podría ponerse a favor del audaz programa del gobierno con el propósito específico de obligarnos a admitir que lo hemos perdido, en cuyo caso quedaríamos como tontos.

—Como ahora mismo —dijo Fredda con una sonrisa triste—. ¿Estás seguro de que no hay modo de localizarlo de nuevo?

—Verifiquémoslo. —Alvar se volvió hacia Donald, que estaba de pie junto al centro de comunicaciones, y le ordenó—: Activa un enlace de audio directo con las unidades Dum y Dee.

—Sí, señor. —Donald manipuló varios mandos y anunció—: El enlace está abierto, señor.

—¿Enquépodemosss serrrvirrrle, gobernadorrr? —respondieron dos voces.

Fredda dio un respingo.

—Pero ¿qué diablos…?

Alvar la hizo callar con un gesto.

—Ya te lo explicaré —dijo—. Unidades Dum y Dee, según vuestras actuales estimaciones del trabajo requerido una vez que se localice el cometa, calculad el período más largo entre ahora y el momento en que deben comenzar las obras.

—Hay muchasss variablesss —respondió la doble voz—. Intentarrremos una aprrroximaciónnn útil. —Se produjo una breve pausa y una de las dos voces, la más aguda y femenina, habló—. Doce días, cuatro horas y cincuenta y dos minutos estándar. Debo señalar que la estimación se basa en la disposición del equipo completo, preparado y alerta para un lanzamiento inmediato.

—Muy bien —dijo Kresh—. Basándonos en los mejores datos actuales y el presente esquema de búsqueda, ¿cuáles son las probabilidades de localizar el cometa Grieg dentro de doce días estándar?

—Las prrrobabilidadesss son aprrroximadamente una entre once, o de un nueve por ciennnto —contestó la doble voz.

—Danos una gama de valores representativos —pidió Kresh.

—En porcentaje —comenzó la voz más grave y mecánica—, las probabilidades son de cero coma cinco por ciento para el descubrimiento en un día; uno coma dos por ciento en tres días; cuatro por ciento en seis días; seis coma uno por ciento en ocho días; nueve por ciento en doce días; veinte por ciento en quince…

—¿Cuándo llegan las probabilidades al noventa y cinco por ciento?

—Las probabilidades mejoran rápidamente al desecharse posibilidades y al reducirse el área de búsqueda —repuso la voz femenina—. Al mismo tiempo, el cometa está acercándose y su brillo comienza a aumentar por efecto del calor del sol. Esto también ayuda. Las probabilidades de descubrimiento superan el noventa y cinco por ciento en unos veintiséis días.

—Demasiado poco y demasiado tarde —intervino Fredda.

—Sí —concedió Alvar, aunque su tono de voz decía mucho más. Suspiró—. Estoy agotado. Bien, unidades Dum y Dee, eso es todo. —Indicó a Donald que cortara la conexión.

Fredda miró a su esposo mientras este miraba la pared con expresión pensativa.

—Una probabilidad entre once —musitó—. ¿A eso se reduce todo? ¿El planeta tiene un nueve por ciento de probabilidades, si hacemos todo bien?

—Es posible —repuso Fredda, regresando al sofá y sentándose junto a su esposo—, pero ¿estamos haciendo todo lo posible? Y ¿lo estamos haciendo bien?

Alvar Kresh se frotó los ojos.

—Creo que sí —respondió, y bostezó—. No recuerdo la última vez que dormí de veras. —Pestañeó—. Tengo un grupo trabajando todo el día en el espacio, formando el equipo para la intercepción. Aún no hemos comenzado con la evacuación de Utopía, y espero que el discurso de Beddle no haya desatado el pánico allí. No obstante, tenemos listo el plan de evacuación. La zona no está muy poblada, y Donald me asegura que la gente que sabe de estas cosas cree que sería mejor dedicar más tiempo a la planificación, aunque ello signifique empezar con retraso.

—¿Puedo decirte algo que quizá tus expertos no te hayan dicho? Cerciórate de que sea una evacuación total, y de que puedas probar que lo es. Si queda una sola persona allí, o existe siquiera la posibilidad de que ocurra, tendrás problemas con los robots Tres Leyes que tratarán de rescatarla.

—No me preocuparé por perder algunos robots cuando se trata de salvar todo el planeta.

—No, claro que no —dijo Fredda, pero pensaba en la muerte de Kaelor y no podía dejar de preguntarse si en el futuro sería tan negligente con la vida de los robots—. Esos robots, sin embargo, podrían causar muchos problemas. Aunque consigas demostrar que no queda nadie en toda Utopía, muchos robots se sentirán presionados por el imperativo de la Primera Ley y tratarán de impedir como sea el impacto del cometa. Al fin y al cabo, el cometa sí representa un peligro para los humanos. Es más que probable que alguien muera en el derrumbe de un edificio, o en un aeromóvil sorprendido por la onda expansiva o lo que fuera.

—Tal vez, pero ¿cómo conseguirían detenerlo? —preguntó Kresh.

—Ante todo, ¿ese equipo del espacio es totalmente humano? Debes tener en cuenta que cualquier robot que esté realizando esa tarea intentará sabotearla. Incluso un robot de carga tendrá capacidad suficiente para comprender que un cometa que entra en la atmósfera del planeta representa un peligro.

—Demonios ardientes —masculló Kresh—. No había pensado en eso. Espero que alguien lo haya hecho, pero tendremos que asegurarnos de que la tripulación de esas naves sea humana. Donald, transmite esa orden y explica… —Alvar se interrumpió y miró a Donald—. No, espera un momento, no puedo valerme de ti para transmitir esa orden, por la sencilla razón de que tu Primera Ley te impedirá que cooperes.

—Al contrario, señor. Puedo transmitir el mensaje.

Fredda miró a Donald sorprendida.

—Pero ¿no sientes que eso suscita un conflicto con la Primera Ley?

—En cierta medida, doctora Leving, pero como usted sabrá, un robot Tres Leyes bien diseñado está sujeto a la tensión provocada por la Primera Ley casi todo el tiempo. Prácticamente no hay circunstancias que no impliquen algún peligro, aunque las probabilidades sean pocas, para un humano. Un humano podría ahogarse bebiendo un vaso de agua, o contagiarse una enfermedad mortal al estrechar la mano de un visitante de otro planeta. Esos peligros no bastan para impulsar a un robot a la acción, pero sí para que sienta el influjo de la Primera Ley. Aquí existe un peligro potencial, sí, pero usted me diseñó como robot policía, y estoy equipado para enfrentar más riesgos que la mayor parte de los robots.

—Entiendo —dijo Kresh con voz áspera. Fredda tuvo la fuerte impresión de que tendría que preguntarle acerca de todo ello antes de que pasase mucho tiempo—. Sin embargo, y no es mi intención ofenderte, creo que será mejor que yo mismo me encargue de transmitir esa orden. Llamaré al grupo de planificación espacial para ordenar que se prohíba la intervención de robots en el operativo, explicando el motivo.

—No me ofende, señor. Usted debe tener en cuenta la posibilidad de que yo lo engañe. Puedo imaginar una situación donde yo desobedecería esa orden y me encargaría de que la mayor cantidad posible de robots participara en la operación espacial para sabotearla.

Kresh miró a Donald extrañado.

—Pues mi imaginación funciona como la tuya —dijo, y se volvió hacia Fredda—. A pesar del buen ejemplo de Donald, creo que nunca me vi envuelto en una situación en que los robots me dificultaran tanto el trabajo; a mí y a todos.

—Eso es lo que pasa cuando tratas de correr riesgos, por necesarios que sean, en medio de robots —repuso ella—, y lo que ocurre es que hasta ahora ninguno de nosotros intentó correr riesgos.

—Y a los robots no les gustan los riesgos. Nos quieren proteger tanto que nos matarán a todos. Tarde o temprano tendremos que…

—Excúseme, gobernador —intervino Donald—. El sistema de seguridad de la Residencia me ha advertido vía hiperonda de que un aeromóvil está aterrizando en la zona de visitantes.

—¿Quién demonios me ha encontrado aquí? —murmuró Kresh.

—Podría tratarse de algún turista que desea echar un vistazo a la Residencia de Invierno —aventuró Fredda.

—No tendremos esa suerte —repuso él, levantándose. Cruzó la habitación y se sentó ante la consola de comunicaciones. Tecleó las órdenes y en la pantalla apareció una imagen de las cámaras de seguridad de la entrada principal. Allí estaba el aeromóvil, y alguien se apeaba de él. Kresh enfocó la figura y, tras obtener un plano de la cabeza y los hombros, ordenó al sistema que rastreara el plano automáticamente. Era un hombre que, de espaldas a la cámara, bajaba de su vehículo blindado de largo radio de acción. Dio media vuelta y miró hacia la cámara oculta como si supiera exactamente dónde se hallaba esta. Sonrió y saludó.

—¿Qué diablos hace aquí? —masculló Kresh.

—¿Quién es? —preguntó Fredda, acercándose.

—Jadelo Gildern —respondió Kresh—, el jefe de seguridad de los Cabezas de Hierro. —Frunció el entrecejo—. Él no es un turista que ha venido a mirar el lugar. Sabe que estamos aquí. Creo que será mejor que lo dejes pasar, Donald. Llévalo al estudio. Lo esperaremos allí.

—Sí, señor —dijo Donald.

—¿Qué quiere? —inquirió Fredda—. ¿Por qué está aquí?

Kresh desconectó el sistema de comunicaciones y se puso de pie.

—Por lo que sé de él, sólo hay una cosa que siempre quiere: un negocio conveniente para Jadelo Gildern.

—Buenas noches, señor Gildern —dijo el pequeño robot azul que lo recibió en la puerta—. El gobernador me ha ordenado que lo escolte.

Gildern asintió con gesto brusco. Otros podían perder tiempo en ser corteses con los robots, pero no los Cabezas de Hierro; además, tenía otras cosas en mente. Sería mejor para todos los interesados que la entrevista fuera rápida. La decisión que había tomado implicaba riesgos indudables, y no veía el menor sentido en aumentarlos. El robot azul, cuyo nombre era Donald 111, había sido creado por Leving y era el asistente personal de Kresh desde los tiempos en que este había sido sheriff. Lo habían diseñado para que pareciese poco amenazador, por lo que a menudo se lo subestimaba. Gildern sonrió. A veces le resultaba tranquilizador recordar cuántos datos tenía en sus archivos.

El robot lo condujo por un gran patio central y un corredor que giraba a la derecha, y se detuvo ante la cuarta puerta de una serie de puertas idénticas. Gildern había memorizado la configuración de la residencia durante el vuelo. Aquel era el estudio.

El robot abrió la puerta y Gildern lo siguió. Tal como había sospechado, Kresh y Leving estaban esperándolo, él sentado a un escritorio, ella en una de las dos sillas que había frente a este.

—Jadelo Gildern de los Cabezas de Hierro —anunció el robot, y se retiró a uno de los nichos de la pared.

—Gobernador, doctora Leving —saludó Gildern—. Les agradezco el que me permitan presentarme de manera tan… informal. Creo que ambos coincidirán en que nos beneficiará a todos el que esta visita se mantenga en el mayor secreto posible.

—¿Qué quiere, señor Gildern? —preguntó el gobernador sin inmutarse.

Gildern caminó hasta el escritorio, se inclinó ante la doctora Leving y, volviéndose hacia Kresh, anunció con una sonrisa:

—Estoy aquí para hacerle un obsequio, gobernador; algo que usted quiere desde hace tiempo.

—¿A cambio de qué? —preguntó Kresh, impertérrito.

—A cambio, sólo pido que no me pregunte, ni ahora ni en el futuro, cómo lo conseguí, que no ordene ninguna investigación, ningún interrogatorio, ningún procedimiento oficial legal…

—Eso significa que lo obtuvo ilegalmente —lo interrumpió Kresh.

—Mi condición es que usted no me haga esa clase de preguntas.

—No se trata de una pregunta, sino de una afirmación, y no he aceptado sus condiciones. He jurado defender la ley, como usted recordará, y debo añadir que en general es una imprudencia requerir un servicio ilegal de un funcionario frente a testigos. —Kresh señaló a Leving y el robot.

Gildern titubeó. Había pensado que conseguiría amedrentar a Kresh y obtener así lo que quería, pero había respondido con firmeza.

Gildern necesitaba que Kresh tuviera el material, tanto como Kresh necesitaba tener los planes de los Cabezas de Hierro, de lo contrario sus planes se irían al traste.

Gildern comprendió que había cometido un serio error de cálculo. Estaba habituado a trabajar con personas a las que podía presionar, manipular, guiar y extorsionar, y había pensado que Kresh sería igualmente dócil, pero era un ex jefe de policía que se implicaba en los casos que creía convenientes.

¿Qué razón tendría para dejarse amedrentar por él?

—No quiero preguntas —insistió, con un tono de voz que hasta él notó menos firme.

—Entonces le sugiero que vaya con sus negocios a otra parte —le soltó Kresh—. En los dos últimos días he tenido suficientes problemas para que gente de su calaña venga con amenazas e intentos de extorsión. Lárguese.

Gildern sintió un arrebato de furia. Abrió la boca para protestar, pero se lo pensó mejor. Si se dejaba llevar por su orgullo y su egolatría podía perderlo todo. Si obraba de manera sensata, tal vez lo ganase todo, y luego, una vez que hubiera ganado, estaría en posición de satisfacer su orgullo.

—Muy bien —dijo—. Sin condiciones. —Extrajo un cubo azul del bolsillo de la túnica y lo dejó sobre la mesa—. Recíbalo con mis beneplácitos. —Se inclinó una vez más ante la doctora Leving, dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.

—¡Espere! —exclamó la doctora Leving—. ¿Qué es? ¿Qué hay en este cubo de datos?

Gildern la miró sinceramente sorprendido.

—¿No se ha dado cuenta? Creo que su esposo sí.

—Me ha llevado un minuto, pero me he dado cuenta —repuso Kresh—. Lentrall me dijo que entraron por dos veces en su laboratorio. Una para robar copias de sus datos y otra para destruir los originales. Debí deducirlo tiempo atrás. Por suerte para usted, no fue así.

—¿Alguien quiere explicarme qué ocurre? —exigió Fredda—. ¿Qué hay en esa cosa?

Gildern esbozó una desagradable sonrisa.

—Vaya, el cometa Grieg, desde luego. Todos los cálculos y datos del doctor Lentrall relacionados con la ubicación, trayectoria, masa y demás están ahí. —Los miró a ambos y saludó burlonamente al gobernador—. Ahora, si ustedes me lo permiten, debo marcharme de inmediato. Me esperan en una pequeña localidad llamada Empalme, en medio de la región de Utopía. No hay servicio suborbital desde aquí, de modo que me espera un largo viaje en aeromóvil.

Kresh cogió el cubo y sonrió fríamente.

—Acompaña a nuestro amigo, Donald. Debo preparar un discurso.

—Aguardaré ansioso el momento de escucharlo, gobernador —dijo Gildern, y salió de la habitación detrás del pequeño robot azul.

Lacon-03 llamó a Anshaw en cuanto el gobernador Alvar Kresh hubo concluido el discurso, confirmando que el gobierno estaba trabajando en el proyecto del cometa y que la región de Utopía sería el blanco. Lacon-03 sabía que no era mucho lo que Gubber Anshaw podía hacer, pero los robots Nuevas Leyes tenían muy pocos amigos y en ese momento necesitarían toda la ayuda que pudieran conseguir.

En ausencia de Prospero, Lacon-03 todavía estaba usando el despacho del líder de la ciudad. Tenía uno de los pocos equipos hiperonda totalmente seguros de Valhalla, pero si esta estaba por ser destruida, ¿qué importancia tenía que alguien lograra rastrear la llamada y localizarla?

La imagen de Gubber Anshaw apareció en la pantalla.

—Esperaba tu llamada, amiga Lacon —dijo sin preámbulos—. Supongo que has oído el discurso del gobernador.

—En efecto —repuso Lacon—. Aún me cuesta creer que de veras se propongan arrojar un cometa sobre nosotros.

—La negación es un rasgo humano —observó Anshaw—. No te aconsejo que lo adoptes. El gobernador ha confirmado los rumores acerca del cometa, y no hay más que hablar. Ahora debes enfrentarte a la realidad, como todos. ¿Qué opina Prospero de la situación?

—Prospero sigue sin aparecer. Sospecho que se alarmó ante el episodio de la Torre de Gobierno o quizá se haya enterado de un dato alarmante. Si así fuera, escogería viajar discretamente y no se arriesgaría a una comunicación innecesaria. Al menos eso espero que haya ocurrido. De lo contrario, es probable que esté muerto.

—Confiemos en que no sea así.

—¿Qué debemos hacer doctor Anshaw? —preguntó Lacon-03—. ¿Cómo podemos impedir que esto suceda?

—No podemos. Nadie puede. Hay demasiados compromisos en ello, demasiadas promesas, se han gastado demasiadas energías. Tú también me has dicho que muchos deben sobrevivir a esto.

—Pero ¿cómo lo haremos?

Gubber Anshaw sacudió la cabeza.

—No lo sé —contestó—. Si se me ocurre algo, te lo diré.

Gubber se despidió de Lacon-03 preguntándose si no sería para siempre, y regresó al despacho de su esposa. Había esperado que esta se calmara mientras él estaba ausente, pero en cuanto entró en la habitación comprendió que la esperanza era vana. En un costado estaba sentada Cinta Melloy, que lo miró y se encogió de hombros. Obviamente había decidido que lo mejor era esperar a que amainara la tormenta.

—Los muy imbéciles —decía Tonya Welton entre dientes mientras se paseaba por la habitación. Había dos comentaristas en la pantalla de comunicaciones, en medio de un animado debate sobre el tema del cometa Grieg, pero ella dio una palmada al panel de control y la imagen desapareció—. No puedo seguir escuchando —añadió, todavía colérica—. ¡Maldito sea Kresh! No sólo se comprometió públicamente con el plan, sino que emitió los datos orbitales precisos del cometa Grieg. Ya era bastante difícil borrar los archivos de un hombre, y ni siquiera logramos secuestrarlo. ¿Qué demonios haremos? ¿Borrar las coordenadas en cada centro de comunicaciones del planeta?

Gubber tardó un instante en comprender la implicación de lo que Tonya decía.

—¿Debo entender que fuiste tú quien intentó secuestrar a Lentrall?

—Claro que sí. Lo hice para impedir que esto ocurriera. Nadie más parecía interesado en detener el cometa.

Gubber asintió, confuso. De modo que había sido Tonya. Debería haberlo sabido. ¿Por qué siempre se sobresaltaba al descubrir ese aspecto implacable de su carácter? En cuestiones de política, Tonya Welton no se andaba con rodeos.

—¿Y la PIC no lo descubrirá? —inquirió. La pregunta parecía tonta, pero no se le ocurría qué otra cosa decir.

—Tal vez —respondió Tonya—. Tarde o temprano, si vivimos lo suficiente. —Se volvió hacia Cinta Melloy—. ¿Cómo diablos lo hicieron? ¿Cómo reconstruyeron los datos del cometa?

—¿Acaso importa? —preguntó Cinta—. Siempre hemos sabido que existía la posibilidad de pasar por alto una copia de seguridad. No importa cómo lo hicieron. Lo importante es que lo hicieron.

Tonya apenas escuchaba. Seguía paseándose con furiosa concentración.

—Beddle —dijo al fin—. Hace tiempo que estamos seguros de que ese informante trabajaba para los dos bandos, y de pronto Beddle respalda al gobierno y el plan para desviar el cometa, antes de que Kresh haga una declaración pública. Supongamos que nuestro hombre le hubiera pasado los datos a Beddle y este se los hubiera pasado a Kresh antes que Kresh tomara una decisión.

Cinta se encogió de hombros.

—Es posible. Hemos localizado al aeromóvil de Gildern; se dirige a Purgatorio. Por la emisión sabemos que Kresh está trabajando en el Centro de Terraformación, pero ¿qué importa eso?

—Importa, porque significa que hay que vigilar a Beddle y a Gildern, ya que tal vez estén detrás de este operativo suicida. ¿Por qué otra razón apoyarían al gobierno? ¿Cuándo fue la última vez que lo hicieron?

Gubber Anshaw cruzó la habitación y se sentó junto a Cinta Melloy. Miró a Tonya y a Cinta, y creyó saber lo que pensaba la oficial de seguridad. Aun en medio de aquel torbellino, él pensaba lo mismo. Tonya estaba obsesionada con esa crisis. Hacía sólo unos minutos que él sabía la verdad sobre la Torre de Gobierno, pero conocía bien a Tonya. Si se desesperaba lo bastante como para ordenar ese fiasco, sólo el espacio sabía de qué era capaz.

—¿Y qué hacemos entonces? —preguntó Cinta con estudiada neutralidad.

—¿Por qué decidirlo ahora? —intervino Gubber—. No hay necesidad de precipitarse. Mejor tomarse tiempo para estudiar las cosas con calma.

Tonya dio media vuelta y los miró de hito en hito.

—No quiero que nadie me manipule ni intente tranquilizarme. Todavía estoy al mando de los colonos de este planeta, y que nadie se olvide.

—No lo olvido ni por un minuto —repuso Cinta—, y por eso estoy tan asustada. Usted está al mando, y yo acataré sus órdenes, pero sus órdenes no han sido buenas en estos últimos días.

La expresión de Tonya fue indescriptible, una mezcla de miedo, furia, odio y vergüenza. Alzó la mano como si fuese a abofetear a Cinta.

—¡No! —exclamó Gubber—. No.

Tonya lo miró desconcertada, como sorprendida de verlo allí.

—No —repitió él con tono más firme de lo que hubiese imaginado. ¿Cuándo le había hablado a Tonya, o a cualquier otra persona, con ese tono de voz?—. La necedad no nos llevará a ninguna parte. Es necesario que reflexionemos. Tú eres nuestra dirigente, de modo que debes dirigirnos; pero no nos dirijas con temor, furia o frustración, o porque no apruebas la situación actual. Dirígenos con sensatez y prudencia.

Tonya no podía creer lo que oía.

—¿Cómo te atreves a hablarme de ese modo?

—Me atrevo porque nadie más puede hacerlo, y alguien debe hacerlo —respondió Gubber con voz más trémula de lo que hubiera querido—. Cinta lo ha intentado y a punto has estado de golpearla por decirte la verdad. Bien, golpéame también, si eso es lo que quieres. No te detendré.

El corazón le latía con fuerza, pero se obligó a mirarla con firmeza. Ella bajó la mano, la alzó de nuevo, pero al fin la dejó caer. Dio media vuelta, caminó hacia el otro lado de la habitación y se desplomó en una silla.

—Tienes razón —musitó—, pero ojalá no la tuvieras.

Se hizo el silencio. Tonya permaneció sentada, con la mirada perdida. Cinta, inmóvil, la observó por unos segundos, y luego volvió la vista hacia Gubber.

Gubber conocía a Tonya. Sabía que sólo necesitaba que la empujasen en la dirección correcta, y le correspondía a él hacerlo. Se aclaró la garganta y con voz calma y casual, que sin duda no engañaba a nadie, dijo:

—Acabo de hablar con una robot Nuevas Leyes llamada Lacon-03. Prospero ha desaparecido y la ha dejado a ella a cargo. También había oído el discurso del gobernador, y me llamó para pedirme consejo acerca de lo que deben hacer los robots Nuevas Leyes. Ese cometa caerá justo sobre ellos. No supe qué responder. ¿A alguien se le ocurre alguna sugerencia?

Tonya rio fatigosamente y sacudió la cabeza.

—Oh, Gubber, querido Gubber. Lo único que podemos decirles es que acepten la realidad y el embrollo en que se encuentran y saquen el mejor partido de una mala situación. Y sí, ellos están peor que nosotros, si a eso ibas.

—Muy bien, pues, ¿qué haremos entonces?

Tonya se reclinó en el respaldo de la silla, se restregó los ojos y miró el cielo raso.

—Haremos dos cosas. Primero, quiero que vigilen a Beddle y a Gildern. Esos dos se traen algo entre manos. Jadelo Gildern nunca hace nada por una sola razón. Quiero saber qué está tramando.

—Ya estamos trabajando en ello —dijo Cinta, obviamente feliz de que Gubber hubiera convencido a Tonya de actuar con sensatez—. ¿Y lo segundo?

—Lo segundo es que admitiremos nuestra derrota.

—¿Cómo? —preguntó Cinta, moviéndose en su asiento y mirando a Tonya con expresión intrigada.

—Gubber tiene razón. Ahora es imposible detenerlo —repuso Tonya, señalando hacia arriba—. Ellos saben dónde está el cometa y harán el intento. Lo arrojarán en su propio planeta y confiarán en que todo salga bien y no nos maten a todos. Todavía no creo que puedan lograrlo. No tienen la habilidad ni la experiencia suficientes, y he visto lo que sucede en un planeta cuando un intento como este sale mal. Algunas viejas pesadillas han vuelto a rondarme desde que averiguamos esto. Creo que acabarán con el planeta, pero no hay modo de detenerlos, a menos que derribemos toda su flota espacial.

¿Derribar la flota? Gubber creía que la había persuadido. Sin embargo, quizás estuviese equivocado. Por un instante pensó, aterrorizado, que Tonya estaba tan desquiciada que era capaz de semejante cosa.

—No estarás pensando…

—No —lo tranquilizó Tonya—. Claro que no. Ante todo porque no creo que tengamos el poder de fuego para hacerlo… y porque no sé si alguien obedecería una orden como esa. Fuera de esa opción, sin embargo, no hay modo de detenerlos. —Se puso de pie y regresó a la consola de comunicaciones, la encendió y la pantalla mostró una imagen del cielo nocturno tal como se veía desde las cámaras de la superficie. Era una escena de sobrecogedora belleza, un cielo negro constelado con un manto de estrellas opacas que cubrían las más grandes y brillantes, puntos blancos, amarillos, azules y rojos reluciendo en la noche—. En consecuencia, debemos procurar que lo hagan bien. Regresaré a mi despacho y redactaré una proclama ofreciendo nuestra cooperación, y el acceso a toda nuestra pericia en está especialidad. Tal vez podamos reducir el daño al mínimo. —Se irguió y hundió los hombros en un gesto de humillación, resignación y frustración—. Por supuesto, no podemos olvidar que tal vez descubran quién fue responsable del ataque en la plaza. Si nos mostramos dispuestos a ayudar quizá consigamos que no nos echen del planeta. —Guardó silencio un instante, y cuando habló tenía la voz ahogada por las emociones que había procurado contener: furia, frustración, vergüenza, miedo. Evidentemente, le costaba pronunciar aquellas palabras, pero debía hacerlo—. Y cuando nos atrapen —dijo—, nuestra actitud conciliadora probablemente nos favorezca.

El aeromóvil se deslizó lentamente sobre las calles de Empalme, silenciosas y desiertas en el alba, y se detuvo a poca distancia del límite de la ciudad. Prospero dirigió la maniobra con la habilidad consumada de un piloto profesional y la nave aterrizó lejos de los edificios circundantes.

—Aquí me bajo yo —anunció Norlan Fiyle con mal disimulado alivio. Se levantó, abrió la portezuela, se apeó y estiró los brazos y las piernas con gratitud—. No lo toméis a mal, pero me alegra bajarme de este maldito trasto.

—¿Y tú que dices, amigo Calibán? —preguntó Prospero—. Es tu última oportunidad. ¿Estás seguro de que no quieres acompañarme?

—No, amigo Prospero —respondió Calibán—. Ve a Valhalla. Allí te necesitan mucho más que a mí. Además, tal vez precises un amigo en Empalme. Será mejor que me quede en Empalme.

Las razones de Calibán eran elocuentes, pero no eran toda la verdad. La razón básica y esencial era que ya no deseaba estar cerca de Prospero, ni literal ni ideológicamente. Durante ese largo y fatigoso viaje había tenido tiempo de sobra para reflexionar. Prospero era un imán que atraía toda clase de peligros, y él estaba harto de arriesgar la vida en nombre de causas que no eran suyas.

Fiyle sonrió reflexivamente.

—Eso me suena familiar —musitó—. Prospero empleó casi esas mismas palabras cuando él y yo nos despedimos en Purgatorio hace años.

—Esperemos que el viaje que comienza con esta despedida sea mejor que aquel —comentó Prospero.

—Bien, al menos esta vez eres tú quien viaja, no yo —dijo Fiyle—. Este es el final del camino para mí. Al menos hasta que llegue el cometa.

—¿Qué hará, Fiyle? —quiso saber Calibán—. ¿Adónde irá?

El humano sacudió la cabeza, se encogió de hombros, sonrió.

—No tengo la menor idea —respondió—. Lejos, en cualquier caso. A un sitio donde no me busquen y pueda empezar de nuevo. No obstante, me quedaré un tiempo en Empalme. Aquí nadie me conoce.

Empalme era la mayor colonia humana de la región de Utopía, lo cual no era decir mucho. Como implicaba el nombre, era poco más que una estación de transbordo para dirigirse a los pequeños y dispersos asentamientos de esa parte del este de Tierra Grande.

—Pero ¿por qué? —preguntó Calibán—. Nosotros tenemos motivos para venir aquí, pero ¿por qué quiere usted ocultarse en una ciudad que será destruida?

—Precisamente porque será destruida —contestó Fiyle—. Eso la convierte en un magnífico escondrijo. Aquí puedo crearme una nueva identidad y decir lo que me venga en gana acerca de mi nueva personalidad. ¿Cómo investigarán los registros cuando Empalme sea una ruina humeante? Y tal vez tenga la oportunidad de manipular los registros antes de que los archiven y se los lleven. Quizá los registros terminen diciendo que soy un comerciante próspero con una magnífica cuenta en el banco. Cuando la ciudad sea arrasada y la población se disperse, ¿quién sabrá con certeza que no lo soy?

Calibán miró a Fiyle por unos segundos.

—Admito que es usted previsor —dijo al fin—. Supongo que eso me da otra perspectiva de la mente criminal.

Fiyle se echó a reír.

—O quizá sólo otra perspectiva de la mente humana —puntualizó.

—Es posible —admitió Prospero—, y por ello muy perturbador. Adiós, Calibán. Adiós, Norlan Fiyle.

—Hasta pronto, Prospero —respondió Fiyle con una sonrisa socarrona.

Luego no hubo más que decir. Calibán bajó del aeromóvil, Fiyle cerró la portezuela y la nave se elevó, dejando a Calibán y a Fiyle en tierra.

—Bien —dijo Fiyle—, si voy a tratar de desaparecer, será mejor que empiece ya mismo. Hasta pronto, Calibán.

—Adiós, Fiyle —se despidió Calibán—. Vaya con cuidado.

Norlan sonrió de nuevo.

—Tú también —dijo. Agitó la mano, se volvió y echó a andar por la calle a oscuras.

Calibán miró el aeromóvil elevarse y dirigirse hacia un promontorio que se elevaba en el sur.

Estaba solo.

Así lo había querido. Sin embargo, no podía librarse de la sensación de que se había separado de una parte vital de sí mismo. Durante largo tiempo casi había sido un robot Nuevas Leyes.

Ahora era Calibán, el robot Sin Leyes, nuevamente librado a su suerte. La idea no le complacía tanto como había esperado.

Norlan Fiyle se sentía bien mientras recorría la ciudad. Era agradable estar bajo un cielo abierto, literalmente en las antípodas de quienes lo buscaban. Era muy agradable recorrer una ciudad que empezaba a despertar, ahora que el juego había terminado y no tenía que ocultarse. No había sido fácil azuzar a los colonos contra los Cabezas de Hierro mientras se escabullía de la policía de Inferno. Esas estratagemas podían dar resultado durante un tiempo, pero al fin lo descubrirían. Era una ley natural.

El único modo de ganar en ese juego era salirse de él cuanto antes.

Y lo había hecho.

Encontró un café donde servían un desayuno muy aceptable. Comió tranquilamente junto a la ventana y dedicó un par de horas al delicioso pasatiempo de mirar cómo otras personas corrían al trabajo mientras él no tenía esa obligación.

Pagó su cuenta en efectivo, cambió un par de palabras amables con la hermosa mujer que estaba detrás del mostrador y combinaba las funciones de administradora, camarera, cocinera y cajera, y se encaminó hacia la polvorienta calle mayor.

El siguiente paso era encontrar alojamiento y satisfacer algunas necesidades básicas. Al fin y al cabo había huido de Hades con lo puesto y con un poco de dinero, pero en un par de ocasiones ya había perdido todo lo que tenía, y la posibilidad de que volviese a ocurrir no lo intranquilizaba. El trabajo no escasearía en esa ciudad, teniendo en cuenta que había que trasladar a otra parte todo lo que en ella había.

Una mano le tocó el hombro. Una mano de hombre, pequeña y de dedos delgados, pero nervuda y fuerte.

—Doctor Ardosa —le susurró una voz fría y desagradable—. Doctor Barnsell Ardosa. Qué sorpresa verlo justamente aquí. Pero supongo que ya no se llama así. ¿Ha vuelto a ser Norlan Fiyle? ¿O todavía no ha escogido un nombre?

Fiyle se volvió y bajó los ojos para encontrarse con la mirada de Jadelo Gildern, jefe de seguridad de los Cabezas de Hierro.

—Hola, Gildern —masculló—. Supongo que podré ser Norlan Fiyle, al menos con usted.

Gildern esbozó una desagradable sonrisa.

—En efecto —dijo—, pero no se preocupe, nadie más necesita saber quién es usted… ni la policía de Inferno ni los colonos… mientras me haga feliz. ¿Le parece justo?

—Por supuesto.

—Muy bien entonces. Porque hasta este momento me preocupaba la escasez de personal en este sitio. Es difícil encontrar gente con talento para las tareas de inteligencia, especialmente gente que tenga una fuerte motivación para mantener felices a sus jefes.

—¿Jefes? —preguntó Fiyle, con un nudo en el estómago.

—Correcto. Es su día de suerte, Norlan. Se le acaba de presentar una magnífica oportunidad laboral. Entre nosotros, no creo que pueda rechazarla.

Gildern se acercó a Fiyle y le apoyó la mano en el antebrazo. Parecía un gesto cordial y amistoso, pero le estrujó el brazo como una prensa.

Jadelo Gildern se llevó a Norlan Fiyle, quien comprendió claramente que no estaba en absoluto fuera del juego.