—Se ha ido, gobernador —dijo Davlo Lentrall—. Todo el fruto de mi trabajo se ha ido. —Le alegraba estar hablando con el gobernador a través de un enlace de audio únicamente. Kresh se había valido de aquel medio porque resultaba más fácil mantener una línea segura, pero a Davlo eso no le importaba; sencillamente se alegraba de no tener que mostrar la cara. Ya era bastante malo que el gobernador notara su voz de pánico para que, además, lo viera en aquel estado. Mientras se paseaba frenéticamente frente al centro de comunicaciones, añadió—: Mis archivos principales, las copias de seguridad, todo.
—Tranquilícese, hijo, tranquilícese. Debe de haber algún modo de recobrarlo todo. Creía que el sistema estaba diseñado para que fuera imposible perder datos irremisiblemente.
Davlo trató de calmarse. Kresh había llamado desde… desde dondequiera que estuviese, mientras Davlo confirmaba que todo estaba perdido. No era fácil hablar con el líder del planeta cuando estaba del peor ánimo posible.
—Normalmente sí, señor; pero esto no fue un accidente, sino sabotaje. Cinco minutos después de descubrir que mis archivos habían desaparecido, recibí una llamada de Seguridad de la Universidad. Alguien irrumpió en mi oficina y arrojó una bomba incendiaria. Creen que hubo por lo menos dos intrusiones. En la segunda quemaron todo lo que no lograron robar. Dicen que no ha quedado nada. Todas mis notas y trabajos, incluidos los datos del cometa, las coordenadas, la información de rastreo, las proyecciones orbitales… todo.
—Astros ardientes —masculló Kresh—. Tal vez ese ataque contra la Torre de Gobierno sólo haya sido una maniobra de distracción.
Davlo rio amargamente.
—¿Pretende decirme que trataron de secuestrarme, tal vez de matarme, para robarme el trabajo de toda mi vida?
—No quiero parecer desconsiderado, pero sí, eso es lo que pretendo decirle. Comprendo que usted lo vea de otra manera, pero para el resto del mundo, en este momento, el trabajo de toda su vida es mucho más importante que su vida. ¿Está seguro de que todo ha desaparecido? ¿Irremediablemente?
—Todo.
—Bien.
—Gobernador Kresh, ¿quién ha hecho esto? ¿Han sido los colonos?
—Tal vez, pero pudo haber sido cualquiera que deseara impedir el descenso del cometa. Ahora eso no importa. Debemos hacer frente a la situación, no preocuparnos por cómo se originó.
—Lo intentaré, señor. No será fácil.
Se produjo un breve silencio en la línea.
—De acuerdo —dijo al fin Kresh—. Los archivos que contenían su plan han desaparecido. Tenemos que ponernos a trabajar para recobrarlos… o al menos para recobrar la parte principal. He visto lo que son capaces de hacer estas unidades de control, y sin duda podrían comenzar con los elementos básicos de su plan y reconstruirlo, tal vez incluso mejor que usted.
—Gracias por señalarlo —murmuró Davlo.
—No lo tome a mal —dijo Kresh—. Las unidades de control están diseñadas para este tipo de trabajo, y tienen capacidad para supervisar el clima de un planeta entero. Pueden hacer proyecciones más detalladas que cualquier hombre por talentoso que sea, sobre todo cuando este está trabajando fuera de su especialidad, y debo añadir que ningún robot, ordenador ni unidad de control descubrió ese cometa ni lo que podía significar para este planeta.
Davlo se sentó frente a la unidad de comunicaciones, se cruzó de brazos, bajó la mirada.
—Me adula usted; trata de tranquilizarme, de hacer que me sienta mejor.
—Sí, claro que sí —convino Kresh con voz calma—. Porque lo necesito, y ahora mismo. Como estaba por decir, las unidades de control pueden reconstruir y perfeccionar su plan para dirigir el cometa, pero lo necesitamos a usted en su especialidad.
—No acabo de entender.
—Hijo, necesitamos que mire de nuevo por el telescopio y localice ese cometa. Y pronto.
Davlo dejó escapar un suspiro de desaliento.
—No fui yo quien encontró ese cometa, señor.
—¿Cómo? ¿Me está diciendo que todo esto era una estafa, un fraude?
—¡No! No, en absoluto. No he querido decir eso. Lo que he querido decir es que fueron los ordenadores los que encontraron el cometa, o los telescopios automáticos mientras ellos realizaban inspecciones preprogramadas. Yo nunca he mirado por un telescopio.
Otro silencio en la línea, pero esta vez fue Davlo el primero en hablar.
—Todos los datos han desaparecido, señor. Sin mis archivos, sin mis notas, sin el seguimiento… no hay modo de que logre encontrar de nuevo ese cometa a tiempo.
—¡El cometa está a kilómetros de distancia! ¡En este momento se dirige hacia el planeta! No puede ser difícil localizarlo.
Davlo Lentrall sacudió la cabeza. Kresh tenía razón. No era difícil, sino imposible, pero ¿cómo explicárselo?
—Es muy difícil de localizar, señor, y el que se dirija hacia nosotros es parte del problema. Por regla general localizamos un cometa siguiendo su movimiento contra el cielo nocturno. El cometa Grieg parece estar estacionario. No totalmente inmóvil, pero casi. Y aunque se trata de un cuerpo celeste relativamente grande, resulta pequeño a decenas de millones de kilómetros de distancia. También es bastante oscuro, así que a esa distancia tiene una magnitud aparente muy baja.
—¿Significa eso que es demasiado opaco? Pero usted lo vio… o al menos lo vieron los ordenadores y los telescopios.
—No he dicho que sea imposible verlo, pero es borroso y minúsculo, y como está muy lejos y su movimiento lateral es muy pequeño no basta con verlo sólo una vez. Necesitamos mediciones repetidas y precisas de su posición y trayectoria para reconstruir la órbita.
—¿Y qué sucederá cuando se aproxime? ¿Acaso no tiene una cola y todo lo demás? Imagino que todo eso hará que resulte más fácil de localizar.
—Para entonces será demasiado tarde. Grieg es un cometa oscuro. Estará demasiado cerca, y si la cola es muy larga, significará que ha empezado a derretirse. Si se calienta y se derrite en exceso, será demasiado frágil para soportar que corrijamos su curso. En mi plan aún restaba por idear el modo de protegerlo del sol. Se me había ocurrido crear una especie de sombrilla.
—Pero existe una probabilidad —dijo Kresh—. Tal vez podamos restablecer contacto con el cometa si lo intentamos. —Tras una pausa, añadió—: He aquí lo que haremos: mantendremos todo en marcha dando por supuesto que restableceremos el contacto con el cometa y seguiremos adelante con el plan de desviarlo de su trayectoria. Es preciso avanzar en la mayor cantidad posible de frentes, con la mayor rapidez posible, y es necesario que se ponga a trabajar de inmediato.
»Primero quiero que calcule la masa, el tamaño, la posición y la trayectoria del cometa Grieg. Aunque las cifras no sean exactas nos permitirán prepararnos para el impacto. Envíe esa información a mi buzón de datos. Luego póngase a trabajar sin pérdida de tiempo para organizar una búsqueda que nos permita restablecer el contacto. Ordenaré a sus superiores que le brinden todos los recursos y el personal que necesite para la tarea. Dígales todo lo que pueda acerca del cometa, pero ponga manos a la obra y deje que otra persona se encargue. Quiero que usted se concentre en la recuperación de sus archivos. Tal vez no estén tan perdidos como creemos. Debe de haber algo en alguna parte, y quizá baste para dar algunas pistas al equipo que efectuará la búsqueda por telescopio, ¿le ha quedado claro?
—Sí, señor, pero ¿puedo hacerle una pregunta?
—Sí, desde luego, doctor Lentrall.
—Tengo la impresión de que usted está convencido de que el plan puede funcionar.
—Así es, doctor Lentrall. Las cosas que he visto y oído aquí sobre su plan me han convencido de que no podemos prescindir de él. ¿Algo más?
—Por el momento no, señor. Me mantendré en contacto.
—Claro que sí —respondió el gobernador, con voz jovial pero cortante—. Kresh fuera.
La línea quedó en silencio.
Davlo no reaccionó enseguida, sino que se quedó mirando el altavoz. Después de lo que pareció un largo rato, se decidió a actuar. Anotó con la mayor precisión posible todos los datos que consiguió recordar, consciente de que el margen de error en la mayor parte de esas cifras las volvería casi inútiles. Envió una copia al buzón de datos de Kresh y otra a la jefa del Departamento de Astronomía, pidiendo toda la ayuda posible. Davlo sabía muy bien que la jefa del Departamento se negaba a aceptar llamadas fuera de horas. No recibiría el mensaje hasta la mañana. Aun así, era mejor terminar con ello. Aunque ambos trabajos eran sencillos, le parecieron interminables y agotadores. Después del día que había tenido, no le quedaban muchas reservas de energía. Cuando terminó con los mensajes, no se levantó, sino que permaneció donde estaba, incapaz de levantarse. Todavía quedaban muchas cosas por hacer, pero no podía moverse. Era esa hora de la noche en que el pensamiento racional parece sumamente irracional, los miedos irracionales totalmente lógicos y los desastres muy probables. Davlo Lentrall pensó en sus enemigos sin nombre, sin rostro, enormemente poderosos. Ya estaban bastante enfadados con él, y no sabía si quería hacer algo más que pudiera enfurecerlos. Una parte de él reconocía la fragilidad de su propia personalidad en ese momento; otra veía que el juego había terminado, y una tercera sabía que había fingido ser otra persona durante mucho tiempo. Se consideraba más listo, más valiente y mejor, en suma, que los demás. Y por qué no, si vivían en un mundo donde los robots protegían a todos de las consecuencias de sus actos, hacían el trabajo duro y dejaban las poses para los humanos. Siempre había imaginado que era inmune al temor y el daño. Resultaba fácil incurrir en esas fantasías cuando los robots desviaban todos los peligros.
Esa parte de Davlo Lentrall sentía que todo se desmoronaba. Otra impresión como la que había sufrido y no podría resistirlo. ¿Qué debía hacer si la máscara se le caía y revelaba un rostro vacío? Ahora sabía que no era la persona que había fingido ser. Pero entonces ¿quién era?
Davlo Lentrall hizo acopio de todas sus fuerzas y su valor para moverse. Al cabo de un minuto, o tal vez una hora, Kaelor entró en la habitación.
—Debe descansar —dijo el robot—. Esta noche no puede hacer nada más.
Lentrall dejó que Kaelor lo llevase, lo desvistiera, lo metiera en el refrescador y lo acostara. Antes de que lo tapase, ya estaba dormido. Lo último que vio al apoyar la cabeza en la almohada fue que Kaelor se inclinaba sobre él y lo cubría con las sábanas.
Lo primero que pensó al despertar por la mañana fue que podía recobrar muchos de los datos que había perdido.
Donald 111 estaba tan inmóvil como lo había estado Lentrall, pero mucho menos inactivo. Se encontraba en su nicho de la pared, en el despacho que Kresh tenía en su casa, trabajando por enlaces hiperonda del modo más rápido y eficaz posible. Para un observador externo, Donald habría parecido totalmente inerte, como si estuviera desconectado. En realidad, estaba conectado con media docena de bases de datos y se comunicaba simultáneamente con robots de las oficinas de mantenimiento de Hades, el Departamento de Seguridad Pública, el Servicio de Preparativos de Emergencia, la Policía Infernal Combinada y media docena de organismos más. Nadie sabía con certeza qué sucedería si el cometa chocaba contra la superficie del planeta, pero era preciso tomar ciertas precauciones elementales, y al menos Donald podía dar los primeros pasos en ese sentido.
Era preciso tener en cuenta que el impacto provocaría temblores y movimientos telúricos aun en Hades, en el otro extremo del planeta, lo cual significaba que había mucho trabajo por delante. Sería necesario reforzar los edificios, desmantelar ciertas construcciones viejas e innecesarias y guardar los objetos valiosos y frágiles en lugares seguros.
Además, no había que olvidar a las personas. Los robots tendrían que construir enormes refugios en los que protegerse de los seísmos.
Todas las proyecciones y modelos informáticos aclaraban que debían pensar que el impacto llenaría la atmósfera de gas, polvo y vapor de agua. Teóricamente al menos, a largo plazo el polvo sería beneficioso para el clima, pues contribuiría a estabilizar el efecto invernadero del planeta, pero también significaba un período prolongado de mal tiempo. Los robots de Inferno también tenían que prepararse para eso.
Había miles de detalles por elaborar, contingencias para las cuales prepararse, recursos escasos que debían repartirse entre muchos.
Al cabo de tres horas Donald tenía listo un informe para el gobernador, tal como le habían ordenado, aunque en esos primeros momentos no se contaba con mucha información.
La tarea que le había encomendado su amo era enorme en sus alcances, hasta el punto de que Donald estaba convencido de que superaba su capacidad. Obviamente, él solo no podía hacer todos los preparativos para cuando el cometa chocase contra Inferno, pero su amo, el gobernador Alvar Kresh, también debía saberlo. En consecuencia, pues, las órdenes de este requerían cierta interpretación. Donald haría todo lo posible mientras se le pidiera; sin embargo llegaría un momento en que sería contraproducente que él se encargara de las cosas en vez de delegar la tarea en aquellos humanos y robots más adecuados para ella. No obstante, mientras el gobernador no impartiera las órdenes pertinentes, Donald tendría que encargarse como mejor pudiese.
Las etapas iniciales entraban en el ámbito de su competencia. Luego debería tomar decisiones que escapaban a sus posibilidades, pero por el momento tenía capacidad de sobra para monitorizar, por ejemplo, los canales de noticias. Eso formaba parte rutinaria del acto de dirigir una movilización en gran escala. Había que considerar todas las variables incontrolables que afectaban la situación. En lo que a la planificación de las operaciones se refería, los informes de noticias desfavorables eran una variable tan incontrolable e imprevisible como el mal tiempo, las pestes o las crisis económicas, y no sólo importaba la noticia en sí, sino el modo en que se comunicaba, los detalles que se incluían o excluían, el cotejo entre los hechos comunicados y los hechos conocidos por el equipo del proyecto. Todo importaba.
Donald era un estudioso de la conducta humana, así que comprendió que la información que daba el noticiario nocturno superaba su capacidad de juicio. Sólo podía saber que surtiría algún efecto, y que causaría complicaciones.
De modo que hizo lo que haría cualquier robot en aquellas circunstancias: fue en busca de un humano que pudiera encargarse del problema.
Fredda Leving abrió los ojos y vio la tranquila e inexpresiva mirada de Donald. Era la persona menos indicada para sobresaltarse. A fin y al cabo, ella había creado a Donald y lo conocía mejor que a nadie. Sabía que las Tres Leyes constituían una protección sólida y que Donald era totalmente fiable.
Aun así, había sido un día largo y duro y era realmente turbador ver la cara azul de un robot al despertar.
—¿Qué sucede, Donald? —preguntó con voz soñolienta.
—Doctora Leving, acabo de oír en un noticiario un informe sobre el episodio de la Torre de Gobierno.
—No me sorprende. ¿Qué otra cosa iba a aparecer en las noticias?
—Es verdad, doctora. No obstante, este informe es bastante sorprendente. Creo que debería oírlo.
Fredda suspiró y se incorporó en la cama.
—Muy bien, Donald. Reproduce la grabación.
A través de los altavoces de Donald se oyó la voz serena y profesional de una locutora.
«Fuentes cercanas a la investigación dan cuenta de un rumor según el cual el episodio de la Torre de Gobierno ha sido un intento de asonada, una operación destinada a apoderarse del gobierno».
De repente Fredda se despabiló. ¿De qué demonios hablaba esa mujer? No había habido ninguna asonada.
«Aún más notable es el motivo que se ofrece como justificación de la asonada —continuó la locutora—. El intento estaba destinado a impedir que el gobierno hiciera que un cometa se estrellase contra la superficie de Inferno. De acuerdo con la misma fuente, el gobierno está comprometido con dicho proyecto bajo la creencia de que el impacto contribuirá a mejorar el medio ambiente planetario. Los intentos de comunicarnos con el gobernador Kresh para obtener sus comentarios han sido infructuosos. Brindaremos más detalles de esta noticia a medida que estén disponibles».
Cuando la grabación hubo concluido, Donald, anticipándose a la pregunta que Fredda pudiera hacer, dijo:
—Eso fue todo lo que se informó sobre el intento de asonada. Podría añadir que esta emisora tiene una tradición de informes sensacionalistas, y que en varias oportunidades las organizaciones colonas y los Cabezas de Hierro, así como el gobierno, la han empleado como medio para filtrar noticias.
—Así que pudo venir de cualquier parte. ¿Cuándo fue emitida la noticia? —preguntó Fredda, tratando de pensar.
—Hace sólo unos minutos, a las tres y doce hora local de Hades.
—A una hora en que casi nadie la oiría. Interesante. Muy, muy interesante. ¿Alguna persona de los servicios de noticias ha intentado comunicarse con Alvar… el gobernador?
—Por los puntos de acceso y los enlaces que controlo, no.
—En otras palabras, o bien no intentaron comunicarse con él o bien no se esforzaron demasiado —observó Fredda. Reflexionó por un instante—. Están tratando de asustarnos para que bajemos la guardia. Tiene que ser eso.
—Me temo que no entiendo —dijo Donald—. ¿Quiénes?
—Supongo que los mismos que intentaron secuestrar a Davlo Lentrall. Quieren que admitamos que existe un plan para arrojar un cometa contra Inferno, y presentar la idea bajo una luz muy desfavorable. Quieren dar a entender que la idea es tan mala que la gente reaccionaría de manera violenta para impedirlo. Si logran que el plan parezca un demoníaco complot secreto, tanto mejor, pues Alvar se verá obligado a desechar la idea.
—Entiendo —dijo Donald, aunque su tono de voz evidenciaba que no entendía—. Debo admitir que las sutilezas de la política humana me superan. ¿Puedo preguntar por qué el que hizo esto buscó que la noticia fuese transmitida a esta hora de la noche?
—Están mandando una señal. Nos dan tiempo hasta mañana para preparar una negativa, negar el rumor y dejar que todo se desvanezca.
—¿Y en caso contrario?
Fredda señaló el altavoz de Donald, aludiendo a la voz humana grabada que acababa de oírse a través de él.
—Entonces se valdrán de todos los medios para hacerse oír. Armarán un revuelo de los mil demonios. Quizá traten de obligar a Alvar a renunciar.
—¿Y qué hacemos nosotros? —preguntó Donald.
Fredda permaneció pensativa. Lo lógico era llamar a Alvar y consultarlo, pero había un problema: no sabía dónde estaba, pues él no se lo había dicho.
Sin duda lo encontraría fácilmente si se lo proponía. Tal vez sólo tuviera que preguntarle a Donald, quien, o bien sabía o bien podía averiguarlo de algún modo. Sin embargo, tenía la clara impresión de que Alvar quería estar solo. Además Donald había acudido a ella, lo cual implicaba que Donald no deseaba comunicarse con Alvar. ¿Acaso este le había dejado órdenes explícitas, o Donald actuaba de acuerdo con alguna orden implícita? ¿Podría lograr que desechara esa instrucción ordenándole enfáticamente que la ayudase a encontrar a su esposo? Quizá Donald supiera dónde estaba Alvar pero al consultarla a ella deseara proteger a su amo de una situación políticamente perjudicial.
Maldición. La situación ya era bastante grave sin tener que hurgar en esas sutilezas y evaluar órdenes implícitas y problemas hipotéticos relacionados con la política.
Fredda había llegado a ese punto de su razonamiento cuando Donald dijo:
—Discúlpeme, doctora Leving, pero hay una llamada para usted del Servicio de Noticias de Hades.
—¿Para mí? —¿Por qué diablos la llamaban a ella? A menos que ya hubieran tratado de encontrar a Alvar. O quizás…— Oh, qué diablos —masculló y se levantó. Estaba demasiado cansada para resolver acertijos—. Audio solamente. Debo de estar hecha unos zorros. Pon la llamada por el panel del dormitorio, Donald, y grábala. —Echó a andar de un lado a otro con nerviosismo.
—Sí, doctora. Ya pueden oírla.
Donald había sido considerado al manejar así la situación. A muchas personas les desagradaba hablar con alguien que no estaba presente o, peor aún, de hablar indiscretamente antes de saber que había alguien.
—Habla Fredda Leving. ¿Quién llama, por favor?
—Buenas noches, doctora Leving. —Era una voz masculina, muy serena y profesional—. Habla Hilyar Lews, del Servicio de Noticias de Hades.
Fredda había visto y oído a aquel hombre, y no le gustaba. Además, le irritaba que alguien pareciese tan despierto a esas horas.
—¿Ha dicho usted buenas noches? —preguntó—. «Buenos días» sería más apropiado, señor Lews, y añadiré que uno suele disculparse cuando llama a horas tan intempestivas —dijo, esperando desconcertar al hombre.
—Le pido disculpas, señora. —Por el tono de voz, era evidente que Lews se sentía incómodo. Bien.
—Bueno, ahora que me ha despertado, señor Lews, ¿tenía algún motivo especial para llamarme? ¿O es sólo para una charla amigable? —Mejor tratar de mantenerlo desconcertado.
—No, doctora. Es una llamada muy seria. Hemos tratado de comunicarnos con el gobernador para hablar de los rumores que corren. ¿Ha oído las noticias?
—Las he oído, y puedo hablar en nombre de mi esposo sin necesidad de molestarlo a estas horas. Le aseguro categóricamente que no ha habido ningún intento de asonada ni existe amenaza alguna para el gobernador.
—Pero ¿qué ocurre con…?
—No puedo hacer comentarios sobre una investigación en curso —lo interrumpió Fredda, contenta de contar con esa frase hecha.
—Muy bien, doctora; pero ¿qué puede decirme de los rumores acerca del cometa? ¿Hay algo de verdad en esa historia? Parece demasiado descabellada para que alguien la haya inventado a partir de la nada.
Fredda dejó de caminar y se sentó en el borde de la cama. ¿Por qué diablos las crisis siempre estallaban por la noche, cuando ella estaba medio dormida? Tenía que pensar, y deprisa. Era inútil negar la historia del cometa. De una manera u otra, pronto volvería a filtrarse. Sin embargo, tampoco podía limitarse a confirmarla. Ignoraba en qué acabaría el plan. Alvar se había ido a alguna parte a estudiar el problema. ¿Y si ya había llegado a la conclusión de que la idea era tan disparatada como parecía? No podía comprometerlo en un sentido ni en otro, pero tampoco podía desentenderse del asunto, con un mero «sin comentarios», pues no haría más que promover aún más los rumores. En pocas palabras, no había nada que pudiera decir que no causara graves daños. No debería haber respondido a esa llamada, pero ya era demasiado tarde. Tenía que decir algo. Respiró hondo y habló despacio.
—Hay un cometa —dijo—, y el gobernador está al corriente de ciertos estudios que se han hecho en relación con él. —De pronto tuvo una inspiración. Podía decir algo que era totalmente cierto, aunque un tanto equívoco, capaz de detener el rumor el tiempo suficiente—. No conozco todos los detalles, pero creo que el proyecto se relaciona con la Operación Bola de Nieve, de la que imagino que estará usted enterado.
—En parte, doctora.
Se produjo una larga pausa. Probablemente Lews estaba buscando Bola de Nieve en algún sistema de referencia. Fredda sonrió. Era cada vez más obvio que aquel hombre no estaba tan preparado como daba a entender. Mucho mejor.
—Es un proyecto para extraer hielo de los cometas y arrojarlo en la atmósfera —añadió Lews con un tono de voz que delataba que lo estaba leyendo en alguna pantalla.
—En efecto, arrojar un cometa sobre Inferno… unos kilogramos por vez. La Operación Bola de Nieve se lleva a cabo desde hace tiempo, y que yo sepa es el único proyecto relacionado con cometas oficialmente aprobado. —Eso era cierto, a pesar de todo. Al fin y al cabo, el plan Grieg no estaba aprobado—. Confío en que eso responda a sus preguntas, señor Lews.
—Bien, supongo que sí —respondió Lews.
«Supón lo que quieras —pensó Fredda—, mientras haya logrado desorientarte».
—En ese caso, regresaré a la cama. Buenas noches, señor Lews, o buenos días. —Fredda le indicó con un gesto a Donald que cortara la comunicación—. Espero que haya salido bien. Envía una copia de las emisiones originales y otra de esta conversación al buzón de datos del gobernador. Cuando consulte su correspondencia necesitará saber qué sucede.
—Ya he puesto copias en su buzón, doctora.
—Excelente. —Fredda se dejó caer en la cama, con los pies colgando. Eso no serviría. No tenía sentido dormitar así cuando podía cubrirse con las mantas. Se levantó, rodeó la cama y se acostó de nuevo, preguntándose si tenía sentido ponerse cómoda. No le sorprendería no conciliar el sueño: tenía preocupaciones suficientes para pasarse la noche en vela. ¿Dónde estaba Alvar? ¿Qué haría con el cometa? ¿Ella había actuado bien o no había hecho más que agravar la situación? No había modo de saberlo. No había modo de saberlo hasta que fuera demasiado tarde.
Pensó que eso servía para definir todo lo que había sucedido en los últimos días. Bostezó, cerró los ojos, se volvió de costado y procuró dormir.
Abrió los ojos de nuevo, y una vez más Donald estaba mirándola.
—Disculpe, doctora Leving, pero hay una llamada urgente para usted. El seudorrobot Calibán dice que debe hablarle de inmediato.
Fredda suspiró. Sabía que debía recibir esa llamada y que Calibán sólo llamaría si era importante, pero aun así sentía que la noche empezaba a ser demasiado larga.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Las cuatro y veintinueve.
—No podía ser de otra manera. De acuerdo. En la consola del dormitorio, como antes, y audio solamente. —Tal vez no debería importarle cómo lucía ante un robot, pero le importaba.
—Muy bien, doctora Leving. Calibán ya puede oírla.
—Hola, Calibán —dijo Fredda, procurando no bostezar—. ¿Qué sucede?
—Doctora Leving, lamento molestarla a estas horas, pero he pensado que debíamos hablar. Prospero y yo estamos alejándonos de la ciudad, con rumbo a Empalme y más allá, pues nos hemos enterado por nuestras fuentes de lo que puede acaecer en ella.
Fredda pestañeó sorprendida. Sabía que Calibán y los robots Nuevas Leyes contaban con buenas fuentes de información, pero ignoraba que fueran tan buenas. Era llamativo que Calibán hubiera empleado la palabra «acaecer». Daba a entender que sabía que algo «caería» sobre la ciudad, pero sin revelar nada a quien no supiera qué sucedía. Eso le indicaba que Calibán estaba actuando con cautela y quería que ella hiciera lo mismo. ¿Le preocupaban los fisgones, o los robots espías con órdenes de estar atentos a ciertas palabras? Quizá sólo supusiese que Alvar estaba allí y podía oírlos.
—Eres muy prudente —dijo Fredda—. Los sucesos se precipitan, en efecto, y creo que no serán fáciles de controlar.
—De acuerdo —repuso Calibán—. Debemos ponernos a trabajar de inmediato para preparar a nuestros ciudadanos para esta contingencia. Tal vez necesitemos pedir ayuda a nuestros amigos.
—Puedes contar conmigo. Haré todo lo que pueda hacer. —Fredda titubeó por un instante. Se trataba de una promesa excesiva. Tal vez hubiera que evacuar toda la región de Utopía, y eso exigiría gran cantidad de transportes y otros recursos. Pocas personas se preocuparían de que los robots Nuevas Leyes obtuvieran la ayuda que les correspondía—. Aunque quizá mi capacidad de asistencia sea inevitablemente limitada.
—Comprendo —dijo Calibán—. Siempre hemos estado librados a nuestra suerte, pero aun una pequeña ayuda podría resultar de importancia vital.
Fredda sintió un aguijonazo de culpabilidad. Si ya era malo no poder hacer gran cosa por los seres que había creado, peor era que estos esperasen que hiciera todavía menos.
—Comunícate conmigo en cuanto llegues —le indicó Fredda—. Dime lo que necesitas y haré lo posible para conseguirlo.
—Lo que necesitamos —dijo Calibán tras una pausa— es un lugar donde nos dejen tranquilos. Creía que lo habíamos encontrado, pero estaba en un error. Calibán fuera.
La línea quedó en silencio y Fredda soltó una sarta de maldiciones. Las cosas no tenían que ser así.
Ella nunca había evaluado el peso de las obligaciones que había contraído al crear a los robots Nuevas Leyes ni había creído estar en deuda con los robots Tres Leyes que había fabricado, pero con Calibán, y con los robots Nuevas Leyes en general, se sentía en deuda por el solo hecho de haberles dado la existencia.
Tal vez esa fuese la diferencia entre crear una raza de esclavos voluntarios y otra de seres que querían ser libres.
Fredda volvió a echarse en la cama. Maldición. Ya no podría pegar ojo.
El alba despuntaba al este de Hades cuando Calibán, Fiyle y Prospero salieron del sistema de túneles en el aeromóvil de este. Fiyle estaba agotado y no paraba de bostezar. Se había pasado la noche en vela, mientras Prospero lo interrogaba para sonsacarle hasta el último dato que pudiera poseer acerca de la operación relacionada con el cometa.
Calibán sentía cierta simpatía por aquel hombre. Aunque Fiyle no fuese más que un traidor que se vendía al mejor postor, tenía un resto de honor. Algo en él había puesto límites a sus pequeñas traiciones y la compraventa de confianza. Algo había puesto la supervivencia de los robots Nuevas Leyes por encima de la tentación del dinero, y eso hacía que por despreciable que fuera le mereciese respeto.
Al fin y al cabo, ese impulso de honestidad era lo que había puesto a Norlan Fiyle en peligro, lo cual significaba que lo mejor que podía hacer Norlan Fiyle era largarse cuanto antes de la ciudad. También los dos robots tenían buenos motivos para marcharse: debían advertir a Valhalla.
Calibán miró a Fiyle y a Prospero, y luego contempló la ciudad. Se despidió de Hades con poco afecto. Tal vez un día regresara, pero los acontecimientos se precipitaban y presentía que la ciudad que él veía pronto cambiaría hasta resultar irreconocible, pues aunque los edificios y las calles permanecieran iguales, la vida de la gente cambiaría por completo y el mundo que rodeaba la ciudad sería recreado.
A menos que la ciudad, la gente y el mundo fuesen aplastados. La destrucción total era una forma de cambio.
El aeromóvil ascendió al cielo y se dirigió hacia el alba.
Alvar Kresh desconectó el enlace con su buzón de datos, sorprendido del alivio que experimentaba. Permaneció ante la consola que estaba frente a Dum y a Dee, donde le parecía haber pasado varios años y no sólo una noche y una mañana, y trató de evaluar la situación. La gente del turno de día del Centro de Terraformación había empezado a llegar hacía media hora, sorprendida de encontrar al gobernador Alvar Kresh al mando. Kresh les prestó la menor atención posible. La doctora Soggdon todavía estaba en el Centro, por razones que él no comprendía del todo. Tal vez el sentido del deber la retenía allí para proteger el honor de la unidad Dee contra el intruso. En tal caso, no era muy efectiva. Estaba sentada a su escritorio, con la cabeza sobre las manos, profundamente dormida.
Kresh releyó las noticias que acababa de recibir. Quienes trataban de perjudicar el proyecto de captura del cometa no lo sabían, pero le habían hecho un gran favor. Kresh había temido la necesidad de informar acerca del proyecto. Más tarde o más temprano todos en Inferno se enterarían, pero ya tenía bastantes problemas sin verse obligado, además, a calmar la inevitable conmoción que se produciría.
Al filtrar la información, la oposición lo había aliviado de la necesidad de presentarse ante las cámaras y los reporteros. Y Fredda había dado en la tecla al relativizar los hechos sin desmentir la historia. Había sido una suerte que él no estuviera en casa para recibir esa llamada.
Al asumir el cargo de gobernador Kresh se había propuesto eliminar las secretarías de prensa, las oficinas de comunicaciones, las citas programadas y todos los trucos del oficio destinados a mantener a los periodistas alejados de él, brindándole acceso ilimitado. Sin embargo, en muchas ocasiones había lamentado esa política, y ahora se alegraba de habérselas apañado para eludir a los informadores. Quizá no fuera mala idea quedarse donde estaba, actuando con discreción, manteniendo la menor comunicación directa posible con el mundo exterior. Allí podía concentrarse en el proyecto, mientras que si regresaba a Hades era inevitable que lo obligasen a hablar en vez de actuar.
Muy bien. Ahora el mundo conocía la existencia del cometa, y no había sido él quien había dado la noticia. Mucho mejor. No obstante, ahora había otro problema. El supuesto siguiente paso consistía en permitir que el debate público avanzara hasta el punto donde él podría confirmar la existencia del plan a una multitud dispuesta a aceptar la idea, pero ¿cómo lo lograría si tenía que ponerse en ridículo al admitir que habían perdido la posición del cometa?
La mejor respuesta a ese problema era volver a localizarlo cuanto antes, y Kresh había hecho todo lo posible en ese sentido. En ocasiones el trabajo del dirigente sólo consistía en poner las cosas en marcha para que otros las terminaran. Tendría que mantenerse allí, concentrándose en otros aspectos del proyecto, partiendo del supuesto de que lograrían encontrar el cometa a tiempo. De vuelta al trabajo, se dijo.
—¿Todavía estás conmigo, Dee? —preguntó.
—Sí, señor —respondió la unidad Dee—. ¿Había algo de interés en su buzón?
—Nada por lo que debas preocuparte. Tengo una tarea nueva para ti.
—Me encantaría ser útil.
—Bien —respondió Kresh ásperamente. Había algo exasperante en la excesiva amabilidad de un robot—. Mi robot personal, Donald 111, está trabajando en los preparativos preliminares para hacer frente al impacto del cometa. Planes de seguridad y evacuación, esa clase de cosas. Quiero que te pongas en contacto con Donald para que te delegue esa tarea. Evidentemente, eres más adecuada que él. Debí encomendarte esa labor desde el principio. Transmite mis órdenes al respecto y luego ordena a Donald que se reúna conmigo aquí cuanto antes, sin revelar mi paradero.
—Me comunicaré de inmediato —informó Dee.
—Bien —dijo Kresh—. Saldré a tomar un poco el aire. Cuando regrese, volveremos a perfeccionar tu plan para responder al impacto.
—Con los datos tan generales que nos ha dado el doctor Lentrall, no sé si podremos hacer algo más.
—Quizá podamos —dijo Kresh—. Al menos podemos confeccionar una lista de posibilidades y contingencias, así estaremos más preparados para actuar cuando llegue el momento. Calcularemos algunos cientos de trayectorias posibles y daremos algo que hacer a la unidad Dum.
Dee no festejó la broma, sino que respondió con su cortesía habitual.
—Muy bien, señor. Continuaré con mis otros deberes mientras aguardo su regreso.
—Vuelvo enseguida —dijo Kresh. Se levantó, se desperezó, bostezó, hizo caso omiso de la mirada de los empleados del Centro mientras se frotaba el rostro cansado. Que se preguntaran qué hacía allí el gobernador. Alvar franqueó la enorme puerta blindada de la sala 103, atravesó el corredor del Centro de Terraformación y salió por la puerta doble.
Hacía mucho tiempo que no se pasaba las veinticuatro horas del día trabajando. Estaba agotado, pero era vigorizante ver la mañana tras una noche de duro trabajo. Kresh tenía la sensación de haberse ganado la belleza del nuevo día después de horas de oscuridad.
La lluvia había cesado, el aire era límpido y unas nubes blancas y perfectas contrastaban con el azul profundo del cielo resplandeciente. Alvar Kresh miró hacia el oeste, donde se alzaba la Residencia de Invierno. Recordó otra mañana como esa, cuando todo era fresco y brillante, y todas las cosas buenas parecían posibles; una mañana que había pasado con Fredda, poco después de asumir el cargo de gobernador. Entonces todo había sido buenos augurios. Quizás ahora también lo fuera.
Tal vez hubiese llegado la hora de mudarse a la Residencia de Invierno, ya que le permitiría quedarse en la isla. Cuanto más pensaba en ello, mejor le parecía hacerse ver poco por el momento. Sin embargo, eso podía esperar hasta más tarde. Mientras tanto había otro modo de mantenerse aislado. Caminó hasta su aeromóvil, estacionado en un aparcamiento que estaba lleno de vehículos. Oberon advirtió su presencia y abrió la portezuela. Kresh subió al aeromóvil y el robot fue a popa para saludarlo.
—¿Volvemos a casa, señor? —le preguntó con su voz grave.
—Tú sí, pero yo no —respondió Kresh—. Vuelve y saluda a mi esposa de mi parte. Dile que he oído las grabaciones, y que ha manejado el asunto a la perfección. Dile también dónde estoy y que venga a verme si lo desea, siempre que no la detecten. Valoraría sus consejos. Debes aclararle que deseo mantener mi paradero en secreto por el momento. Necesito tiempo para pensar y trabajar sin que nadie me estorbe.
—¿Olvida a los empleados de aquí, señor? —preguntó Oberon—. Ellos saben dónde está usted.
—Es verdad, y más tarde o más temprano alguien se encargará de difundirlo. Confiemos en que sea tarde. Sólo procura no ser tú quien lo haga. Elige un rumbo evasivo para que parezca que regresas a Hades desde otra parte que no sea esta.
—Muy bien, señor. A menos que desee otra cosa, partiré de inmediato.
—Eso es todo —dijo Kresh—. Puedes marcharte. —Dio media vuelta, se apeó y se alejó para permitir el despegue. El aeromóvil se elevó, perdiéndose en el cielo. Kresh estaba librado a su suerte, o al menos podía fingir que así era. Después de todo, era el gobernador, y como tal podía pedir cualquier clase de transporte o comunicación cuando quisiera. No obstante, sin su aeromóvil allí estaba un poco más aislado.
Tenía poco tiempo.
Si lograba obtener la trayectoria y las coordenadas del cometa, tal vez las cosas salieran bien a pesar de todo.
Tal vez.