Alvar Kresh miraba llover a través de la ventana de su casa. Una lluvia refrescante y renovadora como aquella era infrecuente en la ciudad de Hades, por eso se la recibía con alegría.
No obstante, la lluvia y la oscuridad dificultaban la visión y volvían resbaladizo e inseguro el camino, por no mencionar que podía inundar la carretera de ser muy abundante. Lo mejor era quedarse dentro de la casa, seco. Pero Kresh debía hacer frente a otra tormenta más grande y peligrosa: el cometa Grieg, que se acercaba por momentos. En medio de aquella borrasca de arriesgadas decisiones políticas, Kresh no tenía más opción que seguir adelante, aventurarse y escoger el rumbo que condujera a la seguridad.
Siempre que ese rumbo existiera. Siempre que hubiera modo de escoger un camino o de saber si este conducía a donde parecía conducir.
¿Qué hacer?
Alvar Kresh se había enfrentado con muchos momentos críticos en su vida, había tomado decisiones que afectaban a gran número de personas, pero nunca se había sentido tan solo al hacerlo. Ojalá Lentrall hubiera descubierto antes aquel condenado cometa. Ojalá contara con más tiempo.
—¿Qué haré? —le preguntó a la lluvia, hablando en voz baja para que nadie lo oyese; pero no había respuestas ni guías. Dio media vuelta. Allí, en la sala, estaban Fredda y Donald, mirándolo, esperando que les hablara.
Era una sala grande, cómoda e informal. Fredda la había decorado con tonos claros, en especial amarillo y blanco, con felpudos espesos, sillones mullidos y murales abstractos y alegres en las paredes. Kresh no habría escogido nada de ello, pero igualmente le gustaba. Allí se sentía más a sus anchas que en cualquier sitio donde hubiera vivido solo. Era cálido, acogedor, luminoso.
De pronto, el resplandor de un relámpago hizo que la sala pareciese centellear. El fragor del trueno llegó poco después.
Aquello era un buen recordatorio de que no estaban a salvo, de que podían construir todos los edificios, paredes y barreras que quisieran, pero el mundo siempre estaría fuera del alcance de su previsión, su control, sus conocimientos.
¿Y por qué limitarse a imaginar la posibilidad de haber descubierto antes el cometa Grieg? También podía haber ocurrido que lo descubriesen cuando estaba mucho más cerca, sin tiempo para pensar siquiera en desviarlo. O que la órbita natural del cometa se hallara tan lejos que no pudieran pensar en desplazarlo. O que aquella maldita cosa se abalanzase hacia el planeta produciendo un impacto directo y descontrolado. ¿Qué habrían hecho entonces?
Nada de eso, sin embargo, tenía importancia ahora. Alvar Kresh tenía que responder a otra pregunta, y nadie podía hacerlo por él.
—¿Qué hacemos ahora? —les preguntó a Fredda y Donald.
Se produjo una larga pausa, durante la cual el tamborileo de la lluvia en el techo brindaba un trasfondo adecuado para la reflexión.
—No lo sé —respondió al fin Fredda—. O bien dejar el cometa en paz o bien arrojarlo sobre nuestras cabezas. No tienes más alternativas que esas. Cualquiera de las dos podría salvar la vida del planeta o provocar su destrucción. ¿Estamos condenados si no hacemos nada? ¿Podemos traer el cometa sin que eso suponga la muerte de todos?
Kresh carraspeó con expresión pensativa.
—A eso se reduce todo, ¿verdad? —Tras reflexionar, añadió—: Desde luego, la reacción espacial tradicional sería no hacer nada. Dejarlo en paz, dejarlo pasar. Si no hay modo de saber si conviene actuar, es mejor no hacer nada. Si no haces nada, nadie podrá culparte si las cosas salen mal.
—Otro orgulloso legado de las Tres Leyes —observó Fredda—. Estar a salvo, no hacer nada, no correr riesgos.
—Si las Tres Leyes enseñan a los humanos a evitar riesgos innecesarios, por mi parte lo considero un fuerte argumento a su favor —intervino Donald por primera vez—; pero la Primera Ley contiene una exhortación contra la inacción. Un robot no puede permanecer ocioso, sino que debe impedir que los humanos resulten dañados.
Kresh miró a Donald con una sonrisa.
—¿Estás diciendo que un robot que tuviese que tomar esta decisión optaría por traer el cometa? ¿Eso es lo que harías?
Donald alzó la mano y sacudió la cabeza enérgicamente.
—En absoluto, gobernador. Soy literalmente incapaz de tomar esa determinación. Para mí sería físicamente imposible, y el intento quizá fuese suicida. En realidad, lo sería para cualquier robot Tres Leyes bien programado.
—¿En qué sentido?
—La Primera Ley nos exhorta a no causar daño a los humanos y a no permanecer inactivos cuando con nuestra acción podemos impedir que sufran perjuicio alguno. —Donald hablaba con tono vacilante, como si el mero hecho de hablar sobre el tema en un contexto hipotético le resultara dificultoso—. En este caso, tanto la acción como la inacción podrían causar o impedir un daño para los humanos. Tratar de abordar un problema tan engorroso cuando está en juego la vida de tantos humanos reales y potenciales causaría… un daño irreparable a cualquier cerebro pos… pos… positrónico, pues la pregunta desencadenaría conflictos relativos a la Primera… Ley… —Bajó los brazos lentamente; sus ojos carecían de brillo.
—De acuerdo, Donald —dijo Kresh con tono firme y tranquilizador. Se acercó al robot y le apoyó una mano en el hombro—. Está bien. Tú no tendrás que tomar esa decisión. Te ordeno que dejes de pensar en ello ahora mismo. —En ocasiones, sólo las palabras de su amo podían arrancar a un robot de semejante estado.
Los ojos de Donald se apagaron por un instante y luego recobraron su brillo normal. Por unos segundos pareció abstraído, pero luego volvió la mirada hacia Kresh y dijo:
—Gracias… gracias, señor. Fue muy imprudente por mi parte responder de modo tan directo, aun cuando se me había pedido que lo hiciese.
Kresh asintió distraídamente; sabía que él había provocado aquella situación. Le había preguntado a Donald por qué un robot no podía tomar semejante decisión, y una pregunta era, en lo esencial, una orden. Se requería una cautela y un cuidado constantes, para tratar con la delicada sensibilidad de un robot Tres Leyes. A veces Kresh se hartaba de ello y se mostraba dispuesto a conceder que los colonos tenían algo de razón. Tal vez algunos aspectos de la vida fueran más llevaderos sin la presencia de robots.
Claro que esa opción no existía por el momento. Sin embargo, si no se podía confiar a los robots esa situación… Kresh se volvió de nuevo hacia Donald.
—Donald, te ordeno que des media vuelta, te quedes mirando la pared y apagues todas tus entradas de audio hasta que veas que mi esposa o yo te hacemos señas. ¿Comprendido?
—Sí, señor. Desde luego. —Donald les dio la espalda—. Acabo de cerrar mis receptores de audio.
—Muy bien —dijo Kresh. Más precauciones absurdas, pero no podía evitarlo. Así Donald no tendría forma de oír ni fisgar. Ahora podrían hablar sin miedo a decir algo erróneo delante de él y provocar accidentalmente una crisis relacionada con la Primera Ley. Miró a Fredda y le preguntó—: ¿Qué hay del Centro de Control Planetario Robótico? Quería consultarlo antes de tomar una decisión, y también al Centro de Control Planetario Informático.
—¿Qué ocurre con ellos?
Los dos centros de control eran el corazón del proyecto de terraformación, y antes de poner en marcha cada proyecto realizaban todos los cálculos y análisis necesarios. El propósito original había sido que existiese un solo centro. Había dos diseños básicos para escoger. Uno consistía en una unidad informática estilo colono, un ordenador potente y complejo, pero insensible. El otro consistía en una unidad robótica estilo espacial que se basaría en un cerebro positrónico enorme y poderoso, totalmente imbuido de las Tres Leyes. Sería una mente robótica sin cuerpo robótico.
Se había producido una gran controversia acerca de si sería mejor confiar el destino del planeta a una máquina obtusa o bien a un cerebro robótico que se negaría a tomar riesgos necesarios. Era fácil imaginar una unidad robótica de control que para evitar que un humano resultase dañado obstruyera un proyecto vital para el futuro del planeta. Los expertos en robótica aseguraban que no funcionaba de ese modo, pero no sería la primera vez que los expertos se equivocaban. El gobernador Grieg había muerto antes de revelar su elección entre los dos sistemas. En una de sus primeras decisiones oficiales, Kresh había decidido construir ambos y conectarlos de modo tal que trabajaran de manera coordinada. Teóricamente, si los dos sistemas no llegaban a un acuerdo debían recurrir a árbitros humanos. En la práctica, los dos sistemas habían coincidido más de lo que cabía esperar. Hasta el momento sólo media docena de problemas menores habían requerido decisiones humanas.
Una vasta red planetaria de sensores, sondas, satélites orbitales, unidades móviles e investigadores robóticos y humanos alimentaban ambas unidades con un caudal constante de información, y estas no paraban de enviar órdenes e instrucciones a los humanos, robots y máquinas automáticas de campo.
Los dos centros de control interconectados eran los únicos dispositivos del planeta capaces de manipular el caudal constante de datos entrantes e instrucciones salientes. Resultaba obvio que habría que consultarlos a ambos en lo concerniente al plan de arrojar un cometa sobre Inferno, pero Kresh no deseaba poner en jaque la cordura de la unidad robótica.
—Has visto lo que pasó con Donald —dijo—. ¿Dañaré al Centro Robótico si le pregunto qué debo hacer?
—¿Qué sentido tendría un Centro de Control Robótico incapaz de evaluar los riesgos para el planeta sin dañarse? —preguntó Fredda con una sonrisa tranquilizadora—. Costó un poco, pero finalmente instalamos algunas protecciones especiales que lo mantendrán a resguardo de todo conflicto serio relacionado con la Primera Ley.
—Bien, bien —dijo Kresh distraídamente—. Una preocupación menos. Al menos sabemos que esa parte está bien.
—¡Quién sabe! Cuando Lentrall me preguntó el nombre de Donald, y me aclaró que el nombre no procedía de un personaje de Shakespeare, me hizo dudar.
—¿Dudar de qué?
—Yo estaba segura de que procedía de Shakespeare. No tenía la menor duda al respecto. Nunca me molesté en confirmarlo, así como no me habría molestado en corroborar cómo se escribe mi propio nombre. Creía saberlo… y estaba totalmente equivocada.
—Todos cometemos errores.
—Sí, por supuesto —dijo Fredda con impaciencia—, pero no se trata de eso. En cierto sentido es un error trivial. Sin embargo, se originó en una base de datos en la que confiaba. Quién sabe qué otros errores contiene ese archivo. Y si esa base de datos está equivocada, puede haber muchos otros defectos. ¿Cuántas cosas sólo creemos saber? ¿Qué otro dato que consideramos correcto estará completamente errado? ¿Cuántos errores estaremos tomando por certezas?
Se produjo un largo e incómodo silencio.
La incertidumbre, no obstante, formaba parte de la vida. Esperar hasta contar con una certeza absoluta equivalía a quedarse atascado hasta que fuera demasiado tarde.
—Quizá nunca podamos responder a esa pregunta —repuso Kresh. Reflexionó por un instante y agregó—: Tú estás pensando como científica, y hasta ahora yo he pensado como político. Tal vez sea hora de que piense como policía.
—Admito que no entiendo en qué sentido un punto de vista policial puede ser más útil en esta situación —dijo Fredda.
—Porque cuando era policía, yo sabía que no sabía —explicó Kresh—. Sabía, en cada caso, que había algún conocimiento oculto, y que nunca tendría información completa o totalmente precisa; pero aun así debía actuar, debía decidir, debía emplear los datos que tenía o creía tener, y dejar que me llevaran a donde fuese. —Se acercó a Donald y agitó la mano ante su cara—. De acuerdo, ahora puedes volverte y escuchar.
—Gracias, señor —respondió el robot.
Kresh sonrió, se detuvo por un instante y caminó hacia el centro de la habitación. Miró a Donald y a Fredda, y se volvió nuevamente hacia la ventana, tras la que seguía lloviendo.
—Cuando sepa lo suficiente para decidir —dijo—, será demasiado tarde. En consecuencia, operaremos sobre el supuesto de que desviaremos el cometa Grieg. Todos los preparativos continuarán como si planeáramos llevar a cabo el trabajo.
—O sea, que fingiremos que ya has tomado una decisión.
—Más o menos. Eso me permitirá ganar un poco de tiempo. No tendré que decidir hasta que llegue el momento de desviar el cometa.
—Es una jugada peligrosa —observó Fredda—. Será difícil invertir tiempo, esfuerzo y dinero y retirarse en el último momento.
—No es el mejor modo de hacerlo —convino Kresh—, pero ¿se te ocurre alguno que al menos nos dé tiempo para examinar nuestras opciones?
—No —admitió Fredda.
—Entonces creo que será mejor que lo hagamos a mi modo —dijo Kresh.
—Tenemos muchísimo trabajo por delante —observó Fredda—. Debemos organizar la intercepción y el desvío en el espacio, la planificación del impacto, el examen de la zona donde caerá el cometa, la evacuación de personas y equipos, los preparativos de emergencia para las ciudades, el suministro de alimentos para…
—Perdón, doctora Leving —la interrumpió Donald—. Si me permite, es la clase de tarea organizativa para la cual estoy hecho.
Kresh sonrió. Fredda debería haberlo sabido; al fin y al cabo, ella había creado a Donald. Aquello era lo más parecido a una broma que el robot podía hacer.
—Propuesta aceptada —dijo Kresh—. Donald, quiero que comiences ya mismo con las tareas organizativas. La gestión del proyecto será tu deber primario, y has de impedir que otras tareas se interpongan. No me prestarás más servicios personales a menos que te lo ordene de manera específica. Comunícate conmigo vía hiperonda dentro de tres horas, para proyectar un estado. Luego me consultarás siempre que lo veas conveniente. Fredda, puesto que Donald estará ocupado, me temo que tendré que pedirte a Oberon como piloto. No creo que Donald me permita volar con este tiempo.
—Claro que no —dijo Donald.
—Pero ¿qué piensas hacer a esta hora de la noche? —preguntó Fredda.
—Salir. En este asunto nadie parece saber nada con certeza. Es hora de que escuche los consejos de alguien que sabe qué está pasando.
«No hay motivo lógico para emprender este viaje», se dijo Kresh mientras descendía del ascensor al hangar cubierto de su casa, y era verdad, al menos por el momento. Kresh podría haber recibido toda la información que necesitaba sentándose ante el panel de comunicaciones de su casa. Sin embargo, había ocasiones en que estar presente era sumamente útil. Siempre había algún detalle, algo que se pasaba por alto cuando uno veía por una pantalla u oía por un parlante.
Además, el viaje mismo sería de utilidad. Estaría a solas, y tendría tiempo para pensar, lejos de su robot personal, de los consejos de su esposa. Alvar Kresh sospechaba que en ese momento era preciso que nadie estuviese a su lado; le ayudaría a recordar que tendría que tomar aquella decisión bajo su única responsabilidad. Oberon apenas contaba como compañía, y además llevaría el aeromóvil de largo alcance, que tenía un compartimiento aislado detrás de la cabina del piloto. Subió, seguido de Oberon, se sentó junto a la ventanilla de babor, dejó que el robot cerrara y comprobase el cinturón de seguridad y esperó a que cerrara la portezuela.
Solo. Sí, había sido una gran idea. Era maravilloso salir de la ciudad a pesar de la tormenta, y reflexionar sobre su destino mientras el aeromóvil volaba. Oberon puso en marcha el vehículo, que se elevó medio metro por encima de la pista. Las puertas del hangar se abrieron y el aeromóvil salió lentamente bajo la lluvia que arreciaba.
De pronto estuvieron en medio de la tormenta, corcoveando y bamboleándose en la oscuridad. Por un instante Alvar Kresh lamentó no haberse quedado en casa, pero Oberon no habría iniciado el vuelo si no hubiera confiado en su capacidad para llevar sano y salvo a su destino a Kresh, quien no habría pilotado la nave con aquel temporal.
Sin embargo, mientras se aferraba a los brazos del asiento y se preparaba para aquel viaje accidentado, una parte de él no sentía el menor temor, porque un robot iba a los mandos, y robots y humanos en peligro eran conceptos antagónicos. Había pocas cosas en el universo en las cuales Alvar Kresh podía confiar por completo, pero los robots eran una de ellas.
El tiempo no parecía estar de acuerdo. La tormenta rugía y tronaba mientras el aeromóvil ascendía, crujiendo y chirriando cada vez más. Justo cuando Kresh empezaba a pensar que su fe en los autómatas flaqueaba, el vehículo abrió un boquete en las nubes y trepó a los plácidos y despejados cielos superiores.
«La calma después de la tormenta», se dijo Kresh mirando las nubes de abajo. Un bonito símbolo, tal vez incluso un buen augurio.
Sin embargo, Kresh no se fiaba. Jamás se fiaba de signos ni presagios.
El aeromóvil puso rumbo al sureste, en dirección a la isla Purgatorio.
Davlo Lentrall salió dando traspiés del aeromóvil y caminó por el patio a oscuras, bajo la lluvia. Kaelor se apeó después de él, lo tomó por el brazo derecho y lo condujo hacia la puerta principal. Davlo, aturdido, no sabía muy bien dónde estaba ni qué hacía. Se hallaba en estado de choque, eso era todo. Había tardado un tiempo en asimilar lo que había sucedido.
Sin embargo, no había perdido tanto la conciencia como para permitir que el aeromóvil de la policía entrara en el garaje de la casa, aunque había espacio de sobra y lo habría salvado de empaparse a causa de la lluvia. No, por nada del mundo permitiría que la policía entrase en su propiedad si podía evitarlo.
Sabía que su actitud era irracional, pero no le importaba, por mucho que la policía hubiera registrado el lugar en su ausencia e instalado dispositivos de observación. Aunque no le cupiese duda de que los agentes se quedarían en el límite de la propiedad, escudriñando en la oscuridad. Aunque supiera que todo aquello era correcto y sensato, dado que gente con muy pocos escrúpulos lo había escogido como blanco. Quizá la supervivencia del planeta dependiera de que él permaneciese con vida, pero en ese momento a Davlo Lentrall ni siquiera eso le importaba.
Se dirigió con pasos vacilantes hacia la puerta principal, esperó a que Kaelor abriera, lo hiciese entrar y cerrara. Obedeció sin resistencia mientras el robot lo guiaba hasta el centro de la sala principal y le quitaba las ropas empapadas. Kaelor desapareció y regresó al instante con una pila de toallas y una manta abrigada. Un robot doméstico se presentó con una taza llena de un líquido caliente y humeante. A continuación los robots se marcharon.
Davlo permaneció sentado en la sala, con el cabello y la piel húmedos, envuelto en una manta, bebiendo la sopa caliente sin saborearla, mirando la pared sin verla.
Todo se había derrumbado. Todo. Davlo Lentrall jamás había dudado de sí mismo. Nunca había temido que fuese incapaz de hacer frente a lo que la vida le deparase. Era más listo, más agudo, más rápido, mejor que otras personas, y lo sabía. Siempre lo había sabido.
Hasta ese día. Hasta que una banda de secuestradores sin rostro lo engañó por completo con sus tretas para mantenerlo alejado de su equipo de seguridad. Hasta que un robot lo cargó como una muñeca de trapo y lo metió debajo de un banco para protegerlo. Hasta que un policía a quien él habría despreciado por poseer una inteligencia mediana hizo las conjeturas y las maniobras atinadas y puso su vida en grave peligro para salvarlo. Pero todo eso, aunque doloroso, no habría sido tan malo, ya que se trataba tan sólo del trasfondo de lo que verdaderamente hacía que se sintiera humillado.
Davlo Lentrall había sido presa del miedo. No. Era hora de ser franco, al menos consigo mismo: del miedo no, del pánico. Aún estaba aterrado. Cuando llegó el momento, cuando de pronto se presentó la emergencia, el Davlo Lentrall que él siempre había imaginado —el sujeto frío, confiado y aplomado— se había desvanecido por completo.
No importaba que un Davlo Lentrall valeroso y sereno hubiera terminado debajo de aquel banco, que su valentía o su cobardía no hubieran podido hacer nada para cambiar las cosas.
Lo cierto era que el Davlo Lentrall que era más listo y mejor que todos los demás, el que tenía las agallas para decirle a la más importante experta en robótica del planeta que había cometido un error al bautizar a su robot, de pronto había dejado de existir.
Lentrall nunca había sabido cómo reaccionaría ante una emergencia porque nunca había estado en una. Ahora lo sabía, y sabía que el miedo podía paralizarlo por completo.
Bebió otro sorbo de sopa caliente y, por primera vez desde su llegada, miró dónde estaba, qué estaba haciendo. La sopa era agradable, tibia, reconfortante.
Conque había tenido un momento de debilidad. Al diablo. ¿Qué importaba? Ni siquiera el hombre más valiente del mundo habría cambiado las cosas. Y ¿qué más daba si el comandante Justen Devray había sido el héroe de la tarde? ¿Alguien recordaría aquel episodio cuando escribieran los libros de historia? No. Recordarían que el doctor Davlo Lentrall había descubierto el cometa Grieg y el modo de hacerlo descender sobre Inferno para salvar el planeta.
Sí, sí. Lentrall apuró el contenido de la taza y se puso de pie. Aún envuelto en la manta, se dirigió hacia su despacho, que estaba en el otro extremo de la planta baja. Sí, el cometa Grieg. Eso era lo que recordarían, no la estúpida conducta de esa tarde, y el mejor modo de borrar el recuerdo de esta sería volver al trabajo de inmediato. Kaelor había señalado atinadamente que aún había muchos problemas por resolver. Era el momento ideal para encararlos. Abriría los archivos informáticos necesarios y se pondría a trabajar en ellos.
Por supuesto, Davlo jamás se había detenido a pensar dónde estaban exactamente esos archivos. Nunca se le había ocurrido que en realidad ocupaban un lugar físico, una posición en el espacio. Sencillamente estaban allí, en el vasto sistema informático de comunicaciones que enlazaba todos los terminales de la ciudad y todos los puestos de avanzada de la civilización en el planeta. Podía llamarlos desde cualquier sitio, a cualquier hora, y ponerse a trabajar en ellos cuando quisiera.
Nunca había pensado mucho en ello, así como no se habría puesto a pensar en el aire que respiraba ni en los robots domésticos que le servían sopa.
Lentrall se sentó ante el puesto de comunicaciones de su despacho y activó sus archivos sobre el cometa Grieg. O eso intentó.
Porque, de pronto, fue como si quisiese respirar y le faltara el aire.
El vuelo sobre la Gran Bahía había ido como una seda, pues el aeromóvil había dejado la tormenta al alejarse de la línea costera. No era sorprendente. El personal de meteorología le había dicho que se trataba de un patrón típico: el aire cálido y húmedo perdía humedad al chocar con el aire fresco y seco de tierra adentro. En parte esto se debía a que las cordilleras de tierra adentro obligaban al aire a ascender. El viento lo impulsaba hacia arriba, y al ascender perdía presión barométrica y humedad. Así, el agua salía del aire, y llovía. Lo llamaban lluvia por efecto de sombra.
Pero si podía operar en tierra firme, también operaría en el lado de barlovento de una isla, sobre todo si se trataba de una isla grande como Purgatorio. Los vientos predominantes de esta soplaban desde el sur. Oberon condujo el aeromóvil desde el noroeste, sobrevolando el pico central, y descendió en medio de un tiempo tan desapacible como el de Hades.
El aeromóvil atravesó las nubes y al instante fue engullido por la tormenta. Kresh se aferró de nuevo a los brazos del asiento mientras el vehículo se agitaba en el cielo al son de los truenos y los relámpagos iluminaban el cielo. De pronto sintió la urgencia de pasar a la cabina del piloto para ver qué sucedía. Si eso no era pánico, se le parecía mucho.
Kresh se echó hacia atrás en el asiento y trató de relajarse. Todo iría bien. Oberon era buen piloto. Miró la lluvia por la ventanilla. No pudo sino recordar otra tormenta en Purgatorio, cinco años antes, la noche en que Chanto Grieg fue asesinado, causada por los campos meteorológicos, los enormes campos de fuerza generados en el Centro de Terraformación. Al menos ahora ningún desastre se cernía sobre ellos.
No pudo evitar sonreír ante semejante exceso de confianza. ¿Cómo diablos saber cuándo se va a producir un desastre? Ocurrían cuando les venía en gana, sin molestarse en consultar a gente como Alvar Kresh.
Hubo una sacudida más fuerte que las anteriores, y de pronto el aeromóvil dejó de moverse. Kresh sobresaltado, pestañeó y miró por la ventanilla. Tardó un instante en comprender que habían tocado tierra.
La puerta se abrió y Oberon entró en la cabina principal.
—Hemos llegado, señor —anunció con su voz baja y grave—. Como verá, el tiempo es extremadamente inclemente. No hay acceso cubierto entre la pista de aterrizaje y la entrada. Tal vez usted desee esperar a que el cielo se despeje para bajar.
Kresh miró por la ventanilla, protegiéndose con la mano del resplandor de las luces interiores.
Localizó la entrada del Centro de Terraformación.
—No puede haber más de cien metros hasta la puerta —dijo—. ¿Por qué diablos iba a esperar?
—Como usted crea adecuado. Si le parece aconsejable ir de inmediato…
Qué robot tan quisquilloso y entrometido, pensó Kresh, malhumorado. Si esperaba a que el tiempo mejorase… ¿Acaso Oberon pensaba que debía disfrutar de una buena comida y una siesta reparadora antes de emprender ese arduo viaje de treinta segundos por el aparcamiento? Si algo no les sobraba era tiempo, y temía haber desperdiciado ya más de la cuenta.
—Me parece aconsejable, en efecto —gruñó Kresh—. Más aún, me parece una brillante idea. —Se desabrochó el cinturón, se levantó, cogió su poncho impermeable del asiento contiguo, donde lo había arrojado al subir a bordo. Todavía estaba un poco húmedo, pero no le importaba. Se lo echó encima, se ajustó la capucha y miró al robot con cara de pocos amigos—. Sugiero que te quedes aquí por el momento, a menos que te parezca aconsejable estorbarme.
A Oberon no le pareció aconsejable responder. Kresh dio la espalda al robot, cogió la manija de la escotilla y dio un tirón. La escotilla se destrabó, Kresh la abrió y salió a la intemperie.
La lluvia, arremolinada, le pegó en la cara. Kresh alzó la mano para cubrirse y entornó los ojos. Rodeó el aeromóvil y luego enfiló hacia la entrada del Centro de Terraformación. El viento le tironeaba del poncho, aplastándoselo contra el cuerpo y haciéndolo flamear a sus espaldas. Se inclinó, luchando para mantener la capucha sobre su cabeza mientras el viento se empeñaba en quitársela y la lluvia lo mojaba de todos modos.
La entrada principal del Centro de Terraformación era una doble puerta de cristal. Kresh llegó y cuando se dispuso a abrirla comprendió que aquello no funcionaría. No conseguiría pasar a menos que se atuviese a las reglas que él mismo había aprobado.
—¡Impresión de voz! —gritó por sobre el ruido de la tormenta.
—Sistema de autoimpresión de voz preparado —contestó una voz impersonal. Aunque Kresh esperaba una respuesta, lo sobresaltó. La voz era notoriamente artificial: impersonal, impasible, muerta.
Kresh bajó la voz para responder. Si él podía oír la impresión de voz, tal vez la impresión pudiera oírlo a él.
—Nombre: gobernador Alvar Kresh. Código: Tierra Grande.
—Identidad confirmada, autorización confirmada —dijo la voz. Las puertas se abrieron. Kresh, ansioso por protegerse de la lluvia, cogió los tiradores de ambos batientes y tiró con excesiva fuerza. El viento arrancó de la mano el batiente izquierdo, que rebotó contra la pared. Una segunda puerta doble se abrió y Kresh la franqueó sin detenerse.
Hacía tiempo que no estaba allí, pero aún sabía orientarse. Giró a la izquierda y avanzó por el pasillo principal en dirección al tercer conjunto de puertas. Las dos primeras eran corrientes, pero no así las que comunicaban con la sala 103. Era una puerta enorme de acero blindado que se parecía más a la de una bóveda.
Estaba trabada con cerrojo, como correspondía, pero al lado del marco había un botón que se activaba con la palma de la mano. Kresh apoyó la mano y al cabo de un instante la puerta se abrió con un zumbido.
Kresh entró sin demora. Una mujer madura con bata de laboratorio trabajaba ante un escritorio junto a la puerta. Miró boquiabierta al intruso y se puso de pie. Iba a protestar, y dos o tres robots se aproximaron, como temiendo que el intruso pudiera hacerle daño, pero entonces Kresh se echó la capucha hacia atrás. La mujer y los robots lo reconocieron de inmediato; sin embargo, al ver quién era parecieron más desconcertados.
Alvar Kresh no estaba muy interesado en el estado emocional del personal técnico, de modo que apenas les prestó atención. Miró alrededor hasta localizar dos enormes y relucientes recintos semiesféricos de cinco metros de diámetro, cada uno de ellos sobre un pedestal o columna del diámetro de la semiesfera que sostenía. Los pedestales elevaron la base de las semiesferas hasta el nivel de los ojos. Una de las semiesferas era una cúpula lisa y redonda, en tanto que la otra tenía forma geodésica y estaba constituida por paneles planos con toda clase de complicados ingenios, cables y conductos. Kresh saludó a las dos máquinas y dijo:
—Quiero hablar con los mellizos.