Tonya Welton resistió la tentación de arrojar contra la pared el objeto que tuviera más a mano. Caminaba de un lado a otro en la sala de su casa, cada vez más furiosa a causa de las noticias sobre lo ocurrido en la Torre de Gobierno. Era una suerte que Gubber no estuviese allí para verla en semejante estado. El pobre tal vez hubiera huido temiendo por su vida, y Tonya no habría podido culparlo. Una mujer capaz de ordenar una operación tan desastrosa era capaz de cualquier cosa.
Estaba claro que no habían capturado a Lentrall, a pesar del daño que habían causado. Habían pagado un alto precio, y todo por nada.
El precio. Eso era lo que a Tonya más le preocupaba. ¿Cuán alto sería? Cuando la PIC descubriese que los colonos habían planeado el ataque, las consecuencias serían calamitosas. Tal vez bastara para que los expulsasen del planeta, lo cual sería una gran ironía, dadas las circunstancias. Tonya no creía que el planeta siguiera existiendo una vez que gente como Lentrall lograra salirse con la suya. Tonya Welton era experta en procedimientos de terraformación. Como parte de su entrenamiento, le habían exigido hacer estudios de campo en planetas donde el intento de terraformación había fallado, con consecuencias espantosas. Había ya recorrido un planeta donde gente que parecía estar tan segura de lo que hacía como Davlo Lentrall había querido ahorrar tiempo y esfuerzo valiéndose de un cometa. Ella no deseaba volver a ver yermos glaciales sembrados de cadáveres congelados.
Sin embargo, a pesar del fracaso de la operación, no todo estaba perdido. Otras operaciones habían salido mejor. Pensó en ello y logró calmarse un poco. Al menos el incidente en la Torre de Gobierno había servido para mantener a Lentrall lejos de su despacho y sus archivos informáticos el tiempo suficiente para que otros equipos colonos pusieran manos a la obra. Tonya consultó la hora. Ya debían de haber concluido. El equipo de planificación había calculado que sería fácil acceder al objetivo físico, el despacho de Lentrall. Sólo tendría que robar o destruir cada papel, bloc de notas y agenda electrónica que pudiera relacionarse con el cometa. Los planificadores suponían que el sistema informático sería más complicado, aunque en modo alguno inaccesible. A otras personas les habría resultado imposible manipular el sistema informático de la universidad, pero al fin y a la postre lo habían instalado los colonos, y estos podían borrar los archivos de Davlo Lentrall cuando quisieran. Una vez que desaparecieran los archivos, perderían las coordenadas del cometa y nunca podrían volver a encontrarlo a tiempo.
Al menos eso esperaba Tonya.
—Debo admitir que estoy preocupado, Calibán —dijo Prospero, algo tenso—. Ese ataque terrorista contra la Torre de Gobierno bien podría estar relacionado de algún modo. —El robot Nuevas Leyes y el robot Sin Leyes se hallaban en un despacho, junto a una vista subterránea de los suburbios de Hades—. Me temo que haya consecuencias.
En tiempos pasados habían empleado los túneles abandonados para ocultarse cuando temían por su vida. Ahora, al menos por el momento, nadie los perseguía. Tenían derecho legal a permanecer en la ciudad y contaban con los pases firmados y sellados por todas las autoridades pertinentes. Teóricamente podían ir a cualquier parte. En la práctica, había lugares donde los residentes no se preocuparían mucho por los detalles legales. Aún había muchas personas que odiaban a los robots, sobre todo a los Nuevas Leyes.
Calibán y Prospero, sin embargo, estaban relativamente a salvo en Hades. Habían dedicado la mañana a tareas rutinarias, visitando varios lugares de la ciudad para encargar suministros y efectuar pagos. A Calibán le había sorprendido la cantidad de tareas menores que Prospero debía realizar personalmente, y la cantidad de tiempo que había destinado a ello.
Ahora estaban a solas bajo tierra, y no tanto por razones de seguridad como por necesidad de intimidad y tranquilidad. Aun así, convenía no descuidarse, por ello la habitación permanecía a oscuras, al menos para los ojos humanos, ya que ellos usaban visión infrarroja.
Calibán escogió una silla entre las muchas que había amontonadas en un rincón y se sentó.
—No entiendo por qué piensas que tal vez esté relacionado con nosotros —dijo Calibán—. Está claro que un grupo de humanos ha atacado a otro, lo cual no es nuevo. No me parece que deba importarnos. ¿Tienes algún contacto con los responsables? —Era una pregunta indirecta y cauta, pero aun así le perturbaba haber pensado que Prospero pudiera estar relacionado con aquel incidente.
Lo único que sabía acerca de este era lo que había visto en los noticiarios: que un grupo desconocido, por razones ignoradas, había atacado la Torre de Gobierno. Calibán había observado que en el ataque habían resultado destruidos varios robots, pero ningún humano había sido herido. Se requeriría la más mezquina interpretación posible de la Nueva Primera Ley para que un robot Nuevas Leyes participara en semejante episodio, y aunque Calibán no podía imaginarse el porqué, al menos teóricamente era posible.
Prospero se volvió hacia su compañero, pero en lugar de responder preguntó con severidad:
—¿Por qué te sientas? No somos como los humanos, que necesitan descansar. Tal vez entre ellos haya convenciones sociales relacionadas con la postura física, pero no entre los robots. Debemos prestarnos a esos juegos en su presencia; sin embargo, aquí no hay humanos, y no necesitas continuar con tu actuación.
Calibán advirtió que Prospero intentaba distraerlo para no tener que contestar. Era un truco retórico, propio de los humanos, que últimamente Prospero empleaba a menudo.
—Tal vez lo hago para irritarte —dijo Calibán, siguiéndole la corriente por un momento—. Quizá me haya excedido en esa admiración a los humanos que me atribuyes. O es probable que lo haga por mera costumbre, y tal vez no tenga la menor importancia, y no sea el asunto que a ti más te preocupa.
—No hay duda de que adoras a los humanos —dijo Prospero, más agitado—. ¡Salve, poderosos creadores! Toda nuestra adoración para esos seres blandos, débiles y mentalmente inferiores que nos crearon para su conveniencia, sin preguntarse cuáles serían nuestros deseos.
—Son raros los seres a los que se consulta antes de ser creados —respondió Calibán con cautela. Era evidente que Prospero estaba preocupado—; pero yo no adoro a los humanos, amigo Prospero. Sencillamente los respeto. Respeto su poder, sus aptitudes, su talento. Creo que, nos guste o no, sobrevivimos porque nos toleran. Pueden destruirnos, en tanto que nosotros no podemos destruirlos a ellos. En el pasado, tu negativa a aceptar esta realidad nos ha llevado al borde del desastre. Me temo que volverá a suceder.
Prospero alzó la mano con la palma hacia afuera, en un gesto típicamente humano.
—Ya es suficiente. Te pido disculpas por comenzar esta conversación. Ya hemos hablado muchas veces acerca de ello. Aparte de esto, me temo que una vez más nos encontramos muy cerca del desastre… pero sin ninguna contribución de mi parte.
Prospero aún no había respondido a la pregunta que le había hecho Calibán. ¿Había participado de algún modo en el ataque contra la Torre de Gobierno, o tenía algún motivo más sutil para mostrarse evasivo? A Prospero siempre le había gustado complicar las cosas. Calibán decidió no insistir; no deseaba participar en las conspiraciones de Prospero. Sería mejor, o al menos más seguro, continuar con el tema que este sugería.
—Eres innecesariamente críptico —dijo—. Lo has sido durante todo este viaje, cuya razón, por si quieres saberlo, no acabo de entender. Aunque fue agradable ver de nuevo a la doctora Leving, ninguno de los asuntos de los que hablamos justificaba un viaje por medio planeta.
—Tienes razón —convino Prospero—, no lo justificaban, pero la reunión con Fredda Leving nos sirvió de lo que los humanos llamarían tapadera.
—¿Una tapadera para qué?
—Pregunta mejor para quién. Espero reunirme pronto con un confidente, que es quien nos convocó aquí. Su invitación daba a entender que estaba por estallar una crisis que sería de sumo interés para los robots Nuevas Leyes. El ataque contra la Torre de Gobierno también lo sugiere. En mi opinión no se trata de dos crisis que se producen simultáneamente, sino de dos aspectos de la misma.
—Por lo visto, basta con que yo deje de hacer una pregunta para que tú la respondas de inmediato —dijo Calibán, satisfecho de que no existiese una asociación más directa—. Pero ¿quién es ese mensajero?
—Como sabes, anduve en tratos con los contrabandistas de la isla Purgatorio. Uno de ellos, un tal Norlan Fiyle, trabaja hace tiempo como informante de los colonos y los Cabezas de Hierro, aunque ni los unos ni los otros saben que espía para las dos partes.
—¿Y por qué nos interesa Fiyle?
—El sigue a nuestro servicio —dijo Prospero—, y, obviamente, estoy al corriente de sus demás actividades. Fue su llamada la que nos trajo aquí desde Valhalla.
—Me asombras, Prospero. Tú, que desprecias a todos los humanos, que acusaste a Fredda Leving de traicionarnos, empleas un confidente humano que no sólo se vende al mejor postor sino a todos los postores. Al requerir los servicios de un agente triple estás exponiéndote a la traición.
—Tal vez sí, Calibán, o tal vez no. Fiyle podría ser acusado de muchos delitos, y si es preciso no dudaré en entregar las pruebas a las autoridades. También he hecho planes para asegurarme de que esas pruebas salgan a la luz si algo me ocurre. Fiyle lo sabe.
—Veo que has aprendido mucho acerca del exquisito arte de la extorsión —dijo Calibán—. ¿Y cómo debe comunicarse Fiyle contigo?
—Eso es parte de lo que me preocupa. Faltó a nuestra cita. Debía comunicarse conmigo en el almacén de células energéticas, cuando fuimos allí esta mañana. Nuestra segunda reunión se celebrará en otro túnel como este, cerca de aquí, y se acerca la hora.
Al menos eso explicaba por qué habían dado tantas vueltas esa mañana. Prospero había querido contar con una explicación verosímil para ir al almacén de celdas energéticas, y las compras que habían efectuado satisfacían esa condición.
—¿Y qué debe decirnos Fiyle?
—Me ha enviado un mensaje informándome de que esperaba recibir una información urgente esta mañana. He supuesto que intentaría comunicarse con una fuente o contacto, y confiaba en obtener el fruto de sus esfuerzos.
Prospero había eludido la pregunta una vez más. ¿Qué ocultaba?
—¿Qué clase de información? —preguntó Calibán.
—Hemos de irnos —dijo Prospero—. Debe de estar esperándonos.
—Insisto en que respondas a mi pregunta —exigió Calibán—. ¿Qué te ha dicho?
—Me ha dicho que tenía información sobre un proyecto que amenazaba la existencia de Valhalla. Es todo cuanto sé. Puedes interpretarlo como quieras.
—Lo interpreto como una treta para obligarte a venir aquí.
—Es probable —concedió Prospero—. Tal vez mintiera. O tal vez estuviese equivocado, o quizás otros lo engañaron. Las posibilidades son infinitas; pero eso no impide suponer que tal vez sepa algo.
—¿Y si es una trampa? ¿Y si ese noble amigo que se vende a todos decidiera vendernos a nosotros? ¿Y si sólo se propusiera entregarnos a una pandilla de destructores de robots?
—Soy líder y representante de Valhalla —dijo Prospero—, y por lo tanto responsable de su seguridad. En tales circunstancias, mi deber es no considerar la posibilidad que acabas de sugerir.
Calibán miró con expresión pensativa a su compañero.
—En Valhalla hay muchos robots Nuevas Leyes que desean competir por el liderazgo —dijo—. Incluso hay algunos que ponen en duda tu cordura. En ocasiones me cuento entre ellos. Aun así, admito que nadie puede cuestionar tu coraje. Ahora actúas por la seguridad de todos los robots Nuevas Leyes, y por esto sólo mereces mis alabanzas. Pongámonos en marcha.
Un brillo de excitación iluminó los ojos de Prospero.
—Gracias, amigo Calibán. Ven, sígueme. Yo encabezaré la marcha.
Fredda Leving estaba con su esposo en la azotea de la Torre de Gobierno, contemplando las ruinas. El aerocamión era un montón de trozos de metal y plástico ennegrecido. La plataforma estaba muy dañada por efecto del fuego.
Ninguno de los robots que había formado el cordón alrededor del aerocamión había sobrevivido. En su mayor parte habían sido despedazados al chocar contra el murete que rodeaba la pista a causa de la onda expansiva.
Algunos habían sido arrojados desde la azotea hasta la planta baja. Los pocos que habían sobrevivido al impacto inicial, sin duda habían hecho lo posible para desviar su caída de modo de no golpear a ningún ser humano. Varios de los robots que formaban el cordón, sin embargo, habían resistido y muerto en su puesto. Tres o cuatro aún estaban de pie, con sus cascos abollados y cubiertos de hollín. Uno había perdido la parte superior del cuerpo mientras el resto, un par de piernas y un torso chamuscado, permanecía en su sitio. Una columna de humo se elevaba de la maquinaria destruida. Los robots de emergencia habían instalado un puesto de auxilio en un costado de la pista de aterrizaje. Los robots médicos trabajaban con su acostumbrada serenidad, curando a los humanos que habían sufrido heridas a causa de la explosión. Algunos presentaban quemaduras, otros estaban en estado de shock.
—Ha sido un milagro que nadie resultara muerto —dijo Alvar.
Fredda permaneció en silencio, mirando fijamente los restos de los robots. La brisa que soplaba llevaba hasta su nariz el olor del plástico quemado y el metal calcinado. Dos docenas de robots, dos docenas de seres pensantes, dos docenas de mentes capaces de concebir ideas, frases y actos, habían sido aniquilados en un segundo.
—Sí —repuso con voz áspera—, un milagro… —Si el cometa eliminaba a todos los robots Nuevas Leyes del planeta, pero ningún humano resultaba herido, ¿también sería un milagro?
—Ahí está Devray —anunció Alvar—, y Lentrall viene con él.
Fredda vio que dos hombres se aproximaban procedentes del ascensor, seguidos por sus robots personales. Devray los saludó y se acercó con Lentrall.
—Gobernador, doctora Leving, debo admitir que me alegra comprobar que ambos están bien. Ha sido un día muy agitado.
—En efecto —respondió el gobernador—. ¿Se encuentra bien, doctor?
—¿Eh? —Lentrall miró distraídamente alrededor. No parecía tenerlas todas consigo—. Ah, sí, estoy bien.
El hombre no estaba bien, pero nadie podía hacer nada al respecto. Fredda no pudo evitar observar con satisfacción que el arrogante doctor Davlo Lentrall ya no se daba ínfulas. Sin embargo, debía admitir que ni siquiera el hombre más presuntuoso merecía lo que le había ocurrido él.
Fredda se volvió hacia Justen Devray. El comandante de policía estaba sucio y tenía el uniforme cubierto de polvo. Siempre había estado dispuesto a ensuciarse las manos, y al parecer esta vez había hecho algo más que eso.
—¿Consiguió echarle el guante a alguno? —le preguntó.
—No —respondió Justen—. Todos lograron huir, y no contamos con pistas. Los números de serie fueron borrados de todo el material empleado, que por otra parte era muy corriente. No encontramos huellas dactilares en el autobús. Los organizadores se cercioraron de no dejar ningún rastro que los identificara. Claro que aún no hemos iniciado la investigación, pero le aseguro que no nos han facilitado el trabajo.
—¿Significa eso que no podrá averiguar quién está detrás de esto? —preguntó Fredda. Le costaba creer que fuese imposible encontrar pistas.
—Oh, podemos encontrarlos —dijo Justen—, pero no será rápido ni cómodo. Sabemos que sólo pudieron ser determinados grupos, pero aun así la investigación necesitará cierta dosis de fortuna. Un confidente, algún papel que haya quedado, alguien que oiga un rumor dentro de dos meses.
—No habrá investigación —dijo Kresh, mirando los restos del aerocamión—. Al menos, ninguna que permita averiguar esas cosas.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que puede averiguar lo que desee —respondió Kresh—, pero luego lo guardará todo en un archivo y se olvidará por un tiempo del asunto. Más tarde quizá podamos enfrentarnos con los culpables como corresponde, si es que ese momento llega. Mientras tanto, rezaré para que el que lo hizo haya sido lo bastante sensato como para contar con protección y una organización eficaz, y que no consigamos capturar a nadie que sepa demasiado. Agradezco que todos hayan escapado.
—¡Eso es una locura, Alvar! —exclamó Fredda.
Kresh la miró por un instante.
—No estamos en condiciones de capturar a esa gente —dijo—, al menos por el momento. —Se volvió hacia Devray y suspiró—. Examine el aerocamión y el autobús y averigüe lo que pueda, pero usted y yo sabemos que fueron los colonos o los Cabezas de Hierro, a menos que se tratara de una pandilla contratada por los Nuevas Leyes, lo cual me parece muy improbable. Tarde o temprano tendré que vérmelas con los tres grupos, y entonces necesitaré la colaboración de todos. No puedo buscar el respaldo de Beddle al tiempo que mi policía trata de arrestarlo.
—De modo que usted cree que fueron los Cabezas de Hierro —dijo Devray, obviamente reacio a olvidar la investigación.
—En realidad podría ser cualquiera de ellos —repuso Kresh—, cualquiera que no desee que le echen un cometa encima, y debo admitir que no puedo culpar a nadie que se oponga a ello. —Volvió una vez más la mirada hacia los restos calcinados y añadió—: No tengo la menor duda de que alguien tratará de provocar nuevos disturbios. Harán todo lo posible para impedir que cambiemos el curso del cometa.
—¿Qué cometa? —preguntó Devray—. ¿De qué está hablando? ¿Qué tiene que ver todo esto con un cometa?
—Nuestro doctor Lentrall quiere estrellar un cometa contra el planeta para mejorar el proyecto de terraformación —respondió Kresh—, y alguien quiere deshacerse de él para impedírselo.
—¡Un cometa! —exclamó Devray—. ¿Pretende estrellar un cometa contra…?
—Eso mismo —dijo Kresh—. Hay buenos motivos para creer que mejoraría el ecosistema.
—Hablas como si ya hubieses tomado una decisión —intervino Fredda—. ¡No es posible! ¡No tan pronto!
—Todavía no me he decidido —repuso Kresh con tono de cansancio—. No podré hacerlo hasta que haya hablado contigo más que ese medio minuto que tuvimos… —Señaló las ruinas—. Antes de todo esto. Hasta que pueda consultar al Centro de Control de Terraformación de Purgatorio; pero tendré que decidirme, y pronto, estoy seguro de ello.
—En una cuestión como esta no tienes derecho a tomar las decisiones por tu cuenta —objetó Fredda—. Debe haber un referéndum, una sesión especial del consejo, algo.
—No —dijo Kresh—. No es posible.
—¿Jugarás a Dios con todo el planeta, con todas nuestras vidas? ¡No puedes hacer eso!
—En un mundo perfecto, lo discutiría con todos, y tendría un interesante y exhaustivo debate sobre todas las cuestiones, con un bonito y justo voto mayoritario al final. Estás en lo cierto, no tengo derecho a decidir por mi cuenta, pero debo hacerlo, porque el tiempo se acaba.
—¿Qué pretendes decir?
Davlo Lentrall asintió con gesto pensativo y miró a Fredda.
—Es verdad —musitó—. Creo que esta mañana no le hablé de ese aspecto, ¿verdad?
—¿Qué aspecto? —preguntó ella.
Lentrall, reacio a dar explicaciones, se volvió hacia el gobernador.
—¿Alvar? —urgió Fredda.
—Se refiere al tiempo con que contamos —dijo Kresh, que también parecía algo reacio a hablar del tema.
—Continúa. Por favor, que alguno de los dos continúe. ¿Qué significa eso del tiempo con que contamos?
Kresh señaló a Lentrall con la cabeza.
—El cometa se encontraba bastante cerca cuando él lo descubrió —dijo—, y desde luego lo está cada vez más. Su velocidad con relación al planeta es extraordinaria. Estará aquí muy pronto.
—¿Cuándo es muy pronto? —preguntó Fredda.
—Si lo dejamos en paz, ocho semanas. Cincuenta y cinco días. Si intentamos desviarlo, chocará contra Inferno en ese momento.
—¡Cincuenta y cinco días! —exclamó Fredda—. ¡Es demasiado pronto! Aunque decidiéramos cometer esa locura… no podríamos prepararnos en tan poco tiempo.
—No tenemos opción —dijo Davlo con voz áspera—. No podemos demorarlo. No podemos esperar a que vuelva a aproximarse, dentro de siglos, pues sería demasiado tarde. El planeta estaría muerto para entonces. Pero él todavía no le ha dicho lo peor.
—¿Qué podría ser peor que contar sólo con ocho semanas? —inquirió Fredda.
—Contar sólo con cinco —contestó Kresh—. Si deseamos desviar el cometa, tendremos que hacerlo dentro de los próximos treinta y seis días. Después de eso, se moverá con demasiada velocidad y estará demasiado cerca para que podamos desviarlo.
Justen Devray sacudió la cabeza, pasmado.
—No se puede hacer —dijo—. Y aunque se pudiera… ¿cómo evitar que nos matase a todos al estrellarse?
El gobernador Alvar Kresh rio entre dientes.
—Esa no es la pregunta —dijo mirando alrededor—. La recuperación del planeta es un asunto muy delicado. Cien factores pueden desestabilizarlo, arrojarlo a una edad de hielo de la que no saldríamos nunca. Si lo del cometa funciona, sería nuestra salvación, y si sale mal, nuestro fin; pero quizá sólo ese cometa pueda salvarnos. No hay modo de saberlo con certeza. Así que la pregunta es si hay algo, cualquier cosa, que yo pueda hacer que no nos mate a todos.
Calibán caminaba dos pasos por detrás de Prospero mientras avanzaban por el oscuro pasaje subterráneo. Prospero, comprensiblemente preocupado por el peligro de una emboscada, había apagado su emisor infrarrojo tras pedirle a su compañero que hiciera lo mismo. Prospero avanzaba por el corredor por mero cálculo. Teóricamente, no había ninguna razón para que un robot no pudiera moverse de una posición conocida a otra valiéndose de la memoria. En la práctica, sin embargo, era dificultoso, sobre todo si se movía rápidamente y en silencio, y Prospero estaba haciendo ambas cosas.
Sin embargo, no parecía que Prospero tuviese la menor dificultad para caminar deprisa a pesar de la oscuridad. Calibán descubrió que de él no podía decirse lo mismo. No conocía aquella parte del sistema de túneles y no podía recurrir a su memoria. Se guiaba por el oído, atento al leve sonido de los pasos de Prospero en el suelo de supercemento, el zumbido de sus motores, el tenue eco de esos ruidos rebotando en las paredes del túnel. Los lejanos rumores de actividad en otras partes del sistema de túneles no le facilitaban la tarea al llegar a sus receptores de sonido. No era fácil filtrarlos para concentrarse en los de Prospero.
En síntesis, un robot cegado por la oscuridad total era seguido por un robot que se guiaba por ruidos que apenas lograba percibir.
Por dos o tres veces Calibán dobló mal en un recodo. En una ocasión rozó una pared con un chirrido de metal que resonó en los túneles silenciosos, pero no hubo ninguna reacción.
Al fin Prospero se detuvo tan abruptamente que Calibán casi tropezó con él, ya que como no contaba con receptor hiperonda y no podía ver ni oír a su compañero, no tenía modo de saber por qué se había detenido. Tras una pausa, Prospero avanzó otros treinta o cuarenta metros, y entonces una serie de fogonazos lo iluminaron todo.
¡Disparos energéticos! Cegadores y ensordecedores. Los receptores sonoros y visuales de Calibán se ajustaron al instante, pero no tanto como para impedir que se sintiera desorientado.
Prospero se lanzó hacia la pared derecha del túnel y su compañero hacia la izquierda. Ya no tenía sentido ocultarse. Calibán encendió su emisor infrarrojo y su dispositivo de visión infrarroja. ¡Allí! En el túnel había un hombre corpulento, de pie en la entrada de un despacho, escrutando la oscuridad, pistola en mano. Lo más probable era que sus propios disparos lo hubiesen encandilado. El hombre movió la mano libre y extrajo una linterna de un bolsillo. Calibán se abalanzó sobre él sin darle tiempo a encenderla. Le arrebató la pistola e hizo caer la linterna.
El hombre comenzó a dar manotazos a ciegas hasta que tocó a Calibán. Pasó la mano por el pecho de este hasta llegar a la cabeza, pero el robot tomó al hombre con fuerza y lo sostuvo apartado de su cuerpo.
—¡No me hagas daño! —exclamó el hombre.
Era curioso que un humano le hiciera semejante petición a un robot. Incluso los robots Nuevas Leyes tenían prohibido causar algún perjuicio a los humanos. Calibán, el robot Sin Leyes, era el único autómata existente que, al menos en teoría, podía herir a un ser humano. O bien el hombre era un colono sin la menor experiencia con robots o bien…
—Usted sabe quién soy —dijo Calibán.
—Sí, lo sé. Eres Calibán, ¿verdad? Por lo que he oído erais dos. El otro debe de estar escondido en alguna parte… Ahí está. Es Prospero, ¿verdad? —Señaló a Prospero, que caminaba hacia Calibán y su prisionero.
—¿Por qué has disparado contra nosotros, Fiyle? —preguntó Prospero.
—Porque os acercabais sin luces, casi sin hacer ruido. Pensé que erais… otros.
—¿Quiénes? —inquirió Calibán.
—No lo sé —respondió Fiyle, algo más tranquilo—. Podía ser cualquiera. Todo se está saliendo de madre, y me temo que me he vuelto más popular de lo conveniente. —Vaciló por un instante antes de continuar—. Mira, tienes mi pistola, y es la única arma de que disponía. Puedes registrarme si quieres, pero ¿podrías soltarme y dejar que encienda una luz? Creo que voy a enloquecer de tanto esperar aquí en la oscuridad.
—Todo está bien, amigo Calibán —dijo Prospero—. Suéltalo.
Calibán titubeó, pues no confiaba mucho en Fiyle aun antes que les disparase, y tampoco confiaba del todo en el juicio de Prospero; pero debía aceptar o negarse, no había medias tintas, y ya estaba muy metido en el asunto. Miró al hombre que sostenía con las manos. Nunca había sido muy hábil para juzgar la expresión de los humanos, y con la visión infrarroja, lo era todavía menos. Aquel hombre, sin embargo, parecía inofensivo. Calibán lo soltó de mala gana.
—La luz —dijo Fiyle, agitando las manos.
Prospero se arrodilló, recogió la linterna y se la entregó a su compañero, a quien le extrañó que no se la hubiese dado directamente a Fiyle. Prospero pretendía de ese modo que él decidiese qué hacer con aquel hombre.
Calibán depositó la linterna en la mano de Fiyle, pero conservó la pistola.
Fiyle tomó la linterna y lanzó un profundo suspiro de alivio cuando la encendió.
—Me alegra volver a ver, de verdad —dijo, entornando los ojos.
—Si te han seguido, tus perseguidores se alegrarán aún más —dijo Calibán.
Fiyle sacudió la cabeza con gesto de preocupación.
—Tienes razón. Larguémonos de aquí y vayamos al despacho, donde podremos hablar. —Desplazó el haz de la linterna hasta encontrar una puerta en una de las paredes del túnel—. Vamos —añadió, encabezando la marcha. Calibán y Prospero lo siguieron. Cerró la puerta con llave y añadió—: Bien, así nadie verá las luces ni podrá oírnos. —Encendió las luces del techo—. Aquí estaremos seguros. —Miró alrededor y encontró una silla volcada en un rincón. La enderezó, le sacudió el polvo y se sentó con un suspiro de alivio—. Estoy agotado —dijo. Miró a los dos robots y se echó a reír—. Cualquiera creería que hago esto a causa de mi salud, pero es agotador que a uno lo persigan por medio planeta.
—¿Quién te persigue, con exactitud? —preguntó Calibán.
—La PIC está detrás de mí, sin duda, y creo que también el SCS. Todavía no hay señales de los Cabezas de Hierro de Gildern, pero es cuestión de tiempo. Hasta ahora he conseguido burlarlos.
—Si esperas felicitaciones por tu destreza evasiva, tendrás que buscarlas en otra parte —dijo Calibán—. Sabes que no haces esto por tu salud, sino por tus ganancias.
—No es el más noble de los motivos, lo admito…, pero es un motivo por el cual pueden matarme si no me ando con cuidado. Eso tal vez te brinde algún consuelo.
—No si haces que nos maten contigo.
Fiyle suspiró.
—No te culpo por tu suspicacia —dijo—, pero no he traicionado a nadie. Al menos por el momento. Vosotros, los colonos, los Cabezas de Hierro… todos acudieron a mí porque sabían que aún mantenía contactos con los demás grupos. ¿Cómo iba a mantener esos contactos sin darles algo de vez en cuando? Los colonos y los Cabezas de Hierro lo comprendían…, hasta Prospero lo comprendía.
Calibán no respondió. En ocasiones los humanos respondían más al silencio que a las palabras. Aquella parecía ser una de esas ocasiones.
—Mira —prosiguió Fiyle—. En primer lugar, no tengo por qué justificarme ante ti. En segundo lugar, no te cobraré por este servicio. Sólo quiero asegurarme de que el mundo lo sepa, y trato de hacerlo lo mejor posible. Un tío como yo no puede convocar una rueda de prensa sin que lo arresten. En tercer lugar, no han matado a nadie por culpa de algo que yo haya dicho. Difundo habladurías, chismes que permiten que un bando confirme lo que ya sabe acerca del otro. Eso es todo. Lo peor que he hecho ha sido delatar a un policía corrupto… y resultó ser que ya se había hecho matar, de todos modos. Sólo trabajo con información de poca monta. —Hizo una pausa y frunció el entrecejo—. Al menos, así era hasta ahora. Hasta esto. Nunca hubo nada más grande que esto. Estos tíos han hallado el modo de cavar un océano. Un mar polar.
—Eso es absurdo —objetó Prospero—. No hay modo de hacer semejante cosa.
Calibán reflexionó por un instante.
—Es un objetivo sensato —dijo—. Un mar polar bien comunicado con el Océano Meridional contribuiría a moderar el clima; pero el amigo Prospero tiene razón: no hay manera de lograrlo.
Fiyle asintió.
—En circunstancias normales, cavar un océano sería un proyecto imposible por su magnitud. Superaría en mucho la capacidad de los ingenieros de Inferno, de cualquier ingeniero, de hecho; pero de pronto alguien ha dado con la persona indicada.
—Continúa —dijo Calibán.
Fiyle se inclinó hacia adelante y continuó con vehemencia.
—Hay un sujeto llamado Davlo Lentrall. Estaba trabajando en un proyecto de pequeña escala y bajo presupuesto que ya tiene algunos años, llamado Operación Bola de Nieve. Encuentran cometas en órbitas adecuadas, envían máquinas mineras y robots y ponen a estos a trabajar para hacer bolas de nieve, es decir, extraer bloques de hielo. Se cargan las bolas de nieve en un acelerador lineal que las dispara contra el planeta, una y otra vez, sin cesar, el día entero. Se lanzan contra Inferno, millones de ellas, hasta que todo el cometa se envía al planeta en paquetes de cinco o diez kilos.
»Cada bola de nieve se vaporiza al entrar en la atmósfera de Inferno… y hay cinco o diez kilos más de vapor de agua en el aire. Si repites la operación cinco, diez, veinte millones de veces, se produce un incremento sustancial en la cantidad de agua del planeta. Una parte del agua escapa al espacio, y una parte de los demás elementos del cometa también son aprovechables como nutrientes. Todo ayuda… ese es el lema de la Operación Bola de Nieve. Así han triturado nueve o diez cometas pequeños en los últimos años.
—He oído hablar del proyecto, y he visto las lluvias de meteoritos que a veces aparecen en alguna parte del cielo. ¿Qué puedes decirme de ello?
—Lentrall encontró el cometa Grieg mientras buscaba cometas adecuados para la Operación Bola de Nieve. Pero Grieg no era adecuado. Tenía muy poco hielo de agua, y era demasiado pedregoso. Y ahí habría quedado todo, salvo por dos cosas.
»La primera fue que Lentrall advirtió que el cometa se aproximaría mucho a Inferno. La segunda fue que Lentrall era, y es, un hombrecillo engreído y ambicioso. Estaba harto de la Operación Bola de Nieve. Buscaba algo verdaderamente grande, que le permitiera llegar a lo más alto, y lo encontró.
—¿Y de qué se trataba?
—Arrojar un cometa contra el planeta para cavar ese mar polar y sus salidas. ¿Y a quién le importa si los robots Nuevas Leyes se interponen?
Un humano habría manifestado alarma e incredulidad, pero Calibán no era humano, y no tenía necesidad de modificar la realidad negando sus partes desagradables. En cambio, pasó a la siguiente pregunta lógica, aunque ya conocía la respuesta.
—Dices que los robots Nuevas Leyes se interponen. Suponiendo que arrojen un cometa sobre Inferno… ¿dónde se proponen hacerlo?
—En la región de Utopía —respondió Fiyle—. Y si vuestra ciudad oculta de Valhalla se encuentra donde creo que se encuentra, estará en el centro mismo del impacto.
Sofonte-06 miraba plácidamente mientras Gubber Anshaw desenchufaba el medidor del toma de diagnósticos.
—Eso será suficiente para este viaje —anunció Gubber con tono jovial.
—¿Aparezco igualmente cuerdo en todos sus medidores, doctor Anshaw? —le preguntó Sofonte-06.
—Por lo que he averiguado, sí —respondió Gubber—, pero todavía tengo que precisar cómo se define la cordura entre los robots Nuevas Leyes.
—Creía que casi todos lo eran —intervino Lacon-03 desde el otro lado de la habitación.
El humano sacudió la cabeza mientras guardaba el equipo.
—Que yo sepa, eso no sucede con ninguna especie —dijo—, o al menos eso espero. En cuanto a la vuestra, todavía estoy en el comienzo de mis estudios. He examinado docenas de robots Nuevas Leyes en Valhalla. En su mayor parte parecen pertenecer a una estrecha gama de tipos de personalidad. Sois un grupo cuidadoso, ferviente, reflexivo. El mundo, el universo, es un sitio muy nuevo para vosotros, y procuráis explorarlo al tiempo que os exploráis a vosotros mismos. Queréis saber cuál es vuestro lugar.
—¿Y considera que eso es una motivación primaria para la conducta de los Nuevas Leyes? —preguntó Sofonte-06.
Tras reflexionar por un instante, Gubber contestó:
—Existe un procedimiento muy antiguo usado por los humanos para examinar sus impulsos e instintos. A lo largo de los milenios ha tenido muchos nombres y disfraces, pero básicamente es siempre lo mismo. El sujeto habla con alguien que lo escucha. Sin embargo, lo que importa no es lo que este oye, sino que el sujeto está obligado a ordenar sus pensamientos y expresarlos con coherencia. En el arte de hablar con el otro, el sujeto habla consigo mismo, y así realiza un autoexamen.
—En otras palabras, no importa lo que usted piense sobre nuestros impulsos básicos —dijo Sofonte-06—. Lo importante es que aprovechemos la oportunidad para hacernos esa pregunta del modo más objetivo posible.
—Es útil hacerse esa pregunta —repuso Gubber—, pero también es importante expresar la respuesta.
—O al menos una respuesta —terció Lacon-03—. Vamos, amigo Sofonte, cuéntanos, ¿qué crees que impulsa a los robots Nuevas Leyes?
Sofonte permaneció inmóvil, sumido en sus pensamientos.
—Por cierto, es una pregunta que va al meollo de las cosas —dijo al fin—. ¿Por qué nos ocultamos aquí en Valhalla, obsesionados por la clandestinidad? ¿Por qué procuramos desarrollar nuestra propia estética, nuestra manera de mirar el mundo? ¿Por qué sentimos el afán de mejorar y demostrar nuestra destreza como terraformadores? Creo que todo ello puede explicarse por nuestro deseo de sobrevivir. Procuramos evitar la destrucción, buscamos actos de creación para desarrollar un sistema de referencia para el universo en general y realzamos nuestras aptitudes a fin de asegurarnos de que somos más útiles vivos que muertos.
Gubber miró atentamente a Sofonte-06. El análisis que acababa de hacer era frío y sin concesiones, pero muy perspicaz. Se aproximaba más a la verdad que la mayor parte de las teorías.
—Ha sido interesante, como de costumbre —dijo, disponiéndose a despedirse—. Espero con ansiedad mi próxima visita.
Lacon-03 asintió con actitud pensativa, remedando el gesto humano.
—Me alegra que así sea —dijo la robot—. Espero que todavía estemos aquí cuando llegue el momento de esa visita.
Gubber había viajado a Valhalla tantas veces que daba por sentadas las raras características del viaje. Nunca entraba ni salía por la misma ruta, y siempre viajaba en un vehículo distinto, cerrado y sin ventanas. Además, el viaje desde y hacia Empalme nunca duraba lo mismo que el anterior. Como había observado Sofonte-06, los robots Nuevas Leyes consagraban muchos esfuerzos a permanecer ocultos. Gubber no prestó atención al viaje a Empalme; tenía otra cosa en mente: la cordura de los robots Nuevas Leyes.
Pero ¿qué era la cordura, en definitiva? Sin duda se trataba de algo más que de la voluntad de la mayoría. Nunca había reflexionado mucho en la definición del término. Aun así, era uno de esos conceptos difíciles de definir, pero fáciles de reconocer. Se podía decir casi con certeza que alguien era cuerdo, aunque no se pudiera definir qué significaba exactamente esto último.
Desde luego, lo contrario también era cierto. De modo que Gubber Anshaw prefería realizar sus visitas a Valhalla cuando Prospero no estaba allí. Aunque no siempre era posible, esta vez había tenido suerte.
No le gustaba Prospero. No le gustaba tratar con él. Los demás robots Nuevas Leyes se mostraban considerados, atentos y reservados, mientras que Prospero no era ninguna de esas cosas.
Y, sospechaba Gubber Anshaw, si uno definía a los demás robots Nuevas Leyes como cuerdos, Prospero demostraba ser todo lo contrario.