—¡El autobús está en marcha! —dijo una voz al oído de Cinta, anunciando algo que resultaba obvio. El vehículo se alejó de la acera y enfiló hacia la plaza, ganando velocidad.
La mayoría de los pasajeros del autobús eran muñecos con forma de ser humano, algunos programados para gemir, gritar, contorsionarse e incluso sangrar. Las cuatro o cinco personas reales ocupaban los asientos más acolchados, con bolsas llenas de seudosangre que estallarían en el momento oportuno, y maquilladas de forma que pareciesen haber sufrido serias heridas. Por el momento, las falsas lesiones estaban escondidas debajo de pelucas y ropas fáciles de rasgar. El simulacro daría comienzo una vez que el autobús se estrellara.
Se trataba, en general, de un buen trabajo, sobre todo si se tenía en cuenta la prisa con que se había hecho todo. No habría sido posible si los especialistas del SCS, que guardaban algunas cosas muy interesantes en su almacén, hubieran contado con equipo y personal disponibles.
Cinta movió el magnivisor para tratar de localizar a Lentrall. Sólo veía una muchedumbre mirando hacia arriba, esperando sus aeromóviles.
Sabía que tanto el equipo del vestíbulo como el de la plaza estaban buscándolo, pero quizás algo anduviese mal. De pronto detectó movimientos extraños en la plaza. Enfocó la acción y soltó un juramento. Las voces del auricular chillaron, contándole más cosas que ya sabía.
—¡El robot de Lentrall lo ha puesto a cubierto!
Cinta observó al robot ocultar a Lentrall detrás de un banco y protegerlo con su cuerpo. Alguien de la PIC había sido lo bastante listo y rápido como para avisarle, y si podían enviarle una advertencia, significaba que también había ayuda en camino. Habría sido bastante difícil llevarse a Lentrall si el lugar no hubiese estado lleno de polis. Miró el único aeromóvil de la PIC que sobrevolaba la torre. Cinta había confiado en que la situación que se vivía en la azotea crease una buena distracción, pero al parecer sólo fingían dejarse engañar por la treta.
—¡Cancelad la operación! —ordenó—. ¡Detened el autobús y largaos ahora mismo!
—Demasiado tarde —le respondió el controlador—. Todos los equipos están en movimiento. El aeromóvil para llevar a cabo el secuestro ya se aproxima.
Cinta elevó la mirada al cielo, pero no consiguió detectar el vehículo. Miró el autobús y vio que ya aceleraba demasiado para detenerse. En un par de segundos se estrellaría, y entonces se armaría un revuelo de los mil demonios, aunque ese revuelo ya no tuviera sentido.
—¿Qué ocurre? —preguntó Davlo Lentrall—. No veo nada desde aquí.
—Bien —respondió Kaelor—. Eso significa que nadie puede verlo a usted. No ocurre nada significativo…
De pronto el robot oyó un bocinazo y el chirrido de los frenos de un gran vehículo terrestre. Miró hacia el bulevar Aurora, y vio que un enorme autobús se aproximaba a toda velocidad. No atinaría a girar. Tanto los humanos que viajaban en él como los que estaban en la plaza corrían peligro. Kaelor sintió que el imperativo de la Primera Ley lo obligaba a correr hacia el autobús para prestar ayuda, pero el requerimiento de que protegiese a su amo era más fuerte, aunque sólo un poco.
Los demás robots de la plaza no tenían que enfrentarse con esos conflictos y se movían a gran velocidad. Algunos se pusieron a apartar a los humanos del trayecto del autobús, mientras otros corrían hacia donde calculaban que este se detendría después de producirse la colisión dispuestos a rescatar a las víctimas en cuanto fuera posible. Tres robots se arrojaron delante del vehículo con la esperanza de amortiguar el impacto con sus cuerpos. El autobús los arrolló y continuó su marcha. Chocó contra la acera antes de volcar con un estruendo y un chirrido de metal. Tras deslizarse veinte metros, se detuvo.
El primer robot llegó a donde estaba el autobús antes que se hubiera detenido, y en pocos segundos este quedó cubierto por un enjambre de autómatas que se apresuraban a rescatar a los humanos heridos. Dos de ellos arrancaron los restos del parabrisas para acceder al interior del vehículo. Otros cinco sacaron las ventanillas laterales con el mismo fin.
En segundos el caos producido por el accidente se convirtió en una organizada operación de rescate.
—¡Kaelor! ¿Qué demonios es ese ruido? ¿Qué está pasando?
Kaelor, el robot diseñado, fabricado y entrenado para asistir en el análisis de catástrofes hipotéticas no respondió de inmediato, paralizado por un complejo conflicto entre imperativos contradictorios de las Leyes Primera y Segunda. Tenía que proteger a su amo del peligro, pero el peligro que corría Davlo Lentrall era impreciso, indetectable y tal vez supuesto, mientras que los humanos que tenía delante se hallaban en un peligro real. Sin embargo, el potencial Segunda Ley de la situación estaba muy fortalecido por el poder, la autoridad y la urgencia de la orden del comandante Devray. La presencia de tantos robots acudiendo al lugar del accidente reducía el imperativo de la Primera Ley referente a la asistencia de las víctimas, pero no lo extinguía. El deseo de prestar ayuda era intenso.
—Kaelor, ¿qué demonios está sucediendo? —insistió Lentrall.
—No estoy seguro —respondió el robot—. Al parecer ha habido un grave accidente.
—¿Cómo que «al parecer»?
—Hay algo que no tiene sentido —repuso Kaelor. Reflexionó. El incidente de la azotea, la advertencia de peligro para su amo y aquel autobús accidentado, todos ellos hechos improbables, habían ocurrido en rápida sucesión. Hacía años que en la ciudad no se producía una evacuación por motivos de seguridad ni se veía un vehículo fuera de control. Aunque el número de delitos violentos había aumentado en tiempos recientes, aún era una rareza, y en general se relacionaba con pandillas o crímenes pasionales. Esto no era ninguna de ambas cosas, obviamente. Las probabilidades de que tales acontecimientos ocurrieran en rápida sucesión eran remotas.
¿Y si uno de esos hechos no hubiera ocurrido?
¿Y si él, Kaelor, no hubiera recibido la advertencia? En ese caso sin duda se hallaría colaborando en el rescate de las víctimas del accidente, y su amo estaría expuesto, lejos de su aeromóvil y del equipo de seguridad de la azotea, en una zona sin robots, lo cual habría sido ideal para un intento de asesinato o un secuestro.
Los robots se movían en torno del autobús destrozado con la velocidad y la determinación propias de los robots Tres Leyes regidos por un fuerte imperativo Primera Ley. En ese estado no cuestionaban nada ni se interesaban en otra cosa que no fuese su labor. Las incongruencias y contradicciones sólo servían para interferir con el rescate, y en consecuencia no había que hacer caso de ellas y debían soslayarse para impedir que los humanos sufriesen daños. No podía haber pensamientos ni reflexiones que no estuviesen relacionados con las tareas de rescate.
De modo que los robots no se detuvieron a pensar que gran parte de los restos que sacaban del vehículo pertenecían a muñecos ni que los pocos humanos reales estaban vivos y conscientes, e incluso caminaban y hablaban, aun cuando presentaban heridas que parecían mortales. Kaelor no se sorprendió cuando una grave lesión craneana cayó de una víctima, revelando una cabeza entera e intacta.
Todo era un montaje, y el objetivo era su amo, Davlo Lentrall.
En ese instante oyó el sonido de un aeromóvil que descendía rápidamente desde gran altura. Miró hacia arriba, vio el vehículo y comprendió que debía disponerse a defender a su amo.
Para bien o para mal.
Justen Devray apartó la vista del caos del accidente y la dirigió hacia el aeromóvil que descendía. Lo descubrió al mismo tiempo que Kaelor, y no podía hacer nada para responder. El robot que pilotaba su aeromóvil le impediría tratar de derribar el otro vehículo, pero Justen ni siquiera lo habría intentado, pues la plaza estaba llena de inocentes y la Torre de Gobierno se hallaba a tan corta distancia que un vehículo fuera de control podía estrellarse contra ella.
Sin embargo, podía ir tras él, o al menos ordenar a su piloto que lo hiciera.
—Sigue a ese coche y no lo pierdas de vista —ordenó.
Gervad obedeció al instante. De pronto comenzaron a caer como una piedra. Justen sintió un retortijón en el estómago y se contuvo para no vomitar.
Seguramente se habían propuesto llevarse a Davlo Lentrall y su propia gente en aquel vehículo. Si Justen impedía que aterrizara, o que despegase después de aterrizar, todo habría terminado. Pero ¿dónde diablos estaba la brigada de arresto?
Encendió una pantalla de situación y obtuvo la respuesta: llegarían en noventa segundos; pero quizá fuera demasiado tarde.
Justen pensó deprisa. Una cosa parecía clara: aquello era demasiado complejo para tratarse de un intento de asesinato. Habría sido fácil matar a Lentrall, si eso se proponían. Si sus enemigos —fueran quienes fuesen— podían provocar situaciones de alerta en la Torre de Gobierno y hacer que un autobús se estrellase para crear distracciones, también podían valerse de un francotirador con un arma energética de precisión o un fusil con balas. Podrían haber liquidado a Lentrall de esa manera. Aun en ese momento, un disparo certero con un lanzagranadas habría sido más que suficiente. Un impacto en el pecho del robot, y la fuerza de la explosión habría bastado para arrojar a este hacia atrás y triturar a Lentrall.
De modo que tenía que ser un intento de secuestro, aunque quizá tuvieran órdenes de matar a Lentrall si fracasaban.
Justen Devray ignoraba qué se proponía Lentrall o por qué era tan importante. Todo lo que sabía era que se trataba de un personaje lo bastante importante como para que el gobernador lo recibiese, los colonos y los Cabezas de Hierro lo espiaran, Kresh dispusiera para él un servicio de seguridad y aquella escena caótica hubiese tenido lugar en su honor, y eso debía ser más que suficiente. Tenía que proteger a Lentrall.
—¡Aterrizaje de emergencia! —le ordenó a Gervad—. Desciende cerca del banco de piedra donde está Lentrall.
El aeromóvil giró, esta vez de manera menos brusca, pues el nuevo rumbo se parecía más al anterior; pero también estaba cerca del rumbo del otro aeromóvil. El vehículo de Justen se acercó tanto que pudo ver en su interior, y advirtió que le llevaban una clara ventaja. El piloto era humano, y como tal podía correr riesgos, algo que un robot no haría jamás.
Aquel piloto humano procedió a hacer precisamente eso, aumentando la velocidad, acelerando al caer, zambulléndose debajo del coche de Justen. Obviamente, el piloto humano sabía que la Primera Ley impediría que un robot imitara esa maniobra y que lo obligaría a retroceder por temor a una colisión.
En efecto, eso fue exactamente lo que sucedió. Gervad pisó los frenos y el aeromóvil del secuestrador se alejó del vehículo de Justen. Llegaría el primero, a menos que lo evitase.
—¡Tomo los controles! —exclamó Justen, harto de aquella situación, mientras desabrochaba su cinturón de seguridad y pasaba al asiento del copiloto.
—Señor, el peligro de hacerlo…
—Es mínimo, en comparación con el peligro que ese vehículo representa para los humanos —dijo Justen mientras se sujetaba—. Hay demasiada demora entre las órdenes que te imparto y su ejecución. Te ordeno que me permitas conducir este aparato. —Aquello bastaría para superar la resistencia Primera Ley de Gervad, o tal vez no. Justen movió la perilla que pasaba el control de vuelo a su consola y desactivaba los frenos, y el robot no hizo nada para impedirlo. Bien, eso ya era una pequeña victoria. El aeromóvil empezó a descender a mayor velocidad.
Justen miró la pantalla, esperando que el otro aparato apareciera debajo de ellos. Lo localizó cuando estaba por descender, a tal velocidad que el aterrizaje sería poco menos que una colisión controlada.
Y en ese momento Justen tuvo una prueba incontrovertible de la desventaja de emplear pilotos humanos. Los humanos podían correr riesgos, en efecto; sin embargo, a veces las opciones arriesgadas resultaban erróneas. El aeromóvil estaba frenando con toda su potencia, pero no era suficiente. Se aproximaba al suelo a excesiva velocidad.
Aterrizó a diez metros del banco tras el que se encontraba Lentrall con un estrépito que incluso se oyó desde el vehículo de Justen. Se posó bruscamente, los amortiguadores del tren de aterrizaje se rompieron y salió despedido quince metros hacia adelante, por lo que pareció inevitable que la nave cayese al suelo de costado.
El piloto logró recobrar el control de la nave y enderezarla, y Justen aprovechó para tomar tierra, tan cerca del banco de Lentrall que casi lo arrancó con el tren de aterrizaje trasero.
Justen abrió un compartimiento del tablero de mandos y echó hacia atrás una palanca roja que activó el arma energética giratoria del aeromóvil, dirigiéndola contra el otro vehículo mientras el piloto lograba aterrizar, aunque con poca elegancia. Tenía problemas en el tren de aterrizaje de babor.
—No puedo permitirle que dispare contra una nave con humanos a bordo, señor —dijo Gervad.
—No voy a disparar —replicó Justen. «A menos que sea necesario», pensó—. Y observa que no estoy apuntando a la cabina de control, sino al sistema de propulsión. Sólo quiero intimidarlos, hacerles saber que esto va en serio. Te prometo que no dispararé. —Incumplir una promesa hecha a un robot no suponía problema alguno.
—Pero…
—¡Silencio! —En ocasiones los beneficios de la mano de obra robotizada no compensaban el esfuerzo necesario para obtener la cooperación de un robot.
En ese momento, sin embargo, no había tiempo para preocuparse por esas cosas. El aguerrido piloto del otro aeromóvil aún no había desistido del todo. Justen descubrió que se trataba de una mujer, y vio su expresión de sorpresa al advertir que el cañón estaba dirigido contra ella. La sorpresa, empero, no le impidió reaccionar deprisa. Apuntó con el cañón de su vehículo a la cabeza de Justen, que fijó la mirada en el arma.
De pronto ambos estaban abajo. De pronto habían dejado de pasar cosas. De pronto se hizo el silencio. Y de pronto Justen no se atrevió a mover un músculo por temor a morir. No recordaba haber visto un cañón de ese tamaño en su vida, ni haber oído un ruido más fuerte que las palpitaciones de su corazón. Pero tenía que conservar la calma, la lucidez. Miró a la piloto y por la expresión de su rostro dedujo que no le faltaban ganas de disparar.
Justen oyó movimientos a su izquierda.
—¡No te muevas! —le ordenó a Gervad, sin mover la cabeza ni apartar los ojos del cañón que apuntaba hacia él. El robot se disponía a interponerse entre su amo y el arma—. Ese chisme podría atravesarte en medio milisegundo, y si te pones delante de mí ella quizá decida disparar aprovechando que yo no puedo verla.
—Pero…
—Silencio —dijo Justen entre dientes, furioso—. Cualquier acto que realices agravaría el peligro para mí. —Aquella era precisamente la clase de frase que convenía no decirle a un robot, pues podía causarle graves daños al desencadenar un serio conflicto entre la Primera Ley y la Segunda; pero en ese momento Justen estaba un poco más preocupado por conservar la vida que por el robot.
—Pero… yo… debo…
—¡Silencio! —insistió Justen, sin apartar los ojos de la mujer. Ella decidiría el próximo movimiento. Sobre eso no había dudas. Podía disparar y matar a Justen, o enviar a alguien para que acabase con Lentrall. Incluso era posible que continuasen con el plan del secuestro, para lo cual tendrían que liquidar al robot de este y llevarse a Lentrall a la rastra. Ella estaba en condiciones de hacer muchas cosas mientras encañonara a Justen con esa arma. Y él sólo podía mirarla a los ojos, pendiente de lo que decidiese hacer a continuación.
De pronto, ella desvió la mirada hacia el tablero de mandos. Justen vio que movía los labios y pronunciaba la palabra «intrusos». Bien. Muy bien. Tenía que tratarse del equipo de emergencia PIC, que por fin hacía acto de presencia.
Justen advirtió que la piloto se volvía hacia el autobús accidentado, y también él miró. Aunque sospechaba que el accidente era un montaje, resultaba extraño que la mayor parte de las supuestas víctimas fuesen muñecos y que quienes no lo eran echasen a correr en dirección al aeromóvil. Estaba claro que tenían que sacar a los suyos de aquel lugar, no sólo por lealtad, sino para impedir que los capturasen e interrogaran. Pero si Justen estaba sorprendido, los robots que procuraban atender a las víctimas lo estaban aún más, pues súbitamente parecieron comprender que no había víctimas. Al instante fue evidente que ninguno de ellos sabía qué hacer.
Los humanos de la plaza también estaban confusos; sin embargo, cuando los robots los rescataron, dos de ellos corrieron tras las «víctimas», gritando a aquellos que hicieran lo mismo.
Justen Devray no tenía modo de ayudar a los perseguidores, pues un cañón apuntaba directamente a su cabeza, pero tal vez consiguieran apresar al menos a uno de ellos.
Cinta Melloy observaba la frustrada operación. A esas alturas el éxito era imposible. El robot de Lentrall y el aeromóvil de la PIC habían desbaratado el plan. Ya no había esperanzas. En cualquier momento llegarían refuerzos de la policía. Lo único que le quedaba por hacer era sacar a los suyos antes de que los infernales capturasen a alguno y encendieran la sonda psíquica. No podía permitir que sucediera.
Aún podía echar mano de un recurso, aunque hubiera preferido no hacerlo. La gente de pirotecnia podía asegurarle que nada iba a salir mal, pero aquel día todo había salido mal y no tenía ánimo de creer en la palabra de nadie.
En cualquier caso, no tenía muchas opciones. Sólo restaba la cuestión de la sincronización. ¿Cuándo surtiría mayor efecto su última maniobra de distracción?
Cinta observó el caos que se había producido en la plaza, vio los robots y los humanos que empezaban a recobrarse y tomó su decisión.
Aquel era el momento.
Pulsó el botón que había esperado no tener que pulsar.
Un fogonazo iluminó el cielo cuando estalló el bidón que contenía el líquido inflamable, seguido de una llamarada que se elevó en el techo de la Torre de Gobierno envolviendo a los robots que rodeaban el aerocamión para impedir que los humanos se acercasen a él. Las esquirlas salieron disparadas en todas las direcciones.
La onda expansiva sembró el caos entre los aeromóviles del equipo de emergencia de la PIC, como si una gigantesca mano invisible los hubiese abofeteado, desparramándolos mientras sus pilotos procuraban recobrar el control. En la plaza, todos los robots dejaron de perseguir a las falsas víctimas.
Había humanos en peligro inmediato a causa de la explosión.
Cada robot se lanzó hacia el humano que tenía más cerca para protegerlo a modo de escudo le gustase a este o no, pero mientras lo hacían no quedaba nadie disponible para perseguir a los secuestradores que se daban a la fuga. La puerta del aeromóvil de rescate se abrió y los que iban en el autobús subieron a bordo.
La piloto echó un vistazo al tablero de mandos y luego miró de nuevo a Justen. Si iba a matarlo para cubrir su retirada e impedir que la persiguiera, aquel era el momento de hacerlo.
Justen tragó saliva. Lamentó ignorar por qué Lentrall era tan importante. Le habría gustado saber por qué moría.
Era obvio que la piloto podía leer la angustia en sus ojos. Justen se preparó para el final, pero este no llegó. La mujer sacudió la cabeza, como si le dijese: «No voy a matarte».
El cañón se desvió de la cabeza de Justen y apuntó a la base del aeromóvil. Disparó por dos veces, volando un tren de aterrizaje y dañando el acople de potencia. El vehículo de Justen se ladeó mientras el otro se elevaba y enfilaba hacia el límite de la ciudad a toda velocidad. Ningún aeromóvil pudo perseguirlo.
Gervad sacó a Justen de la nave segundos antes de que esta terminara de caer. Las calamidades que el robot había tenido que presenciar habían elevado sus potenciales Primera Ley a nuevas alturas. Justen no opuso resistencia. No tenía deseos de permanecer por más tiempo en un aeromóvil con un sistema de potencia desestabilizado.
Justen salió a la plaza. Miró detrás de su aeromóvil y vio que un joven con el traje hecho jirones salía arrastrándose de detrás del banco de piedra mientras su robot lo ayudaba a incorporarse. Se trataba de Davlo Lentrall, el motivo de aquel estropicio, el hombre al que aquellos desconocidos habían intentado secuestrar o asesinar.
Miró el aeromóvil que se alejaba. Habían escapado, pero con las manos vacías.
Era un consuelo.
Hasta cierto punto.